Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (29 page)

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El elfo de cabellos blancos que actuaba como Centro respondió tras reflexionar un momento:

—Podemos calentar el agua que rodea el barco hasta que hierva. Esto matará a las bestias, o al menos las ahuyentará.

—¿Y el barco? —quiso saber Arnazee con el entrecejo fruncido.

—Será arriesgado —admitió el mago—. El casco de cris­tal será mucho más quebradizo y frágil a causa del calor. Pero aunque los sahuagin se dieran cuenta, no podrán so­portar el calor el tiempo suficiente para sacarle partido.

—Hacedlo —ordenó Arnazee lacónicamente, pues no había tiempo que perder. Un sahuagin había logrado abrirse paso entre los defensores y sus negros pies palmeados batían contra la cubierta mientras corría hacia el Círculo de magos.

La sacerdotisa cogió a toda prisa un arpón del armero y se lo apoyó en la cadera. En el último segundo, la criatura cambió de dirección y sus garras no atacaron a la elfa ar­mada, sino a uno de los magos que seguían cantando.

Arnazee se abalanzó sobre el sahuagin e impulsó el ar­pón con todas sus fuerzas. El arma hizo diana. La elfa soltó la fisga al punto, asqueada ante los agónicos gritos de la criatura, que encontraban eco en el infernal coro de los sahuagin, que se estaban escaldando en el mar.

Por un momento Arnazee creyó que no sería capaz de so­portar el olor a carne de troll quemada, la cubierta de cristal resbaladiza por la sangre elfa derramada y por repugnantes secreciones, o la potente nube de maldad que rodeaba a esas criaturas marinas. La sacerdotisa cerró los ojos y respiró pro­fundamente.

En ese breve instante todo se perdió.

El sahuagin agonizante agarró el arma que tenía más a mano, justamente la mano cercenada y aún humeante de un troll tirada en cubierta. Con las últimas fuerzas que le quedaban, la arrojó contra el mago de cabello blanco que actuaba como Centro del Círculo. Dio en el blanco, y la mano del pellejudo rodeó la garganta del elfo con inten­ciones asesinas. Unas garras negras y humeantes buscaron los vasos vitales, y se hundieron profundamente.

Cuando el Centro murió, el Círculo se disolvió. Las lla­mas que protegían el barco se elevaron para desaparecer. La nube de vapor que emanaba del mar, calentado mágica­mente, tremoló hasta convertirse en una nube algodonosa más en el cielo estival. En el súbito silencio, los magos elfos miraron a su alrededor perplejos y desorientados, mientras pugnaban por liberarse del hechizo interrumpido.

En esos momentos un sordo tintineo resonó por todo el barco, seguido por otro. Los sahuagin supervivientes ha­bían regresado para reemprender la lucha. El mar era una extensión de agua demasiado vasta y viva para que el agua caliente pudiera detenerlos mucho rato.

El capitán de los guerreros corrió hacia Arnazee.

—Los sahuagin tienen armas de metal —le informó en tono de urgencia—. Es posible que logren atravesar el casco debilitado. Si nos lanzan al agua, no podremos luchar con­tra ellos.

—Tal como somos, no —convino la sacerdotisa.

En pocas palabras expuso al capitán el plan desesperado que se le acababa de ocurrir. Sin dudarlo, el guerrero ex­presó su aquiescencia con un cabeceo, y corrió hacia sus hombres para prepararlos. El barco y los elfos que viajaban en él estaban condenados, pero si los dioses se mostraban propicios, quizás aún podrían servir al Pueblo de Siempre Unidos.

Arnazee se arrodilló y empezó la oración más solemne de toda su vida; invocaba a la Gran Oceánide no para que los salvara, sino para que los transformara.

Mientras rezaba, el aire que la rodeaba pareció cambiar, enrareciéndose y resecándose hasta límites que no eran na­turales. También su sentido del oído cambió; ahora percibía los terribles golpes y crujidos que anunciaban la inminente rotura del casco, así como los gritos de júbilo y las crepitan­tes carcajadas de triunfo de los sahuagin. A esa algarabía que le llegaba por el aire se le unían otros sonidos más sutiles y lejanos, sonidos submarinos.

