Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (49 page)

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Zaor se adelantó para encararse con el noble de pelo bermejo y replicó, desconcertado:

—El honor Amarilis está fuera de toda duda. ¿Pero de qué derechos hablas?

—De los derechos de realeza. Las espadas de Myth Drannor proclaman que ese derecho es tanto nuestro como vuestro. Si no lo reconoces, debes saber que nos opondremos a que un Flor de Luna se siente en el trono.

—¿Pretendes que divida el reino? —preguntó Zaor.

—Pretendo que unas los dos clanes. Que mi hermana, Lydi'aleera, sea tu reina, y la disputa quedará zanjada.

El noble se volvió y tendió perentoriamente la mano. Una menuda elfa rubia, situada bajo el emblema del delfín verde que señalaba el pabellón de los Amarilis, avanzó. Montagor le cogió la mano y, en claro simbolismo, se la ofreció a Zaor.

El atónito guerrero miraba fijamente a la joven sin po­der moverse. Lydi'aleera era realmente hermosa, aunque no había heredado el color de cabello típico de los Amari­lis. Llevaba un vestido verde primavera —que según una antigua leyenda era el símbolo de la realeza elfa— y en la cabeza una corona de flores, como si fuese una novia.

Mientras la miraba, Zaor maldijo en silencio a Monta­gor por ponerle en ese brete. El guerrero lanzó una fugaz mirada a la Gran Maga de las Torres. Los ojos azules de Amlaruil no dejaban traslucir nada, y su rostro estaba in­móvil. Ni siquiera su postura revelaba qué le pasaba por la cabeza, pues el amplio manto de Gran Maga cubría su cuerpo por completo.

Puesto que no tenía más remedio que saludar a la don­cella, Zaor tomó su mano y se inclinó sobre ella. Sin em­bargo, tan pronto como fue posible soltó los delgados de­dos blancos de Lydi'aleera y fijó de nuevo su atención en Montagor.

—Me siento muy honrado por tu oferta de unir nues­tros dos clanes y por el consentimiento de esta noble dama —dijo, midiendo muy bien sus palabras—. Pero yo no soy quién para decidir qué casa reinará en Siempre Unidos. Eso deben hacerlo las hojas de luna.

—¿Acaso prefieres que nuestros clanes luchen a casarte con Lydi'aleera? —preguntó Montagor incrédulamente—.

¿Qué precio tendría que pagar Siempre Unidos por una guerra tan sangrienta? Los Flor de Luna y los Amarilis son dos antiguas familias a las que unen lazos con muchas otras casas. Los Craulnober sin duda os ayudarían y arras­trarían a los plebeyos del norte que les han jurado lealtad. Algunos recién llegados, como Lanza de Plata, se pondrían de vuestro lado, así como el plebeyo capitán de la guardia de Leuthilspar. Pero los Canto de Halcón, los Eroth y los Ale-nuath están emparentados con nosotros y nos serían leales. Reflexiona lo que estás a punto de provocar.

—¡No veo por qué la lucha entre nosotros tiene que im­plicar a las demás casas! —protestó Zaor—. Sólo deben competir por el trono los poseedores de una hoja de luna.

—Yo he cedido la mía a favor de mi heredero. ¿Piensas dejar este asunto sin resolver hasta que tenga un hijo que pueda retarte? ¿Aplazarías un siglo o más tu servicio a Siempre Unidos?

Zaor se contuvo con dificultad. Se daba cuenta de que la argumentación de Montagor era falaz, pero no podía competir con él con palabras. Además, en parte exponía una inquietante verdad. Su rechazo quizá no desencadena­ría una guerra civil a gran escala, pero provocaría un pro­fundo resentimiento y la división de los elfos de la luna. Muchos elfos dorados apoyarían rápidamente la sugeren­cia de Montagor, con la esperanza de seguir mandando en el Consejo algunas décadas más.

