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Authors: John Le Carré

Tags: #Policíaca, Intriga

Single & Single (19 page)

BOOK: Single & Single
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Vuelve a su ritmo normal el majestuoso bullicio del restaurante. Con su habitual locuacidad, Tiger propone un primer brindis.

– Por nuestros valles, Yevgueni. Los vuestros y los nuestros. Prosperidad para todos ellos, por separado pero unidos. Y que esa prosperidad os beneficie a ti y a tu familia. Te lo deseo como socio, de buena fe.

Son las cuatro de la tarde. Padre e hijo caminan del brazo tranquilamente por la soleada acera, sumidos en la somnolencia posterior al almuerzo, mientras Massingham acompaña al grupo al Savoy para descansar un rato antes de las celebraciones de la noche.

– Para Yevgueni la familia es lo más importante -musita Tiger-. Como para mí. Como para ti. -Apretón en el brazo-. En Moscú, los georgianos forman una pina. Yevgueni les da apoyo, se le abren todas las puertas. Es un hombre encantador. No tiene un solo enemigo en el mundo. -No es corriente que padre e hijo permanezcan tanto rato en contacto físico. Dada la notable diferencia de estaturas, es difícil encontrar una manera de cogerse cómoda para ambos, pero esta vez la han encontrado-. Es bastante desconfiado con la gente. Y ya somos dos. Desconfía también de los objetos: los ordenadores, el teléfono, el fax. Dice que confía sólo en lo que tiene en la cabeza. Y en ti.

– ¿En

?

– Los Orlov valoran mucho los lazos familiares. Todo el mundo lo sabe. Les gustan los padres, los hermanos, los hijos. Si uno le envía a su hijo, lo interpreta como garantía de buena fe. Por eso me he librado hoy de Winser. Es ya hora de que ocupes el lugar que te corresponde.

– Pero ¿y Massingham? Él los ha conseguido, ¿no?

– Es mejor el hijo. Randy no sale perjudicado, y todos preferimos tenerlo de nuestro lado a tenerlo en contra -responde Tiger. Oliver hace ademán de retirar el brazo, pero su padre lo mantiene atrapado-. Considerando en qué mundo se han criado, es comprensible esa desconfianza. Un Estado policial, todos delatándose entre sí, pelotones de fusilamiento…, un ambiente así hace reservada a la gente. Los propios hermanos pasaron un tiempo en la cárcel, me ha contado Randy. Al salir, conocían a la mitad de los futuros altos cargos de Rusia. Mejor que Eton, por lo que se ve. Habrá que redactar contratos, claro está. Acuerdos secundarios. Simplifica al máximo, ése es el mensaje. Un inglés jurídico básico para extranjeros. A Yevgueni le gusta entender lo que firma. ¿Podrás encargarte de eso?

– Eso creo.

– Está muy verde respecto a muchas cosas, como no podría ser de otro modo. Tendrás que dárselo todo mascado, enseñarle las pautas occidentales. Detesta a los abogados y no sabe nada de bancos. ¿Cómo iba a saber si allí no hay bancos?

– Imposible, claro -responde Oliver con actitud obsecuente.

– Esa pobre gente tiene aún que aprender el valor del dinero. Allí los privilegios eran hasta la fecha la moneda corriente. Si jugaban bien sus cartas, conseguían todo lo que querían: casas, comida, colegios, vacaciones, hospitales, coches…, todos los privilegios. Ahora, para darse esos mismos gustos, han de pagarlos en metálico. Las reglas de juego son distintas. Se requiere otra clase de jugadores.

Oliver sonríe y oye música en su corazón.

– ¿Trato hecho, pues? -propone Tiger-. Tú te ocupas de los detalles prácticos, y yo llevo el peso de la negociación. A lo sumo nos llevará un año.

– ¿Y qué ocurrirá pasado ese año?

Tiger se echa a reír. Es una risa sincera, ufana, amoral e infrecuente del West End, que Tiger deja escapar a la vez que suelta el brazo de Oliver y le da unas afectuosas palmadas en el hombro.

