Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (21 page)

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—Entonces disponed de mí y decidme cómo puedo servir a vuestra venganza y la mía.

La diosa cambió de humor al instante y adoptó una pose regia.

—Primero júrame lealtad. Sigúeme en la vida y más allá, y siempre serás la primera de mis servidores.

La elfa de la luna vaciló. Su primer instinto fue acceder a cualquier cosa que esa diosa demente y malvada le pedía —después de todo, la vida de Anarallath estaba en juego—, pero no podía hacerlo.

—Yo sigo a Corellon Larethian, señor de la magia y de la lucha —proclamó Kethryllia con firmeza—. Te serviré lo mejor que pueda solamente en este asunto, pero no puedo jurar lealtad a ningún otro dios.

Sorprendentemente, la chispa de ira que apareció en los ojos de la diosa no estalló en una cólera incontrolable.

—Corellon Larethian —repitió Kiaranselee astutamen­te—. ¡Cómo va a escocerle! De acuerdo, mortal, te diré dónde encontrar a Haeshkarr. A cambio, sólo te pido que cada vez que mates a un
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proclames que lo haces en nombre de tu dios.

Lloth se aferró a los reposabrazos de su trono, esculpido en un hongo, y clavó la vista en la poza adivinatoria que ha­bía creado a sus pies a partir del limo negro. La diosa con­templó airada e incrédula cómo una elfa mortal se abría paso a la fuerza entre una horda de poderosos
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. Cada vez que acababa con uno, la elfa ofrecía la victoria a Corellon Larethian. Y cada victoria era una cuchillada al orgullo de Lloth.

Sin ser consciente de sus actos, la hermosa
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abandonó el trono y fue a arrodillarse al borde de la poza, donde contempló, sin dar crédito a sus ojos, cómo la elfa de cabellos rojos luchaba con su única espada contra las cuatro del poderoso Haeshkarr, un
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al que Lloth únicamente podía controlar usando la diplomacia. Las uñas de la diosa se clavaron en el barro cuando el poderoso
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se desplomó y la victoriosa elfa cayó en los brazos de otro mortal, cuya belleza dorada le recordaba dema­siado al mismo Corellon.

El primer impulso de Lloth fue salir en busca de los mortales que habían osado hollar su reino y matarlos. El deseo de destruir a la dama de Corellon le quemaba en la sangre. Hacía muchos años que no sentía un calor verda­dero en ese mundo de penumbra y eterna desesperación. Pero en la
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aún quedaba bastante de la taimada Araushnee, al menos lo suficiente para reprimirse hasta que decidiera cuál era la mejor manera de lograr sus pro­pósitos.

Lloth observó pensativamente a los dos amantes, que se ponían en camino en la dirección de la que había venido la elfa. Tarde o temprano encontrarían una puerta para regre­sar a su mundo mortal. Si ella no lo impedía, probable­mente escaparían del Abismo. Pero no escaparían de ella.

A la
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se le desbocó el corazón al considerar las posibilidades. Seguiría a esa formidable paladina de Core­llon Larethian y al clérigo, cuya pureza de corazón era una ofensiva mancha de luz en el paisaje del Abismo. Si esos dos mortales eran representativos de su Pueblo, ¿qué lugar mejor para iniciar su venganza contra Corellon y sus ama­dos hijos?

Los labios de Lloth se curvaron en una sonrisa. Donde había elfos, había potenciales adoradores. No creía ser ca­paz de corromper a elfos como los dos mortales que había visto. ¿Pero acaso la perversa y demente Kiaranselee no te­nía seguidores? Lloth pensaba seguir a los dos amantes a su mundo, y allí reivindicar sus derechos.

La
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volvió a consultar la poza adivinatoria, en la que conjuró la imagen de la guerrera de cabello rojo y el elfo dorado al que la elfa había rescatado. Lloth contempló a la pareja mientras emergían triunfantes en un bosque arrasado y caminaban entre la carnicería provocada por Haeshkarr. Lloth estaba intrigada; no tenía ni idea de que su vasallo dis­pusiera de juguetes tan interesantes como salvajes hordas de orcos. El daño que habían infligido a los elfos era de lo más gratificante. Lloth recordó a Malar, el Gran Cazador, y su deseo de atraer a adoradores orcos. La
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se preguntó si lo habría conseguido, y si no sería hora de hacerle otra visita.

Mientras contemplaba ese mundo, Lloth sintió una pre­sencia que le era familiar. Era una sensación débil, pero Lloth reconoció a un dios elfo del que no estaba completa­mente distanciada por su nueva naturaleza de
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. Era Vhaeraun, su hijo. Llena de curiosidad la
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ordenó a la poza adivinatoria que le mostrara el territorio del joven elfo.

La escena cambió del pisoteado bosque elfo a una ciu­dad que rodeaba una bahía larga y estrecha. También allí había guerra, pero en sus inicios. La antigua diosa contem­pló con intenso interés a una multitud de elfos oscuros que se preparaba para la batalla. En el aire flotaba un deli­cioso sabor a maldad, una urdimbre de magia negra que confluía en un solo elfo.

