Serpientes en el paraíso (11 page)

Read Serpientes en el paraíso Online

Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Serpientes en el paraíso
13.94Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Está casada?

—No, pero yo sí.

—¿Tú estás casada?

—Sí. Mi marido quedó en Ecuador y mi hijo también.

Sacó del bolsillo de la bata una foto que debía de llevar siempre consigo y me la mostró con ademán orgulloso. Era un indiecito moreno, de ojos redondos y curiosos que no aparentaba mucha más edad que la niña de los Puig.

—¡Es muy guapo!

Curioso mundo, complicado. Aquella mujer tenía su propio hijo a miles de kilómetros y cuidaba de una niña que no era suya.

—Mando dinero todos los meses y cuando pasen dos años a lo mejor ya puedo ir para allá.

Le devolví la foto, algo incómoda por mi calidad de ciudadana del primer mundo. Una brisa vino a desordenar mechones de nuestro pelo. El otoño empezaba a anunciarse en serio. Me despedí, sumida en reflexiones sobre la injusticia del mundo que nunca llegarían a una conclusión.

En comisaría me esperaba una sorpresa con muy poca variación de género, otra mujer. Me lo advirtió el guardia de la entrada, al que no dejé terminar. Como contrapartida del destino, la mujer que me esperaba no me dejó ni empezar a mí. Estaba sentada junto a la puerta de mi despacho y, en cuanto me echó la vista encima, pegó un bote y se puso a hablar. Dolores Carmona, se presentó. Reconocí a la gitana que había visto más de una vez persiguiendo a Garzón y no me alegró en absoluto que quisiera hablar conmigo. Era alta, morena, muy guapa, con los ojos pintados al khol y una gran cruz de oro en el escote. Supuse que, apostadas en las cercanías de comisaría, aguardaban su salida varias mujeres más. Siempre iban en grupos.

—Inspectora, he venido a confesar —espetó sin demasiados preámbulos.

Buen comienzo, pensé. Sabía por el subinspector que en el caso de las familias gitanas menudeaban las confesiones de todo tipo, así que sin tomármela muy en serio, respondí:

—¡Magnífico!, pero creo que el subinspector Garzón no ha llegado todavía.

—Lo que tengo que decir quiero decírselo a usted.

—¡Adelante, siéntese, la escucho!

Puso cara de actriz a punto para la representación y escogió un registro claramente trágico para decir:

—Mi hermano Manuel Carmona fue quien mató al mayor de los Ortega. En un arrebato, no lo hizo para hacer daño.

Encendí un cigarrillo con parsimonia. Que alguien matara sin el propósito de hacer daño era un razonamiento exculpatorio lleno al menos de originalidad.

—Esa confesión está muy bien, pero tengo entendido que ya ha habido otras confesiones ante mi compañero.

—Eran confesiones de gente sin nuestra sangre. ¿Cree que le iba a dar el nombre de mi propio hermano si no fuera verdad? Poco conoce usted a los gitanos.

—¿Por qué no viene él en persona?

—Él vendrá, pero primero quería decírselo yo.

Me quedé un tanto mosqueada ¿Y si estaba haciéndome una auténtica declaración y yo no la tomaba en serio?

—Será mejor que espere al subinspector. Yo no estoy muy al corriente del caso.

—Su subinspector no tiene buen corazón, y a un hombre así no se le da el nombre de un hermano.

La cosa se complicaba. No veía la manera de diferirla en algún sentido.

—Entonces, ¿por qué no habla con el comisario Coronas?

Se impacientó y con auténtica gracia me dijo:

—Oiga, ¿usted es policía de verdad o está aquí por afición?

Improvisé una salida de emergencia. Yo escribiría cinco o seis líneas con su declaración y cuando su hermano viniera haríamos el documento oficial. Aquello pareció convencerla. Redacté un párrafo mínimo en el ordenador y Dolores Carmona se avino a firmarlo. Luego me miró con simpatía.

