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Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

Single & Single (31 page)

BOOK: Single & Single
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– Pero si tenemos otra vez aquí al tío Nat -dijo, arrastrando las palabras-. ¿Qué? ¿Ha traído mi carta de libertad? Porque si no, pierde el tiempo.

Brock pareció encontrar muy graciosa la pregunta.

– Vamos, vamos, caballero. En el fondo, los dos somos funcionarios. ¿Desde cuándo firman los ministros certificados de inmunidad los fines de semana? Si insisto más, alguien acabará irritándose. ¿Quién es ese doctor Mirsky que no conocen ni en su casa? -inquirió, basándose en el principio de que las mejores preguntas de un interrogador son aquellas cuya respuesta ya sabe:

– Es la primera vez que oigo ese nombre -repuso Massingham, malhumorado-. Y quiero algo de ropa presentable de mi casa. Puedo darles la llave. William está en el campo, y seguirá allí mientras yo no diga lo contrario. Simplemente procuren no ir en martes o jueves; son los días que la señora Ambrose hace la limpieza.

Brock volvía a mover la cabeza en un gesto de negación.

– Me temo, caballero, que eso es absolutamente imposible por el momento. Puede que la casa esté bajo vigilancia. Por nada del mundo estoy dispuesto a correr el riesgo de que me sigan desde allí hasta aquí, gracias. -Eso era una mentira intrascendente. En su urgencia por entregarse, Massingham ni siquiera había cogido mudas de ropa limpia. Brock, conociendo la afición de su prisionero por el plumaje exquisito, había aprovechado la ocasión para darle una lección de humildad, proporcionándole pantalones de lana con elástico en la cintura e informes monos de trabajo-. En fin, caballero, prosigamos. -Brock tomó asiento, abrió un cuaderno y sacó la estilográfica que le había regalado Lily-. Según me ha dicho un pajarito, usted y el mencionado doctor Mirsky jugaron juntos al ajedrez en Nightingales exactamente el pasado mes de noviembre.

– Pues su pajarito charlatán miente -dijo Massingham, que cuando se sentía amenazado era en general mucho más lacónico.

– Que charlaron, se contaron chistes verdes y esas cosas, usted y el doctor Mirsky, según me han dicho. No es de sus mismas creencias, ¿no?

– No lo conozco; no he oído hablar de él en mi vida; no he jugado con él al ajedrez. Y ya que lo pregunta, no, no lo es. Es más bien de creencias opuestas -replicó Massingham. Cogió un ejemplar del
Spectator,
lo sacudió y simuló leer-. Y me encanta este sitio. Los chicos son encantadores; la comida está de muerte, y la ubicación es divina. Estoy pensando en comprar la casa.

– Comprenda, caballero, que el problema con estos acuerdos de inmunidad -explicó Brock, todavía en el más cordial de los tonos- es que el ministro y sus adláteres necesitan saber
contra
qué inmunizan a una persona, y ése es el quid de la cuestión.

– Ya he oído antes ese sermón.

– Siendo así, quizá si lo repito, se lo tome más en serio. Con todo respeto debo advertirle que de nada le servirá telefonear a algún conocido suyo con influencias en el Foreign Office o donde sea y decir: «Randy Massingham está dispuesto a facilitar cierta información a cambio de una garantía de inmunidad, así que agita un poco el bastón de mando por nosotros, ¿de acuerdo, compañero?» Eso no dará resultado, al menos a largo plazo. Mis superiores son muy puntillosos. «¿Inmunidad
contra
qué? -se preguntan-. ¿Está el señor Massingham excavando un túnel bajo el Banco de Inglaterra o abusa de colegialas menores de edad? ¿Está aliado con Belcebú? Porque si es ése el caso, preferiríamos que presentase su petición en otra parte.» Sin embargo, cuando yo le planteo a
usted
esa misma pregunta, gasto saliva en vano. Porque lo que me ha dicho hasta ahora, francamente, es pura paja. Le protegeremos si es ése su deseo. Le protegeremos con mucho gusto. El sitio no será tan acogedor como éste, pero no le quepa duda que estará bien protegido. Porque si persiste en esa actitud, mis superiores no sólo le negarán trato de favor, sino que además presentarán cargos contra usted por entorpecer la acción de la justicia. -Entró Carter con el té-. Señor Carter, ¿ha telefoneado hoy el señor Massingham a su oficina?

– A las 19.45, señor.

– ¿Desde dónde?

– Nueva York.

– ¿Quién estaba con él?

– Yo y Mace, señor.

– ¿Se ha portado bien?

Massingham tiró el periódico sobre la caja de embalaje y dijo:

– Como un ángel, se ha portado. Ha puesto el alma en ello, ¿no, Carter? Admítalo.

– Sonaba convincente, señor -respondió Carter-. Un poco exagerado para mi gusto, pero siempre es así.

– Escuche la grabación si no me cree. Estaba en
Nueva York.
El tiempo era una
gozada.
En ese mismo momento venía de insuflar nuevas esperanzas en los corazones y las mentes de nuestros vacilantes inversionistas de Wall Street y me disponía a partir rumbo a Toronto para hacer allí exactamente lo mismo, ¿y tenía
alguien
noticias de nuestro pobre Tigre errante? Respuesta: un afligido no. ¿Es verdad o no, Carter?

