Serpientes en el paraíso (28 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Serpientes en el paraíso
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—Por medio de la banda de los dos. ¿Y qué les ofreció a cambio?

—Dinero, naturalmente, para que pudieran largarse y emprender una vida en común. Rosa maneja dinero. Aunque el inspector Sangüesa no encontrara ninguna irregularidad en sus cuentas, es fácil pensar que tuviera algún maletín negro perdido por ahí.

—¿Y cómo pudo saber que Lali era susceptible de aceptar un trato de ese tipo?, ¿cómo tomó contacto con ella de un modo más íntimo que siendo la simple criada de Espinet?

—No lo sé, Garzón, no lo sé. Confiemos en que ella nos lo diga.

Garzón cabeceaba pesadamente como un macrocéfalo en duda.

—¿Y si el bebé era de un compañero de trabajo, del cobrador del gas?

—No diga despropósitos, subinspector. Y aunque así fuera, qué sugiere que hagamos, presentarnos cortésmente ante ella y preguntarle: ¿de quién era el niño que abortó, querida? Habrá que forzar la máquina, ver por dónde sale el vapor.

—El marido se enterará.

—Supongo.

—¡Vaya palo, ¿no?!

—Vaya palo, sí.

Citamos a Rosa en comisaría a las siete de la tarde, cuando hubiera acabado de trabajar. Intentábamos sorprenderla con lo que sabíamos, por lo que no quise convocarla con precipitación ni de modo aparatoso.

Llegó con veinte minutos de retraso, lo que, tratándose de ella, era como llegar puntual. Llevaba un elegante traje de chaqueta gris y una preciosa blusa blanca. Estaba espléndida, no comprendo cómo hasta ese momento no me di cuenta de hasta qué punto era atractiva. ¿La amante secreta de Espinel? Desde luego, ¿por qué no? Una mujer con grandes virtudes, cansada de un marido frívolo, un hijo de papá que se la pegaba sin ninguna duda. En cuanto a Espinet... un seductor solapado, siempre junto a una esposa inmadura y dependiente. Encontró en Rosa algo mejor de lo que le ofrecían sus ligues eventuales. Ella se enamoró, él no, dejarlo todo por ella era demasiado pedir. Una amante despechada, un aborto... el drama estaba servido. Como en los mejores folletines de Hollywood, que le encantaban a García Mouriños.

Se plantó ante nosotros con toda tranquilidad, como si no ocultara ningún secreto.

—¿Qué pasa, señores, tengo que testificar lo mismo otra vez?

—Esperamos que no sea lo mismo, Rosa, porque ahora sus circunstancias han cambiado.

Guardé silencio para intensificar el efecto teatral de mis palabras. Puso cara de no comprender. Sonrió, titubeó.

—Bueno, ustedes dirán.

—Rosa, cuando estuvo ingresada durante seis horas en la clínica Salute le practicaron un aborto voluntario. Creemos que la paternidad de ese niño corresponde a Juan Luis Espinet.

Sus bellos ojos bien maquillados se entrecerraron con dolor. Luego los bajó, y de ellos empezaron a brotar pesadas lágrimas.

—¿Puede contarnos toda la verdad? —preguntó Garzón justificando su presencia en la sala.

Hizo un esfuerzo por hablar, pero en ningún momento levantó la mirada. Dijo en susurros:

—Malena. ¡Dios mío, ayer aún me juró que no se lo había contado todo!

—Y no lo hizo. Hemos sabido eso por otros conductos que no hacen al caso. Supongo que es consciente de hasta qué punto la compromete este descubrimiento.

Asintió tristemente.

—Lo sé, se enterará mi marido, también Inés... —Si tiene un abogado, es mejor que lo llame ahora, antes de seguir contestando a nuestras preguntas. Levantó la cabeza con un respingo súbito.

—¿Por qué?

—Vamos a pedirle al juez que la acuse oficialmente de la muerte de Juan Luis Espinet.

El dolor dio paso al pánico. Se incorporó y me agarró el brazo con fuerza.