Lloth observó interesada al líder del ejército, un elfo os­curo llamado Ka Narlist. Pese a su aspecto joven y vital, la
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supo que se trataba de un ser más que centenario, que había vivido mucho más de lo que le correspondía a un elfo, gracias a la fuerza de su magia. La fuente de ese in­creíble poder fascinó a Lloth: el mago llevaba un chaleco astutamente tejido con malla y perlas negras, cada una de las cuales contenía la esencia y la magia de un elfo marino asesinado. ¡Qué personaje tan encantador!

Lloth penetró en los pensamientos del elfo y comprobó que su mente no estaba cerrada a seres como ella. Los pen­samientos que leyó eran tenebrosos: Ka'Narlist era muy codicioso y disponía del poder necesario para satisfacer sus deseos, sin miramientos ni limitaciones. Lo que ahora quería era poder, poder mágico y el poder que podía con­seguir conquistando y sojuzgando a las razas de elfos de piel más clara. Pero, para alcanzar su objetivo final, necesi­taría el poder de un dios. Y era tan presuntuoso que creía poder conseguirlo.

A Lloth le cayó bien.

La
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contempló sonriente al longevo e ingenioso hechicero. Después de dar el visto bueno a sus ambiciones, consideró las cosas que él podía ofrecer: un poderoso ejér­cito listo y ansioso por aplastar a los elfos de piel más clara, magia casi comparable a la de un dios, seguidores que po­drían perfectamente seguirla a ella. La perspectiva de apar­tar al mago de su actual devoción por Ghaunadar era un atractivo añadido, y no el menor de ellos.

Una súbito acceso de ira se adueñó de la antigua diosa al pensar en el Mal Elemental, pero en esa ocasión dirigía su ira más contra sí misma que contra otros. Mientras ella ha­bía estado ocupada construyendo un reino en el Abismo, sus subditos habían encontrado cosas más interesantes que hacer.

Pero eso se había acabado. Lloth vio ante ella posibilida­des mucho más atrayentes que atormentar a las criaturas del Abismo. Creía que podría llegar a disfrutar con el elfo oscuro Ka'Narlist. Quizá ya era hora de que tomara un nuevo consorte. Sin duda, él la aceptaría encantado; am­bos se parecían como dos perlas negras. Incluso podría darle hijos, ¿por qué no? No sería la primera diosa en ser tentada por un mortal, y seguramente tampoco sería la úl­tima. Y los hijos que engendrarían... ¡Ah, qué magnífico sería introducir seres tan deliciosamente malvados en una raza de elfos! ¡Sus hijos aplastarían a los hijos mortales de Corellon, conquistarían el mundo y darían a luz a nuevos adoradores de Lloth, seguidores que podría reivindicar con orgullo!

Las oscuras e insaciables ambiciones de Ka'Narlist reavi­varon las propias ambiciones de Lloth. Volvería a ser una diosa. Ella, que antaño devanara el hilo del destino de los elfos oscuros, sentía que tenía otra vez entre sus manos el telar de la fortuna.

La escena en la poza adivinatoria volvió a cambiar. Ahora veía de nuevo el bosque y la pareja de enamorados. Con una sonrisa cínica, Lloth contempló que los supervi­vientes de la ciudad recibían a la guerrera y al clérigo como héroes.

Había pocas cosas que divirtieran más a Lloth que la ironía, que resultaba más satisfactoria que el odio y más sutil que la venganza. ¡Y allí la había a montones! ¿Qué pensarían esos elfos si supieran que los ojos de Lloth ha­bían seguido a su amada Kethryllia hasta su hogar en el bosque? ¿Qué pensarían si conocieran el mal que el coraje y el amor de la guerrera de cabellos rojos les había traído?

Mientras pensaba en eso, Lloth sintió el familiar pul­so del mal que emanaba de la poza. La
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buscó in­mediatamente de dónde procedía: una antigua daga que Kethryllia llevaba al cinto emitía una sutil y perversa energía.

Superada la sorpresa inicial, Lloth identificó la fuente de ese mal: el mismo Ka'Narlist había enviado esa daga al norte muchos siglos atrás, y después había esperado pa­cientemente hasta que alguien encontró la daga oculta y decidió llevarla como muestra de respeto hacia su antiguo propietario. Ka'Narlist había percibido la energía y prepa­raba a sus guerreros para la conquista. ¡Otra ironía más!

Lloth echó hacia atrás la cabeza y rió con perverso de­leite. ¡Ah, qué bien había elegido a su nuevo consorte! Por una vez no envidiaba la posición que Sehanine Moonbow o Angharradh ocupaba al lado de Corellon Larethian. ¡Ella, Lloth, había encontrado un compañero que le agra­daba mucho más!

9
El desgajamiento

Los siglos pasaron, siglos durante los cuales los hijos de Lloth acosaron cada vez con más ahínco y ferocidad a los hijos de Corellon. Tan intensa era la mutua animadver­sión, que los elfos dorados, plateados y verdes dejaron de lado su eterna rivalidad y se aliaron para luchar contra el enemigo común: los elfos oscuros.

