Siempre Unidos - La Isla de los Elfos (31 page)

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Mariona respiró aliviada porque, aunque le dolía la pér­dida de esos elfos, el proyectil había attavesado al q'nidar y gran parte del aire caliente que almacenaba en sus pulmo­nes se había escapado al espacio. De no ser así, la fuerza de su aliento podría haber acabado con muchos más elfos. Desde luego, habían salido mejor parados que si el q'nidar hubiera «chillado»; a tan poca distancia, el calor podría ha­ber reducido el barco a cenizas.

Pero la amenaza no desapareció con ese único q'nidar. Sus compañeros, que se habían dispersado, se reagrupa-ban. Mariona podía distinguir el lejano destello de la luz de las estrellas al reflejarse en sus alas, mientras volaban ha­cia la nave para descargar el ataque final.

Desde luego sería el final, de eso no había duda.

—¡Capitana, estamos recibiendo una comunicación! —La voz de la navegante que resonaba en el tubo, sonaba estridente, rebosante de excitación y esperanza renovadas.

El corazón de Mariona se aceleró. Que ella supiera, no había ninguna nave interceptora de hechizos en esa zona del espacio exterior, ni ninguna civilización en el mundo más cercano capaz de realizar viajes estelares. ¡Ojalá se equi­vocara!

—Ahora mismo voy —dijo, y echó a correr hacia los es­trechos escalones que conducían a la bodega.

Lo primero que vieron sus ojos fueron al timonel, un elfo plateado de mediana edad, casi gris por el agotamiento. Pas-silorris se aferraba a los radios del timón con tanta fuerza que sus nudillos se veían blancos. Parecía que tratara de ex­traer hasta las últimas gotas de poder. Mariona le puso una mano sobre la espalda e inmediatamente se volvió hacia la navegante.

Shi'larra se inclinaba sobre una bola de cristal, con los ojos negros fijos en ella. La elfa de rostro tatuado alzó la vista hacia la capitana.

—La bola latía, como si estuviera recibiendo un mensaje. Es una magia poderosa, desde luego elfa, pero ligeramente distinta de todo lo que conocemos. Según el último informe de la Flota Imperial, no hay naves elfas en esta zona.

Mariona captó al instante las implicaciones de las pala­bras de la navegante. De vez en cuando, una civilización elfa situada en un remoto mundo aprendía el arte del vuelo este­lar. En los primeros contactos entre esas naves novatas y la sólida flota elfa que dominaba el espacio, debían realizarse algunos ajustes. Había estrictos protocolos sobre cómo de­bía actuarse en esas situaciones. Sin embargo, en este caso el protocolo era un lujo que la desesperada tripulación de la nave no se podía permitir.

La elfa colocó su palma sobre la bola de cristal para que el poderoso material absorbiera su magia personal. La bola era realmente poderosa, pues se había creado a partir de los res­tos cristalizados de un q'nidar que se estrelló contra una es­trella. Esos objetos eran muy poco corrientes, por lo que la capitana se consideraba afortunada de haberlo encontrado entre los desechos que flotaban por una ruta comercial bas­tante transitada. Ahora, gracias a la bola, tal vez podría evi­tarse la total destrucción de la nave y de sus tripulantes. Más tarde reflexionaría sobre la ironía de todo ello.

—Capitana Mariona Hojaenrama, del
Monarca Verde
, un buque de guerra de la Flota Imperial Elfa —se presentó resueltamente—. Nos están atacando y hemos sufrido gra­ves daños. Nos encontramos cerca de la luna de Aber-toril. La navegante te dará nuestras coordenadas estelares exac­tas. ¿Puedes ayudarnos?

Hubo un momento de silencio.

—¿Estáis volando? ¿Estáis cerca de Selüne? —preguntó una melodiosa e incorpórea voz masculina.

—Sí, seguimos navegando por las estrellas —contestó Mariona, desconcertada por la nota de incredulidad en la voz del elfo—. Identifícate a ti y a tu nave.

