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Authors: Alicia Giménez Bartlett

Serpientes en el paraíso (15 page)

BOOK: Serpientes en el paraíso
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—¡Ni papas ni leches; si no llego a llamarte yo, la información se habría podrido sobre tu mesa!

—¡Que no, joder, no seas mal pensada! A ver, vamos a ver...

Oía un revolver de papelotes junto al auricular.

—Petra, como ya le dijimos a Garzón, la chica está limpia. Hace cinco años se inscribió en el censo de inmigrantes con contrato de trabajo.

—¿De dónde venía?, ¿cómo entró en el país?

—Oye, se hizo tabla rasa con los inmigrantes cuando se les dio la oportunidad de legalizarse en el país. Con que aportaran un contrato laboral ya era suficiente.

—De modo que pudo entrar ilegalmente.

—Sí, pero tenía su contrato. Fechado hace cinco años en Sant Cugat. Entró a trabajar como asistenta del hogar en casa de un tal...

—Juan Luis Espinet.

—¡Exacto! Oye, ¿ése no es el tipo al que se cargaron?

—¡Sí, Morales, relájate, y otra vez no te ocupes tanto del papa y acuérdate de mí!

—Eres implacable, ¿eh, Petra?

—Eso dicen. Adiós.

Volví a marcar un número interno.

—¿El inspector Sangüesa está por ahí?

—Soy yo.

—Sangüesa, soy Petra, te pedí hace tiempo un informe cerrado sobre las situaciones económicas de los guardias de seguridad de «El Paradís», en Sant Cugat. ¿Qué esperas para mandármelo, que llegue Navidad? ¿Piensas dármelo como una especie de regalo o algo así?

—Petra Delicado, ¿cuánto tiempo hace que no abres tu correo electrónico?

—No me digas que tu informe está ahí.

—Desde hace días.

—¡Joder, Sangüesa, lo siento! Con todo este lío del papa ando despendolada.

—¿Petra?

—¿Sí?

—¡Feliz Navidad! ¡Pídele un bozal a Papá Noel!

¡Mierda, había quedado como una idiota! Debería haber sabido que Sangüesa era perro viejo, y eficiente además. De cualquier modo, la excusa del papa era fantástica, tenía que acordarme de utilizarla con más frecuencia.

Abrí el correo electrónico y, efectivamente, allí estaba el informe. Lo leí. Era tiempo perdido, ninguno de los dos empleados de seguridad se había comprado un Jaguar, ni variado su tren de vida, ni ingresado en sus cuentas dinero extra. Claro que a lo mejor eran listos y guardaban la recompensa por matar a Espinel en un calcetín.

Dos posibilidades de la investigación perdían gas. Cada vez me encontraba más convencida de que aquello era una tragedia interna, algo sucedido en el entorno de aquellos tres matrimonios. Sin embargo, las combinaciones podían ser muy variadas. ¿Espinet se había liado con la chica del club de golf y su dulce esposa se lo había cargado como venganza? ¿Se había enamorado de Rosa, o quizá de Malena, y uno de los dos maridos había decidido lavar su honor a la brava? ¿Había sido una de esas dos amantes potenciales la que lo había quitado de en medio? Y en ese caso, ¿cuál de las dos? El dato que se barajaba en cualquier hipótesis era que Espinet se había enredado con alguien, de eso estaba casi completamente convencida. Todo lo demás sonaba poco definitivo, apenas sustancial. Luego flotaba aún la eterna pregunta: ¿quién había ejercido como asesino material? Ni una maldita prueba que no fuera el arañazo en el cadáver había aflorado hasta el presente en el curso de la investigación. ¡Quién sabía, quizá aquél fuera el primer caso que Garzón y yo dejábamos sin resolver!

A pesar de aquel ramalazo de desánimo, volví a mis deberes de chica aplicada y revisé de nuevo el retrato psicológico robot que había realizado sobre Espinet. Al menos, sobre la pulida superficie inicial del mismo habían surgido los primeros rasguños que afeaban el conjunto. Hacia el final de las notas añadí una señal de interrogación. Esperaba que el subinspector la despejara al volver del club de golf.

Lo hizo dos horas después. Llegó contento, con su macuto de investigador rebosante de datos, presto para vaciarlo frente a mí. Lo que contó acabó de confirmar que había desperfectos en el retrato de Espinet; es más, añadió a los estragos cierta gravedad. Susana, la recepcionista, había confesado un escarceo amoroso con la víctima. ¡Aleluya! Felicitaciones por mi parte, golpecitos laudatorios en la espalda, casi besos.

