Serpientes en el paraíso (16 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Serpientes en el paraíso
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—Ha hecho bien en llamarme.

—¿Por qué, hay algún peligro?

—¿Peligro?

—Bien, si realmente la señora Domènech fue capaz de... quizá habría que tomar alguna medida de protección, hay tantos niños pequeños en «El Paradís»...

¡Naturalmente, aquélla era la auténtica razón por la que me había llamado, la defensa de la madre sobre la camada! El pequeño grupo familiar no debe verse amenazado bajo ninguna circunstancia. Pensé a toda prisa que era imprescindible evitar una caza de brujas hacia aquellos dos convecinos que escapaban a la norma.

—Ana, usted misma me ha dicho que haber visto a la señora Domènech no significa que ella esté implicada en este asunto. De todas formas, investigaremos y hablaremos con su marido para que extreme la vigilancia sobre ella. No es conveniente para una persona con problemas médicos pasearse libremente en plena noche. Para que se quede más tranquila le diré que nuestras pesquisas van en otra dirección más fiable de la que, obviamente, todavía no puedo hablar.

Esperaba haber salvado a la pobre vieja de una quema en la hoguera, aunque fuera mintiendo descaradamente. ¡Pesquisas en otra dirección!, más bien en la dirección del viento. ¿Una enferma de Alzheimer tiene la posibilidad de haber cometido un crimen? Y si así era, ¿su marido se había enterado? ¿Podía hablarse de complicidad por encubrimiento de los hechos?

Había llegado el momento de hablar seriamente con Domènech y, fuera cual fuera el resultado de la charla, buscar inmediata información sobre aquella enfermedad.

Estuve llamando a la puerta de «Las Adelfas» hasta que, tras un buen rato, apareció el rostro adusto de la sirvienta.

—Los señores no están. Se han marchado a Barcelona y hasta dentro de dos horas no volverán.

Pensé qué debía hacer. Dos horas era un plazo muy incómodo. Un intervalo demasiado corto para ir y volver de comisaría, y demasiado largo para pasear por aquellos jardines sin objetivo concreto. Tiempo perdido. De pronto recordé a Malena Puig. Si acudía a visitarla, me ofrecería su excelente café y podríamos charlar. En el fondo ya éramos incluso un poco amigas.

La puerta de «Los Ibiscus» tardó en abrirse también. Llegué a pensar que no había nadie en casa, pero cuando ya iba a marcharme apareció Malena en el quicio sonriendo con cordialidad.

—¡Inspectora, qué alegría!

Nadie me había recibido nunca así en el ejercicio de la profesión.

—¿Le parecería un abuso si le pido un café? Le aseguro que ya no vengo en comisión de servicio, sino como una visita particular; de manera que puede negarse.

—Lo pensaré. ¡Pase, por favor! He tardado tanto en abrir porque estaba arriba, en el estudio.

Abrió los brazos de par en par para mostrarme su atuendo. Llevaba un amplio mandil lleno de manchas de colores diversos.

—Estaba pintando.

—¡Vaya! ¿También sabe hacer las chapuzas del hogar?

Se echó a reír.

—Bueno, puede que lo que haga sean chapuzas, pero le aseguro que ésa no es mi intención. Pinto cuadros.

Me excusé. No se me había ocurrido que aquella abogada dedicada a su familia pudiera tener una vena artística. Me contó que pintaba por afición, aunque algunos de sus amigos le habían comprado cuadros e incluso en un par de ocasiones había llegado a exponer en muestras colectivas. Cuando le pregunté qué estilo practicaba se ofreció a enseñarme las pinturas.

Subimos al estudio. Ella, insistiendo sobre el carácter estrictamente amateur de su obra, y yo, silenciosamente convencida de que no sería necesaria semejante precisión. Sin embargo, me equivoqué. Carezco de conocimientos profundos sobre arte, pero alcanzo a percibir si lo que tengo delante posee una cierta calidad. Pues bien, me pareció que los cuadros de Malena Puig no estaban nada mal. Una sorpresa que llegó a la estupefacción a medida que iba observando las pinturas una a una. De aquella mujer dulce, extravertida, hogareña y maternal surgían imágenes de una tenebrosidad impensable, motivos pictóricos inquietantes de abrupta fuerza interior. Los temas eran exclusivamente paisajísticos, pero nada más alejado de cualquier bucolismo que aquellas praderas oscuras, como arrasadas por el fuego o la escarcha, o los ríos casi negros que se encajonaban entre piedras escarpadas, las casas desdibujadas y ruinosas que destacaban, solitarias, sobre la desolación del páramo.

—¡Caramba, Malena, tiene usted mucho talento!

—Gracias, pero creo que conozco mis límites.

—No, hasta donde yo alcanzo tiene usted talento, y también un mundo interior atormentado.

Soltó una carcajada divertida.

—¿Usted cree? ¡Me encanta que piense eso!

—¡Sí, sus cuadros no coinciden con su imagen externa!

—Quizá me libro de mis fantasmas pintando. ¿No es eso lo que decía Freud?

