Serpientes en el paraíso (27 page)

Read Serpientes en el paraíso Online

Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Serpientes en el paraíso
7.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡No! Quiero que nos ayuden las hermanas Enárquez. Ellas son accionistas de una clínica de lujo. ¡Seguro que conocen a la directora de Salute y pueden convencerla para que nos pase el dato de tapadillo!

La teoría del aprovechamiento integral vital, ¡menudo invento! Claro que lo que estaba diciendo Garzón no era completamente descabellado. Medité.

—Si descubriéramos algo, no podríamos esgrimirlo como prueba legal.

—Pero podríamos actuar en uno u otro sentido, forzarla a hablar... ¡saber la verdad!

—Lleva razón.

—¡Qué bonitas palabras viniendo de usted, inspectora! «Lleva razón.» ¡Nunca las olvidaré!

—Póngase manos a la obra y menos cachondeo. A lo mejor las hermanas no quieren ni oír hablar de algo así.

—Déjelo de mi cuenta.

Puso una ridícula cara de seductor. Lo odié. Se largó sin decir ni adiós. Pedí otra taza de café para hacer un poco de tiempo. Mis pensamientos volvieron al lugar justo donde tenían que estar. ¿Era posible que en la clínica mintieran sobre la permanencia de Rosa en sus instalaciones? Quizá no en la clínica, pero bien pudiera ser que la doctora Climent fuera su amiga personal y la cubriera como hizo Malena. ¿Qué ocurrió entonces durante esas seis horas? ¿Quedó de acuerdo Rosa con Lali y con Olivera para cargarse a Juan Luis? ¿Por qué? Las preguntas no hacían sino confundirme más, el trote ágil de las ideas se convertía rápidamente en un galope desbocado. Volví a comisaría y dediqué todo el tiempo a redactar esos informes necesarios que no informan de nada y cuya lectura es obligada para unos jefes que no los leen jamás.

A las siete acudí a la última reunión para la seguridad del papa. Después, sólo se realizaría un ensayo general antes de la puesta en práctica del dispositivo. El cardenal me saludó con una leve caída de párpados muy en la línea eclesial. Todo daba a entender que la reiteración y el aburrimiento también habían hecho mella en él. Debía de estar deseando volver a las intrigas vaticanas. El momento álgido de su protagonismo se lo había brindado la policía de Barcelona permitiéndole participar a su modo en una investigación. ¿También un cardenal sueña con ser detective alguna vez? No sé si era su caso; desde luego, el de las hermanas Enárquez, sí. Ellas sí formaban parte del colectivo ciudadano medio que ha deseado en alguna ocasión barajar pruebas, hacer hipótesis, vestir el hábito de investigador. Eso demostró su actitud cuando el subinspector les contó lo que esperábamos de ellas.

Lejos de esgrimir la prudencia, el negocio o la ética empresarial, aquellas dos locas deliciosas encontraron fascinante el proyecto. Veían en él un riesgo y una novedad que las entusiasmó. Supuse que el subinspector había contribuido a que hallaran el asunto tan fascinante. Con toda probabilidad lo adornó de unos ribetes románticos de los que en realidad carecía, de una trascendencia para la resolución del crimen de la que no estábamos ni pizca seguros. Como no me fiaba demasiado de las promesas que el subinspector pudiera haberles hecho puesto en el papel de reclutador de refuerzos, les conté la cruda realidad. Pero no se desanimaron. En su casa, frente a un whisky, se pergeñaron los detalles de la acción.

Lo primero que se les ocurrió fue dar testimonio de su ciudadanía de bien adhiriéndose a los principios del Cuerpo Nacional de Policía. Después de ese comienzo tan prometedor, Concepción Enárquez tomó tierra por fin en la realidad.

—Me pregunto cómo lo haremos —exclamó con ciertos síntomas de preocupación.

—¿No conocen a nadie en los puestos gerenciales de la clínica Salute?