—¡No, inspectora, por favor, no se equivoque, yo no lo maté!

—¿Quién lo hizo entonces?

—¡No lo sé! Quedé aterrada la noche del crimen, me enteré cuando los demás. No podía comprender qué había pasado. ¡Se lo juro!

Había perdido todo su aplomo de mujer segura de sí misma. Se aferraba a mi brazo con cara de loca.

—Llame a su abogado, Rosa, se lo digo por su propio bien.

—¡No quiero un abogado, no lo necesito! Yo no maté a Juan Luis. No pude hacerlo; además, ustedes saben que estaba con los demás en la fiesta.

—Contrató a Lali y a su novio para que lo mataran.

—¡Pero eso es absurdo, inspectora!

—Les pagó mucho dinero.

—¡No!

Estaba aterrada. Se echó a llorar abiertamente.

—¿Cómo pueden pensar una cosa así? ¡Es una atrocidad!

—Usted le quería. Pensó que su embarazo sería una buena ocasión para que abandonara a Inés, pero él se negó. Le propuso que abortara como única solución.

—No, inspectora, hablemos, le contaré. Parte de lo que dice es verdad. Me enamoré de Juan Luis. Hacía meses que nos veíamos a escondidas. Quedé embarazada, pero yo no lo busqué, aunque a decir verdad tampoco lo evité. En ningún caso fue un plan frío para ponerlo entre la espada y la pared. Yo sabía que no existía la más mínima posibilidad de que dejara a su familia, pero fui yo quien decidió abortar, él jamás me lo pidió.

—La dejó en la estacada y usted lo odió por eso.

—No. Yo sola me lo busqué. Él jamás me prometió nada. Su vida profesional contaba mucho para él, nunca se habría permitido un escándalo. El embarazo precipitó nuestra ruptura, pero nos habríamos separado igual. Yo...

No pudo seguir hablando. La voz se le quebró. Lloraba a tumba abierta, sin control, sin consuelo. Hizo un esfuerzo aún por articular una pregunta desesperada:

—Me cree, ¿verdad, inspectora?, ¿me cree?

—Lo siento, pero todo está en contra suya. Haga una llamada a su abogado, va a quedar retenida aquí hasta que hable con el juez.

Nos levantamos, preparados para salir. Entonces la oímos decir en tono más sereno:

—Inspectora Delicado, hágame un favor. Deje que sea yo quien se lo cuente a Mateo.

—Muy bien, así será.

En el pasillo comprobé que Garzón se encontraba conmovido. Las lágrimas femeninas le parecían un hueso duro de roer.

—Vaya papeleta para esa chica, ¿no, Petra?

—No quisiera estar en su piel, pero tampoco habría querido estar en la de Espinet.

—Parecía sincera en su reacción.

—Admitir un asesinato cuesta bastante, pero acabará haciéndolo, ya lo verá.

Le pedí al subinspector que pasara a redactar el informe de los últimos acontecimientos para pasárselo al juez. Yo, mientras tanto, iría a rematar un cabo suelto.

Puesto que, al parecer, Malena Puig sabía los detalles del embarazo de Rosa aunque decidiera no hablar claro, su testimonio podía servir como prueba en la acusación. No sería necesario preocuparnos por el modo poco ortodoxo en el que habíamos obtenido la información de la clínica.

A la mañana siguiente entré de nuevo en «El Paradís». Nada había cambiado tras varios días de no haberlo visitado. El paraíso se reciclaba a sí mismo; tenía capacidad de regeneración. Aparqué el coche en una zona autorizada y caminé hasta «Los Ibiscus». La casa se veía inusualmente silenciosa. Las ventanas, cerradas; las cortinas, corridas. Llamé al timbre y tardaron en acudir. Por fin abrió Malena, ataviada con su mono de pintora lleno de manchas frescas. En esta ocasión no sonrió al verme, sino que su rostro se ensombreció por completo.

—Inspectora, ¿cómo está?

—¿Puede invitarme a pasar?