El mar lamía ya la cubierta y empapaba las ropas de Ar­nazee, pero la sacerdotisa descubrió que no temía las pro­fundidades marinas ni a las criaturas que las habitaban. Se puso en pie de un salto y se despojó de las ropas de elfa te­rrestre, que ahora le estorbaban. Con una mano, ahora pal­meada, la nueva elfa marina agarró un arpón y abandonó el agonizante barco para lanzarse a las olas.

A su alrededor, los nuevos elfos marinos atacaban a los sahuagin con armas y magia. Esa maravilla animó a la sa­cerdotisa y le dio ánimos para la lucha, ¡pues los elfos mari­nos nacidos de manera natural no poseían magia! Ése era el modo de derrotar al Reino Coral. ¿Cómo no lo había visto antes? Como elfos marinos con magia, ¡qué gran fuerza se­rían para la defensa de Siempre Unidos!

Mucho más tarde, después de derrotar a los sahuagin y obligarlos a huir, cuando la excitación de la batalla se calmó y la euforia de la victoria se desvaneció, Arnazee se dio cuenta del sacrificio que había hecho.

No lo lamentaba, y ninguno de los otros elfos le recri­minó nada. Todos habían jurado proteger Siempre Unidos y se resignaban a hacerlo del modo que el destino dispusiera. ¡Pero lo que había perdido!

Al atardecer la elfa marina emergió de las olas y caminó en silencio hacia la rocosa playa situada bajo el alcázar Craulnober. Tal como había previsto, Darthoridan estaba allí, con una mirada pesarosa fija en el mar. Arnazee se de­tuvo a unos pasos de distancia y lo llamó suavemente.

Darthoridan se sobresaltó y giró sobre sus talones, con una mano posada en la empuñadura de su espadón. Du­rante un largo instante simplemente miró. Entonces, su rostro expresó primero desconcierto, luego temeroso reco­nocimiento y, finalmente, horror incipiente.

Arnazee comprendió esas emociones. No la sorprendió que su amado no la reconociera al principio, pues estaba muy cambiada. Su cuerpo, que siempre había sido esbelto, ahora era exageradamente estilizado y tan delgado como un junco; y su piel blanca ahora aparecía moteada con remoli­nos azules y verdes. Los costados del cuello estaban hendi­dos por varias líneas de branquias, y los dedos de manos y pies eran más largos y estaban unidos por una delicada membrana. Ni siquiera conservaba su espléndido cabello color zafiro; ahora se recogía sus mechas azules y verdes en una sola trenza que le caía por la espalda. Lo único que no había cambiado eran sus ojos verdemar.

—El resurgimiento de Iumathiashae ha comenzado —dijo Arnazee suavemente, fiel a su costumbre de hablar primero de asuntos de guerra y gobierno antes de pasar a los temas personales—. Una gran ciudad se alzará en el fondo del mar entre el Reino Coral y Siempre Unidos, pues los elfos marinos de Siempre Unidos han recuperado la Alta Magia. Nosotros repoblaremos los mares y seremos el equilibrio de las fuerzas del mal. Las costas de Siempre Unidos serán seguras y se podrá surcar otra vez el mar. Co­munícalo al Pueblo —concluyó la elfa con un susurro.

Darthoridan asintió. El ardiente dolor que sentía en el pecho lo impedía hablar. No obstante, abrió los brazos y Arnazee se refugió en ellos.

—Acepto mi deber y mi destino —dijo la elfa marina con voz lacrimosa—. ¡Pero, por todos los dioses, cuánto te echaré de menos!

—Estoy seguro de que podrás pasar mucho tiempo en tierra firme —logró decir Darthoridan.

Arnazee se apartó de él y negó con la cabeza.

—No puedo soportar el sol, y por la noche es cuando las criaturas malignas son más activas y mi deber más me reclama. Haré todo lo que pueda, y lo que deba. Por breve que sea, el crepúsculo será nuestra hora.

