Serpientes en el paraíso (22 page)

Read Serpientes en el paraíso Online

Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Serpientes en el paraíso
6.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Sabe si tiene familia?

—Sólo una hermana, pero hemos hablado con ella y desconoce su paradero. Creí que debía informarle, por si tiene relación con el asesinato del señor Espinet.

—Debería haberme informado antes.

—Una empresa de seguridad es algo muy delicado. Quería cerciorarme de que...

—Una empresa de seguridad tiene las mismas obligaciones legales que cualquiera. Deme la dirección de Olivera y de su hermana.

Lo hizo, serio, preguntándose si pensábamos acusarlo de algo. Cogimos inmediatamente el coche. Íbamos callados, abismados en nuestros respectivos pensamientos. De pronto, Garzón golpeó el volante con ambas manos.

—¿El guardia de seguridad, el puto guardia de seguridad? ¿Un viejo a punto de jubilarse? ¡No entiendo nada, inspectora!

—Detesto adelantarme a las pruebas fehacientes, pero todo parece indicar que ya hemos encontrado al amante de Lali Dizón.

—¡Joder! ¿Una chica de veintipocos y un sesentón?

—Una más de las muchas parejas imposibles que se aman en silencio.

El subinspector censuró con una mirada de través mi derrengada inspiración poética y dijo:

—Déjelo, Petra, me gusta más cuando no se muestra comprensiva con las miserias humanas.

Aun sin orden judicial (había que confiar en García Mouriños), forzamos la puerta de Olivera y entramos en su casa. Era una vivienda modesta sin nada especial. Presentaba un orden aparente. Sólo en el dormitorio se advertían los signos de una salida precipitada. Las puertas del armario estaban abiertas y un montón de prendas de vestir se encontraban diseminadas por todas partes. Era evidente que Pepe Olivera también se había convertido en viajero de última hora. Buscamos por entre aquel follón sin hallazgos destacables.

Volvimos a la sala. Había allí un horrible mueble cajonero que nos dedicamos a registrar a fondo. Abrí una pequeña libretita donde el guardia anotaba direcciones y recados. Se la mostré a Garzón.

—¿Se ha fijado en la letra?

—Característica.

—No cabe la menor duda de que nos encontramos frente al poetastro enamorado.

—Ya tiene completa una pareja de amantes, inspectora.

—Tome el cuaderno como prueba. Será mejor que lo vea un experto calígrafo. No me gustaría meter la pata.

Por desgracia no encontramos cartas de amor de la filipina. Me habría gustado ver cómo se las apañaba en su escaso español. De hecho, todo el registro resultó frustrante. Desierto total. Cuatro enseres de cocina, un
Marca
atrasado y un librillo de crucigramas a medio resolver. Viendo la miseria cultural en la que se movía el interfecto, sus cartas ripiosas deberían haberme parecido sonetos de Shakespeare.

Llamamos para que precintaran la casa y salimos de allí. Todo daba a entender que ambos enamorados habían sido cómplices en el asesinato. Después, por motivos inconcretos, habían huido de sus casas.

—De acuerdo, pero ¿con qué botín? —argumentó Garzón.

—Con ninguno. El hecho de que mataran a Espinet indica que la cosa les salió mal.

—Entonces no deben de andar muy lejos. Con su permiso, voy a pasar una orden de busca y captura general.

—Adelante —mascullé, pero no estaba escuchándolo.

En mi cabeza se movían de un lado para otro las piezas del puzzle buscando una ubicación. ¿La cosa quedaba ahí, estábamos en el final del caso a falta de atrapar a los culpables? ¡No podía ser, simplemente no podía ser! ¿Y si se trataba únicamente de un robo frustrado?

Todas las muertes violentas son injustas y aberrantes, pero si le habían matado porque los descubrió yendo a robar, entonces la aberración era enorme.

