Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (48 page)

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—Sucederá lo que siempre ha sucedido: los dioses deci­dirán —repuso Mylaerla Durothil, con expresión som­bría—. Cada espada ha desarrollado determinados pode­res, y el elfo o la elfa que la empuñe debe estar a la altura del reto que la espada le plantea. Aquel que empuñe el arma más poderosa y que mejor la use ganará el trono.

—¿Estáis diciendo que elfos de sangre noble deberán luchar entre sí? —preguntó un consternado Montagor.

—¿Y qué crees que hemos hecho hasta ahora, joven Amarilis? —La sonrisa de la elfa fue toda ironía.

Pocos lugares en Siempre Unidos eran tan hermosos como Drelagara. Era una pequeña ciudad que compen­saba la falta de grandiosidad con su simetría y serena be­lleza. Todos los edificios eran de mármol blanco, erigidos de las profundidades de Siempre Unidos por arte de ma­gia. Drelagara ocupaba el centro de una zona de prados suavemente ondulados de casi cien kilómetros de anchura. La campiña estaba rodeada por bosques y se encontraba a un día a caballo de las espléndidas playas de arena blanca de Siiluth.

En los prados de Drelagara pastaban los caballos luna, esas magníficas criaturas aliadas y amigas de los elfos. Al romper el alba del día del solsticio de verano, la atención se repartía entre ellos y los elfos. Su lustroso pelaje relucía a la pálida luz del amanecer mientras hacían cabriolas entre la gente y las brillantes tiendas de seda, aceptaban las caricias de los niños o sacudían sus crines adornadas con flores, como anfitriones que dieran cortésmente la bienvenida a sus visitantes.

En los prados de Drelagara se reunieron elfos llegados de todos los rincones de Siempre Unidos, además de mu­chos representantes de lejanas comunidades elfas. La elec­ción de la casa real de Siempre Unidos era un asunto que concernía a todo el Pueblo.

Incluso un buen número de elfos silvanos abandonó la espesura de los bosques para la ocasión, aunque nadie po­día hacerse una idea de cuántos eran, pues permanecían ocultos en las sombras de la linde del bosque o agrupados bajo los árboles dispersos por la campiña. Eran casi invi­sibles y únicamente delataban su presencia al moverse, como si fueran escurridizos venados.

También había unos representantes de los elfos mari­nos, con amuletos que les permitían respirar aire y así po­der observar la ceremonia.

Los elfos de la luna eran, desde luego, los que más se ha­cían notar. Los clanes se congregaron bajo los vistosos es­tandartes de sus respectivas casas. Los que poseían hojas de luna y, por lo tanto, aspiraban al honor de convertirse en la casa real, ocupaban los mejores lugares, muy cerca del cen­tro del lugar de reunión.

Asimismo estaban presentes todos los clanes dorados, aunque muchos no parecían muy contentos ante la pers­pectiva de tener un elfo de la luna como rey. Esto era un hecho que se comentaba en voz baja.

Todas las otras razas faéricas acudieron igualmente a Drelagara, pues el rey de Siempre Unidos también las go­bernaría a ellas. Impresionantes guerreros centauros ocu­paban el perímetro del bosque, contemplando con rece­loso respeto las grandes figuras plateadas de los lytharis, los esquivos elfos-lobo capaces de cambiar de forma. Unicor­nios y pegasos cotorreaban en silencio. Diminutos drago­nes revoloteaban por el prado; algunos de ellos se divertían gastando bromas a los elfos y otros no dejaban de reírse mientras perseguían a la delegación de duendecillos como si estuvieran llevando al redil a un rebaño de diminutas ovejas voladoras. Los geniecillos descansaban cómoda­mente en las ramas de un frondoso árbol custodio de ta­maño gigantesco, un anciano ser muy sensible, medio ár­bol medio persona, que velaba con solemne paciencia.

Se había reservado un lugar de honor, muy cerca del centro, para la delegación de las Torres del Sol y la Luna. Dentro de su pabellón privado, Amlaruil se preparaba con más cuidado del habitual para participar en la celebración. Como Señora de la Torre, ocupaba una posición casi igual a la que ocuparía el futuro soberano. Ésa era su primera apa­rición de Estado y sería el centro de muchas miradas.

Amlaruil deseaba honrar a las Torres, pero también se acicalaba por un motivo más personal. Habían pasado va­rios meses desde que ella y Zaor se comprometieran en las emocionantes horas posteriores a la batalla y desde enton­ces no se habían visto. Ese primer encuentro tenía que ser perfecto.

La elfa dispuso con esmero su cabello cobrizo en com­plicados rizos y se adornó con antiguas joyas, herencia de familia. El vestido que llevaba era hermoso y hecho con seda del color del cielo estival, aunque no era tan impor­tante, pues lo cubriría el manto largo y suelto de Gran Maga.

—Mucho mejor así —murmuró Amlaruil. Una leve sonrisa secreta asomó en su rostro mientras se alisaba con las manos la seda del vestido, que se tensaba sobre el abdo­men. Aunque saber que llevaba en su seno una diminuta vida era un motivo de profunda alegría, deseaba que Zaor se fijara primero en ella, y no en el niño que sería su he­redero.

