Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (28 page)

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Haciendo acopio de toda su fuerza, el joven elfo agarró la espada como si fuera un hacha y la descargó contra una de las pantorrillas de la bestia, al tiempo que lanzaba un grito de batalla.

Mar-en-medio
conectó un buen golpe; el pellejudo per­dió el equilibrio y se derrumbó. Ahora fue Darthoridan quien atacó con furia. Su espada centelleaba a la luz del ocaso mientras subía y bajaba una y otra vez. A medida que cortaba en pedazos a su enemigo, alejaba los ensangrenta­dos trozos con el pie lo más lejos que podía. El pellejudo podía curarse a sí mismo, pero le costaría más esfuerzo y tiempo si tenía que reunir las partes desperdigadas.

Una súbita presión en el pie lo distrajo de su truculenta empresa. Darthoridan bajó la vista justo cuando una mano cercenada le aferraba el tobillo. Cuando las garras le atra­vesaron las botas y se hundieron en la carne, Darthoridan lanzó otro grito de batalla, pugnando por concentrar su dolor y su miedo en algo que le fuera útil. El elfo clavó a
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entre él y la mano; la punta del acero se hundió en la arena húmeda, y el elfo siguió empujando con toda su energía. La espada cortó la palma del pelle­judo, pero ésta lo tenía bien cogido y se negaba a soltarlo. Para empeorar las cosas, una de las garras se aproximaba peligrosamente a un tendón de su pantorrilla.

Desesperado, Darthoridan se tiró a la arena de bruces y, con el pie que tenía libre, dio un puntapié a la espada para impedir que cayera también.
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continuó cla­vada, y finalmente el elfo logró separar los dedos del pelle­judo de su bota.

Al punto la mano cercenada se escabulló, corriendo la­teralmente sobre los dedos, como una espantosa especie de cangrejo. La mano fue de un lado a otro, como si buscara a tientas el brazo del que la habían desgajado.

Entre jadeos, Darthoridan se puso en pie y liberó la es­pada de la arena. El elfo hizo caso omiso del intenso dolor que sentía en la pierna y se obligó a vencer el impulso de dar caza a la mano y aplastarla bajo sus pies para vengarse de las heridas sufridas. A su pesar, sabía que no serviría de nada. Algunas partes del pellejudo ya habían conseguido reagruparse y la carne de color gris verdoso crecía rápida­mente para rellenar las partes que faltaban. Y lo que era peor, a partir de las partes más diseminadas se formaban nuevas criaturas. Darthoridan no había previsto tal even­tualidad; muy pronto todo un ejército de pellejudos se le echaría encima.

El joven lanzó un rápido vistazo a las lejanas torres del al­cázar Craulnober, visibles desde la playa. Entre sus muros, todos sus parientes se preparaban para paladear la cena y disfrutar de una o dos horas de relax antes abandonarse al sueño. Sus hermanos no eran en modo alguno criaturas in­defensas, pero no estaban preparados para ese tipo de batalla, y él tampoco. Pese a que Darthoridan no era un experto en pellejudos, sospechaba que un troll —del tipo que fuera— no se daría por satisfecho con la muerte de un solo elfo.

El joven dio media vuelta y corrió hacia la pira funeraria de la elfa marina. Agarró una rama aún encendida y regresó a todo correr hacia el creciente ejército de pellejudos. El elfo se detuvo fuera del alcance del troll original y cogió una bol-sita que llevaba al cinto. Era la hora de poner a prueba sus escasas nociones de magia, y también su coraje.

Darthoridan vació el contenido de la bolsa en la mano: varias conchas de caracoles marinos abandonadas por sus propietarios. El joven había llenado los caparazones con aceite volátil y después había sellado las aberturas con una delgada capa de ámbar gris, parecido a la cera. De cada una de las conchas sobresalía una delgada mecha de lino. De niño, Darthoridan solía jugar con esos pequeños pro­yectiles incendiarios, pero nunca había probado el efecto de la magia que había derramado en el aceite. En realidad, era posible que se prendiera fuego a él mismo antes de po­der arrojar una sola de las conchas a los pellejudos.

Sin embargo, estaba decidido a intentarlo. En el peor de los casos, se abalanzaría contra ellos y les contagiaría su fuego. Si conseguía impedir que esas bestias saquearan las tierras de los Craulnober, su muerte no sería en vano. Dar­thoridan acercó la primera mecha a las llamas de la rama.

Un sonoro estallido de luz y calor lanzó al elfo hacia atrás, y aterrizó sobre el trasero con tanta fuerza que un intenso do­lor le recorrió las extremidades y casi enmascaró el fuerte dolor que sentía en las manos.

No obstante, se sentía feliz, pues el explosivo había he­cho bien su trabajo. El elfo contempló con sombría satis­facción cómo partes de troll en llamas rodaban sobre la arena en la agonía de la muerte. Darthoridan se puso en pie y recorrió la playa decidido a destruir hasta el último vestigio del enemigo. Una y otra vez arrojó conchas incen­diarias, hasta que lo único que quedó del pellejudo inva­sor fueron manchas de grasa y hollín diseminadas por la arena.

