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Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

Single & Single (30 page)

BOOK: Single & Single
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–…El pobre Mijaíl. Dispara contra cualquier bicho viviente. Le habría pegado un tiro a…
Jacko si
…hubiese tenido ocasión. Es tan considerado de parte de Yevgueni incluir a su hermano en todos sus negocios… Y Mirsky, naturalmente.

–…¿Qué hacía Mirsky?

–…Jugar al ajedrez con Randy en el invernadero. Randy y Mirsky estaban…
muy
…unidos. Llegué a pensar que quizá tenían algún…
asunto.

–…
¿Qué clase de asunto?

–…Bueno, Randy no muestra mucho interés por las faldas, ¿no? Y el encantador doctor Mirsky no pone reparos a nada. Por increíble que suene, lo sorprendí galanteando a la señora Henderson en la cocina, pidiéndole que se fuese con él a Gdansk para prepararle allí su puré de patatas con carne.

Oliver le entregó una taza. Con media rodaja de limón, nunca leche. Procuró mantener un tono desenfadado.

–…Y así pues, ¿cómo llegó Tiger aquí? Esa última vez, quiero decir, cuando vino a verte. ¿Lo trajo Gasson?

–…Lo trajo un taxi, cariño. Desde la estación. Vino en tren, como tú, salvo que no era domingo. Quería pasar inadvertido.

–…¿Y tú qué hiciste? ¿Esconderlo en la leñera?

Nadia estaba de pie, agarrada al respaldo de una silla que le servía de apoyo.

–…Recorrimos la finca, como de costumbre, contemplando todo aquello que le es más grato y fotografiándolo -contestó con actitud desafiante-. Llevaba puesto el raglán marrón que le regalé cuando cumplió los cuarenta. Lo llamamos su «prenda de amor». Le dije: «No te vayas, quédate aquí.» Le dije que yo cuidaría de él. No quiso escucharme. Tenía que salvar el barco, dijo. Aún estaba a tiempo. Yevgueni debía conocer la verdad, y entonces todo iría bien. «Les presenté batalla en Navidad y volveré a hacerlo ahora.» Me sentí orgullosa de él.

–…¿Qué pasó en Navidad?

–…Suiza, cariño. Pensé por un instante que me llevaría, como en los viejos tiempos. Pero era sólo trabajo, trabajo, nada más que trabajo. Todo el día de acá para allá como un yoyó. No tuvo tiempo ni de venir a comer su pudín de Navidad, pese a que le encanta. La señora Henderson casi se echó a llorar. Les presentó batalla. A todos. «Les aplasté las narices -dijo-. Al final Yevgueni se puso de mi lado. A partir de ahora se lo pensarán dos veces antes de intentar una jugada como ésa.»

–…¿Quiénes?

–…Quienesquiera que fuesen. Hoban. Mirsky. ¿Cómo voy yo a saberlo? La gente que trató de hundirlo. Los traidores. Tú eres uno de ellos. Dijo que tenía que enviarte algo. Aunque no volviese a verte ni a recibir noticias tuyas, seguía siendo tu padre y como tal te debía algo, por más que le hubieses hecho una mala pasada. Algo que te había prometido. Por ese principio se ha regido toda su vida. Y también yo. Los dos te enseñamos a cumplir tus promesas.

–…Y fue entonces cuando le hablaste de Carmen.

–…Tiger había llegado a la conclusión de que yo conocía tu paradero. Es un hombre inteligente. Siempre lo ha sido. Había notado que yo no me preocupaba por ti como suelo hacer, ¿y cuál era el motivo? Es abogado, así que de nada sirve llevarle la contraria. Empecé a decir estupideces, y me zarandeó. No con tanta fuerza como en los viejos tiempos, pero sí con fuerza suficiente. Intenté seguir mintiendo por ti, pero de pronto no le vi sentido. Eres nuestro único hijo. Nos perteneces a partes iguales. Le dije que era abuelo, y se echó a llorar otra vez. Los hijos siempre piensan que sus padres son fríos hasta que los ven llorar, y entonces piensan que son ridículos. Dijo que te necesitaba.

–…¿Me…
necesitaba
? ¿Para qué?