—Soy Vhoori Durothil, archimago de Siempre Unidos —respondió el elfo invisible—. Y no estoy en una nave, sino en tierra firme. En Sumbrar para ser precisos, una isla situada justo delante de la bahía de Leuthilspar.

Mariona y Shi'larra intercambiaron miradas de incre­dulidad. La comunicación tierra-nave era increíblemente complicada y requería tecnología mágica muy avanzada. No tenían ni idea de que los elfos de Aber-toril poseyeran tal magia.

—¿Tenéis naves interceptoras de hechizos en esta área? —inquirió la capitana.

—No, pero puedo guiaros a una bahía resguardada cerca de la isla.

Otra vaharada de un q'nidar chocó contra el escudo, cada vez más débil, y otro estruendoso chasquido sacudió el casco. Mariona se estremeció.

—Nuestra nave se está partiendo. No tenemos tiempo de aterrizar. Y, aunque lo hiciéramos, nos perseguirían las criaturas que quieren el barco.

—Me temo que no puedo ayudaros en esa batalla. ¿No podéis dejar el barco en manos de vuestros enemigos? ¿Te­néis botes salvavidas?

Shi'larra, con una expresión sombría, asintió y dijo:

—Es eso o nada, capitana.

Mariona miró con preocupación al exhausto mago sen­tado al timón. El elfo irguió bruscamente la cabeza, como si pugnara por mantenerse despierto a fuerza de voluntad.

—Passilorris no podrá bajarnos. Ghilanna ha muerto y Llewellenar no está mucho mejor. No tenemos ningún otro timonel.

—¿Para qué? —inquirió la voz del elfo.

La capitana bufó exasperada. Su nave volaba hacia el de­sastre y ese mago terrestre quería un curso en tecnología estelar.

—Es el mago que dirige el timón con su magia, y el ti­món, que es una especie de silla mágica, impulsa el barco —respondió la capitana entre dientes.

—Ah. Entonces tal vez pueda ayudaros. Ordena a la tri­pulación que suba a los botes salvavidas y coloca el arte­facto comunicador sobre esa... silla-timón.

—No se puede dirigir un timón a distancia. ¡Ni siquiera el timón de un pequeño bote salvavidas! Nunca se ha he­cho —protestó Mariona.

—Pero vale la pena intentarlo. Además, percibo el hilo de magia entre mi artefacto comunicador y el vuestro. Yo os haré bajar sanos y salvos —añadió el elfo con confianza.

Puesto que no se le ocurría una idea mejor, la capitana dio instrucciones a la atenta navegante:

—Da la orden de que todo el mundo suba a los botes salvavidas. Yo te seguiré con Passilorris.

Shi'larra cogió la bola de cristal y subió corriendo la esca­lera. La capitana le daría unos minutos para reunir a los su­pervivientes y montarlos en un bote salvavidas, una pequeña embarcación abierta que más bien parecía una enorme ca­noa. Pero era ligero y rápido; siempre y cuando un poderoso mago manejara el timón.

Pocos momentos después, Shi'larra le informó con su se­ñal característica —el agudo grito de un halcón de caza— de que todo estaba listo. La capitana respiró hondo, apartó al mago, que estaba casi en estado comatoso, del timón y se lo echó a la espalda.

Cuando la débil conexión mágica entre el hechicero y el timón se rompió, la sala se convirtió instantáneamente en un horno. En pocos momentos la envoltura de aire tam­bién se disiparía. Mariona subió los escalones tambaleán­dose bajo el peso del mago y fue hacia la borda, donde es­peraba el bote.

A la capitana le costó una gran fuerza de voluntad mante­ner los ojos fijos en el bote salvavidas y no mirar las velas en llamas, ni la bandada de q'nidars que volaban en círculos al­rededor del buque, lanzando chillidos y cacareos triunfantes mientras se alimentaban con la pira funeraria del
Monarca Verde
.