—¡Por supuesto que sí! Hemos estado muchas veces con el gerente y la directora en reuniones del sector. Lo que ocurre es que... bueno, no sé si será eficaz recurrir a ese sistema. Ya saben qué pasa con las amistades cuando interviene el tema profesional, pueden negarse a cualquier petición esgrimiendo subterfugios de conciencia.

Emilia salió de su mutismo con la energía de una niña animosa.

—¡Podemos hablar con el gerente sin contarle toda la verdad!

—¿Y cómo justificamos que necesitamos datos tan confidenciales? —le replicó su hermana. De repente, su rostro se iluminó—. Oye, ¿Ramona aún trabajará allí?

—Debe de estar a punto de jubilarse, si es que no lo ha hecho ya.

Ambas se miraron con malicia y alegría en los ojos.

Ramona era una enfermera jefe de características como sacadas de un manual. Fuimos a visitarla. Era alta, rubicunda, soltera, dispuesta y servicial. Había empezado a trabajar muy jovencita con el padre de las Enárquez y profesaba a la familia una veneración sin límites. Convinimos con las hermanas en que era la persona ideal para pedirle un favor tan peliagudo. Tras muchos años de servicio se movía por la clínica Salute como pez en el agua y acceder a las historias clínicas de los pacientes no ofrecía dificultad para ella. Nos miraba con los ojos bien abiertos cuando le especificábamos qué era lo que queríamos exactamente.

—Es muy simple, Ramona. Mire si es verdad que Rosa Massens estuvo seis horas en la clínica y qué tratamiento se le dispensó. Nada más.

Asentía, muy seria, como si se dispusiera a formar parte de un comando suicida.

—En cuanto acabe el horario de oficina, iré a secretaría y consultaré el ordenador.

—Si alguien la descubriera...

—No se preocupen, yo sabría qué hacer.

Las hermanas sonrieron con orgullo. Habían seleccionado a la guerrillera idónea.

Quedamos de acuerdo en que la acción se ejecutaría al día siguiente. Yo estaba convencida de que saldría bien. Otra cosa era que sirviera para algo. Si todo lo que contó Rosa era verdad, no tendríamos ninguna base para sospechar de ella. Si por el contrario su estancia en la clínica se había debido a la creación de una falsa coartada, sería el momento de investigarla hasta el tuétano.

De vuelta en comisaría me dieron la agradabilísima noticia de que el comisario Coronas quería verme. No estaba enfadado conmigo. Me extrañó, últimamente siempre lo estaba.

—Petra, he decidido que en el dispositivo de seguridad del papa sea usted la guardaespaldas directa del cardenal Di Marteri.

—¿Puedo preguntar por qué ha tomado esa decisión?

—Muy sencillo, el propio cardenal me lo ha pedido.

—Creí que sería liberada de servicio ese día. Estamos en un momento muy delicado del caso Espinet. Necesito mucha concentración.

—Un policía debe acostumbrarse a hacer varias cosas a la vez. Ésa es la formación que ha recibido.

—Lo sé, señor, pero este caso requiere una sutileza especial.

—Petra, no se obsesione con el caso Espinet. Si las cosas siguen así, va a tener que archivarlo, o por lo menos dejarlo relegado a un segundo lugar.

—Sería una pena, porque vamos muy bien.

—A mí no me lo parece. En cualquier caso, ya sabe, su objetivo el día X será el cardenal y sólo él.

—Muy bien, señor.

Nunca comprendería por qué el cardenal me había escogido a mí como protección. Tendría escaso apego a la vida, o querría darse el gusto de verme trabajar para él. En fin, daba igual, tendría que tragarme la misa y participar en aquel sarao desde la primera fila. No tenía muchas esperanzas de que Di Marteri aceptara ir a tomar una copa mientras el papa se bañaba en multitudes. Llamé por teléfono a Garzón.

—¿Quiere acompañarme a comer?

—De mil amores.