Garzón también le daba vueltas al tema en su caletre, porque de repente dijo:

—Supongamos que tenían algún dinero que provenía del chantaje que habían iniciado con Espinet. Quisieron más y éste se negó a pagar, incluso, harto ya, los amenazó con delatarlos. Lo mataron. De acuerdo, pero ¿por qué se quedaron aparentando normalidad?, y después, ¿qué los asustó como para hacerlos huir?

—Recuerde, Fermín. Lo que nosotros interpretamos como histeria de una chica corta de entendederas bien podría ser en realidad una estrategia meditada. Lali hizo todo lo que pudo para cargarle el muerto a la señora Domènech. «¿Adónde vas, pajarito?», y todo lo demás. Mientras nosotros seguimos ese rastro mansamente, estaban confiados. Cuando lo abandonamos se sintieron en peligro y...

Era como estar hambriento y masticar un bocado sin poder tragarlo al final, como oír una banda sonora conocida sin conseguir identificar a qué película pertenecía, como intentar reconocer una cara vista alguna vez. Teníamos muchos elementos, pero ignorábamos su ordenación. Todas las hipótesis sonaban a aproximaciones insatisfactorias. No acababa de abrocharnos la camisa, siempre quedaba sin trabar un botón o dos.

—¡Este caso es un coñazo de la hostia! —aulló Garzón en un arranque de mal talante.

—Tranquilo, Fermín, ya que va a emparentar con la Iglesia, más le vale no blasfemar.

Dolores Olivera, la hermana del guardia, representaba a la perfección el papel de matrona desagradable. Gruesa, desgreñada, vestida con una sucia bata de flores, escupía las palabras con una especie de vulgaridad primigenia. No podría haberse hecho pasar por una princesa ni con dos mil clases del profesor Higgins. Claro que la vida que llevaba no debía de haberle permitido ni siquiera imaginar qué era una princesa. Estaba casada con un peón de albañil, fregaba escaleras por las mañanas y tenía cuatro hijos. Se hacinaban todos en un piso destartalado de ochenta metros. Por eso, al verla gritar desabridamente a los niños, no pensé que ese día se encontrara de especial mal humor. En seguida definió su relación fraternal.

—¿Mi hermano? ¡Vaya desgraciado! ¿Qué ha hecho para que le busque la policía? Cuando me llamaron los de su empresa preguntando por él ya me extrañó. ¡No podía ser nada bueno!

—¿Sabe dónde está?

—¿Yo? ¡Qué voy a saber! Es verdad que se presentó hace tres días aquí. Dijo que venía a despedirse. ¡A buenas horas le daba por el cariño de la familia!

—¿Le contó adónde iba?

—No, ni yo se lo pregunté. Me dijo que se largaba a vivir a otra parte, que había cobrado unas deudas y que dejaba de trabajar. A los de la empresa no se lo conté para que dejaran de joderme.

—¿Concretó qué deudas eran ésas?

—No, y no lo mandé a la mierda de milagro. Cuando mi marido y yo pasábamos una mala temporada le pedí prestado y no me dio ni un duro.

—¿Le dijo si se iba con alguien?

—No me dijo nada.

—¿Si se iba a otra ciudad?

—¡Nada!, eso me dijo. ¿Ha robado?

—Quizá.

—Pues, demasiado tarde.

—¿Qué quiere decir?

—Me dio veinticinco mil pesetas. Se lo digo porque no quiero líos. Ya me las he gastado, así que no las puedo devolver. Me mosqueó cuando me las dio, pero con esa historia de que se marchaba a vivir a otra parte, pensé que no iba a verlo nunca más.

Hizo un gesto de despedida con sus manos deformes, gordas, desgastadas por la lejía y prosiguió:

—Yo, por si acaso, me fui a El Corte Inglés y me compré algo bonito como él me dijo. Para una vez que puedo darme un capricho... vengan, se lo enseñaré.