—El tiempo siempre es breve —la consoló Darthori­dan levantando con delicadeza su mano palmeada y be­sándole los dedos moteados—. La única diferencia entre nosotros y los otros enamorados es que nosotros sabemos lo que otros tratan de ignorar. La felicidad siempre se mide por momentos. Eso tendrá que bastarnos.

Y así fue. Todas las noches, cuando los dorados rayos del crepúsculo iluminaban las olas, Arnazee aparecía para ha­blar con su amado y jugar con su bebé. Cuando debía en­tregar a Seanchai a la niñera, la madre permanecía bajo el alcázar y, desde el mar, cantaba nanas a su hijo.

En los años siguientes los enamorados pudieron pasar cada vez menos tiempo juntos. Darthoridan debía acudir a menudo a los consejos en el sur, y Arnazee recorría los mares en defensa de Siempre Unidos. Sin embargo, regre­saba a la accidentada costa septentrional siempre que po­día. A su hijo le dio el único regalo que podía darle: las canciones que le enseñaron los pueblos marinos, las sire­nas y las grandes ballenas; historias de honor y misterio re­cogidas en cientos de playas.

Así fue como ese niño llegó a convertirse en uno de los mayores bardos que nunca existieron, y no sólo por sus in­contables historias y canciones de triste belleza. Su mismo nombre, Seanchai, pasó a calificar a los narradores con un talento especial. Pero nunca hubo otro que igualara su par­ticular magia, pues el noble espíritu de Arnazee fluía por todas sus historias como aire y agua.

12
La alianza Ala de Estrella

La promesa del alba bañaba con luz plateada el puerto de Leuthilspar cuando Rolim Durothil y Ava Flor de Luna abandonaron silenciosamente el hogar que habían com­partido durante tantos años. Dejaban atrás una numerosa familia —elfos dorados y plateados—, así como una mul­titud de elfos de todos los clanes y razas, que se habían reu­nido para honrar al Alto Consejero de Siempre Unidos y a su esposa, la lady archimaga.

Durothil no podía evitar pensar en lo que dejaba atrás. Él y Ava habían sido bendecidos con una familia extraordina­riamente numerosa; juntos criaron a diecisiete hijos sanos, que a su vez les habían dado nietos y bisnietos. Esa nume­rosa prole acrecentó tanto el clan Durothil como el clan Flor de Luna. Algunos establecieron alianzas con otras casas anti­guas así como con recién llegados, elfos que llegaron a Siem­pre Unidos por mar o a través de las puertas mágicas que unían la isla con lugares ocultos en los reinos elfos. Él y Ava habían sido afortunados al tener esa familia, y en tenerse el uno al otro. También habían sufrido pérdidas; su hija Arna­zee, por ejemplo, aunque seguía sirviendo a Siempre Uni­dos en el mar como elfa marina, y algunos nietos, que pere­cieron en batallas marinas que, aunque menos frecuentes que en el pasado, seguían siendo una triste realidad en la isla elfa. Pero a Rolim le había resultado más fácil superar esas pérdidas gracias a la fortaleza de su esposa.

El elfo miró cariñosamente a Ava, que contaba con más de setecientos años. Los ojos grises de la elfa reflejaban se­renidad, y el insólito tono gris apagado de su cabello, tan suave como el de un gatito, presentaba al fin mechones plateados.

Aparte de eso, su rostro apenas mostraba el paso de los años. Ava tenía un aspecto casi tan juvenil como el día de su boda, y a los ojos de Rolim era mucho más hermosa.

La venerable pareja subió la suave ladera de la montaña desde la que se dominaba el río y la ciudad. Durante un lar­go rato contemplaron el lugar que había sido su hogar.

Ése era su último día en Siempre Unidos, y el corazón de Ava rebosaba de una dolorosa mezcla de alegría y tristeza. Había amado esa tierra y al Pueblo que la habitaba, pero es­taba preparada para abandonarla. Se había despedido en una celebración que duró tres días. Nadie los acompañó a la montaña para decirles adiós. Fue un momento para ellos solos. Ava sonrió a Rolim y se sorprendió al ver las arrugas de preocupación en la frente de su marido. Rolim parecía preocupado, algo extraño teniendo en cuenta la paz que les aguardaba.