El príncipe heredero.

Amlaruil estaba tan segura de eso como de que el sol sale todos los días. En sus pocos meses como Gran Maga, que había pasado bajo la atenta tutela de la hechi­cera Nakiasha, Amlaruil había aprendido a aceptar el in­sólito vínculo que la unía con los dioses del Seldarine. La joven estaba en armonía con Siempre Unidos de mo­dos que aún no comprendía, por lo que era consciente del poder de la espada de Zaor y lo reconocía. Asimismo percibía la innata nobleza del elfo que la empuñaba. En su mente, Zaor era ya el rey de Siempre Unidos. Ese día simplemente se confirmaría lo que ella ya sabía.

—¿Milady?

La voz de Nakiasha desde fuera del pabellón sobresaltó a Amlaruil. Rápidamente cogió el manto y se envolvió con él.

—Adelante —dijo, obligando a su rostro a adoptar una expresión serena antes de volverse para mirar a su mentora y amiga.

Nakiasha retiró la tela de entrada y examinó a la joven elfa con orgullo de madre.

—Estás muy hermosa, pequeña —le dijo, olvidándose por un momento del trato formal que debía a la Gran Maga—. La ceremonia está a punto de empezar. Debes ocupar tu lugar junto a los miembros del Consejo.

Amlaruil asintió y abandonó el pabellón detrás de la he­chicera. En el estado de gran excitación en el que se encon­traba, la joven era muy consciente de los ojos que se posaban en ella, que la seguían mientras ascendía la plataforma. Era la primera ceremonia a la que asistía desde que ocupaba el cargo y, comprensiblemente, los elfos sentían curiosidad por la Señora de las Torres.

Incluso sin el manto de su cargo, Amlaruil hubiera despertado miradas admirativas. La joven era muy alta, le sacaba una cabeza a la mayoría de los elfos, y se movía con una gracia etérea que realzaba su personalidad. Tenía unos llamativos cabellos cobrizos de un tono poco habi­tual y sabía, sin ser vanidosa, que se la consideraba her­mosa. Incluso Laeroth, su compañero mago y el elfo me­nos romántico y más pragmático que conocía, le dijo un día que poseía un rostro que se grababa en la memoria de las personas como una melodía pegadiza. Amlaruil con­fiaba en que lo mismo hubiera sucedido con la memoria de Zaor.

La Gran Maga tomó asiento junto a la matrona del clan Nimesin, una elfa dorada en avanzado estado de gesta­ción. Amlaruil le dirigió una sonrisa de simpatía, pero sus felicitaciones murieron en su garganta cuando la otra elfa respondió a su amigable sonrisa con una mirada tan gélida que podría congelar las aguas.

—Bueno, ahora que te veo comprendo por qué una elfa gris manda en las Torres —comentó la matrona fría­mente—. Jannalor Nierde se perdía por una cara bonita y por un buen revolcón en una noche de verano! Supongo que tú eras su juguete preferido.

—Usted no me conoce, señora, pero Jannalor Nierde era respetado por todos por su sabiduría y honor. Sus pala­bras no le hacen justicia—replicó Amlaruil, ruborizada.

Las líneas de amargura que rodeaban la boca de la ma­trona Nierde se hicieron más profundas, y continuó mi­rando fijamente a la Gran Maga con el desdén que se suele mostrar ante los insignificantes trofeos de caza de un gato doméstico.

—¿No basta con que tengamos que tolerar un rey platea­do? ¿Por qué tenemos que permitir que las Torres también sean mancilladas?

—No he deshonrado ni deshonraré las Torres —se de­fendió Amlaruil. Su voz era serena y suave, pero timbrada de poder.

—La ceremonia está a punto de empezar —comentó la matrona de mala gana, aunque sonaba como si se alegrara de poder cambiar de tema y desviar la atención de la in­quebrantable dignidad de la joven. También sus ojos refle­jaban menos animosidad, como si ya no estuviera segura de que fuese una presa fácil.

Los herederos de las espadas no reivindicadas dieron un paso al frente, y Amlaruil olvidó los amargos comentarios de la Nimesin. Pese a que su propio hermano poseía una hoja de luna, ella nunca había presenciado la ceremonia de reivindicación.

Fue hermosa y a la vez terrible. Las recientes batallas ha­bían dejado varias espadas sin dueño. Diez elfos, todos no­bles y de antiguos clanes y excelente reputación, juraron servir al poder de las espadas y estar al servicio del Pueblo. De ellos, sólo sobrevivieron seis.

Para dos de esos seis no fue ninguna victoria, pues al empuñar la armas la magia de éstas se desvaneció. Las es­padas los habían considerado indignos de ejercer los pode­res de las hojas de sus familias, pero, por ser los últimos descendientes de los dueños originales, les fue perdonada la vida. La expresión de atónita incredulidad que se pintó en sus rostros sugería que acaso hubieran preferido la muerte.

En el incómodo silencio que siguió a la primera reivin­dicación, los cuatro clanes de elfos de la luna que habían perdido su primera y mejor esperanza para el futuro trata­ron de nuevo de reclamar su derecho a ocupar el trono de Siempre Unidos.

