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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Serpientes en el paraíso (32 page)

BOOK: Serpientes en el paraíso
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—Lo siento, Malena, pero no tengo ganas de hablar.

Se quedó sorprendida por mi tono, bajó la cabeza y dijo muy despacio:

—Ah, bueno, disculpe.

—Tengo que irme.

—¿No quiere ver a Anita? Está en casa, con Azucena.

—No, gracias, otra vez será.

Puse el coche en marcha y me alejé, dejándola de pie junto a un macizo de flores.

No comprendo cómo no sufrí un accidente de tráfico en mi camino de vuelta a Barcelona. Iba conduciendo con la mente puesta en otro lugar. Intenté analizar lo que había soltado Inés en su estúpida pataleta. Malena no era perfecta. De acuerdo, nadie lo es. ¿Adicta al café? Era una acusación absurda. ¿Bebía? La verdad, me costaba creerlo. El desarrollo perfecto de las actividades de su casa, el modo como educaba a sus hijos, su misma personalidad... nada desvelaba la posible tragedia, tan común, de un ama de casa frustrada que se emborracha en solitario. Pero la cuestión no residía en sus virtudes como administradora del hogar, ¿era cómplice Malena de Rosa Salvia? ¿Se habían cargado a Espinet de común acuerdo? ¿Había actuado Malena por solidaridad femenina ayudando a perpetrar una venganza?

Me fui a mi casa, necesitaba pensar. Entré en la cocina para preparar algo de comer. Como una autómata, puse a hervir las judías que había arreglado mi asistenta. Después me desplacé en plan zombi hasta el dormitorio y me cambié. Con un pantalón cómodo y una camisa masculina pensaría mejor.

Malena Puig. ¿Por qué entonces Rosa guardaba silencio sobre su culpabilidad compartida? Al fin y al cabo, si estaba acusada del crimen se debía a las declaraciones de su amiga.

Cerré los ojos. Malena Puig, tan cerca siempre de mí, tan dispuesta a colaborar. ¿Cómo armonizar su talante sereno y equilibrado con la posibilidad de ser cómplice de un crimen? Desde que la conocí me había parecido una mujer privilegiada, uno de esos seres fieles a una escala de valores sencilla: ver crecer a sus hijos, organizar una hermosa casa, disfrutar de cada pequeñez cotidiana, vivir la vida sin sobresaltos, sin aspiraciones elevadas ni frustraciones inesperadas. ¿Qué sentimiento podía haber sido tan rotundo como para apartarla de un planteamiento tan sosegado? ¿Eran amantes ella y Rosa?

Me sentí mareada. Si entrábamos en el mundo de los sentimientos, «el efecto cereza» complicaba las cosas al máximo. Tiras de una cereza y ésta arrastra a las otras hasta formar un informe montón. Quedan difuminadas las leyes y costumbres, la lógica, la moral. Todo es posible, hasta lo más absurdo y aberrante: Olivera enamorado de Espinet, la señora Domènech de Rosa... sólo la pequeña Anita estaba libre de sospechas aún, sólo por el momento. Quizá algún día ella también podría convertirse en una desesperada y sufriente mujer capaz de matar por despecho amoroso. Únicamente los animales, con sus apareamientos en busca de vida, están libres de los estragos de un sentimiento devorador.

Llamaron a mi teléfono móvil. Era el juez García Mouriños.

—Petra, el comisario Coronas y yo estamos pensando en cerrar el caso Espinet.

—Juez, ¿no puede esperar un día más?

—¿Qué quiere lograr en un día, una gran pirueta final? Esas cosas sólo pasan en el cine.

—Entonces debería concederme ese día, el cine es importante para usted.

—Pero estamos en la vida real.

—Juez, tengo motivos para pedirle ese día.

Quedó un momento en silencio. Luego, su voz de potente acento gallego se hizo audible de nuevo.