Los archimagos elfos se reunieron a centenares en el mismo corazón de Faerun. Todas las razas elfas de piel clara —excepto los elfos marinos, cuyo poder había dismi­nuido hasta casi desaparecer— enviaron a sus mejores y más poderosos magos al Lugar de Reunión.

Los hechiceros se congregaron en un vasta llanura, un lugar preparado desde hacía tiempo para tal fin. Allí de­bían lanzar el conjuro más poderoso que ninguno de ellos conocía. En las tierras que circundaban la llanura, se ha­bían fundado granjas y una comunidad de comerciantes, únicamente con el propósito de prepararse y hacer posible el acontecimiento. Los elfos del Lugar de Reunión —nom­bre por el que los elfos más ancianos conocían la llanura desde su infancia— habían convertido ese día en la razón de su vida. Pese a la afluencia de cientos de magos, cada uno de ellos encontró una bienvenida digna de un avatar del Seldarine.

Durante siglos, los elfos establecidos alrededor del Lu­gar de Reunión trabajaron para construir la mayor torre que hubiera visto el mundo. Para ello utilizaron granito blanco, que reflejaba los esquivos colores del cielo, y supe­raba en altura al más venerable roble. Una gran escalera de caracol circundaba el muro interior de la torre. En cada peldaño se había esculpido un asiento y grabado el nom­bre del mago que lo ocuparía. Juntos, lanzarían un único hechizo.

Nunca se habían reunido tantos archimagos en un mismo lugar. Juntos tenían suficiente poder para crear mundos, o para destruir uno.

A partir de la urdimbre de magia, del mismísimo Te­jido, los elfos habían planeado crear una nueva y maravi­llosa patria, un lugar sólo para ellos.

No todos los elfos de Faerun aplaudían esa visión. A cada estación aumentaban las tensiones entre los ilythiiris y los elfos de piel clara del norte. La decisión de impedir que los magos elfos oscuros participaran en el bordado del gran tapiz de hechizos aumentó aún más la animosidad ra­cial. Pero los elfos dorados se mantuvieron firmes; preten­dían crear un reino en una isla. En esa isla, que los oráculos llamaban Siempre Unidos, no habría elfos oscuros, y sería un refugio para los hijos de Corellon Larethian. Para los seguidores de piel oscura de la diosa Eilistraee eso era una dolorosa ironía, pero sus voces se perdían en el insistente coro de elfos dorados que ansiaban recuperar la gloria de Faerie.

También se alzaban voces de protesta entre los estudio­sos de la sabiduría popular, pues conocían los antiguos re­latos transmitidos de generación en generación. En todas las aldeas se contaba, a modo de advertencia, la historia de cómo Tintageer fue destruida por un encantamiento tan poderoso que su estela podía tragarse una enorme isla. Pero la mayoría de los elfos la tomaban por pura leyenda. Y, aunque fuera verdad, ¿qué tenía que ver con ellos? Te­nían plena confianza en su magia y en las visiones de los ancianos, que preveían el verdadero destino del Pueblo en una isla.

Finalmente, llegó el día del gran conjuro. En las tran­quilas horas previas al amanecer los magos fueron llegando a la torre en silencio y ocuparon sus respectivos puestos, a la espera del elfo que canalizaría y daría forma al proceso.

Mucho tiempo atrás se celebró una reunión de clérigos que oraron y echaron a suertes quién sería ej Centro, es de­cir el mago que recogería los hilos de magia de todos los puntos del Círculo y los tejería en un único propósito.

Por curioso que pudiera parecer, la persona elegida fue una chiquilla que no sabía nada de magia, una doncella elfa conocida sólo como Hojaestrella. La muchacha aceptó gustosamente su destino y, aunque la entristeció tener que abandonar el bosque, se convirtió en una estudiante apli­cada, que respondía muy bien a las enseñanzas de los ma­gos. No había ni un solo elfo entre los congregados que no admitiera, por mucho que le pesara, que Hojaestrella era el mejor y más poderoso Centro que habían conocido.

La elfa del bosque ocupó su lugar en el suelo de la torre e inició la larga y lenta meditación que le permitiría con­centrarse y encontrar en el Tejido el lugar que correspon­día a cada mago de la torre. Con los ojos cerrados, la joven fue girando lentamente, recogiendo cada hilo de magia, que acto seguido fluían a través de ella y confluían en un único punto de poder. Mentalmente veía el reluciente te­jido con tanta claridad como si estuviera grabado en el cielo nocturno. Cuando todos los magos estuvieron en sintonía, Hojaestrella inició el gran canto.

La cadencia del canto subía y bajaba como una gran ola, al tiempo que los elfos reunían el poder del Tejido y le da­ban forma. El canto se prolongó durante ese día y su larga noche. Al amanecer del Día del Nacimiento, el conjuro empezó a aproximarse a su climax. La misma torre tembló cuando la fuerza de la magia extraída del Tejido fluyó a tra­vés de los magos. Tan absortos estaban en el hechizo, que al principio no se dieron cuenta de que el flujo de poder adquiría ímpetu por sí mismo.

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