Se hizo a un lado y entré.

—Venga conmigo al salón.

Nos sentamos la una frente a la otra. Me miró con expresión neutra e impenetrable. No me invitó a café, ni me había hecho pasar al reducto más íntimo de la cocina.

—¿Estaba pintando?

—Sí.

—¿Puedo ver lo que hacía?

Se encogió de hombros y se puso en pie.

—Venga si quiere, aunque no creo que valga la pena. Hoy no me ha visitado la inspiración.

La seguí y subimos en silencio la escalera. Al parecer se había acabado el tiempo de las bromas y la amistad.

En el estudio reinaba el relativo desorden que yo ya conocía. El lienzo sobre el que Malena trabajaba era uno de aquellos tétricos paisajes llenos de oscuridad. Sombra sobre sombra, un camino sinuoso se perdía entre nubes bajas hasta el horizonte borrascoso. Me quedé mirándolo largamente.

—En fin, Malena, si interpretamos este cuadro según un patrón convencional, no parece que vea usted el mundo bajo los efectos de un ataque de optimismo.

—Por una vez, eso es verdad.

Dio un suspiro profundo y se restregó los ojos con cansancio.

—Lo han averiguado, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabe?

—Rosa me llamó diciéndome que la habían citado en comisaría. —Se volvió bruscamente y me escrutó a conciencia—. ¿La han dejado marchar?

—Me temo que no. Va a ser acusada del asesínalo de Espinet.

—¡¿Por qué?!

Saqué un cigarrillo de mal humor y lo encendí echando nubes de humo como una máquina.

—Malena, ¿qué quiere que le conteste a eso? Usted nos dio la pista inicial. ¿Por qué no me contó también que estaba embarazada de Espinet? ¿Se quedó su conciencia más tranquila así? A lo mejor también sabe que ella lo mató y ha decidido seguir callando.

Se revolvió con furia.

—¡No, es mentira! ¡Ella no lo mató! Lo mataron Lali y su novio; lo que pasa es que se les han escapado y necesitan cargar la culpabilidad sobre alguien.

—No tiene por qué ponerse así. Nadie la va a acusar de encubrimiento.

Bajó el tono de voz hasta llegar al susurro.

—Como si eso me importara algo. Si hubiera oído las cosas que me dijo Rosa cuando me llamó, el desprecio y el rencor que siente hacia mí...

Empezó a llorar silenciosamente. Comprendí la batalla interior que había librado en torno a hablar o no hablar. ¿Había hecho bien delatando a medias la confidencia de una amiga? ¿Y si ahora la acusábamos injustamente de un asesinato que no había cometido? La tragedia del falso culpable gravitaría siempre sobre su cabeza. El mito de la traición a la amistad, del colaboracionismo con la policía, todos aquellos clichés detestables caían ahora sobre sus hombros como un fardo pesado. Su modo de solucionar el dilema, diciendo sólo parte de la verdad que sabía, había sido claramente infantil. Pensé que era justo la reacción de alguien preservado de los avatares más duros de la vida. Me pregunté cuántas mujeres de un determinado nivel social pasaban años y años así, lejos del tráfico infame de la existencia, viendo sólo una parte de la realidad, la más agradable. ¿Era eso criticable? Probablemente, no. Todos nos hemos enternecido alguna vez ante la anciana inocente y un punto pueril que conserva la gracia que la hace encantadora. Mucho más que ante la imagen de la matrona traída y llevada por los acontecimientos, lacerada por todas las ofensas de la vulgaridad diaria. Me apiadé de aquella niña de aspecto falsamente resuelto a quien acababan de desmoronársele los cimientos. Le puse la mano en el hombro.

—Serénese, Malena.

Se zafó suavemente.

—Déjame, Petra, déjame —dijo tuteándome por primera vez.

Hice yo lo mismo con ella.

—Te llamarán a declarar. Procura ser completamente veraz en esta ocasión. Lo contrario no haría más que complicar las cosas, créeme.

