Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (25 page)

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Desde su regreso, el príncipe se las había apañado para empañar aún más su reputación. De pronto, tuvo el an­tojo de dedicarse al estudio de la magia y, durante el tiempo que pasó como estudiante en las Torres, se ganó la enemis­tad de muchas familias influyentes de elfos dorados. Nin­guno de esos nobles pareció darse cuenta de que el prín­cipe lo hizo a propósito. En el curso de sus viajes, Lamruil observó que algunos elfos dorados del continente mante­nían unos puntos de vista tradicionales y radicales. Así pues, consideró prudente descubrir qué elfos de Siempre Unidos podrían aliarse con esos extremistas. Los más ofen­didos por las payasadas del príncipe, un elfo de la luna,

eran posibles sospechosos y debían someterse a un examen más sutil.

La reina Amlaruil estaba al corriente de las tácticas de su hijo, y no las aprobaba. En realidad, no aprobaba casi nada de lo que Lamruil hacía o decía. El príncipe tenía la som­bría certidumbre de que tampoco le haría ni pizca de gra­cia la noticia que iba a darle, y que le prohibiría hacer lo que él ya había decidido que debía hacerse.

Lamruil avanzó hasta el estrado e hincó una rodilla ante el trono de su madre.

—Raramente acudes al Consejo, hijo mío —lo saludó la reina con una voz que no revelaba nada de la curiosidad que Lamruil sabía que debía sentir—. ¿Has decidido aban­donar el estudio de la magia para aprender algo del arte de gobernar?

—-No exactamente —respondió el príncipe con pe­sar—. Debo hablarte de un asunto personal. Es algo muy delicado.

Lamruil percibió un parpadeó casi imperceptible lo que, en la siempre controlada Amlaruil, equivalía a un grito de pánico. Tal como él había previsto, la reina pensaba que iba a hablarle de su relación clandestina con Maura.

Con brusca cortesía la reina mandó desalojar la sala del Consejo. Una vez solos, presentó una severa faz a su hijo errante.

—Por favor, no me digas que otra semielfa bastarda está a punto de mancillar la dinastía Flor de Luna —dijo fría­mente.

—Eso sería toda una tragedia—repuso él en igual tono—. Que los dioses sean testigos de la fortaleza con la que sopor­tamos la desgracia que nos traen los bastardos semielfos, como Arilyn, la hija de mi hermana.

Amlaruil suspiró. Ella y Lamruil habían discutido a me­nudo sobre ese tema, y nunca habían conseguido ponerse de acuerdo.

—La hija de Amnestria ha prestado buenos servicios al Pueblo —admitió la reina—. ¡Pero eso no te da licencia para incrementar el número de semielfos!

—Entonces, conténtate con saber que no lo he hecho —repuso Lamruil sombríamente—. La noticia que te traigo es mucho más grave. .

La expresión de la reina sugería sus dudas al respecto. La respuesta de Lamruil fue entregarle una carta.

—Es una misiva del compañero de Arilyn, un Arpista a quien considero un amigo. Es humano, pero escribe bien.

La reina echó un vistazo a la elegante letra élfica y alzó bruscamente la mirada.

—¡Kymil Nimesin se ha escapado de sus carceleros Ar­pistas! ¿Cómo es posible?

—Kymil Nimesin tiene poderosos aliados, aliados ines­perados —contestó Lamruil con una mueca—. Los sabios cuentan que, en el pasado, Lloth y Malar decidieron aliarse contra el Pueblo, aunque su odio es casi tan grande como el que sienten por los hijos de Corellon. Es posible que ha­yan renovado su alianza.

—Debería haber sido juzgado en Siempre Unidos. ¡Eso nunca habría ocurrido! —La faz de la reina tenía la palidez de la nieve recién caída.

—En esto estamos de acuerdo.

—¿Dónde está ahora?

—Los Arpistas no lo saben.

—¿Aún tiene aliados elfos en Siempre Unidos? ¿Has re­movido cielo y tierra buscándolos?