—No le tengo mucha simpatía a Freud; sólo la Iglesia católica ha fastidiado más a las mujeres que el psicoanálisis.

Rió con fuerza.

—Tiene usted un punto genial, inspectora. Puede que mi interior y mi exterior no le cuadren, pero le aseguro que a mí me pasa lo mismo con usted.

—Supongo que todo eso se debe a que tenemos una idea tópica la una de la otra.

—Eso será. Voy a decirle cómo creo que usted me ve y usted me confirmará si acierto. Bien, juraría que me ve como un ama de casa dócil, suficientemente agradable, fuerte ante las posibles contrariedades, meticulosa en sus quehaceres y consciente de la suerte que tiene por llevar una vida cómoda y feliz.

—Lleva razón, así es más o menos como la veo. Supongo que usted piensa que soy una policía dura, segura de sí misma, que ejerce su autoridad sin que le tiemble el pulso y hace gala de un cierto mal humor frente al mundo.

—No se ha alejado demasiado de la imagen que tengo. Es obvio que ambas nos equivocamos. Yo tengo mis días malos.

—Y yo mis días buenos.

Nos echamos a reír y nos miramos con simpatía declarada.

—Oiga, Petra, ¿qué le parece si vamos a la cocina y preparo uno de esos cafés sin los que la policía no puede vivir?

—Me parece de perlas.

En la amplia y luminosa cocina, con muebles de madera clara y cortinas con estampado floral, se perdía cualquier vestigio de la Malena del estudio. Los objetos domésticos de colores alegres: tazas, platos y servilletas, daban al espacio un aire sumamente acogedor que se completaba con el suave olorcillo a café. Imaginé, mientras la veía moverse con destreza, que sentarse a aquella mesa un domingo por la mañana y ver cómo tus hijos desayunaban con los rayos del sol entrando por la ventana debía de coincidir con el concepto que mucha gente tiene sobre la felicidad.

—¿Cómo va el caso, Petra? —preguntó de repente.

—Va con demasiada lentitud.

—Creí que todas las investigaciones eran lentas.

—Las hay más rápidas. Malena, ¿puedo preguntarle su impresión sobre algo?

—Adelante.

—Según Mateo Salvia no es impensable que Juan Luis fuera un hombre infiel en su matrimonio.

—¿Eso le ha dicho?

—Hablaba de su propia impresión, nada concreto.

Se sentó frente a mí y empezó a servir el café en silencio. Cortó un bizcocho en pequeñas porciones. Estaba reflexionando, quizá sobre si debía hablar o callarse.

—Yo también he tenido esa misma impresión alguna vez.

—¿Qué le indujo a pensar algo así?

—No sé, entre nosotros nunca han abundado las confidencias. Supongo que ése ha sido el secreto para conservar la amistad durante tantos años. Pero a veces, pensando... Inés es buena, muy guapa, aunque tan infantil... me pregunto hasta qué punto una mujer así es capaz de centrar la atención de un marido como Juan Luis, brillante, apuesto, inteligente... En alguna ocasión, Inés se quejaba de que él volvía siempre tarde, de que cada día trabajaba más... yo llegué a maliciar que estuviera engañándola. Pero son sólo conjeturas, Petra. En realidad es cierto que trabajaba un montón. Mi propio marido se lo puede confirmar.

—¿Cree que podría confirmarme algo más?

—¿Qué quiere decir?

—Juan Luis y Jordi tenían una relación muy estrecha; no sólo eran amigos sino socios. A lo mejor su marido no quiere enturbiar la imagen póstuma de Espinet contándonos sus devaneos amorosos, pero si hablara usted con él, si pudiera convencerlo de lo importante que es saberlo todo sobre la víctima... usted debe de tener influencia sobre Jordi.

—¿Es tan importante?

—Me temo que sí. No lo hemos hecho público, pero en el cadáver de Juan Luis la autopsia reveló un arañazo en la espalda, probablemente causado por las uñas de una mujer, quizá en un éxtasis erótico. Inés dice no saber nada de esa marca.

La recorrió un evidente escalofrío. Se mordisqueó la mano.

—Perdone, pero oír algo así me devuelve a la realidad y, en fin, es algo terrible que estoy intentando olvidar.

—Lo comprendo.

Se recompuso bebiendo unos sorbos de café.

—Lo haré. Hablaré con Jordi esta misma noche. Lo convenceré de que si sabe algo tiene que llamarla en seguida.

—Se lo agradezco.

La emoción seguía embargándola. Tenía la mirada fija en la mesa. Con aquel mandil, el pelo revuelto y las manos manchadas de pintura parecía una quinceañera. De pronto se arrancó con mal humor:

—¡Vaya mierda! ¡Todos éramos tan felices! ¿Por qué ha tenido que pasar algo así, por qué?

—Consuélese. En la vida pasan cosas terribles continuamente. A veces pienso que en eso consiste la vida, en ir sorteando el montón de infelicidades que se nos vienen encima. Tiene suerte de que la suya se mantenga en paz.