– ¿Dado el veinte por ciento del beneficio bruto? -pregunta todavía entre risas-. ¿Qué crees tú que ocurrirá? Dentro de un año habremos acabado con todos los problemas de ese viejo diablo.

Capítulo 8

Oliver se halla en vuelo cautivo.

Si alguna duda albergaba sobre la conveniencia de incorporarse al negocio de su padre, los dorados meses del verano de 1991 le dan la respuesta. Esto es vida. Esto es estar bien conectado. Esto es formar parte del equipo a un nivel que hasta entonces no era más que un sueño. Cuando el Tigre salta -como les gusta decir a los articulistas de las páginas de economía, jugando con el apodo de su padre-, los hombres de menor valía le abren paso. Ahora el Tigre salta como nunca. Dividiendo a su personal directivo en unidades operativas, asigna a Massingham, su mariscal de campo, la sección Petróleo amp; Acero, lo cual no satisface en absoluto a Massingham, que preferiría la secundaria sección Sangre. Al igual que Tiger, ha visto dónde residen las ganancias más suculentas, que es el motivo por el que Tiger se ha reservado la sangre para él. Dos o tres veces al mes se lo encuentra en Washington, Filadelfia o Nueva York, a menudo acompañado de Oliver. Con un respeto rayano en temor, Oliver observa a su padre mientras éste encandila con sus dotes de persuasión a senadores, representantes de los grupos de presión y funcionarios de sanidad. Escuchando sus argumentos de venta, uno casi no cae en la cuenta de que la sangre procede de Rusia. Es
europea -¿o
acaso no se extiende Europa desde la península Ibérica hasta los Urales?-; es
caucásica,
es
-
más embarazoso aún para las susceptibilidades de Oliver que a duras penas sobreviven-
caucásica blanca;
es el
excedente una vez cubiertas las necesidades europeas.
Por lo demás, se limita arteramente a cuestiones tan poco controvertidas como los permisos de desembarque, la clasificación, el almacenaje, las exenciones aduaneras, los futuros envíos y la implantación de personal móvil para supervisar la operación. Pero si en el punto de llegada la sangre rusa cuenta con todas las garantías, ¿qué ocurre en el punto de salida?

– Es hora de hacer una visita a Yevgueni -ordena Tiger, y Oliver emprende viaje en busca de su nuevo héroe.

Aeropuerto de Sheremetyevo, Moscú, 1991, en una espléndida tarde de verano, la primera de Oliver en la Madre Rusia. En la terminal de llegadas, al verse ante las sombrías colas y los ceñudos policías de aduanas, sucumbe a una momentánea inquietud, hasta que localiza a Yevgueni en persona, caminando hacia él con gritos de alegría seguido de una cuadrilla de dóciles agentes. Rodea completamente a Oliver con sus enormes brazos, aprieta su rasposa mejilla contra la de él. Un olor a ajo e instantes después también el sabor, cuando el viejo planta un tercer beso tradicional ruso en la boca atónita de Oliver. En un abrir y cerrar de ojos le sellan el pasaporte, sacan su equipaje por una puerta lateral, y Oliver y Yevgueni se hallan reclinados en el asiento trasero de un Zil negro conducido ni más ni menos que por el hermano de Yevgueni, Mijaíl, que hoy no viste un traje negro arrugado, sino unas botas de caña alta, pantalón militar y una cazadora de cuero bajo la cual Oliver alcanza a ver la empuñadura negra de una pistola automática de tamaño familiar. Los precede una moto de la policía y los siguen un Volga con dos hombres de cabello oscuro.

– Mis hijos -explica Yevgueni, guiñando un ojo.