—Ella no puede ser una asesina —musitó.

—Eso ya se verá. No creas que vamos a cargarle un crimen que no cometió. Se hará una instrucción completa basándose en las pruebas. Por eso no debes preocuparte.

Guardó silencio. Se limpió las lágrimas. Me despedí. Cuando ya casi había ganado la escalera la oí decir con voz exangüe:

—El vestido le sienta muy bien a Anita.

Me volví. Sonreía tristemente. Le devolví la sonrisa y la dejé allí, rodeada de sus paisajes tétricos, quizá justificados en aquella ocasión.

Caminando por los jardines impolutos, con los trinos de los pájaros como fondo, comprendí que aquella escena que acababa de vivir me había dejado un sabor ciertamente amargo. Un asesinato salpica sangre en todas direcciones. Nadie sale completamente limpio a su alrededor. Todo lo ensucia, todo lo contamina. ¿Por qué me había metido en una labor profesional como aquélla? ¿Qué extraña tendencia autopunitiva me había llevado hasta la frontera desde la que se divisa la sima negra del alma humana? Debería haberme encontrado en un pequeño lugar seguro adonde sólo llegaran las risas de mis propios hijos, ocho o diez.

9

El juez García Mouriños vio suficientes indicios de delito en los últimos descubrimientos como para imputar a Rosa Massens. Fijó una fianza de diez millones de pesetas, ya que no advertía riesgo de fuga por parte de la presunta culpable. Mateo Salvia pagó sin problemas esa cantidad. Garzón había estado presente cuando éste fue a buscar a su mujer.

—¿Se le veía enfadado? —le pregunté.

—No, y me extrañó. Más bien se le veía cínico, como pasado de todo. Oiga, inspectora, ¿no estaremos metiendo la pata? A lo mejor el asesino es él.

—¿Eso cree?

—Podría serlo por los mismos motivos por los que creemos que ha sido ella. Se enteró del
affaire
de su esposa y...

—Pidió ser ella quien se lo contara.

—A lo mejor intenta protegerlo.

—No compliquemos las cosas. Las resoluciones del juez no van ni mucho menos por ahí.

—¿Qué ha ordenado?

—Una nueva investigación más exhaustiva de los asuntos económicos de Rosa. También ha determinado que sigamos interrogándola como sospechosa principal.

—¿Hasta que confiese?

—Hasta que confiese y, sobre todo, hasta que nos diga dónde se esconden Lali y Olivera, si es que lo sabe.

—O sea, que el caso está en pelotas aún.

—¡Hombre, tanto como en pelotas!... No está en absoluto cerrado. Digamos que los resultados de nuestra investigación no han dado lugar a una resolución inmediata.

—Pues el papa llega pasado mañana.

—¡Por mí como si toma la primera comunión! No sé qué tiene que ver el papa con esto.

—Petra, sí lo sabe. Si no conseguimos cerrar el caso en dos días, Coronas nos relevará, pasará a ser competencia de la policía judicial.

—Bueno, eso no sería ninguna tragedia.

—Suponiendo que Rosa sea de verdad la asesina, no; pero si nos equivocamos...

—Es usted persistente en sus dudas.

—Yo interrogaría al marido.

Debería haberme acostumbrado ya a las reticencias de mi compañero, a su tendencia natural a no aceptar por las buenas el consenso. Pero uno, de manera inconsciente, tiende a no creer que los demás son iguales a sí mismo hasta la muerte. Aceptar que es así es demostrarnos que tampoco cambiaremos jamás, lo cual resulta duro. Además, en aquella ocasión comprendía que Garzón fuera remiso a dejar las cosas como estaban. Aquel caso tenía pinta de ir a cerrarse en falso, no de modo concluyente y radical. Iba camino de convertirse en uno de esos detestables casos, tan frustrantes, en los que los acusados permanecen meses o años en calidad de presuntos culpables hasta que llega el juicio. Nunca, incluso cuando ya está dictada la sentencia, tiene uno la certeza de estar ante la completa verdad.

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