–…¡Es tu padre, Ollie! ¡Es tu socio! Se han confabulado contra él. ¿A quién va a acudir si no es a su hijo? Se lo debes. Ya va siendo hora de que le des tu apoyo.

–…¿Eso lo dijo él?

–…¡Sí! Textualmente. ¡Dile que me lo debe!

–…¿Dile?

–…¡Sí!

–…¿Llevaba alguna maleta?

–…Una bolsa marrón a juego con su prenda de amor. Equipaje de mano.

–…¿Y en qué vuelo salió? ¿Con destino adonde?

–…¡Yo no he hablado de ningún vuelo!

–…Has dicho «equipaje de mano».

–…No he dicho eso. ¡No lo he dicho!

–…Nadia. Madre. Atiéndeme. La policía ha revisado las listas de pasajeros de todos los vuelos. No hay ni rastro de él. ¿Cómo consiguió pasar inadvertido en el avión?

De pronto Nadia se dio media vuelta y se abalanzó sobre él, desatando su ira.

–…¡Ya lo decía él! ¡No se equivocaba! ¡Te has aliado con la policía!

–…Tengo que ayudarlo, madre. Me necesita. Él mismo lo dijo. Si yo no lo encuentro y tú sabes dónde está, seremos los culpables de lo que ocurra.

–…¡No sé dónde está! Tu padre no es como tú; él no me cuenta secretos que luego soy incapaz de guardar. ¡Deja de apretarme de esa manera!

Dándose miedo a sí mismo, Oliver se apartó al instante de ella. Nadia lloriqueaba.

–…¿De qué sirve todo esto? Dime qué quieres saber y déjame en paz -dijo, y se atragantó con sus propias palabras.

Oliver volvió a acercarse y la abrazó. Al rozar la mejilla de Nadia con la suya, notó el contacto pegajoso de sus lágrimas. Se sometía a él del mismo modo que se había sometido a su padre, y una parte de él se deleitaba en el triunfo mientras la otra odiaba a su madre por su fragilidad.

–…No se lo ha visto desde entonces, madre. No lo ha visto nadie, excepto tú. ¿Cómo se marchó?

–…Valientemente. Con el mentón en alto. Tal como se iría un luchador. Haría ni más ni menos lo que había dicho. Debería seguir su ejemplo con orgullo.

–…Me refiero al medio de transporte.

–…El taxi regresó a por él. De no haber sido por la bolsa de viaje, habría vuelto a pie a la estación. «Otra vez como el primer día, Nadia -dijo-. Estamos en Liverpool entre la espada y la pared. Te prometí que nunca te fallaría, y nunca te fallaré.» Volvía a ser el de siempre. No vaciló. Se puso en marcha como si no pasase nada. ¿Por qué lo hiciste, Ollie? ¿Por qué contaste tu secreto a la tonta de Nadia si no querías que Tiger se enterase?

Porque era un padre loco de alegría y Carmen tenía tres días de vida, pensó con impotencia. Porque adoraba a mi hija y daba por supuesto que tú desearías adorarla también. Nadia estaba sentada a la mesa, inmóvil y rígida, sujetando la taza de té frío con las dos manos.

–…Madre.

–…No, cariño. Ya no más.

–…Si los aeropuertos están vigilados y lleva una bolsa de mano y va a enfrentarse con sus enemigos, ¿cómo planea moverse? ¿Con qué pasaporte, por ejemplo?

–…Con el de nadie, cariño. Otra vez estás haciendo teatro.

–…¿Por qué has dicho «con el de nadie»? ¿Por qué tendría que ser el pasaporte de alguien el que no está usando?

–…¡Calla, Ollie! Te crees un gran abogado como tu padre, y no lo eres.

–…¿De quién es el pasaporte que lleva? No puedo ayudarlo si desconozco el nombre que utiliza, ¿no te parece?

Nadia dejó escapar un hondo suspiro. Movió la cabeza en un gesto de negación y su respuesta le provocó de nuevo el llanto. Pero recobró la calma.

–…Pregúntale a Massingham. Tiger confía demasiado en sus subordinados. Y luego lo apuñalan por la espalda, como tú.

–…¿Es un pasaporte británico?

–…Es auténtico, sólo eso me dijo. No es un pasaporte falso. Pertenece a una persona real que no lo necesita. No mencionó la nacionalidad, ni yo le pregunté.