«Al menos esos malditos están distraídos», pensó Ma­riona mientras descargaba a Passilorris y lo tendía a las ma­nos expectantes de los supervivientes.

El bote salvavidas únicamente contenía diez elfos, todos los supervivientes del último ataque. Mientras ocupaba su sitio, la capitana notó el miedo en cada uno de los rostros, vueltos hacia la bola de cristal colocada en el centro de la si­lla mágica. En el interior de la bola brillaba un intenso po­der. Al parecer, el mago terrestre era capaz de hacer lo que había prometido: el aire que rodeaba el bote era fresco, lo que indicaba que el timón recibía energía.

—Tal vez salgamos de ésta —murmuró Mariona.

—Ni lo dudes, capitana. —La voz de su salvador so­naba diferente, más sonora, quizás orgullosa por el poder que fluía a través de la bola de cristal—. Con tu permiso, no volveré a hablar hasta que nos veamos en persona, a no ser que sea necesario. Necesito concentrarme para mante­ner el hilo de magia.

—Por supuesto —repuso Mariona—. Dime si hay algo que podamos hacer para ayudarte.

Después de una breve pausa, el elfo pidió en tono nos­tálgico:

—Sí, hay una cosa. Habíame de las estrellas y dime qué ves durante el viaje a Siempre Unidos.

Mariona cortó los cabos que unían el bote a la nave e hizo una indicación con la cabeza a Cameron Sondestre-llas, un bardo que había adquirido un pasaje a bordo. Mien­tras la canoa flotaba por la oscuridad del espacio, Mariona se recostó en el asiento y escuchó al bardo tocar la lira, que había insistido en llevar consigo, y declamar en cadencias rítmicas y musicales una improvisada oda a las maravillas del vuelo estelar.

Mientras escuchaba, la capitana se dio cuenta de que la vida que para ella era normal y corriente, a un elfo como Vhoori Durothil le parecería de leyenda. ¡Y pensar que se dirigía a un mundo tan primitivo!

Rápidamente la elfa evaluó la situación; su nave estaba perdida. Con suerte, pasarían muchos, muchos años antes de poder construir otra, aunque también era posible que ella y la tripulación tuvieran que pasar el resto de sus vidas mortales en Aber-toril.

La elfa suspiró y volvió la cabeza para mirar al barco en llamas. Pero, para su sorpresa, el
Monarca Verde
ya no era más que un punto de luz roja. Entonces miró a Shi'larra, que seguía con ojos entrecerrados la luz que palidecía ve­lozmente.

—¿A qué velocidad nos movemos? —preguntó.

—No puedo calcularlo sin mis instrumentos y mapas —contestó la navegante encogiéndose de hombros—. Pero puedo decir que avanzamos al menos al doble de ve­locidad que el
Monarca Verde
a todo trapo. ¡Mira abajo! —exclamó de pronto, al tiempo que cogía a la capitana del brazo y señalaba hacia el mundo que se acercaba a ellos rá­pidamente—. Ahí está Aber-toril y ya veo la isla. ¡Por to­das las estrellas, nunca había visto tal verdor! ¡Y desde esta altura!

—Pronto aterrizaréis —anunció Vhoori Durothil con voz débil por el agotamiento—. Hay botes listos para re­cogeros, y los sanadores están preparando hechizos y hier­bas para atender a los heridos.

—Hierbas y sanadores —masculló Mariona en dirección a Shi'larra, poniendo los ojos en blanco—. ¡Hemos ido a pa­rar a un mundo infernal!

En la faz tatuada de Shi'larra se pintó una sonrisa.

—No empieces a despotricar hasta que lo veas —le su­surró—. Es posible que te guste tanto que ya no desees marcharte.