—Siempre se llega a una solución entre mujeres. ¿Quiere que le lea la mano o prefiere que le eche las cartas de tarot? He traído una baraja. No soy una profesional, pero tengo conocimientos. Además, tengo la ayuda de Dios. Los gitanos creemos mucho en Dios.

—No, gracias, no quiero saber lo que pueda pasarme.

—¡Sí, mujer, si es un regalo! Será sólo un momento.

Sacó una baraja del bolsillo. La posibilidad de que alguien entrara en el despacho y me encontrara en animado póquer futurológico con aquella mujer me dejó helada. Le extendí la mano como mal menor. La asió con fuerza y volvió la palma hacia arriba. Se concentró en un esfuerzo voluntarioso. Utilizaba un gesto tan convincente que parecía tener fe real. Me encontraba violenta y con sensación de ridículo, pero temía ofenderla y la dejé hacer.

—Vamos a ver. Es usted una mujer que lo ve todo negro muchas veces, y le gusta estar sola. ¿Vamos bien?

Había empezado a escucharla con algo parecido al interés, pero tuve que disimular.

—Si se diera un poco de prisa iríamos mucho mejor.

—Ha tenido usted hombres pero en este momento no le apetece tener más. Le gusta su trabajo y su vida le gusta también, pero se ha dejado cosas atrás que ya nunca las va a tener. Ya las perdió.

Era absurdo, pero el corazón me latía aceleradamente y empecé a respirar con dificultad.

—No siga, por favor —le dije muy seriamente.

—¿No quiere saber?

—No me dice lo que me interesa.

—Sólo puedo leer lo que está ahí.

—Pues entonces dejémoslo.

Se encogió de hombros, como presentándome sus condolencias por tener una mano tan poco lucida. Luego volvió a la salmodia de recomendaciones para que no olvidara la culpabilidad de su hermano. Por fin la vi marchar con alivio. Me enfurecí, es el colmo que alguien pretenda interpretar tu vida en una sobria dependencia policial. ¡Ha perdido cosas que ya nunca tendrá! ¡Menuda adivinación, como si la vida consistiera en algo distinto de dejar cosas atrás continuamente! Me sentía alterada y de un humor horrible. Incluso estuve a punto de salir y pegarle una bronca al guardia que había dejado entrar a aquella mujer. Pero me decanté por serenarme. Aquella noche me iría al teatro, o mejor, llamaría a alguna de mis amistades masculinas para solazarme. Debía atajar de alguna manera todo aquel flujo indeseable de corrientes sentimentales que amenazaban con desbaratar mi férreo control interior.

Tal y como me había propuesto, me puse a trabajar en el caso Espinet. Tomé un fajo de folios y empecé a escribir. A mano, los conceptos se reflejan con más facilidad que en aquella jodida máquina parpadeante del ordenador. Pergeñé los retratos psicológicos que había planeado y me sentí algo mejor. Cuatro hojas sobre el conocimiento psicológico de un individuo no está nada mal. Ojalá pudiera haber hecho lo mismo con mi propia personalidad. En ese momento entró el subinspector, pimpante como un repollo recién cortado.

—¡Hola, inspectora, ya estoy aquí!

—Ya le veo. Han pasado cosas durante su ausencia.

—¿Caso Espinet?

—Caso «gitanos». Tiene usted una confesión.

—¿Otra?

—Esta vez podría ser verdad. Lea este papel. Echó una mirada rápida a la declaración no oficial de Dolores Carmona.

—¡Vaya, han cambiado de táctica!

—¿Qué quiere decir?

—Tendría que mirar el expediente del caso otra vez, pero estoy casi seguro de que el tal Manuel Carmona es menor de edad.

—¿Inculpan del crimen a un menor?

—Así nos dan carnaza, una carnaza que no se puede procesar por asesinato. Pretenden que los dejemos en paz.

—Debí imaginármelo.