—Está bien, pero procure que la escena del desenlace merezca la pena. Ya sabe, algo espectacular, persecuciones en coche, acorralamiento del malvado y duelo al sol. ¡Ah, y al final que triunfe la justicia!

—Haré lo que pueda. Llevaré mi coche a engrasar y pediremos una ametralladora para Garzón.

Se echó a reír y colgó. Él tampoco tenía fe. Miré qué hora era. Pronto aún. Me eché cuan larga era sobre el sofá. Me dormí.

No sé cuánto tiempo permanecí en plena inconsciencia, pero la primera impresión que recibí al despertar fue de carácter olfativo. Un hedor espantoso se extendía por el aire. Corrí hacia la cocina. Sobre la encimera, la olla a presión al rojo vivo exhalaba los últimos negros suspiros de las judías que puse a hervir. Normal. ¿A quién se le ocurre pensar en comidas sanas y hogareñas cuando el ánimo anda soliviantado?

Como para impedirme que me regodeara en el desastre, sonó el teléfono. Era el subinspector.

—¿Dónde coño se mete, Petra?

—En mi casa, ya ve, pero aquí también me persigue el infortunio.

—Quizá ya no.

—¿Qué quiere decir?

—Tengo algo, me gustaría hablar con usted. ¿Por qué no me invita a cenar?

—Le espero. ¿No puedo saber nada de lo que tiene?

—Llegaré en cuanto el tráfico me lo permita. Ya se lo contaré.

Detestaba los misterios de Garzón. A lo mejor había encontrado algo lo suficientemente importante como para improvisar un final cinematográfico a gusto del juez. Dudaba, sin embargo, de que se presentara con algún remedio que dijera cómo despegar medio kilo de judías verdes del fondo de una olla a presión.

Tomé el teléfono y pedí un par de pizzas con mucho queso, tal y como le gustaban a mi compañero. La abundancia de queso era el único homenaje gastronómico que estaba en condiciones de rendirle.

10

Que Garzón guardaba algo importante en el macuto de las noticias era algo evidente. Sólo mirándolo a la cara se podía advertir. Traía la expresión satisfecha de quien no ha perdido el tiempo. En esas ocasiones sacarle la información llegaba a ser arduo, se tomaba un lapso de complacencia para que aumentara mi interés.

—Déjeme que huela el ambiente antes de entrar.

—¿A qué debería oler?

—A algún plato suculento hecho con sus propias manitas.

—Olvídelo. Hoy la cosa va de pizzas telefónicas.

—¡Vaya por Dios! Al menos me dará una cerveza fresca.

—Eso sí.

Nos adentramos en la cocina y el subinspector volvió a olfatear el aire como un perro cazador.

—Ahora que afino más juraría que huele a quemado.

—¿Por qué no reserva su buen olfato para la investigación?

—¿Y la cerveza?

Saqué un par de botellines del refrigerador y los puse sobre la mesa. Nos sentamos. El metió su denso bigote en el vaso y bebió con delectación. Esperé pacientemente.

—¡Ah, una cervecita helada de vez en cuando es uno de los regalos que Dios nos hace! Es alemana, ¿verdad? Estoy seguro de que Dios creó Alemania pensando en la cerveza.

Mi paciencia se tambaleó.

—Oiga, Fermín, ¿piensa contarme qué ha encontrado o he de esperar una revelación de Dios?

Sus ojos de diplodocus disecado me miraron con seriedad.

—Petra, creo que hemos estado tratando a Malena con excesivo guante blanco.

—Eso ya me lo había dicho alguna vez.

—Pero es que ahora me ratifico y me gustaría que me diera la razón.

—Desembuche de una vez.

—Inspectora, ¿sabe dónde trabajó durante un tiempo Malena?

—Como abogada, trabajó como abogada.

—No siempre los abogados trabajan como abogados. Usted es ejemplo de eso.

—Adelante, ¿dónde trabajó?