Cruzamos a La Jarra de Oro y pedimos el menú. Garzón, tras mi crónica sintética, opinó que el cardenal sólo pretendía ligar conmigo. No le reí la gracia ni le di pie para que continuara bromeando. Estaba muy inquieta por lo que había dicho Coronas. Llevaba razón, el caso iba muy mal. Habíamos demostrado una total falta de iniciativa. Los acontecimientos habían tirado de nosotros como si fuéramos perros perezosos.

El subinspector daba cuenta de su filete sin que nada se interpusiera en el placer que siempre le proporcionaba la comida. Lo observé con envidia. Ojalá yo hubiera sido como él, tendente a la autoexculpación, feliz con las cosas sencillas.

—No estamos dando la talla, Fermín. Archivarán el caso.

—¡Bah, no se haga mala sangre! Hemos hecho lo que hemos sabido. Nadie está obligado a más. Además, ya verá, Ramona va a conseguirnos los datos que necesitamos.

—No se engañe, y luego ¿qué? Esos datos sólo son la confirmación de la coartada de una mujer que ni siquiera es sospechosa.

—Bueno, pero los datos saltarán a la palestra.

—La palestra está llena de saltos gratuitos.

—No sufra, mujer, todo irá bien.

Aquélla era justo la frase que estaba esperando oírle pronunciar. El «mujer» en tono bíblico y la falsa omnisciencia de un futuro halagüeño siempre me tranquilizaban un montón.

Me despedí de mi compañero sin ni siquiera esperar al postre. A pesar de sus consuelos no conseguía remontar.

—Me voy a descansar un rato. Cúbrame si alguien pregunta por mí.

—Esté tranquila, diré que ha ido al dentista.

—Diga mejor al psiquiatra, está más de acuerdo con la verdad.

Decidí ir a pie hasta mi casa de Poble Nou. Una caminata me haría bien. Fui cruzándome con gente que se movía impetuosamente, como si todos supieran adónde se dirigían. Gente de diverso aspecto y pelaje que sin duda tendría un cometido profesional concreto en la vida, una ocupación que conllevaría una ecuación lógica entre esfuerzo y resultados. Los envidié. Envidiaba a todo el mundo aquel día, no deseaba estar en mi piel.

Llegué a casa en un estado semihipnótico. No miré el correo, pulcramente apilado en la mesa por mi asistenta, ni quién había dejado mensajes en el contestador. La única aspiración que me impulsaba era dormir. Derrumbé mi cuerpo sobre el sofá y oí caer los zapatos con dos golpes decadentes. Desaparecí en el sueño.

Desperté cuando estaba anocheciendo. Inmediatamente, la inquietud se apoderó de mí por completo. Había estado demasiado tiempo ausente en unos momentos en los que los demás seguían viviendo. Detesto esa sensación de pérdida. Cogí el teléfono de manera maquinal y marqué el número de Garzón.

—Inspectora, la vi tan cansada que no me he atrevido a llamarla. Y eso que tenía motivos importantes para hacerlo.

Agité la cabeza para despejarme.

—¿Qué quiere decir?

—Ha pasado algo gordo, inspectora. Ya tenemos los datos de la enfermera.

—¿Y...?

—La coartada de Rosa es cierta. Estuvo seis horas en la clínica. ¿Sabe qué tratamiento recibió?

—Fertilización.

—Ni hablar, todo lo contrario.

—Vamos, Garzón, ¿qué es todo lo contrario?

—Interrupción voluntaria de embarazo. Lo que se llama un aborto, para entendernos.

—¿Desde cuándo tiene esa información?

—Me la dio Emilia Enárquez al poco de irse usted de La Jarra de Oro.

—¿Y ha tenido la desfachatez de dejarme dormir con eso entre las manos?

—Petra, me pareció que no estaba usted en condiciones de...

—La próxima vez yo decidiré si estoy en condiciones o no. Voy para allá. Cite a la enfermera y no hable con nadie de esto, ¿entendido?