Pero Oliver sabe que no lo dice en sentido literal, porque Yevgueni, para su pesar, tiene sólo hijas. El hotel de Oliver es un pastel nupcial blanco en el centro de la ciudad. Se registra, y continúan el viaje en coche por calles anchas y llenas de baches, entre gigantescos bloques de apartamentos, hasta una zona arbolada de las afueras con casas individuales medio ocultas y vigiladas por cámaras de seguridad y policías de uniforme. Una verja de hierro se abre ante ellos, la escolta desaparece, y entran en el patio de grava de una mansión cubierta de hiedra en la que se congregan niños ruidosos,
babushkas,
humo de tabaco, teléfonos sonando, televisores enormes, una mesa de pimpón, todo en movimiento. Shalva, el abogado, lo saluda en el vestíbulo. Está allí una prima ruborosa llamada Olga que es «ayudante particular del señor Yevgueni»; está un sobrino llamado Igor que es gordo y jovial; están la esposa georgiana de Yevgueni, Tinatin, benévola y mayestática, y tres -no, cuatro- hijas, todas crecidas, casadas y un poco fatigadas, y la más bella y malhadada es Zoya, a quien Oliver, con dolorosa conciencia de ello, toma cariño en el acto. La neurosis femenina es su perdición. Y si a eso añadimos una fina cintura, caderas anchas y maternales, y unos ojos castaños y grandes de mirada inconsolable, Oliver no tiene ya escapatoria. Tiene en brazos a un bebé llamado Paul tan circunspecto como ella. Sus cuatro ojos examinan a Oliver en melancólica complicidad.

– Eres muy atractivo -declara Zoya con igual tristeza que si anunciase una defunción-. Posees la belleza de la irregularidad. ¿Eres poeta?

– Sólo abogado, lamentablemente.

– La ley es también un sueño. ¿Has venido a comprar nuestra sangre?

– He venido a haceros ricos.

– Bienvenido seas -declama con la intensidad de una gran actriz trágica.

Oliver ha traído unos documentos para que Yevgueni los firme y una carta personal cerrada de Tiger, pero… «¡Todavía no, todavía no, primero te enseñaré mi caballo!» ¡Y claro que quiere verlo! El caballo de Yevgueni es una flamante motocicleta BMW que se yergue, mimada y lustrosa, sobre una alfombra oriental rosa en medio de un salón. Con toda la familia apiñada en la puerta -si bien Oliver ve principalmente a Zoya-, Yevgueni se descalza, se encarama a lomos de la bestia, apoya el trasero en el sillín, arquea los pies en torno a los pedales y revoluciona el motor al máximo. Luego desmonta y despide destellos de placer por entre las pestañas pegoteadas.

– ¡Ahora tú, Oliver! ¡Tú! ¡Tú!

Observado por un clamoroso público, el heredero forzoso de la Casa Single entrega a Shalva su chaqueta a medida y su corbata de seda y salta sobre el sillín en relevo de Yevgueni. Acto seguido, para demostrar lo buen chico que es, hace temblar el edificio hasta los cimientos. Zoya es la única que no disfruta con el espectáculo. Mirando con malos ojos esa encarnación del desastre ecológico, estrecha a Paul contra su pecho y le tapa el oído. Lleva el pelo alborotado, viste con desaliño y tiene los hombros sólidos y bien torneados de una madre cortesana. Está sola y perdida en la gran ciudad de la vida, y Oliver ya se ha proclamado su policía, protector y compañero espiritual.

– En Rusia tenemos que cabalgar deprisa para quedarnos en el mismo sitio -informa Zoya a Oliver mientras se hace el nudo de la corbata-. Así que es normal.

– ¿Y en Inglaterra? -pregunta él, y deja escapar una carcajada.

– Tú no eres inglés. Naciste en Siberia. No vendas tu sangre.

El despacho de Yevgueni es un remanso de paz. Es un anexo a la mansión con las paredes forradas de acogedora madera y el techo alto, quizá un establo en otro tiempo. No penetra el menor sonido del exterior. Los suntuosos muebles antiguos de abedul resplandecen con una intensidad entre marrón y dorada.