—Como funcionaria de inmigración.

Llamaron al timbre. Era el repartidor de pizzas. Mientras le pagaba, mi cabeza no dejaba de hervir. Volví corriendo al salón.

—Estoy segura de que el expediente de Lali Dizón pasó por sus manos.

—Lo comprobaremos.

Me quedé callada. Vi cómo Garzón abría las pizzas y atacaba un pedazo de la suya masticando de modo maquinal.

—Prosiga —dijo entre bocado y bocado.

—¿Le parece excesivo pensar que Malena descubriera alguna irregularidad grave en el expediente de Lali y que la ayudara a ocultarlo por simple piedad?

—Sí, de acuerdo, pero eso...

—Eso pudo ser utilizado como extorsión pasado el tiempo. De hecho, frente a una mujer ignorante y enamorada como Lali, que se descubriera una trampa en su expediente y existiera la posibilidad de expulsarla del país debió de obrar como una razón muy contundente.

—¿Tan contundente como para ser moneda de cambio en un crimen?

—Sí. Malena no sólo aparece entonces como cómplice, sino que incluso cabe la posibilidad de que fuera la instigadora del asesinato de Espinet.

—Sigue fallando el móvil —exclamó Garzón—. ¿Por qué iba a hacer Malena algo parecido?

—Por solidaridad. Cuando Rosa habló con ella después del aborto estaba destrozada. Le dijo que quería vengarse y entre las dos...

—¿Y después nos la entrega?

—Es abogada. Sabe que tal y como están las cosas no pueden condenarla. Nos la entrega y provoca un
cul-de-sac
del que no podemos salir sin pruebas.

—Sí, es posible.

—Si todas estas deducciones son ciertas, entonces Malena ha estado jugando conmigo. Voy a tomar algo más fuerte, ¿me acompaña?

Saqué una botella de whisky de la alacena. Serví dos copas y me bebí la mía de un tirón.

—Petra, no me gustaría que ahora se sintiera culpable. Esa chica ha estado aprovechándose de su sensibilidad, metiéndole a su hermosa niña por los ojos, y usted, quizá llevada por...

Debía impedir que siguiera por aquel camino tan espinoso.

—Dejémoslo, Garzón, ahora necesitamos pruebas. No podemos cerrar la investigación en falso otra vez.

—Sí, inspectora. Mañana comprobaremos en la Delegación de Inmigración si Malena gestionó en su día el expediente de Lali. ¿Qué le parece?

Asentí. Mi subordinado se levantó, y me puso una mano en el hombro.

—Me voy, inspectora. La espero mañana temprano. Debería olvidarse de todo esto e irse a dormir.

—Sí, descuide, lo haré.

Intenté poner orden en la cocina concentrándome en lo que hacía, pero era inútil. Metí un vaso vacío en la nevera y me quemé con el agua caliente. Mi cabeza conducía a cien por hora en otra dirección. Lo dejé todo como estaba y salí.

En el salón probé a tranquilizarme leyendo un libro. Imposible. Un disco. Los
Nocturnos
de Chopin. Tampoco funcionó. Ni todas las artes juntas eran capaces aquella noche de librarme de la obsesión. Rosa y Malena, cómplices a fondo en el asesinato de Espinet. ¿Por qué, por qué Malena se había metido en un asunto tan grave? Ayudar a vengar las ofensas de su amiga no me parecía móvil suficiente. Quizá sólo le sugirió a Rosa que utilizara a Lali y Olivera y después se inhibió, aunque eso no la hacía menos cómplice.

Me levanté del sofá, di varias vueltas por la estancia comprendiendo muy bien lo que sienten los leones en el zoo. Me serví otro whisky y de repente mi mente recordó el dato que andaba buscando de modo casi inconsciente. Era una frase: «Tres años tiene mi hija y Lali la vio nacer al poco de llegar.» La había pronunciado Inés en mi presencia. Por supuesto, y el expediente de inmigración de la filipina la daba como contratada en casa de Espinet desde hacía cinco años. Ahí estaba la flagrante disarmonía de fechas. Recordaba que aquello me había llamado la atención en el mismo momento en que oí la frase, pero no le había concedido ni un minuto más de reflexión. Simplemente, la borré.