Los ojos de Amlaruil se llenaron de lágrimas de orgullo y pesar mientras contemplaba cómo, uno tras otro, los jó­venes elfos avanzaban hacia la muerte, como mariposas nocturnas incapaces de resistirse a la luz y el calor de un farol.

Ninguna de las casas elfas se dio por vencida hasta que sólo quedó un representante de cada clan, vivo pero derro­tado. Una vez completada la labor de selección, las respec­tivas hojas de luna perdieron su poder.

En el silencio sombrío y reverente que siguió a la cere­monia, lady Mylaerla Durothil se levantó y tomó la pala­bra por última vez como Alta Consejera.

—El Consejo de Ancianos honra a todos los que han acudido aquí hoy para someterse a la magia de las espadas ante el Pueblo y los dioses del Seldarine. Las casas que no han sido seleccionadas no han sido deshonradas, y a todos los que mostraron el coraje de empuñar una hoja de luna les espera un lugar en Arvandor. Felicitamos a los luchado­res de hoja de luna que siguen entre nosotros.

«Ahora comienza lo más difícil —prosiguió la elfa do­rada, mirando al pequeño grupo de plateados que había ante ella—. Todavía quedan veinticinco hojas de luna vi­vas. La leyenda dice que cuando queden veinticuatro, la espada del rey se dará a conocer, así como su poseedor. Como sobra una, la familia real deberá elegirse por su fuerza colectiva. Luchadores y luchadoras de hoja de luna, por favor, agrupaos por clanes.

Los aludidos se movieron y fueron a colocarse junto al estandarte de su familia. Todos los clanes, excepto dos, po­seían sólo una espada. El clan Flor de Luna era, clara­mente, el que más derechos tenía.

El estandarte de la rosa azul cobijaba a tres guerreros. Giulio, un hermano de Amlaruil mucho mayor que ella, parecía muy incómodo al ser el centro de tantas miradas. Era bajo y tímido, un estudioso solitario dedicado al culto de Labelas Enoreth, el dios de la longevidad. Giulio era un digno poseedor de su espada mágica, que poseía po­deres de curación e inspiración, pero no era un rey. Ha­bía costado mucho convencerlo de que se presentara en Drelagara. Thasitalia, una pariente lejana, era una aven­turera que nunca antes había puesto un pie en la isla y, según ella misma admitía, ardía en deseos de marcharse. Thasitalia poseía un espíritu inquieto, y su espada estaba hecha para los duelos solitarios. El tercer guerrero era Zaor, que descollaba por encima de cualquier otro elfo presente. El joven guerrero esperaba con tranquila con­fianza una decisión que se había empezado a gestar mu­chos siglos atrás.

El clan Amarilis poseía dos hojas de luna vivas. Una ha­bía sido recuperada recientemente de las ruinas de Ary­vandaar y había sido reivindicada por una muchachita de encendida melena llamada Eco. El otro era un mago de los árboles Enmarañados, en el continente.

—El clan Flor de Luna es el que posee mayor número de hojas de luna, por lo que ha demostrado una sucesión fuerte y pasa la primera prueba para ser designado clan real —anunció lady Durothil.

—Con vuestro permiso, señora, debo protestar —inte­rrumpió una voz.

Un grave murmullo recorrió la multitud cuando Mon­tagor Amarilis se adelantó y se sumó a sus dos parientes. El rostro del elfo de la luna presentaba una extraña palidez, que contrastaba con la abundante mata de pelo rojo carac­terística de su familia. El elfo se desabrochó el cinto, le­vantó una espada envainada y giró lentamente para que todos vieran el reluciente ópalo de la empuñadura.

—Esta espada perteneció a mi abuela, y ella me la legó a mí. Por tanto, el clan Amarilis posee tres hojas de luna vi­vas, el mismo número que los Flor de Luna.

—¿Por qué no has participado en la ceremonia de rei­vindicación? —inquirió lady Durothil, mirando descon­certada al joven noble.

—Todo elfo tiene el derecho a renunciar a su hoja de luna hereditaria —contestó Montagor sin alterarse—. Me acojo al derecho a guardar esta espada para mi primogé­nito, que aún no ha nacido.

«Estos dignos elfos no son de Siempre Unidos y me han dicho que no desean quedarse ni reinar —prosiguió Mon­tagor, volviéndose hacia sus familiares—. Si un Amarilis debe ser rey, será de mi propia sangre. ¿Han llegado los Flor de Luna a un acuerdo similar? —inquirió mirando a los tres elfos situados bajo el estandarte de la rosa azul.

—Yo no reclamo el trono y declinaría si me lo ofrecie­ran —anunció Thasitalia con voz clara y grave.

—¿Y tú, Giulio? —preguntó lady Durothil.

En respuesta, el clérigo desenvainó la espada y saludó a Zaor.

—Está claro —dijo Montagor con una sonrisa de satis­facción—. Yo, por mi parte, apoyaré a Zaor Flor de Luna, siempre y cuando reconozca los derechos del clan Amarilis y los honre.

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