Garzón y yo nos miramos con sorpresa, pero la mujer había iniciado la marcha hacia el dormitorio y nos dejamos guiar. Llegados al pequeño cuarto, nos mostró su adquisición. Una gran jaula dorada del tamaño natural de un gorila ocupaba buena parte del espacio. En su interior, rodeados por una selvática vegetación de plástico, había dos estáticos loros de colores chillones. La hermana de Olivera se acercó y nos mostró aquella abominación con un orgullo casi maternal.

—¿Ven? Los loros están hechos con plumas de gallina teñidas y en los ojos les han puesto piedras semipreciosas de Brasil. ¿A que son bonitos?

Permanecí muda por el horror. Garzón tuvo más presencia de ánimo y murmuró:

—Son magníficos.

—Claro que sí —dijo ella sonriendo por primera vez—. No tendré que devolverlos, ¿verdad?

—No —musité, aún afectada por la impresión—. No tendrá que devolverlos.

Salimos de aquella casa con la sensación estética aún indeleble en nuestros ojos. No, con toda seguridad Pepe Olivera no volvería a ver a su hermana nunca más. O estaba en el extranjero o estaría en la cárcel en cuanto se dejara atrapar. Aquel dinero fresco que tenía en las manos le condenaba sin paliativos. Subimos al coche con un sabor de boca bien amargo. Mi compañero pensó en voz alta:

—Al menos ya podemos descartar definitivamente a la señora Domènech como asesina.

—El «pajarito» que vio tras la casa era la propia Lali. Ésta se sintió descubierta cuando la pobre señora soltó esa frase al pescarla deambulando por el jardín. De ese modo no sólo se curaba en salud por si a la anciana se le ocurría repetir lo del pajarito, sino que, encima, proyectaba la sospecha sobre la misma señora Domènech.

—¿Cree de verdad que esa filipina es tan lista? A mí no me lo pareció.

—Perdone que le suelte una sentencia confuciana, pero lo cierto es que el ser humano nunca es como aparenta. Nosotros mismos parecemos dos policías inteligentes, y ¿qué hacemos? Pues permitir que los presuntos culpables de un crimen se volatilicen en nuestras narices.

Quedó en silencio. Frunció el ceño con gravedad. Luego se echó a reír.

—¿Qué le hace tanta gracia?

—Me acordaba del capricho que se ha comprado la hermana de Olivera.

—¡Calle, por Dios, era más terrorífico que los de Goya!

—Pero a mí me ha dado una idea. Ahora ya sé qué regalarle por su cumpleaños, Petra.

Seguía riéndose como si la pésima marcha del caso no le afectara. No sé qué opinaría Confucio al respecto, pero para mí, el ser humano era muy raro. Una mujer desheredada de la fortuna se enamora de un objeto inverosímil como si hubiera estado deseándolo toda la vida, y un hombre cuyo centro existencial es el trabajo se muere de risa estando en pleno fiasco profesional. O el mundo era incomprensible per se, o yo no partía de los mismos supuestos que los demás. Pero daba lo mismo, las cosas continuaban pasando aunque yo no las entendiera.

La pisada encontrada junto a la tapia de «El Paradís» el día del crimen tenía el mismo número y forma que los zapatos de Olivera que nos llevamos de su casa como prueba. Las cosas que, hasta el momento, no eran sino retazos sin sentido, iban cobrando entidad. Mientras Garzón se marchó para preparar los detalles de la mediación eclesiástica, yo me encerré con todos los datos del caso esparcidos sobre la mesa. Repasé los informes que el departamento económico nos había enviado en su día. Todo normal. Nadie había sacado o ingresado sumas significativas, ni había hecho transacciones especiales o sospechosas. Como solía ocurrirme en presencia de un material que nada aportaba, me puse tremendamente nerviosa. Salté de la silla, cogí mi gabardina y me fui a «El Paradís».