Me había implicado humanamente con Malena de modo lamentable, tanto como para no incluir en la perspectiva de observación concienzuda todo lo que estaba a su alrededor. Terrible, un fallo que ni siquiera hubiera sospechado que pudiera cometer. ¿No era yo fría y escéptica, difícil de cazar en la red de los sentimientos? Mi comportamiento había sido incalificable. Dedicada a cotillear, charlar, brujulear y cultivar impulsos amistosos, había frivolizado la labor de un policía hasta casi el límite. Y todo, ¿por qué? ¿Por frustración maternal como insinuaba el subinspector? ¿Por ver en Malena Puig lo que yo podría haber sido y nunca fui? Mi aversión hacia mí misma se hizo tan intensa que me detesté, y no existe sensación más desapacible que la de detestarse a sí mismo.

Cogí mi gabardina y salí a la calle. Como casi siempre en Barcelona, vivíamos un otoño cálido, pero aquella noche los primeros vientos del norte habían empezado a soplar. No estaba lo bastante abrigada, pero daba igual, el frío me hacía bien. Supongo que necesitaba castigarme de alguna manera, aunque fuera tan superficial.

Llegué a pie hasta comisaría. Apenas saludé a la gente de servicio. Entré en mi despacho y busqué en los expedientes del caso. Sí, la primera investigación sobre Lali lo decía muy claro: cinco años contratada por los Espinet. La revisión que acabábamos de solicitar lo ratificaba. Sólo con que, tiempo atrás, hubiera prestado atención al comentario casual de Inés y aclarado aquel desfase de años de servicio, el caso habría avanzado un trecho enorme, o quizá alcanzado su resolución definitiva. ¡Cojonudo, Petra, tómate algo! ¿Qué aconseja Freud ante una situación parecida: «Relájate, quiérete a ti mismo y olvida»? ¡Al carajo con Freud! Miré mi reloj. Eran más de las once, una hora inconveniente para telefonear a cualquier casa, y francamente impensable si se trataba de la casa de los padres de Inés. ¡Tanto peor!, bastantes miramientos habíamos tenido ya, a fin de cuentas habían matado a su marido, y no a su perro.

Marqué el número. Contestó una voz femenina. Pregunté por Inés.

—De parte de la inspectora de policía Petra Delicado.

Nunca me había autoanunciado con tanta pomposidad, pero quería poner los puntos sobre las íes desde el principio. Reconocí la voz de Inés, disminuida hasta el susurro.

—¿Pasa algo, inspectora?

—Quiero hacerle una pregunta.

—¿A estas horas?

—A estas horas, sí.

—Usted dirá.

—¿Recuerda si fueron tres años los que Lali trabajó para ustedes?

—Tres años, sí.

—¿Está segura?

—Por completo.

—¿Alguna vez le comentó dónde había estado contratada con anterioridad?

—Pues... no creo, no. Me contó que en Filipinas trabajaba en el campo, pero aparte de eso...

—¿No le pidió usted referencias de otros empleos en España?

—No. Me la recomendó Malena, y yo, claro, me fié.

—De acuerdo. Eso es todo.

—¿Los han encontrado?

—No, aún no.

Colgué. No había ninguna duda, Lali Dizón había sido obsequiada con dos años de contrato inexistente por alguna razón. Malena había tenido probablemente la capacidad de hacerlo. Sólo había que comprobarlo al día siguiente. Con gusto habría volado hasta «El Paradís» y le habría preguntado a Malena: ¿por qué, cómo, cuándo? Pero en esta ocasión había que andar con pies de plomo, ni un fallo más.

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