—Le quedan unos pocos, pero no en Siempre Unidos; al menos ninguno que yo conozca. Todos están en el con­tinente. Y hay inquietantes alianzas. En el pasado Kymil hizo negocios con los zhentarims. Cerró un trato con los magos de Thay. Podemos imaginar para qué.

—Sí —dijo la reina. Sus ojos se llenaron con un dolor y una pérdida que el transcurso de varias décadas no había logrado paliar—. Conozco demasiado bien el precio que pagamos por las ambiciones de Kymil Nimesin.

De pronto, el joven príncipe se sintió incómodo ante la manifestación de un dolor tan intenso, pero colocó ambas manos sobre los hombros de su madre y juró, mirándola a los ojos:

—Encontraré al traidor y, sea como sea, lo traeré a Siem­pre Unidos para que sea juzgado.

Amlaruil se estremeció, como si previera un profundo dolor.

—¿Cómo lograrás encontrarlo, si los Arpistas no pueden? —preguntó la reina.

—Lo conozco —repuso el príncipe con una triste son­risa—. Sé qué necesita y adonde debe ir para encontrarlo. Para conseguir sus ambiciones necesita riquezas. El y yo ro­bamos de las ruinas elfas una fortuna equiparable al tesoro de un dragón rojo. Kymil la escondió y tratará de recupe­rarla. Pienso ir allí y enfrentarme con él.

—Él esperará que lo hagas.

—Por supuesto —convino Lamruil—. Y me preparará una trampa. Pero no espera que yo lo prevea y que caiga en la trampa voluntariamente.

—¿Por qué quieres hacerlo? —le preguntó Amlaruil, mirándolo de hito en hito.

—Kymil Nimesin desprecia a todos los elfos plateados en general, y a mí en particular —contestó el príncipe con franqueza—. Cree que voy a caer torpemente en sus tram­pas para defender a mi reina y a mi país. Pero, lo que no es­pera, es a un torpe príncipe que le ofrezca ser su aliado.

—¡No! —gritó su madre sorprendida, sin poderlo evitar.

Lamruil acusó el golpe.

—¿En tal mal concepto me tienes? ¿Crees que podría aliarme con el traidor que mató a mi padre y a mi hermana?

—Nunca lo creí, pero no puedo permitir esa treta. ¡Si lo haces, nunca reinarás en Siempre Unidos tras mi muerte!

—Jamás lo he esperado —replicó Lamruil—. Ilyrana es la heredera al trono, y el Pueblo la ama. Pero, puesto que yo no gozo de la consideración del Pueblo, soy libre de co­rrer riesgos por su bien. Deja que me entere de los planes de Kymil y que los frustre. Es mi obligación —añadió se­riamente cuando la reina quiso protestar—. ¿Crees que un elfo solo, por poderoso que sea, osaría actuar sin ayuda? Si tiene la intención de acabar la tarea que ha empezado, puedes estar segura de que cuenta con poderosos aliados. Y tales alianzas suelen poner en marcha complejos proce­sos, procesos que pueden continuar perfectamente con o sin Kymil Nimesin. Creo que debemos saber más.

La reina escrutó la cara de su hijo como si tratara de ha­llar en ella un argumento para refutar esas palabras. Final­mente suspiró, derrotada.

—Hay verdad en lo que dices, incluso sabiduría. ¡Pero desearía que otro emprendiera tal empresa!

—¿Temes que no esté a la altura? »

—No —respondió ella con voz suave y triste—. Tú eres el único en Siempre Unidos capaz de hacerlo. Ningún otro elfo conoce tan bien como tú a nuestro enemigo. Es una carga terrible, creo.

—Pero necesaria.

—Sí —admitió la reina después de un largo silencio—. Sí, lo es. *

—¿Entonces me das tu permiso? —inquirió el príncipe, sorprendido.

Su asombro fue todavía mayor cuando los labios de su madre se curvaron en una sonrisa cierta, aunque ligera­mente irónica.

