Serpientes en el paraíso (34 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Serpientes en el paraíso
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—También actuó por amor.

—Más bien por venganza. Y lo hizo con cálculo y premeditación.

—Tiene más recursos.

—¿La defendería usted en el juicio?

—No, yo no. Ya tendrá quien lo haga.

Vi a Malena una vez más. Iba a hacer una nueva declaración ante García Mouriños. Yo entregué mis últimos informes y nos encontramos en el despacho del juez. Me sonrió. Pidió permiso al juez para quedarse a solas conmigo un instante, y él se lo concedió. El magistrado me hizo salir al pasillo y me dijo:

—Dos minutos, Petra, ni uno más. Ya sé lo que esa chica quiere de usted, que le dé una carta a su marido. La he revisado y no hay inconveniente, pero ya sabe que cuando hablen no debe pasarle ninguna información.

—Lo sé, no se preocupe.

—Es increíble, está serena, razona... se autoinculpa como si matar a un amante fuera la cosa más normal del mundo.

—Es obvio que lo tenía muy meditado.

—Sí, no la cegó la pasión.

—Cuando la pasión se enfría, adopta formas monstruosas, juez.

Entré en el despacho, donde Malena esperaba sentada, relajada, mirando al suelo.

—¿Le ha dicho el juez cuál es el favor que pienso pedirle?

—Sí. ¿Por qué no le da la carta su abogado?

—Quiero que se la entregue usted. Es la última voluntad del condenado.

—No tengo inconveniente, lo haré.

—Le he pedido por teléfono a Jordi que no venga a verme, que no comparezca en el juicio si no lo llaman a declarar y, por supuesto, que no traiga a los niños. Nunca. Tampoco de visita cuando yo esté en la cárcel. No podría verlos, sería demasiado doloroso para mí. Resultará mejor para ellos que figure como muerta. Una madre muerta es algo fácil de aceptar.

—Muy bien, si es lo que ha decidido...

—En la carta que lleva me limito a pedirle perdón. Él no merece todo esto en absoluto, pero...

—Preferiría que no me contara ningún detalle, por favor.

—¿Me guarda rencor, Petra?

—Es una pregunta improcedente, un policía no le guarda rencor a un delincuente, no hay entre ellos nada personal. Y ahora disculpe, pero tengo que marcharme.

—¿Volveremos a vernos?

—No es probable.

—Entonces...

La interrumpí con una sonrisa forzada.

—Entonces... adiós.

Salí del despacho sin darle tiempo a reaccionar. Ya había existido demasiado «factor humano» entre ambas. Por regla general, siento cierta piedad por el culpable al que acabo de descubrir. Veo sus circunstancias, analizo sus motivos y suelo pensar que hay en su vida la suficiente miseria moral como para llevarlo a asesinar. Pero con Malena era diferente, no acababa de comprender en profundidad qué la había llevado a matar a Juan Luis Espinet. Sin duda, mi incapacidad para llegar hasta el fondo estaba relacionada con que yo nunca había experimentado la pasión con la misma intensidad que Malena. ¿Me había perdido algo o me había librado de una buena? No lo sé, y supongo que nunca llegaré a saberlo aunque viva cien años. A no ser... a no ser que algún día sienta la pasión con la locura con que Malena la sintió. Sólo espero entonces que el desenlace de una pasión tan devoradora no sea necesariamente destructivo, ni haga de mí una asesina, ni siembre el dolor entre los que estén a mi lado, porque sería muy duro admitir que todas las grandes pasiones acaban mal.

Aquélla sí fue la última ocasión en la que entré en «El Paradís». Tendría que haberme parecido especial, pero lo vi como siempre: casas y jardines, calma y gritos de niños jugando.

Frente a la verja de «Los Ibiscus» había un camión de mudanzas. Unos cuantos operarios sacaban y cargaban los muebles de los Puig. Como la puerta del jardín estaba abierta, entré y me dirigí hacia la casa. En ese momento salía Jordi Puig. Su cara carnosa e infantil no pudo evitar una ligera contracción de desagrado al verme. Pero su tono fue sereno y cortés.