—Creo que este asunto no podemos resolverlo nosotros dos solos. Tengo que consultar con el Consejo de Ancianos y con mis propios consejeros —dijo finalmente Zaor—. Propongo que nos volvamos a reunir esta noche, cuando las Lágrimas de Selüne estén en medio del cielo. Tal vez el recordatorio de que todos somos hijos de la sangre de Co-rellon y las lágrimas de la Dama Luna hará que nos una­mos, como debe ser.

Montagor apretó los dientes, lleno de furia, pero no po­día negar una petición tan razonable y piadosa. Así pues, saludó a Zaor con una inclinación de cabeza de igual a igual y respondió:

—De acuerdo. Será como propones.

El joven noble giró sobre sus talones y se marchó, de­jando sola a Lydi'aleera con Zaor. El guerrero le hizo una leve reverencia y se alejó del prado, sin estar muy seguro de adonde ir. Pero lady Myronthilar lo cogió por el brazo y lo condujo al pabellón de los Durothil.

—He enviado mensajes a algunos miembros del Pueblo a los que querrás consultar: ancianos, líderes guerreros, unos cuantos clérigos y magos, y tu círculo de amigos más ínti­mos —dijo la elfa mientras se sentaba en una silla—. Llega­rán enseguida, pero antes quiero hablar contigo a solas.

—¿Qué opina de la reivindicación de Montagor? —in­quirió Zaor, que paseaba intranquilo por la tienda.

—Ha mostrado más sutileza de la que lo creía capaz —admitió lady Myronthilar—. Podría perfectamente cumplir su amenaza de postergar la elección de una casa real.

—¿Y la posibilidad de una guerra entre los clanes Ama­rilis y Flor de Luna?

—No es probable, pero ya sabes que a muchos elfos dorados les molesta haber sido excluidos del proceso de selección. La mayoría apoyarían a los Amarilis. Los Al­tos Consejeros han sido invariablemente Durothil o Amarilis. Esa familia posee una línea casi ininterrum­pida de guerreros, magos y héroes legendarios. Si recha­zas la alianza con ellos, te distanciarás de la mayor parte de Siempre Unidos. Hazme caso, Montagor sabe qué implica el rechazo de Lydi'aleera. Si lo haces, ofenderás no sólo a la familia Amarilis sino a la mayoría de los el­fos de Siempre Unidos.

—Mi intención no es insultar a Lydi'aleera —replicó Zaor, profundamente frustrado—. ¡Pero aún deseo menos casarme con ella!

—Montagor no debió ponerte ni a ti ni a su hermana en esta situación —convino la elfa—. Pero, aunque no fuera una Amarilis, Lydi'aleera es una elección razonable para reina. Es hermosa y tiene buenos modales, canta ma­ravillosamente y es buena conocedora de las artes. Muchos la considerarían un adorno para la corte. Ah, aquí están los demás —dijo, haciendo señas para que se acercara al pe­queño grupo de elfos que, con cara larga, aguardaba en la puerta abierta de la tienda.

Mientras entraban, Zaor se fijó en las posiciones que to­maban. Los miembros del Consejo formaron un grupo en el extremo más alejado. Su amigo Keryth Yelmobruno, que ahora mandaba la guardia de Leuthilspar, y Myronthi­lar Lanza de Plata, capitán de la guardia, se colocaron a ambos lados para ofrecerle su mudo apoyo.

Sólo Amlaruil permanecía separada y sola, tan aislada y solitaria como las Torres que gobernaba. Zaor no se atrevió a mirarla a los ojos por miedo a ponerse en evidencia de­lante de los demás. ¡Ya se imaginaba qué haría Montagor Amarilis si descubría que ya estaba comprometido, y para más inri, con una elfa de su mismo clan!

—¿Vosotros, como grupo, apoyaréis al clan Flor de Lu­na? —preguntó al Consejo.

—Es imposible; las hojas de luna no han completado la selección —contestó Yalathanil Symbaern.

—¡Pues que la completen! —bufó Francesca Lanza de Plata, cruzándose de brazos—. ¡Que el pipiólo Amarilis desenvaine la espada, si se atreve y que luche con Zaor por el trono!