—Apuesto a que me encantará —replicó la capitana mordazmente—. ¿Y qué hay de ti? Tu mundo es casi único porque no tiene océanos. Tú estás acostumbrada a bos­ques sin fin, regados por una red de caudalosos ríos. ¿Me estás diciendo que podrías ser feliz en esa diminuta isla?

La elfa silvana se encogió de hombros, con la mirada clavada en la mancha de bosques verdes y aguas color za­firo que se aproximaban velozmente, y murmuró:

—No sé. Tengo la extraña sensación de que me dirijo al hogar.

Antes de que Mariona pudiera decir algo acerca de esa extraña afirmación, el bote sufrió una súbita sacudida cuan­do el mago que lo controlaba, y que no tenía experiencia en ello, trató de frenar el descenso. Al momento siguió una se­gunda sacudida, y el bote empezó a dar vueltas lentamente. La capitana cogió la bola de cristal y la sostuvo con firmeza contra el timón, al tiempo que gritaba a los demás que la ayudaran a mantener en su sitio el mágico artefacto.

El pequeño bote continuó dando sacudidas y bandazos mientras Vhoori Durothil frenaba torpemente su descenso sobre el mar. Sin embargo, la embarcación chocó contra el agua con tanta fuerza que el casco de madera se hizo peda­zos y los ocupantes cayeron al mar.

Mariona se hundió, agitando los brazos a su alrededor y tratando instintivamente de encontrar y salvar el timón. El agua que se arremolinaba a su alrededor se veía oscura por la sangre, y el furioso latido en las sienes le dijo a la elfa que se había hecho una herida en la cabeza, quizá grave. Sin embargo, sólo podía pensar en que tenía que encontrar el timón. Si se perdía, nunca más volvería a viajar por las es­trellas.

De pronto, sintió unas manos pequeñas pero fuertes que le cogían las muñecas y, al levantar la vista, sus deses­perados ojos se posaron en la cara de la elfa más extraña que había visto en toda su vida. La elfa de cabello azul y piel verde le dirigió una mirada tranquilizadora y empezó a tirar de ella hacia la superficie. Mariona observó las ma­nos de su salvadora y vio que presentaban ondas azules y verdes y que sus dedos, de longitud excepcional, estaban unidos por delicadas membranas. Aunque durante sus lar­gos años de viajes y sus encuentros con fantásticas criatu­ras de una docena de mundos había visto de todo, a Ma­riona le pareció que esa elfa marina era la criatura más extraña de todas.

Su último pensamiento antes de sumirse en la oscuri­dad fue que había ido a parar a un mundo infernal.

Lo siguiente que percibió la capitana Mariona Hojaen-rama fue el sonido suave y cantarín de voces elfas que en­tonaban una canción. La música poseía un poder sanador que parecía absorber el dolor que sentía en la cabeza y en sus entumecidos miembros.

Abrió cautelosamente los ojos. Llevaba ropas de seda y descansaba en un lecho caliente y seco que, si era como el que tenía al lado, flotaba sobre el suelo con un movi­miento leve y ondulante.

—Capitana Hojaenrama.

Mariona reconoció esa voz. Volvió penosamente la ca­beza y contempló la sonriente faz de un elfo dorado. La capitana no estaba tan grave como para no darse cuenta de que, probablemente, era el elfo más apuesto que había visto nunca. No obstante, tenía otras preocupaciones.

—El timón...

—No te apures —la tranquilizó Vhoori Durothil—. Los elfos marinos ya han hallado la mayor parte de las pie­zas. Con tiempo, podremos reconstruirlo.

—No. No poseéis la tecnología que se necesita —pro­testó ella con una voz apagada por la desesperación.

—Creo recordar que ya dijisre algo parecido antes —re­plicó Vhoori con un deje de ironía—. Y, ya ves, estás aquí.

—Admito que tu magia es impresionante —dijo Ma­riona, después de tratar en vano de encogerse de hom­bros—. Tal vez podamos aprender unas cuantas cosas uno del otro.

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