–…¿Te lo enseñó?

–…No. Simplemente alardeó.

–…¿Cuándo? Esta vez no, supongo. Dudo que estuviese con ánimo de alardear.

–…En marzo del año pasado -ella, que aborrecía las fechas- tenía que ocuparse de un asunto en Rusia o algún otro sitio y no quería dar a conocer su identidad. Así que se hizo con ese pasaporte. Randy se lo consiguió. Y una partida de nacimiento para acreditarlo. Le quita cinco años de edad. Bromeando, dijimos que la declaración a Hacienda de Dios Padre le había salido negativa y le había correspondido una devolución de cinco años. -Su voz se tornó de pronto tan fría como la de él-. Eso es todo lo que sacarás de mí, Ollie. Ni ahora ni nunca me sacarás nada más. Ni una sola gota. Nos has arruinado la vida. Una vez más.

Oliver emprendió el camino de regreso, despacio en un primer momento. Llevaba el abrigo de color gris lobo colgado del brazo. Sin detenerse empezó a ponérselo, primero un brazo y luego el otro, apretando ya el paso gradualmente. Cuando llegó a la verja, iba ya a todo correr. La furgoneta de la compañía eléctrica seguía en el mismo sitio, pero tenía replegada la escalera extensible y en la cabina había dos ocupantes. Continuó corriendo hasta la bifurcación y allí vio el parpadeo de los faros del Ford aparcado y la alegre silueta de Aggie haciéndole señas desde el asiento del conductor. Se abrió la puerta del pasajero, y Oliver se sentó junto a Aggie.

–…¿Es posible hablar con Brock por ese artefacto? -preguntó a voz en cuello.

Aggie sostenía ya el teléfono para ofrecérselo.

–…Así que nunca ha estado en Australia -dijo Heather-. También lo de Australia era mentira.

–…Parte de su nueva identidad, para ser más exactos -corrigió Brock.

En ocasiones como aquélla adoptaba un tono sacerdotal. Formaba parte de un profundo sentido de la responsabilidad. Cuando te haces cargo de un pupilo, te haces cargo también de sus problemas, solía preconizar ante los recién llegados. No eres Maquiavelo, no eres James Bond, eres un atareado asistente social que debe mantener en orden la vida de todo el mundo, o si no alguien acabará cometiendo alguna locura.

Estaban en el pequeño cuartelillo de la policía de Northamptonshire, Brock sentado a un lado de la austera mesa y Heather al otro, con la cabeza apoyada en una mano y los ojos muy abiertos pero no atentos a nada, como si fijase la vista en la penumbra de la sala de interrogatorios para eludir la mirada de Brock. Atardecía y la sala estaba mal iluminada. Fugitivos de la justicia y niños desaparecidos los observaban desde las oscuras paredes como un mudo coro de condenados. A través del tabique se oían las risotadas de un borracho encarcelado, el monótono sonido de una radio de la policía y los golpes de los dardos contra una diana. Brock se preguntó qué opinión le merecería Heather a Lily, como siempre que se entrevistaba con una mujer. «Es una buena chica, Nat -habría dicho-. No le pasa nada que un buen marido no pueda arreglar en una semana.» Lily pensaba que todas las mujeres deberían tener un buen marido. Era su manera de halagarlo.

–…Me habló incluso del marisco de Sidney -dijo Heather, atónita-. Me dijo que era el mejor que había probado en la vida. Me dijo que iríamos allí algún día, que comeríamos en todos los restaurantes donde él había trabajado de camarero.

–…Dudo que haya trabajado alguna vez de camarero -respondió Brock.

–…Para usted sí ha hecho de camarero, ¿no? Todavía lo es.

Brock no se inmutó ante el comentario.

–…A Oliver no le gusta lo que está haciendo, Heather. Lo ve como una obligación. Necesita saber que seguimos a su lado. Todos nosotros. En especial Carmen. Para él, Carmen es lo más importante de este mundo. Quiere que la niña sepa que su padre es una persona honrada. Espera que le hables bien de él de vez en cuando a medida que crece. No querría que pensase que se marchó sin más ni más.

–…«Tu padre entró en mi vida a base de mentiras, pero es un buen hombre…» ¿Algo así?

–…Algo un poco mejor, si es posible.