– Diría que, cuando menos, es una descripción bastante fiel.

– ¿Con quién ha hablado? -preguntó Brock a Carter.

– Con Angela, su secretaria, señor.

– ¿Cree que se lo ha tragado?


Tragar
es lo suyo -dijo Massingham. Adoptando una expresión severa. Carter se retiró-. ¿Y eso? ¿Acaso he hecho un comentario demasiado obsceno?

– El señor Carter es un devoto creyente, compréndalo. Está muy metido en actividades parroquiales: partidos de fútbol, asociaciones de jóvenes.

– ¡Vaya por Dios! -exclamó Massingham, alicaído-. Maldita sea. ¿Cómo he podido ser tan grosero? Pídale disculpas de mi parte.

Brock consultaba de nuevo su cuaderno, moviendo su cabeza blanca en actitud benévola como el padre con quien todo el mundo sueña.

– Sigamos, caballero. ¿Le importaría que ahonde un poco más en esas amenazas telefónicas que ha recibido?

– Ya le he dicho todo lo que sé.

– Sí, claro, pero el caso es que encontramos aún ciertas dificultades para localizarlas, ¿comprende? Es simplemente que cuando aceptamos una petición como la suya, nos vemos obligados a demostrar que existe un riesgo real. Es lo que yo llamo el tándem básico: por un lado, la existencia de riesgo; por otro, una prueba palpable de su voluntad de cooperar con las autoridades una vez que le sea concedida la inmunidad. -Una pausa como preámbulo al endurecimiento del tono-. Tiene usted la clara impresión, según ha declarado a mis agentes, de que las llamadas procedían del extranjero.

– Se oían de fondo ruidos propios de otros países. Tranvías y cosas por el estilo.

– Y sigue sin reconocer la voz. Le ha dado vueltas y más vueltas, pero está atascado.

– De lo contrario ya lo habría dicho, Nat.

– Eso me gustaría creer. Y fue la misma voz todas las veces y se produjeron cuatro llamadas sucesivas y repitieron siempre lo mismo. Y siempre desde el extranjero.

– Se percibían en todas las mismas… interferencias… el mismo vacío. Resulta difícil describirlo.

– ¿No sería el doctor Mirsky, por ejemplo?

– Podría ser… si hubiese cubierto el auricular con un pañuelo o lo que sea que hagan.

– ¿Hoban? -preguntó Brock. Dejando caer a bulto esos nombres, pretendía calibrar el efecto que causaba cada uno de ellos.

– No era un acento tan marcadamente norteamericano. Alix habla como si le hubiesen practicado una rinoplastia hace una hora.

– ¿Shalva? ¿Mijaíl? No sería el propio Yevgueni, supongo.

– Era un inglés demasiado correcto.

– Y además el viejo le habría hablado en ruso, imagino…, salvo que quizá en ese caso el mensaje no habría sonado tan amenazador. -Leyendo en el cuaderno, declamó-: «Es usted el próximo de la lista, señor Massingham. No puede esconderse de nosotros. Podemos volarle la casa o pegarle un tiro cuando nos venga en gana.» ¿No se le ocurre nada nuevo al respecto?

– No era tan teatral. Dicho así, suena ridículo. No era ridículo; era aterrador.

– Es una verdadera lástima que esas misteriosas llamadas anónimas no se repitiesen ni una sola vez a partir del momento en que usted vino en busca de auxilio y desviamos su línea telefónica -lamentó Brock con gentil paciencia-. Cuatro llamadas en igual número de horas, y en cuanto acude a nosotros, ni una sola más. Eso me induce a pensar que quizá ese individuo sabe más de lo que conviene.


Yo
sólo sé qué me convenía a
mí.


No lo pongo en duda, caballero. A propósito,
¿qué pasaporte
utiliza Tiger?

– Un pasaporte británico, supongo. Ya me lo preguntó la última vez.

– Y como ex funcionario del Foreign Office está usted enterado, supongo, de que en este país se considera delito grave instigar o secundar a alguien en la obtención de un pasaporte falso o modificado de cualquier nacionalidad.

– Por supuesto.

– Y de que, en consecuencia, si yo lograse demostrar que el honorable señor Ranulf Massingham
proporcionó
a sabiendas y con toda intención dicho pasaporte fraudulento, acompañado para colmo de una partida de nacimiento substraída, existirían grandes probabilidades de que tuviese usted que trasladarse de este alojamiento tan confortable a la celda de una cárcel.

Massingham estaba sentado con la espalda erguida y se tiraba del labio inferior con los dedos de una mano. Con la mirada baja y la frente arrugada en actitud de profunda concentración, parecía analizar un movimiento crucial de una partida de ajedrez.

– No puede meterme en la cárcel. Tampoco puede detenerme.

– ¿Por qué?

– Echaría por tierra toda la operación. Ahora usted y nosotros vamos en el mismo barco. Le interesa mantener la apariencia de normalidad tanto tiempo como sea posible.