—No me diga eso, desde que pasó lo de Juan Luis me siento culpable con mi tranquilidad familiar. Es la sensación que he tenido siempre, pero ahora mucho más acentuada. Siempre me ha parecido que tenía más suerte que los demás.

—¿Por qué?

—No sé, tonterías. Pensaba que Inés y Juan Luis tenían el inconveniente de la inmadurez de ella, que Rosa y Mateo arrastraban el problema de los hijos, mientras que Jordi y yo disfrutábamos de todas las ventajas. Los dos somos bastante razonables, las cosas nos van bien, tenemos tres niños preciosos y además...

Procuré interrumpirla con la mínima brusquedad.

—Perdone, no entiendo, ¿Rosa y Mateo tienen un problema con los hijos?

—Sí, no pueden tenerlos.

—Cuando hablé con Rosa me comentó la ventaja que había supuesto no tener hijos para su carrera profesional. Lo interpreté como algo voluntario.

—No, lo interpretó mal. Es cierto que ella suele reaccionar así, quitándole toda importancia y viéndolo como positivo, pero la verdad es que se ha sometido a varios tratamientos para quedar embarazada. Parece ser que la razón médica de la infertilidad está en Mateo y no en ella; pero ninguno de los dos quiere inseminación artificial ni mucho menos recurrir a la adopción.

La llamaron por teléfono. Me levanté. No sabía qué hora era, pero era consciente de haber permanecido demasiado tiempo allí. En cuanto ella acabó una breve conversación me despedí y me marché. Miré el reloj. Las dos horas de mi plazo habían pasado, muy rápidamente además. No sólo había disfrutado de la compañía de aquella agradable mujer, sino que no había perdido en absoluto el tiempo. Las revelaciones casi accidentales que me había hecho Malena durante nuestro diálogo no caían en saco roto, sino que me proporcionaban interesante información sobre el marco que envolvía a aquellas familias. Puede que carecieran de trascendencia en sí mismas, pero abrían resquicios por los que mirar en aquel recinto tan amurallado por la discreción.

Todo aquel bagaje positivo adquirido en «Los Ibiscus» contrastó claramente con la negatividad que demostraron otras especies florales. De hecho, el bufido que recibí en «Las Adelfas» fue más propio de cardos que de flores. Lo primero que me soltó Domènech en cuanto me echó la vista encima no admitía ninguna duda:

—¿Trae usted una orden judicial?

—Sólo quiero hacerle unas preguntas.

—No sin orden judicial.

—¡No sea absurdo, Domènech! ¡Si le traigo una orden judicial, su mujer tendrá que ir a declarar a comisaría!

Perdió fuelle de golpe. Lo reconsideró. Me taladró con mirada severa.

—¿Qué quiere saber?

—Quiero que me permita pasar y hablar con usted civilizadamente.

No teníamos obviamente el mismo modelo de civilización, porque me franqueó el paso con el ademán adusto de un general de caballería y me señaló una silla allí mismo, en el
hall
.

—Siéntese si quiere.

Me senté sacando paciencia del último de los rincones de mi alma, no demasiado rica en esa materia. En semejantes circunstancias se imponía ir al grano.

—Un testigo ha declarado que vio a su esposa paseándose por la urbanización un rato antes de que asesinaran a Espinet.

—¡Cafres, cabrones, gente sin corazón ni sentimientos! ¡Me equivoqué pensando que en este lugar estaríamos bien! ¿Qué les ha hecho mi pobre mujer? ¡Nada, salvo ser una enferma!

—¿Quiere tranquilizarse, por favor? ¡Está perdiendo los estribos!

—¿Cree que no me he enterado de que la llaman «la loca», que no veo cómo la miran cuando salimos a pasear?

—Nadie está acusando de nada a su esposa. Le recuerdo que lo que estamos investigando es un caso de asesinato. Deje de gritar y conteste a mis preguntas, señor Domènech, o de lo contrario le haré llegar una citación oficial.

Había roto el tono crispado de la conversación con mi modo de hablar sereno, seco, amenazante. El anciano calló de pronto y se derrumbó sobre una silla. Había poca luz en el
hall
, pero me pareció vislumbrar que estaba llorando. Le puse una mano en el hombro arriesgándome a que me la mordiera.

—Señor Domènech, ¿qué le ocurre, se encuentra mal?

Lloraba, lloraba calladamente sin molestarse en disimularlo. Me quedé a la espera, sin saber qué hacer. Por fin, de la penumbra salió una voz lastrada por la amargura.

—Inspectora, habla usted con un hombre abatido, vencido. ¿Tiene la más remota idea de lo que significa vivir con alguien que padece Alzheimer, alguien a quien has amado toda la vida?

—Sé que esto es muy duro para usted, pero debe comprenderme, han matado a un hombre, y es preciso que sepamos con toda certeza que no fue su esposa quien lo hizo.

—Soy consciente de que debería controlarla más, contratar a más personal para que la vigilara durante la noche, hacer más cosas de cara a la seguridad, pero me niego a convertir mi casa en una prisión llena de cerrojos, centinelas, alarmas... Mi mujer no puede ser autora de ningún crimen, créame.

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