– Del museo de San Petersburgo -explica Yevgueni, acariciando un enorme escritorio con la palma de la mano. Al estallar la revolución, el museo fue saqueado y la colección se dispersó por toda la Unión Soviética. Yevgueni le siguió la pista a esos muebles durante años, cuenta. Luego, para restaurarlos, buscó a un ex recluso octogenario que había cumplido condena en Siberia-. Los llamamos
Karelka -
dice con orgullo-. Eran los preferidos de Catalina la Grande.

En las paredes cuelgan fotografías de hombres que Oliver por algún motivo sabe que están muertos y diplomas enmarcados e ilustrados con dibujos de barcos en alta mar. Oliver y Yevgueni se sientan en las butacas de Catalina la Grande bajo una araña de hierro artúrica. Con su viejo rostro tallado en roca, sus gafas con montura de oro y su habano, Yevgueni es el buen consejero y poderoso amigo que todos desean. Shalva, el sacerdotal abogado, sonríe y fuma sus cigarrillos. Oliver ha traído acuerdos redactados por Winser y reescritos por Oliver en un inglés asequible. Massingham los ha traducido al ruso. Desde un extremo de la mesa Mijaíl observa con la atención de los sordos, devorando con sus ojos abisales palabras que no oye. Shalva se dirige a Yevgueni en georgiano. Mientras habla, la puerta se cierra, lo cual sorprende a Oliver, ya que no estaba abierta. Vuelve la cabeza y ve a Alix Hoban plantado junto a la puerta como un esbirro que tiene prohibido avanzar a menos que se le ordene. Yevgueni hace callar a Shalva, se quita las gafas y se dirige a Oliver.

– ¿Confías en mí? -pregunta.

– Sí.

– ¿Y tu padre? ¿Confía en mí?

– Por supuesto.

– Entonces nosotros también confiamos en vosotros -declara Yevgueni y, desestimando las objeciones de Shalva con un gesto, firma los documentos y los desliza sobre la mesa para que Mijaíl firme también. Shalva se pone en pie y, colocándose al lado de Mijaíl, le indica dónde. Despacio, realizando un supremo esfuerzo en cada letra, Mijaíl graba trabajosamente su nombre. Hoban se acerca, ofreciéndose como testigo. Firman con tinta mientras Oliver piensa en sangre.

En una bodega con el suelo de piedra, se asan brochetas de cerdo y cordero en el fuego de leña de la chimenea abierta. Unas setas con ajo crepitan sobre ladrillos huecos. Hay hogazas de pan de queso georgiano amontonadas en platos de madera. Oliver debe llamarlas
khachapuri,
dice Tinatin, la esposa de Yevgueni. Para beber, sacan un tinto dulce que, según proclama Yevgueni misteriosamente, es vino casero de Belén. En la mesa de abedul, van apilándose precariamente bandejas de caviar, embutidos ahumados, patas de pollo picantes, trucha marina ahumada, aceitunas y tarta de almendras hasta que no queda a la vista un solo centímetro cuadrado de su superficie primorosamente abrillantada. Yevgueni y Oliver ocupan los extremos de la mesa. Entre ellos están sentadas las hijas de opulentos pechos, todas con sus taciturnos maridos menos Zoya, que languidece en un favorecedor aislamiento con el pequeño Paul sobre una rodilla, dándole de comer como si fuese un enfermo y desviando la cuchara sólo alguna que otra vez hacia sus propios labios, carnosos y sin pintar. Pero en la imaginación de Oliver sus ojos oscuros permanecen fijos en él eternamente, como lo están los de él en ella, y el niño es una mera prolongación de su etérea soledad. Habiéndosela representado primero como modelo de Rembrandt y luego como heroína de Chéjov, se indigna al verla levantar la cabeza y fruncir el entrecejo en conyugal desaprobación cuando entra Alix Hoban con su teléfono móvil entre dos jóvenes trajeados de rostro pétreo, la besa de_ manera rutinaria en el mismo hombro en que Oliver, imaginariamente, había plantado hacía unos instantes sus apasionados besos, pellizca la mejilla de Paul de modo tal que el niño da un respingo de dolor, y se sienta junto a ella sin interrumpir su conversación telefónica.

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