Aquel paisaje imperturbable, siempre igual a sí mismo, empezaba a resultarme tan familiar como antipático. Una vez más visité los lugares del crimen, una vez más paseé por las avenidas bordeadas de casas. Las preguntas sin respuesta seguían martilleando en mi interior.

Amor, asesinato, dinero y fuga. Ya nada impedía pensar que aquellos dos funestos enamorados habían sido los autores de la muerte. Era su móvil lo que continuaba colgando en el aire. ¿Chantaje a Espinet por haberlo descubierto en una aventura amorosa? Quizá el abogado les había pagado varios plazos utilizando dinero negro y por eso no figuraban cantidades extraídas de sus cuentas. A no ser que... a no ser que Lali y Olivera hubieran sido un simple vehículo. No habíamos pensado seriamente en la posibilidad de que ambos hubieran actuado como autores materiales contratados. Alguien podría haberles pagado para que quitaran de en medio a Juan Luis Espinet. Un enemigo emboscado. De ser así, dicho enemigo debía de vivir en la urbanización. Sin duda conocía las costumbres de los amigos. ¿De qué otro modo si no podría haber contactado con la filipina y el guardia? Alguien sabía lo suficiente sobre ellos como para estar al corriente de su enamoramiento, como para tener la seguridad de que aceptarían dinero para poder largarse de allí y vivir juntos, como para saber que no eran tan inofensivos como parecían.

Llegué hasta «Las Adelfas» y le dije a la asistenta que quería hablar con el señor Domènech.

—Señor Domènech, sólo vengo a pedirles disculpas.

Cerró los ojos resignadamente. Se encogió de hombros.

—No importa, olvídelo. ¿Han cogido al culpable?

—Aún no.

—Estoy pensando en abandonar la urbanización.

—¿Por nuestra culpa?

—No en realidad. No se puede ser diferente en un lugar donde todo el mundo está cortado por el mismo patrón. Creí que aquí viviríamos tranquilos, pero me equivoqué. El vecindario mira a mi esposa con miedo.

Lo compadecí con sinceridad. La labor de la policía no siempre perjudica al delincuente. A veces los sospechosos salen seriamente dañados de la investigación. Me sentí mal. Habíamos ido tras una pobre enferma mientras los auténticos culpables se escabullían impunes. Pistas falsas, rastros falsos... Si no encontrábamos a aquella pareja, el meollo del caso quedaría sin desentrañar.

Más por hacer algo que por el trabajo en sí, busqué al guardia de noche para interrogarlo otra vez. Un sustituto me informó de que era su día libre. ¡Cojonudo!, ¿algo podía ir peor? Ojalá al menos la mediación del cardenal surtiera efecto. Aunque con la racha que llevábamos, no me habría extrañado nada que el cónclave hubiera terminado con Dolores Carmona echándole las cartas al eclesiástico.

Camino de la salida pasé por delante de «Los Ibiscus». Malena Puig regaba las plantas en el jardín. Me saludó con la mano que le dejaba libre la manguera. Correspondí. Interrumpió el flujo de agua y se acercó sonriendo.

—Inspectora, ¿qué hace por aquí?

—Poca cosa, la verdad.

—¡No me lo puedo creer!

—¿Que haga poca cosa?

—No, que los asesinos hayan sido esos dos.

—¿Ha oído hablar mucho del tema?

—Desde que mataron a Juan Luis, en esta urbanización hay más rumores que pájaros.

—Creí que aquí nadie se inmutaba por nada.

—¡Es algo tan grave! Yo aún no me he recuperado de la impresión, ¡Lali y ese gorila!

—¿Dicen los rumores por qué mataron esos dos a Espinel?

—¡Para robarle, naturalmente!

Other books

According to Mary Magdalene by Marianne Fredriksson
Death and the Sun by Edward Lewine
A Plague of Sinners by Paul Lawrence
Bound to Them by Roberts, Lorna Jean
Surrender: Erotic Tales of Female Pleasure and Submission by Bussel, Rachel Kramer, Donna George Storey