—Hola, inspectora, ¿cómo está?

—Perdone, Jordi, ya veo que es muy mal momento, pero tengo algo para usted.

—Sí, ya lo sé.

Le alargué la carta y él la guardó en el bolsillo de su pantalón, sin mirarla siquiera.

—No puedo invitarla a pasar, está todo tan destartalado...

—¿Se van?

—He encontrado un buen piso en Barcelona, será más fácil para mí. Pondré la casa en venta y... veremos.

—Seguro que la venderá, es una casa espléndida.

—Le advierto que ahora hay muchas por vender. Los señores Domènech se han mudado, también los Salvia, e Inés.

Me miró con tristeza. Le tendí la mano y él la estrechó.

—¿Quiere despedirse de los niños? Están dentro, con mi madre. Ahora tendrá que echarme una mano más de una vez, aunque Azucena se queda con nosotros.

—No, dejemos las despedidas, está bien así. Adiós, Jordi.

—Adiós.

Le di la espalda y caminé despacio hacia el coche. Ignoraba si Malena me había hecho depositaría de la carta esperando que dijera algo en su descargo, pero no se me ocurrió. Cuando abrí la portezuela y fui a sentarme volví la vista hacia Jordi Puig. Entonces comprobé que estaba aún en el mismo sitio donde nos habíamos despedido, y que sus tres hijos se encontraban con él. Los dos niños lo flanqueaban y tenía a la niña entre las piernas. Me dijeron adiós con la mano y yo correspondí. La imagen de aquel hombre que había vivido entre el engaño sin engañar a nadie me sobrecogió. Era una de las cosas más tristes que había visto jamás.

Y bien, casi todos habían sido expulsados de aquel paraíso en el que abundaban las serpientes de la tentación. Era una comparación bíblica quizá demasiado facilona, pero lo suficientemente buena como para soltársela a Garzón cuando llegué a comisaría. Reconozco que le gustó y en seguida la metió en un contexto que le hizo exclamar:

—Por cierto, Petra, ha llegado una carta del Vaticano dirigida a usted.

—¿El papa me invita a merendar?

—Sin cachondeos, es cierto. Mire, aquí la tiene. Ha despertado la expectación de los muchachos que están de guardia.

Me tendió una carta con los hermosos sellos del pequeño estado pontificio. La abrí. Era del cardenal Di Marteri que, para mi sorpresa, escribía en un español perfecto y académico.

Respetada inspectora Delicado:

Le mando esta misiva breve porque creo deberle una explicación. En mi mediación con las familias Ortega y Carmona hubo un extremo que quedó sin aclaración y que nada pude hacer por solucionar. En realidad no tengo ninguna garantía de que los dos presuntos responsables de los crímenes cruzados que se hallan en prisión en espera de juicio sean los culpables de verdad. Ellos me prometieron que entregarían a un hombre por familia, pero fue humanamente imposible hacerles afirmar que esos hombres cometieran los asesinatos imputados. Sin embargo, ellos me juraron que esos hombres callarán por siempre y saldarán las deudas con la justicia en nombre de todo su clan familiar. Esperemos que Dios les conceda la fortaleza necesaria para llegar hasta el final. Sin embargo, es necesario que usted sepa la verdad por si algo llegara a ocurrir.

Le hago llegar mi bendición por la gracia de Dios.

Suyo afectísimo:

Pietro di Marteri

La sorpresa y la rabia que sentí me dejó muda. Le pasé la carta al subinspector. La leyó. Me miró con el rostro impasible.

—¿Y todo esto qué quiere decir?

—Quiere decir que en cualquier momento los dos tipos que tenemos en chirona pueden contar que no son los asesinos y demostrar con coartadas que dicen la verdad. Por lo tanto, mi querido subinspector, la confesión que le hicieron a Di Marteri no tiene más valor que las otras tantas falsas confesiones que nos hicieron los gitanos a usted y a mí.


¡Joder!
, ¿y entonces por qué ese cura organizó todo aquel follón con el papa incluido?

—¡Coño, se apuntó los méritos, ganó tantos para el papa frente a los medios de comunicación y se quitó el problema de encima! ¿Le parece poco?