Nadie vela por nosotros cuando decidimos ausentarnos del mundo. Hay que estar siempre alerta, con los ojos abiertos, en perenne vigilancia. Resulta cansado, pero es así.

Al menos debería haberme lavado la cara pero no lo hice. Salí en estampida. Hasta respirar me parecía superfluo mientras no tuviera delante a Fermín Garzón.

—Interrupción voluntaria de embarazo practicada sobre un feto de tres semanas. Eso pone en su ficha.

La enfermera jefe no parecía conmovida en absoluto por el bombazo que acababa de lanzar.

—Creí que eso no era legal en este país.

—Todo es legal en una clínica privada, inspectora Delicado.

—Mientras se tenga dinero para pagar.

—Algo así. Practicamos abortos solicitados a muchas mujeres de toda edad, pero sobre todo a adolescentes que han sufrido un contratiempo. Por supuesto, con el consentimiento paterno. Es mejor que tener que volar a Londres, ¿no le parece?

—Supongo que sí. Siempre habíamos creído que Rosa Massens había pasado por tratamientos contra la infertilidad.

—Y así fue. Pero la causa de la infertilidad en el matrimonio procedía de su esposo. Nunca quisieron probar un tratamiento con un banco de semen. También esos datos figuran en su historia clínica.

—En ese caso...

—En ese caso, la paciente debía estar embarazada de otro sujeto que no era su marido. Puede ser una buena razón para decidir abortar, ¿no cree, inspectora?

—Por supuesto. ¿Se puede saber quién es el padre?, ¿conservan ustedes tejidos del feto o algo así?

—No, me temo que no. Un feto sólo es un feto, recabar su grupo sanguíneo o información genética no sería de ninguna utilidad.

—Comprendo.

—Hay algo más que debe comprender. Ya ha podido comprobar que mi fidelidad a la familia Enárquez es total. Mientras su padre mantuvo su clínica abierta trabajé siempre allí. Sin embargo, ya pueden imaginarse que negaré haberles dado ningún dato confidencial.

—Lo comprendo muy bien. De cualquier manera, tal y como se ha obtenido la información, no serviría como prueba criminal. Quédese tranquila, sólo la utilizaremos para funcionamiento interno.

—Si no es así, la dejaré en evidencia, inspectora, diré que no la he visto jamás.

Cuando se marchó me quedé pensando en la leyenda que atribuye a las enfermeras jefe un punto despiadado. Quizá era verdad. Garzón me miró, inquieto.

—¿Y ahora qué piensa hacer?

—Voy a hablar con Rosa en la intimidad.

—¿Sobre qué?

—Pienso acusarla de la muerte de Juan Luis Espinet, el padre de ese niño del que se desembarazó.

—Es arriesgado.

—No tenemos otra opción. No podemos usar esa prueba en sí, de modo que hay que utilizarla como abridor de la botella. Una vez sacado el tapón, espero que se derrame al exterior todo el líquido.

Sabía que a Garzón las metáforas lo ponían nervioso, de modo que no insistí.

—Quizá sea mejor que yo no esté presente dado el tema de la conversación.

—Ya lo he pensado, pero creo que debe darse cuenta de que su situación es comprometida y si está usted se sentirá más presionada.

—Petra, ¿de verdad cree que ella lo hizo matar?

—¡Despierte, Fermín! Eran amantes, ella quedó embarazada, pero Espinet no quiso ni oír hablar de abandonar a su familia. Tuvo que abortar, con el dolor añadido que debió de provocar eso en una mujer que no ha tenido hijos y a la que quizá le hacía ilusión. Su resentimiento fue terrible, y creció a lo largo de una semana, tanto que decidió hacerlo asesinar.

Other books

Candy Apple Red by Nancy Bush
Lo más extraño by Manuel Rivas
The Good Soldier by L. T. Ryan
Scattered Seeds by Julie Doherty