—No podemos obligarlo —se opuso Mi'tilarro Aelo­rothi con firmeza. Sus dedos dorados se cerraron alrededor del símbolo sagrado de Corellon Larethian que llevaba prendido en el corazón—. Las normas de elección de la casa real fueron dictadas por los dioses. Montagor Amari­lis está en su derecho.

—Ya ves —intervino lady Durothil en tono seco, lan­zando una mirada exasperada a Zaor—. El Consejo no se pone de acuerdo en este asunto, ni en ningún otro. ¡Mon­tagor Amarilis lo sabe y se aprovecha de las divisiones que hay en su seno!

Zaor asintió y preguntó a Keryth Yelmobruno:

—Tú sabes qué piensan los soldados de Leuthilspar. ¿Qué crees? ¿Puedo reinar sin el apoyo del clan Amarilis?

—Los soldados te respetan —respondió Keryth tras un momento de reflexión—. No hay duda de que te seguirían en la batalla. Lo que me preocupa es la paz. Tú y yo somos guerreros, Zaor, y no comprendemos el tipo de guerra in­cruenta que libran las casas nobles. ¿Quieres la verdad? No. No creo que puedas reinar sin los Amarilis. Al menos, no del modo adecuado.

Zaor se quedó en silencio, con la cabeza gacha, tratando desesperadamente de hallar el modo de salir de aquel em­brollo. Al fin, levantó la mirada y sus ojos se posaron en Amlaruil.

—Amigos míos, desearía consultar con la Señora de las Torres —dijo suavemente—. Gracias a todos por vuestros consejos. No tardaré en tomar una decisión.

Lady Durothil contempló primero la faz inescrutable de Amlaruil y luego volvió su inquisitiva mirada al gue­rrero Zaor. Lo que vio pareció alterarla profundamente y se puso de pie con precipitación.

—Salgamos todos —dijo bruscamente—. Cuanto an­tes nos marchemos, antes tomará Zaor una decisión.

Amlaruil esperó sentada y en silencio a que la elfa do­rada hiciera salir a todos del pabellón, tan implacable y efi­cazmente como un sabueso Craulnober conduciría a un rebaño de ovejas del norte fuera de un pasto.

—Lady Durothil lo sabe —comentó simplemente cuan­do, por fin, ella y Zaor se quedaron solos—. Lo sabe y no lo aprueba.

—Lady Durothil ha sido la Alta Consejera durante mu­chos años —se apresuró a decir Zaor—. Sabe perfecta­mente cómo reaccionarán los clanes nobles cuando se enteren de que nos queremos. Se ha pasado media vida lidiando con los nobles y sus mezquinas intrigas.

—Lo cual aún da más peso a su opinión.

—No importa. Nada importa. —Zaor salvó en pocas zancadas la distancia que los separaba y cogió las frías ma­nos de la elfa entre las suyas—. ¡Amlaruil, hicimos una promesa solemne y, pase lo que pase, yo pienso cumplirla! Para mí no puede haber otra.

—Si no aceptas la alianza con los Amarilis, puede estallar una guerra entre los clanes, justo lo que las hojas de luna pre­tendían evitar —repuso Amlaruil. Su mirada era triste, pero firme—. Incluso en el caso de que puedas reinar en paz, si ofendes al clan Amarilis no podrás realizar tu tarea, que es unir a todos los elfos. Debes comprender que los Amarilis ac­túan como lazo de unión y amortiguador entre elfos dorados y plateados. Si pretendes reinar sin ellos, ya puedes coger la corona y el cetro y entregarlos directamente a los Durothil. —La elfa se desasió con delicadeza de las manos de Zaor.

»Los dioses te han elegido como rey de Siempre Unidos. A mí me han elegido para ayudarte; es mi deber. —La

Gran Maga de las Torres se arrodilló ante el consternado elfo—. Juro lealtad personal a Zaor, rey de Siempre Uni­dos y a Lydi'aleera, su reina, y pongo a disposición de am­bos todo el poder de las Torres del Sol y la Luna. Os deseo un largo y fructífero reinado. —En los ojos de la elfa bri­llaban lágrimas, pero su voz no flaqueó.