—Has servido a Siempre Unidos con honor, mi señor —le recordó Ava, al tiempo que se le colgaba del brazo—. Tammson Amarilis será un magnífico Alto Consejero. Lo has enseñado bien.

—No me preocupa Tammson —replicó el elfo dorado con un suspiro—. Son nuestros descendientes, y sus jóve­nes y apasionados amigos, los que me dan que pensar.

No era la primera vez que Rolim le exponía esa inquie­tud. Entre sus descendientes dorados había unos cuantos que no eran inmunes al creciente orgullo que sentían los autoproclamados
Ar-Tel'Quessir
—«altos elfos»—. Ésa había sido una de las mayores preocupaciones de Rolim. Los sen­timientos de superioridad de los elfos dorados estaban cre­ciendo, hasta el punto de que los más jóvenes amenazaban con repetir las peligrosas actitudes de la élite gobernante de Aryvandaar. A muchos miembros de las generaciones más jóvenes les amargaba la decisión de que el Consejo de An­cianos volviera a estar en manos de un elfo de la luna. Pese a sus talentos, a Tammson Amarilis le esperaba una tarea muy complicada.

—Ya no es responsabilidad tuya —le recordó Ava—. Has cedido tu puesto a Tammson.

—Lo sé. Pero incluso sabiendo que Arvandor me es­pera, me cuesta abandonar Siempre Unidos —contestó él con pesar.

—Pero ha llegado la hora.

Sí, era la hora, y Rolim lo sabía. Los espíritus de Rolim y Ava estaban unidos por unos profundos lazos, que no eran comunes ni siquiera entre los elfos, y ambos habían sentido la llamada de Arvandor durante muchos años. No obstante, tan apremiantes eran sus deberes y tan firme su sentido de la responsabilidad, que habían pospuesto la partida durante demasiado tiempo. La dulce y persuasiva voz de Arvandor los llamaba cada hora que pasaban des­piertos, y les cantaba por la noche en sueños. Finalmente, la necesidad de regresar al hogar fue demasiado fuerte para resistirse.

Los elfos cerraron los ojos y se sumieron en una pro­funda meditación. La conciencia de Rolim se avivó y con creciente agudeza empezó a ver, oír y sentir cosas que so­brepasaban las capacidades de sus sentidos mortales. A me­dida que las barreras iban desapareciendo, el elfo notaba, maravillado, que la relación que había compartido con Ava se extendía más y más, hasta englobar todo Siempre Uni­dos. Y después más allá; los sentidos de Rolim se ampliaron hasta las comunidades elfas situadas en lejanas costas.

Era una comunión que iba más allá de cualquier cosa que Rolim hubiera sabido o imaginado, y se sentía impre­sionado y a la vez humilde. En ese estado de conciencia su­perior era capaz de percibir los pensamientos y las emocio­nes de Ava. Como archimaga participante en los Círculos Mágicos, ella estaba más acostumbrada que él a tales ma­ravillas. No obstante, también ella ocupó el lugar que le correspondía en la gran comunidad elfa con una mezcla de gozo y humildad.

Finalmente, Rolim entendió qué era Arvandor: una lla­mada al mismísimo corazón de la magia, del Tejido de la Vida. A medida que los siglos de vida mortal les empezaban a pesar, los elfos ya no podían hacer oídos sordos a la lla­mada, del mismo modo que un niño pequeño es incapaz de resistirse al deseo de empezar a andar y a hablar. La llamada para fundirse en una comunidad más profunda debía ser atendida. Ahora a Rolim ya no le extrañaba que, cada vez más, sólo hubiera archimagos ancianos, es decir, personas de edad que aplazaban durante siglos la llamada de Arvan­dor para servir al Pueblo, y que encontraban en los Círculos la comunión que necesitaban. Los jóvenes practicantes de la Alta Magia —como su biznieto Vhoori— eran cada vez más escasos.

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