—¿Acaso te quedarías si te lo prohibiera?

—No —admitió Lamruil.

La reina soltó una breve carcajada, pero enseguida adoptó una expresión nostálgica.

—Te pareces mucho a tu hermana Amnestria. No la creí capaz de hacer lo mejor para ella y para el Pueblo. Deja que aprenda de mis errores.

La implicación de estas palabras conmovieron a Lamruil.

—¿Estás diciendo que confías en que tendré éxito?

—Pues claro que sí —respondió Amlaruil con toda na­turalidad—. ¿Es que no lo sabes? Siempre he confiado en ti. A pesar de tus travesuras, te pareces mucho a tu padre.

El príncipe hincó una rodilla y tomó ambas manos de la reina en una de las suyas.

—Entonces, confía en mí hasta el final, te lo ruego. ¡Confía en mí cuando tus consejeros te digan lo contrario, incluso cuando tu sentido común insista en que receles!

—Tráeme a Kymil Nimesin —se limitó a decir la reina.

Lamruil asintió. La respuesta de Amlaruil a su exhorta­ción le decía que comprendía qué pretendía hacer. El riesgo era enorme, y Amlaruil estaba en lo cierto cuando decía que, aun en el caso de que tuviera éxito, nunca sería acep­tado como rey de Siempre Unidos. En su mente, ése era un precio nimio que debía pagar.

—Entonces, con tu permiso, emprenderé la tarea.

La reina hizo un gesto de asentimiento, extendió las ma­nos y cogió el rostro de su hijo menor. Entonces se inclinó hacia adelante y le estampó un beso en la frente. Luego su­surró:

—Realmente eres hijo de Zaor. ¡Qué rey hubieras sido!

—¿Con Maura como reina? —bromeó el príncipe.

—Supongo que no pudiste resistirte —replicó la reina con una mueca—; no obstante, deberías haberlo inten­tado. Ve y despídete.

El joven príncipe se levantó e hizo una reverencia. En­tonces dio la vuelta y abandonó el palacio. Recogió su ca­ballo de luna del mozo de cuadra, que lo sostenía por la brida, y cabalgó veloz hacia Ruith. En los bosques situados al sur de la ciudad fortificada encontraría a su enamorada.

No existía en Siempre Unidos un entorno más adecuado para Maura. La humana había sido educada por los elfos silvanos de las Colinas de las Águilas, pero ahora que era una mujer adulta vivía sola en la península densamente ar­bolada al norte de Leuthilspar, en una pequeña cámara ho­radada en el corazón de un árbol. La escarpada costa y la barrera de cimas cubiertas de nieve que rodeaban el bosque casaban a la perfección con la naturaleza salvaje de la joven. La proximidad de Ruith, una ciudad fortificada centro del ejército elfo, le proporcionaba contrincantes cada vez que deseaba batirse. No obstante, pese a enfrentarse a auténti­cos campeones, raramente era derrotada.

La joven alzó la mirada cuando Lamruil entró en su árbol.

—¿Qué has averiguado? —preguntó expectante—. ¿To­davía puedes detener esa estúpida charada entre los habi­tantes de la ciudad?

Durante su estancia en Leuthilspar, Lamruil se había ga­nado la confianza de determinados elfos dorados y les insi­nuó que estaba ansioso por llegar al trono. El príncipe dio a entender que esperaba con impaciencia que su madre abdi­cara y que estaría dispuesto a conseguirlo por cualquier me­dio. Maura conocía los tejemanejes de Lamruil y se lo había recriminado en unos términos que hacían que la desapro­bación de Amlaruil pareciera algo sin importancia.

—He averiguado algunas cosas —respondió Lamruil con vaguedad—. Pero, en estos momentos, no tienen im­portancia. Debo abandonar Siempre Unidos enseguida.

El príncipe le mostró la carta y le comunicó sus planes. Lamruil se armó de valor para soportar el acceso de furia de la joven, y ésta no le decepcionó. .