En su fuero interno, Brock no se alegró ni mucho menos ante esa exacta evaluación de las presentes circunstancias. Cara afuera, sin embargo, continuó comportándose con la misma sencilla corrección que hasta entonces.

– Caballero, he de darle la razón. Es mi deseo librarlo de todo mal. Pero no puedo mentir a mis superiores, y usted no debe mentirme a mí. Así que tenga la bondad de facilitarme, sin más evasivas, el nombre que consta en el pasaporte falso que usted personalmente le proporcionó al señor Tiger Single.

– Smart. Tommy Smart. Para que las iniciales TS coincidieran con las de sus gemelos de oro, bastante vulgares, todo hay que decirlo.

– Aclarado ese punto, hablemos ahora un poco más del amigo Mirsky -propuso Brock, ocultando por pura necesidad su victoria tras un burocrático ceño, y consiguió permanecer allí sentado otros veinte minutos antes de correr a comunicar la noticia a sus hombres.

Confesó a Tanby, no obstante, su más secreta preocupación:

– Miente como un bellaco, Tanby. Todo lo que dice es simple hojarasca.

Según había informado el equipo de vigilancia, el Sujeto estaba en casa y sin compañía. La escucha telefónica confirmó que el Sujeto había rehusado dos invitaciones a cenar, pretextando primero una partida de bridge y después una cita previa. Eran las diez de la noche en Park Lane. Una lluvia templada y vertical borboteaba sobre la acera. Tanby lo había llevado hasta allí en el taxi; Aggie lo había acompañado en el asiento trasero, hablándole de la comida china de Glasgow.

– Si estás cansado, podemos dejarlo para mañana -había dicho Brock sin convicción.

– Estoy bien -había contestado Oliver, el casi buen soldado.

«K. Altremont», leyó, protegiéndose los ojos de la lluvia con la mano mientras consultaba el panel de timbres iluminado. «Apartamento 18.» Apretó el botón, una luz le enfocó la cara, y oyó un graznido andrógino.

– Soy yo -dijo, mirando a la luz-. Oliver. Me preguntaba si podrías ofrecerme una taza de café. No te entretendré mucho.

– ¡Dios mío! -prorrumpió una voz metálica en medio del zumbido de estática-.
Eres
tú realmente. Yo abro, tú empujas. ¿Listo?

Pero Oliver empujó demasiado pronto y tuvo que esperar y volver a empujar antes de que la puerta de cristal cediese. En un vestíbulo futurista, dos terrícolas vestidos de gris tripulaban un mostrador espacial blanco. Según la placa sujeta al pecho, el de menor edad se llamaba Mattie. El otro, Joshua, leía el
Mail on Sunday.


El ascensor central -indicó Mattie a Oliver con un marcado ceceo-. Y no toque nada porque nosotros lo hacemos
todo
por usted.

El ascensor subió; Mattie desapareció bajo tierra. En la planta octava, la puerta se abrió y detrás estaba ella, esperándolo, la eterna treintañera con unos vaqueros lavados a la piedra y una de las camisas de seda de Tiger arremangada hasta los codos, luciendo una maraña de finas pulseras de oro en cada muñeca. Dio un paso al frente y estrechó a Oliver contra sí de cuerpo entero, que era como saludaba a todos sus hombres, pecho con pecho y pelvis con pelvis, con la salvedad de que en ese caso, dada la estatura de Oliver, las partes no coincidían como estaba previsto. Tenía la larga melena recién cepillada y le olía a baño.

– Oliver. ¿No es espantoso? ¿Lo del pobre Alfie?… ¿Todo? ¿Adónde ha ido Tiger?

– Dímelo tú, Kat.

– Por Dios, ¿dónde te habías metido? Pensaba que Tiger había ido a buscarte o algo así. -Apartó de sí a Oliver, pero sólo la distancia necesaria para examinarlo más detenidamente. Empiezan a formarse grietas en los puntos de tensión, advirtió Oliver. La misma sonrisa picaruela, pero mantenida con mayor esfuerzo. La mirada tan calculadora como siempre, la voz igual de quebradiza-. ¿Has adquirido responsabilidades, querido? -preguntó una vez concluido el escrutinio.

– En realidad no. No, creo que no -respondió Oliver con una sonrisa estúpida.

– Has adquirido
algo,
pues. Me gustaría que así fuese. Siempre lo he dicho, ¿no?

Oliver la siguió a la sala de estar. Un estudio en busca de artista, recordó. Estatuillas de ídolos, arte de aeropuerto,
kilims
de Kensington. Propiedad de una fundación con sede en Liechtenstein. Yo redacté el contrato, Winser lo revisó, Kat era la propietaria de la fundación, en fin, lo de siempre.

– ¿Qué tal un poco de alcohol, querido?

– No me vendría mal.

– A mí tampoco.

El mueble bar era un frigorífico disfrazado de arcón español. Sacó una jarra de plata labrada que contenía martini seco, llenó una copa larga de cristal esmerilado casi hasta el borde y otra sólo hasta la mitad. Brazos bronceados, porque Kat va de vacaciones a Nassau en febrero. Manos de pulso firme.

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