Esa misma noche, Allania Craulnober guardaba un ex­traño silencio mientras vendaba las manos llenas de ampo­llas de su hijo y le ofrecía un vaso de vino especiado, en el que había vertido una poción sanadora. Darthoridan, acostumbrado a que su madre le diera interminables ins­trucciones con una vehemencia que una arpía envidiaría, quedó desconcertado ante ese comportamiento.

Cuando ya creía que no podría soportar ni un minuto más la tensión de esperar la diatriba de su madre, la ma-

triarca elfa habló.

—Los trolls marinos volverán, y toda nuestra fuerza con las armas no nos servirá de nada —dijo con un tono tran­quilo y reflexivo que sorprendió a su hijo.

—Él fuego los destruye —le recordó Darthoridan. —¿Y si nos atacan en masa? A no ser que estemos dis­puestos a correr el riesgo de quemar el alcázar y arrasar los bosques y los páramos, no podremos avivar suficiente fuego para reprimirlos.

La guerrera elfa enderezó los hombros y fijó la vista en la mirada de confusión de su hijo.

—Parte a Leuthilspar al rayar el alba y quédate allí todo el tiempo necesario para aprender todo aquello que ansias conocer, todas esas cosas que finges que no te importan. Y cuando escojas esposa, ten en cuenta que sería muy acer­tado traer al norte a alguien capaz de enseñar magia a los jóvenes Craulnober. Ya es hora de que cambiemos algunas cosas —añadió, y sonrió levemente ante la atónita expre­sión que se pintaba en el rostro de su hijo.

«Cierra la boca, hijo mío. Un buen guerrero ve muchas cosas y sabe cuándo ha llegado el momento de pedir re­fuerzos.

En los años siguientes, los ataques a elfos por parte dedos pellejudos y de sus aliados, los sahuagin, se hicieron más fre­cuentes y crueles. No obstante, del Pueblo surgieron líderes, entre ellos, Darthoridan Craulnober y su esposa, Arnazee Flor de Luna, hija del Alto Consejero Rolim Durothil.

Aunque no era archimaga sino sacerdotisa de la Gran Oceánide, Arnazee poseía una magia considerable. Asi­mismo tenía un amplio conocimiento del mar y de sus moradores. La sacerdotisa y el guerrero aunaron capacida­des para crear y entrenar a un ejército de elfos que prote­gieran las costas con espadas y magia.

Pero a medida que el tiempo transcurría, Arnazee tenía la impresión de que eso no era suficiente. Para vencer al Reino Coral, los elfos deberían batallar en el mar. En todo Siempre Unidos no había otra persona más adecuada, por lo que en ella recayó la difícil empresa.

Durante toda su vida, Arnazee había sentido una espe­cial afinidad con el mar; notaba su ritmo del mismo modo que la mayoría de sus congéneres percibían los ciclos luna­res. Incluso su aspecto era marino, con cabello de un insó­lito tono azul profundo y cambiantes ojos verde azulados. Cuando era niña, le encantaba jugar en las blancas arenas de Siiluth con aves marinas, crías de foca y los niños elfos marinos que vivían cerca de la costa.

Pero ahora, la mayoría de esos niños estaban muertos. In­cluso el mentor de Arnazee, un anciano elfo marino sacer­dote de la Gran Oceánide había perecido en las intermina­bles batallas contra los pellejudos. También las focas habían desaparecido, camino del norte, donde podían criar a sus pequeños con seguridad. Así fue como, pese a haber nacido en el seno de un clan numeroso, bullicioso, y pese a estar ro­deada por las maravillas de Leuthilspar, desde muy joven Arnazee se sintió sola.

La llegada a la ciudad del joven guerrero Darthoridan Craulnober lo cambió todo. Lo suyo fue un flechazo. Ar­nazee lo siguió gustosa a la costa septentrional, y juntos lu­charon contra las criaturas que habían destruido el mundo de la sacerdotisa y que amenazaban el del guerrero. Con el nacimiento de Seanchai, su primogénito, Arnazee adoptó como propio el mundo de su esposo y decidió que haría todo lo necesario para asegurar el futuro de su hijo.

Los ojos de la elfa quedaron prendidos en las torres del alcázar Craulnober mientras el barco abandonaba la segu­ridad del muelle. Le había costado mucho dejar a Sean-chai, aunque ahora el niño ya estaba destetado y empezaba a dar sus primeros pasos. Si estuviera en sus manos, Arna­zee disfrutaría de cada momento de la breve infancia de su bebé, cantándole las canciones que a él más le gustaban y contándole cuentos que hacían brillar sus ojos. ¡Después de todo, dentro de pocas décadas dejaría de ser un niño!

La elfa suspiró. Sólo la consolaba pensar que Darthori­dan se había quedado en la costa, al frente del ejército. Ar­nazee había insistido en que su esposo se quedara. Si ese primer ataque fracasaba, sería necesario proteger al clan —especialmente a su hijo— de las represalias que sin duda tomaría el Reino Coral.