—¿Por qué tomarte la molestia de traer a ese Kymil Ni­mesin a Siempre Unidos y correr un riesgo? Mátalo direc­tamente y acaba de una vez. ¡Por todos los dioses, él mató a tu padre! Tienes derecho a vengarte.

Por un instante, Lamruil se sintió tentado de hacer lo que Maura sugería, pero dijo:

—Yo no soy el único que sufrió una pérdida. Kymil Ni­mesin debe ser juzgado por el Pueblo. El mejor servicio que puedo prestar a mi gente es entregar al traidor. También debo esperar el momento oportuno y hacer todo lo que esté en mi mano para descubrir otras amenazas al trono.

La mirada de la doncella se apagó y fue sustituida por un naciente temor.

—Ya hablas como un rey —comentó, medio en chanza medio preocupada.

—En esta isla hay miles de elfos que te lo discutirían —replicó el príncipe con una amplia sonrisa y sin pizca de rencor.

—Ya, pero puedes llegar a serlo.

Lamruil se encogió de hombros. La repentina gravedad de la mujer lo desconcertaba.

—Soy príncipe y, en teoría, sí, es posible. Pero el pueblo ama mucho más a Ilyrana, y probablemente ella ocupará el trono. Y, si lo rechaza, seguramente preferirán que el puesto lo ocupe un elfo de casa noble que un joven sin experiencia.

—Tal vez para que sea tu regente —insistió Maura—. El resultado se aplazaría, pero al final sería el mismo —añadió con vehemencia.

—¿Qué es lo que realmente te preocupa? —quiso saber el príncipe, y le cogió las manos.

La mirada de la mujer era furibunda, pero en la profun­didad esmeralda de sus ojos brillaron dos lágrimas.

—Un rey necesita una reina. Una reina adecuada.

Lamruil se quedó momentáneamente sin palabras. Sa­bía que Maura estaba en lo cierto; incluso si los nobles lle­gaban a aceptarlo como su rey, insistirían en que tomara por esposa a una de su clase. Nunca tolerarían que la indó­mita Maura reinara en Siempre Unidos, ni aunque fuera una elfa pura. Por otra parte, se dijo Lamruil, ella también se consumiría en el palacio de ópalo de Leuthilspar.

El príncipe deseaba con todas sus fuerzas secar los ras­

tros plateados en las mejillas de la joven, pero sabía, con la absoluta certeza del amor, que ella no le agradecería que se diera por enterado de sus lágrimas.

—Espera aquí —le pidió de pronto. El elfo le dio la es­palda, se agachó para salir del árbol y se adentró en el bos­que a todo correr. A los pocos momentos encontró lo que andaba buscando: laurel silvestre. La planta aún conser­vaba algunas flores y el aire estaba impregnado de su em­briagadora fragancia. El príncipe cortó algunas ramitas con el cuchillo y rápidamente hizo con ellas una corona. No era una corona perfecta, pero serviría.

Luego regresó junto a Maura y le colocó en la cabeza la corona de hojas y flores.

—Tú eres la reina de mi corazón —dijo con dulzura—. Mientras vivas, no tomaré a otra.

—¿Y por qué tendrías que hacerlo? Ya las has tenido a todas —replicó ella.

—¿Te parece apropiado sacar a relucir mi pasado de ca­lavera en el día de nuestra boda? —inquirió el joven enar­cando una ceja—. Yo creo que no; debemos estar por en­cima de esas cuestiones.

Maura se cruzó de brazos y lo miró fijamente.

—No pienso casarme contigo.

Lamruil sonrió. Colocó un dedo bajo el mentón de la testaruda mujer y alzó su rostro.

—Demasiado tarde —dijo con un susurro—. Acabas de hacerlo.

—Pero...

El elfo silenció sus protestas con un beso. Maura se puso tensa, pero no se apartó. Un instante más tarde la joven ro­deó con los brazos el cuello del elfo y le devolvió el beso con una urgencia rayana en la desesperación.

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