—¡Qué cabrón!

—Debería habérmelo imaginado. La Iglesia nos lleva muchos siglos de ventaja, Fermín.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Deberíamos decirlo.

—¡Ah, no, ni hablar, para que Coronas nos ponga a parir! ¿Sabe qué le digo, Petra?, que si Dios lo ha dispuesto así por algo será. Seguro que ninguno de los que están en la cárcel dirá ni mu. Tendrán miedo de que Dios los castigue.

—No sé yo si...

—Relájese y démonos una tregua, por favor, no soportaría tener que volver a empezar con el caso de los gitanos.

—Está bien, su caso es.

—¡Justo cuando iba a anunciarle la celebración tiene que pasar esto!

—¿Qué celebración?

—El juez García Mouriños nos invita mañana a cenar en su casa a los cuatro. Las hermanas Enárquez, usted y yo. Además, el comisario ha dicho que pase por su despacho porque quiere felicitarla.

¿Qué iba a hacer yo si las cosas se decidían a funcionar bien? ¿Comportarme como una aguafiestas y ponerme a contar la verdad? ¡Ah, no, allá cada cual con su conciencia! Dios escribe derecho en renglones torcidos, y por mí como si era analfabeto, me daba igual.

Coronas me felicitó. Reconoció que mi insistencia y cabezonería habían hecho culminar el caso Espinel con un éxito total. Se lo agradecí. Nunca anda mi ego sobrado de piropos. Echaría mano de ése cuando algún otro caso se empezara a torcer.

En cuanto a la cena en casa del juez, fue, ¿cómo expresarlo?, redonda y completa. Charlamos, comimos, bebimos, bromeamos, nos reímos y, como colofón, asistimos a una proyección de
El acorazado Potemkín,
que el gallego se marcó impertérrito en su vídeo. Mientras discurría en la pantalla aquella obra inmortal, vi a García Mouriños y a Concepción Enárquez lanzarse de vez en cuando miradas de arrobo, al subinspector dar cabezadas y a la hermosa Emilia tragarse con interés la película, relajada y en paz. Entonces comprendí que la teoría del aprovechamiento integral vital había dado origen a un pequeño club de funcionamiento impecable, y me alegré.

A las tres de la madrugada se encendieron las luces de la sala de estar. Nos levantamos y, todos un tanto amodorrados, recogimos nuestras ropas de abrigo. Ya dispuestos a marchar, el juez nos sorprendió diciendo:

—Y ahora, señores, ¡a bailar, que mañana es sábado! Conozco un salón donde la animación empieza a estas horas. ¡Les encantará!

Nadie se hizo de rogar en exceso, nadie excepto yo. Mi idea de una juerga no empezaba en Eisenstein y acababa en boleros cadenciosos. Así que, por mucho que me insistieron, decliné acompañarlos.

Los vi marchar calle abajo mientras iba en busca de mi coche. Cuando ya casi estaba a punto de partir me llegó la voz del subinspector, que llegaba corriendo.

—Petra, ¿seguro que va a estar bien si se marcha ahora a casa?

—Desde luego, seguro que sí.

—¿Ha pensado en aquello que le dije de adoptar a una niña china?

—Sí, lo pensé, y al final decidí que mejor adopto a un joven senegalés con un pene de veinte centímetros. ¿Lo aprueba?

La risa se le escapó entre el bigote que pugnaba por seguir serio.

—Desde luego, inspectora, ¡qué bruta es usted!

—Como diría Di Marteri, Dios me hizo así. Buenas noches, Fermín. Váyase, le están esperando.

Se unió corriendo a su pequeño grupo y desaparecieron en la noche. ¡Pobre Garzón! Se inquietaba por dejarme sola. No sabía que en aquel momento lo único que me faltaba para ser completamente feliz era ver pasar las bandadas de patos salvajes. Y eso, bien segura estaba de ello, no ocurriría aquel año. Quizá al siguiente, o al otro, o cualquier año en que lleguen a cumplirse al fin las eternas promesas de felicidad que todo el mundo guarda en su más escondido rincón.

Vinaroz, 15 de agosto de 2001

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