Pero, aunque esa misión fallara, no sería la última. El barco que transportaba a Arnazee sería el primero de mu­chos. Era una embarcación especialmente diseñada para resistir el ataque de los pellejudos, armada con poderosa magia elfa y más de cien guerreros. Se esperaba que ese na­vio diera el primer golpe decisivo contra los trolls marinos e iniciara el proceso de recuperación del mar. Arnazee pasó la mano sobre los cristales finos y translúcidos que corrían a lo largo de la batayola del barco. Es posible que los pelle­judos notaran que ese barco era diferente, pero nunca sos­pecharían lo que les esperaba. ¿Cómo podrían saberlo? Se­ría la primera vez que un barco elfo se prendía fuego deliberadamente.

La costa todavía estaba a la vista cuando el primer pelle­judo atacó. La embarcación se detuvo con una sacudida y enseguida empezó a cabecear y balancearse por efecto de poderosas manos invisibles ocultas bajo las aguas.

Arnazee sabía perfectamente qué pretendían los pelleju­dos. Si era necesario, esas criaturas abordaban los barcos, pero preferían hundirlo perforando el casco y así lanzar a los elfos al agua. Pero el exterior de ese barco en concreto era perfectamente liso y muy duro —pues se había construido con cristal— y los pellejudos no tenían dónde agarrarse. Tampoco podían atravesarlo con los dientes ni con las ga­rras. Tendrían que luchar en las condiciones que dictasen los elfos.

Los labios de Arnazee dibujaron una leve sonrisa som­bría y dirigió un cabeceo, primero al pequeño Círculo de archimagos, y después a los arqueros listos junto a reci­pientes con llamas.

—Falta poco —murmuró la elfa—. Empezad a entonar el hechizo. Encended las flechas... ¡Ahora!

Mientras hablaba, varios pares de manos cubiertas de escamas se agarraron a la batayola. Los arqueros sumergie­ron las flechas en el fuego y apuntaron. Arnazee levantó una mano sin desviar la mirada de los pellejudos que abor­daban el barco. La sincronización era crucial; si los arque­ros disparaban demasiado pronto, los pellejudos caerían al agua, el fuego se apagaría y ellos se curarían las heridas de las flechas.

Los trolls marinos se movían rápidamente y por lo co­mún lo hacían juntos, como un enorme pez amaestrado. En un abrir y cerrar de ojos, todos los pellejudos habían subido a bordo. Era una numerosa partida de caza, com­puesta por más de una veintena de individuos adultos.

Arnazee bajó la mano y gritó:

—¡Ahora!

Las flechas encendidas salieron disparadas hacia los pelle­judos, que recularon tambaleantes hacia la borda del barco. Al gunos empezaron a subirse a la batayola, buscando instin­tivamente la seguridad de las aguas.

Pero en ese momento entró en acción el encantamiento de los magos. Con un sonido que sugería un centenar de co­pas que se estrellaran contra un muro, las ampollas de cristal fijadas a la batayola estallaron y liberaron su burbujeante contenido. A lo largo de toda la borda se alzó un muro de llamas que impedía a los pellejudos escapar y que prendía fuego a muchos de los que se habían librado de los proyecti­les incendiarios de los arqueros.

Instintivamente, los trolls se apartaron de las llamas má­gicas, chillando y agitando los brazos. Entonces, guerreros elfos, armados con hechizos que los protegían del calor y el fuego, arremetieron contra ellos. Los elfos lucharon con furia, decididos a que ningún pellejudo rompiera sus lí­neas. Lenta pero inexorablemente, fueron empujando a los agonizantes trolls hacia las llamas.

Arnazee tenía la impresión de que el fuego y la batalla hacía horas que duraban, aunque sabía que no podía ser así. Los trolls ardían rápidamente. Detrás de los guerreros elfos, el Círculo continuaba entonando la magia que soste­nía tanto las llamas como a los luchadores, y que impedía que el fuego se extendiera más allá del muro de guerreros elfos. Antes de lo que Arnazee hubiera creído posible, la ba­talla parecía estar a punto de acabarse.

Entonces llegaron los sahuagin. El primero en abordar el barco no lo hizo voluntariamente ni por medios propios, sino que sus camaradas lo eligieron y lo lanzaron contra el fuego mágico. El sahuagin, que chillaba y se agitaba, cayó sobre los defensores elfos como una bomba viva.

Un asombrado elfo logró levantar a tiempo la espada, y el sahuagin se clavó en ella al caer. Pero el peso del hom­bre-pez empujó al elfo en su caída.

Quizás al principio el sahuagin había actuado obligado, pero ahora sabía qué debía hacer. Sus garras y dientes se clavaron en el rostro y el cuello del elfo inmovilizado y le desgarraron la carne. Cuando los guerreros lograron apar­tarlo de su hermano, la horda de sahuagin ya se había ano­tado la primera víctima.

Una espantosa lluvia de sahuagin se abatió sobre cu­bierta, una lluvia compuesta de invisibles criaturas. Algunos sobrevivieron a la caída, y la batalla recomenzó.

—¡Las llamas los frenan un poco pero no consiguen de­tenerlos! —gritó Arnazee a los magos—. ¿Qué más podéis hacer?

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