Antes de que Zaor pudiera decir nada, Amlaruil desapa­reció. Tan sólo una débil chispa plateada de magia, que flotaba en el aire, y la diminuta marca de dos lágrimas caídas en el suelo de tierra del pabellón delataban que Amlaruil había estado allí.

El elfo plateado se precipitó fuera de la tienda y recorrió frenéticamente con la mirada la multitud, tratando de vis­lumbrar el hermoso cabello cobrizo de la elfa. Pero no la encontró.

Lady Mylaerla Durothil se acercó a él y lo cogió por los antebrazos.

—Has elegido bien —le dijo dulcemente, estudiando su acongojada faz.

—¡Yo no he elegido! —explotó el guerrero. Por un mo­mento, sus ojos reflejaron claramente su sentimiento de pérdida y dolor.

—La Señora de las Torres ha actuado de manera hono­rable —dijo lady Durothil con la misma voz dulce—. Y te ha librado de la peor carga: la carga de tener que elegir. Ha hecho lo que debía, y ahora tú también debes hacerlo.

El elfo se quedó en silencio.

—Siempre he oído que, a veces, los gobernantes deben hacer grandes sacrificios. ¡Pero si hubiera sabido qué se me exigiría, jamás habría reclamado el trono! —exclamó.

La matrona suspiró.

—¡Espero que los dioses sean benevolentes y que no tengas que soportar nada peor! Pero vamos, mi señor, los demás esperan.

Durante el resto del verano, los archimagos de la Torres del Sol y la Luna no escatimaron magia para erigir del mismo corazón de Siempre Unidos una residencia real. El Palacio de Ópalo era un maravilloso edificio de mármol y ópalo, con tejado de oro.

Para Amlaruil fue una tarea agridulce. Aunque su cora­zón se alegraba de ver a Zaor proclamado rey, el papel que ella desempeñaba no era el que había imaginado.

Pasó el verano y los brillantes colores del otoño ya se apagaban cuando Amlaruil se recluyó para preparar el na­cimiento de su hija. Sólo Nakiasha la atendió la noche en que dio a luz a la heredera de Zaor y fue testigo de las lágri­mas de alegría y pesar que Amlaruil derramó.

En los meses siguientes, su hija se convirtió en un gran consuelo. No obstante, tenía la sensación de que sólo la te­nía en préstamo. Los lazos que unían a Amlaruil con el Seldarine eran profundos y místicos, pero a ella le parecía que su propia hija era más divina que mortal.

Desde el día de su nacimiento, Ilyrana fue extraña­mente silenciosa, y sus grandes ojos azul marino tenían la grave mirada de quien ya ha vivido mucho. La niña no se parecía a ninguno de sus progenitores: era muy menuda y de una palidez etérea; su tez blanca mostraba un matiz casi azulado y en sus bucles albinos de bebé se descubría un leve toque verde. Amlaruil le puso el nombre de Ilyrana, que en idioma élfico significaba «ópalo».

Amlaruil no dijo a nadie quién era su padre. Ella era una elfa de familia noble, archimaga y gobernaba las Torres, por lo que nadie le iba a echar en cara nada. La niña era su hija y, si alguno de los elfos de las Torres especularon con la identidad del padre, lo hicieron con su habitual discreción. Amlaruil se había ganado el amor y el respeto de la mayoría de los magos jóvenes, que entendían que su señora deseara mantener la existencia de la niña en el máximo secreto. Es­tos magos protegían a la Gran Maga y a su hija del mismo modo que protegían los tesoros de las Torres.

Pero lo que ninguno de ellos podía saber era que la reti­cencia de Amlaruil respondía a motivos más oscuros que la discreción y el deseo de intimidad.

Las maquinaciones que se revelaron en la ceremonia de elección del rey, celebrada en el solsticio de verano, le ha­bían abierto los ojos sobre los nobles de Siempre Unidos. La Señora de las Torres se mantenía informada sobre los complejos asuntos de la corte y, cuanto más sabía, mayor era su preocupación, no sólo por Zaor sino por todo Siem­pre Unidos.

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