–…Suélteme el rollo, pues.

–…No creo que haya ningún rollo que soltar, Heather. En mi opinión, se trata más bien de sonreír cuando hables de él. Y de dejarle ser el padre que sueña ser.

Capítulo 12

Para su visita a la Zahúrda de Plutón, un piso franco conocido sólo por media docena de miembros de la unidad Hidra, Brock tomó primero el metro en dirección sur hasta la otra orilla del río, luego subió a un autobús con rumbo este y comió tranquilamente en una sandwichería con buena visibilidad de la acera. En un segundo autobús, bajó dos paradas antes de la suya y recorrió a pie los últimos doscientos metros, caminando sin demasiada determinación ni demasiado poca y deteniéndose a contemplar aquellos elementos del paisaje portuario que despertaban su interés -una hilera de herrumbrosas grúas, una gabarra podrida, un vertedero de neumáticos usados-, hasta llegar a una arcada semejante a un viaducto, donde cada soportal albergaba un sospechoso taller de metalistería especializado en una u otra actividad. Eligiendo la sólida puerta negra de dos hojas señalada con el número 8 y adornada con el alentador mensaje nos hemos trasladado a españa, jodeos, pulsó el botón del interfono y se presentó como un hermano de Alf interesado en el Aston Martin.

Una vez franqueado el paso, atravesó un almacén que contenía piezas de coche, chimeneas viejas y un amplio surtido de matrículas de automóvil, y subió por una destartalada escalera de madera hasta una puerta de acero instalada recientemente que, por guardar las formas, había sido rayada y pintarrajeada con los pertinentes grafitos. Allí esperó a que la mirilla se oscureciese, como así ocurrió a su debido tiempo, y le abriese la puerta un hombre espectral con vaqueros, zapatillas de deporte, camisa a cuadros y una pistolera de cuero al hombro donde se alojaba una Smith amp; Wesson automática de nueve milímetros con una tira de esparadrapo viejo y pegajoso alrededor de la empuñadura, como si se hubiese herido en alguna aventura ya olvidada. Cuando Brock entró, la puerta volvió a cerrarse.

– ¿Cómo se comporta nuestro hombre, señor Mace? -preguntó con la voz algo ronca a causa de una cierta tensión, comparable al nerviosismo de un actor la noche del estreno.

– Depende de las circunstancias, en realidad -contestó Mace, hablando al mismo volumen que Brock-. Lee a ratos, cuando consigue concentrarse. Juega al ajedrez, lo cual es una ayuda. Por lo demás, se dedica a hacer crucigramas, esos de clase alta.

– ¿Sigue asustado?

– Cagado de miedo, señor.

Brock avanzó por el pasillo, dejando atrás una cocina, una habitación con literas y un cuarto de baño, y al fondo encontró a un segundo hombre, regordete y con el pelo largo, recogido tras la nuca. Su pistolera era de lona y la llevaba colgada del cuello como una mochila de bebé.

– ¿Todo bien, señor Carter?

– Perfectamente, señor, gracias. Acabamos de echar una agradable partida de whist.

– ¿Quién ha ganado?

– Plutón, señor. Hace trampas.

Mace y Carter porque Aiden Bell, para esa operación, había decidido arbitrariamente llamar a los dos hombres como a los descubridores de la tumba de Tutankamón. Y Plutón, tomando como referencia al rey del averno. Brock empujó una puerta de madera y entró en una buhardilla alargada con tragaluces enrejados. Había dos sillones tapizados en pana junto a una estufa. Una caja de embalaje colocada entre ellos hacía las veces de mesa, cubierta en ese momento de periódicos y naipes esparcidos. Un sillón estaba vacío y ocupaba el otro el honorable Ranulf, alias Randy, Massingham, alias Plutón, anteriormente al servicio del Foreign Office y otras entidades de dudosa fama, que vestía un hogareño suéter azul de Marks amp; Spencer con cierre de cremallera y, en lugar de sus habituales zapatos de gamuza, unas pantuflas forradas de borreguillo sintético. Estaba encorvado y aferrado a los brazos del sillón, pero en cuanto vio a Brock entrelazó las manos detrás de la cabeza, cruzó los pies con sus pantuflas sobre la caja de embalaje, y se arrellanó en una falsa pose de relajación.

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