—Lo malo de haber aceptado la confesión es que ahora habrá que seguir el curso legal y hacer toda la pantomima: interrogar al menor, tomarle declaración, comprobar lo que dice... perder el tiempo.

—Lo siento, subinspector.

—No podía usted hacer otra cosa. Este caso es un desastre. Intentamos vigilar al clan de los Ortega para que no se produzca una venganza, pero es imposible, se producirá. No sólo no resolveremos el caso, sino que habrá otra muerte, ya lo verá.

—¡Joder, hay cosas que te hacen sentirte impotente! ¿Le ha ido bien por lo menos en el club de golf?

—He tenido una simpática reunión. Mateo Salvia y Jordi Puig estaban allí. Se reúnen a jugar un día a la semana. Juan Luis Espinet solía hacerlo también.

—¿Han podido hablar?

—Sí, aunque...

Garzón se interrumpió porque sonó mi teléfono. Era el encargado de la centralita. Preguntaba si el subinspector estaba en mi despacho, una señora quería hablar con él. Me adelanté a la pregunta que sin duda se iba a producir:

—¿Cómo se llama la señora?... Concepción Enárquez —dije en voz alta mientras observaba cómo la cabeza de mi compañero empezaba a dibujar una ceñuda negación.

—No, no está aquí.

La señora insistía en hablar conmigo a falta del subinspector. Accedí, no tenía muchas más opciones. Mientras contestaba, la cara de Garzón iba adquiriendo tintes cada vez más oscuros.

—¿Una cena mañana?... ¡sí, por qué no! No se preocupe, yo se lo diré. Sí, está muy ocupado, pero un sábado puede librar. ¿Él tiene la dirección? ¡Perfecto, a las nueve estaremos ahí!

Colgué y le hice un gesto tajante a Garzón.

—¡Ni una palabra, Fermín! Usted me metió en esto para que lo librara del pretendido acoso sexual, ¿cierto? Pues habrá que hacer algo distinto de huir, que es lo que ha estado haciendo usted sin muy buenos resultados hasta el momento. ¿Lo deja en mis manos?

—Pero es que acudir a su casa es meterse en la boca del lobo.

—Es una manera de normalizar la situación. Unos amigos que se encuentran tras las vacaciones, y en paz. Una vez allí ya se me ocurrirá algo que deje las cosas claras. Comentaré que es usted un hombre entregado exclusivamente a su profesión...

—Quedaré como un gilipollas.

—Pues les aseguraré que se encuentra traumatizado desde que su esposa falleció.

—Más gilipollas aún.

—¡Bueno, pues les diré que estamos liados usted y yo!

—¡Ah, no, inspectora, eso sí que no!, ¡no me haga montar números porque no es la ocasión!

Me cuadré. No podía seguir consintiendo que mi despacho se viera repetidamente dedicado a usos espurios: el consultorio de una pitonisa, un lugar para citas galantes...

—¡Basta, subinspector, estamos aquí para trabajar! Hágame inmediatamente un informe oral de sus pesquisas en el club de golf.

—¡A sus órdenes, inspectora! Hablé con los dos amigos de la víctima. Jordi Puig aseguró que Espinet no era mujeriego, pero Mateo Salvia lo dudó. Dijo tener la impresión de que la víctima echaba algunas canas al aire.

—¿Le explicó por qué tenía esa impresión?

—Dejaba de acudir algunos de los días de cita al club de golf y no daba explicaciones, y hasta en una ocasión le pidió que no comentara esas ausencias con su mujer.

—¿Y eso es todo?

—Según él, sí.

—No me lo creo, debe de saber algo más. ¿Qué le pareció el tal Salvia?

—¡Bah, un tío superficial!

—Habrá que indagar para saber cómo es en realidad. Dentro de una hora tengo una cita con su mujer. Quiero que haga algo mientras tanto, Fermín, comunique con el Departamento de Inmigración y que le pasen los datos de Lali Dizón: cuándo llegó a España, si está legal, de dónde proviene. Lo habitual.

—¿Sospecha de la chacha filipina?

—¡Y yo qué sé! No sospecho de nadie, o sospecho de todos. Cualquier salida de este caso parece tapada por una pared.

—Todo es cuestión de perseverar.

—A veces se persevera en el error.

—¡Dígamelo usted a mí! —exclamó mi compañero como extraño colofón.

Y bien, tal y como estaba previsto, una hora más tarde me hallaba en presencia de Rosa Salvia, el mismísimo crack, según definición de Malena Puig. No todos los días se encuentra una frente al prototipo de mujer adulta, independiente, triunfadora y dueña de su voluntad, y Rosa lo era, se advertía en seguida al verla en su despacho de la calle Muntaner. Entré en él, me senté y Rosa en seguida me recibió. Entonces pude ser testigo de una pequeña muestra de su poder y actividad. Aún antes de que empezáramos a hablar, llamó por teléfono, la llamaron, se presentó la secretaria con unos papeles para firmar, sonó el fax y escupió más papel, la volvieron a llamar, tecleó nerviosamente en el ordenador para enviar un e-mail. La llamaron por tercera vez. Al fin, estirando de las solapas de su bonito traje color cereza, se puso en pie y dijo:

—¡Esto es una locura! ¿Quiere que salgamos de aquí a ver si conseguimos hablar?

Asentí. Cogió un bolso en bandolera y enfilamos la salida dejando a todos aquellos ingenios de la comunicación reclamando atención a la vez.

—Una mujer importante —apunté.

—¿Eso le parece? Si fuera importante de verdad, tendría doce secretarias filtrándome las llamadas. Todo el mundo sabría que no puede dirigirse a mí directamente. No es mi caso, ya lo ve.

Caminamos por el pasillo y de repente me sorprendió diciendo:

—La invito a comer en mi club.

—¿Dónde está su club?

—Aquí al lado. Es el gimnasio Amazonics. Tiene un restaurante que no está mal.

Acepté. ¿Por qué no? Confraternizar con los testigos no es muy riguroso, pero tampoco se trataba de un testigo estricto. Entramos en las instalaciones de aquel selecto club exclusivamente femenino y pude comprobar que el hecho de nacer mujer no sólo comporta oprobios y tragedias. Era un lugar moderno, lujoso pero funcional, con acero y mármol como principales materiales de construcción. El restaurante resultaba de una sobriedad decorativa total.

—No se haga ilusiones —me previno—. Todo lo que se puede comer aquí es bajo en calorías, pero al menos estaremos tranquilas.

Me dejé aconsejar sobre el menú y cuando vi lo que había pedido estuve cerca de arrepentirme. Una pechuga de pavo blanca como la nieve se veía abrigada en su desnudez por un montoncito de verduras variadas. Las probé. Estaban casi crudas. Supe en seguida que, aunque hubieran admitido caballeros, aquél no era un buen lugar para invitar al subinspector.

—¿Le gusta, inspectora, o prefiere que le pida una hamburguesa con arroz integral?

Mi anfitriona debía de pensar, quizá rozando lo cierto, que no me hallaba acostumbrada a tanta sofisticación y que echaba de menos las lentejas con chorizo más propias de mi clase.

—No, no, está muy bien. Muy sano, además —respondí como si comer fuera sólo un deber de supervivencia.

—Es un sitio agradable, casi una obligación para mí. Si acudiera a todas las comidas de negocios que aconseja el trabajo, estaría como un tonel. Vengo aquí, hago pesas o nado, como algo ligero, y ¡a trabajar de nuevo hasta las ocho o las nueve!

Other books

Shooting Gallery by Lind, Hailey
Garden of the Moon by Elizabeth Sinclair
Pediatric Examination and Board Review by Robert Daum, Jason Canel
The Carpenter by Matt Lennox
Round the Fire Stories by Sir Arthur Conan Doyle
Hooded Man by Paul Kane