—No hay nada que sea demasiado espectacular, inspectora, no vaya usted a creer. Esa muchacha, por cierto de muy buen ver, reconoció que había tonteado con Espinet y admitió finalmente que habían hecho el amor dos veces, ambas en el apartamento de ella.

—¿Quién inició el asalto?

—Él, aunque Susana ha confesado que el abogado le gustaba más que el pan. No sólo a ella, curiosamente encandilaba a todas las chicas que trabajan en el club. Por lo visto, el tal Espinet las fascinaba a todas.

Había que ser necesariamente un hombre para no haber advertido aún esa característica del muerto.

—¿Y cómo acabó el asunto?

—Rápido y mal. Susana reflexionó, pensó que se estaba jugando el puesto de trabajo y el novio, porque tiene novio. De modo que se acojonó, y le pidió que la cosa se cortara.

—¿Y él?

—Según las propias palabras de la chica, «lo comprendió porque era un caballero».

—O sea, que un par de asaltos y adiós.

—Sin más complicaciones.

—¿Lo contó a alguien?

—Jura que no. Le iba demasiado en la indiscreción.

—¿Ni padres, ni novios, ni hermanos que quisieran vengar su honor?

—Nadie. Es más, me ha pedido que si no es estrictamente necesario guardemos este dato como confidencial.

—¿No se lo habrá prometido?

—Le he dicho que declare y firme su declaración, no se hará uso legal de ella si no es estrictamente necesario.

—Como engaño no está mal. ¿Qué me dice de la posibilidad de chantaje?

—No tengo esa impresión, pero pídale al inspector Sangüesa una investigación económica de la chica.

—Mejor se la pide usted, acabo de tener un pequeño encontronazo con él.

—De acuerdo, lo haré. También le echaremos una ojeada cautelar al novio.

—Buen trabajo, Fermín.

Se le escapó una sonrisa de orgullo. Mi comentario sobre lo insatisfactorio de su primera gestión en el club de golf le había picado la moral. Probablemente había amenazado a la recepcionista para arrancarle una tan delicada confesión. Era preferible no indagar sobre los métodos empleados.

—¿Comemos algo, subinspector?

—Para eso yo siempre estoy dispuesto.

Cruzamos a La Jarra de Oro y pedimos una comida informal a base de tapas, ensaladillas y montaditos. Mi compañero en seguida se enfrascó en unos choricillos picantes que le inspiraron palabras de alabanza y fe en el ser humano.

—¡Cómo están estos chorizámenes, inspectora! ¿No los ha probado aún?

Demostrando cierto gusto por la incongruencia y el contraste le respondí:

—Esta mañana me he peleado con el cardenal.

—¡No joda! ¿Qué ha pasado?

—Nada especial, me cogió con el paso cambiado y lo envié al infierno.

—¿Tal cual?

—No exactamente. Le dije que el papa me recordaba a Hitler.

—¡Coño! Va usted fuerte, ¿eh, inspectora?

—¡Se empeña en hablar conmigo como si quisiera convertirme! Es preciso que quede claro que no necesito nada de él ni de los artículos que vende.

—Me tranquiliza, Petra, eso está más acorde con su modo de ser. Durante esta temporada me ha tenido asustado; con tanta añoranza de las familias, la maternidad y el calor de hogar no parecía estar en sus cabales.

—Por lo visto, mis cabales consisten en ser bestia con la gente y soltar inconveniencias.

—¿Ahora se entera?

—Déjelo, Fermín, no sé si intenta regalarme los oídos o insinuar que soy un pedazo de carne sin sensibilidad.

Hizo un gesto despreciativo con la mano y atacó con gula un pedacito de jamón. Luego, su rostro cambió de expresión mirando hacia la calle.

—Viene Chávez, el guardia de la entrada. No nos van a dejar acabar de comer tranquilos.

En efecto, el guardia de servicio entró en el local y se dirigió hacia mí.

—Inspectora, hay una llamada para usted. La ha recogido el subinspector Bonilla y dice que puede ser algo importante.

—Voy para allá —dije, masticando precipitadamente el último bocado.

Bebí mi cerveza de un trago.

—Coma tranquilo, Garzón, si es importante le aviso.

—A lo mejor el cardenal se ha quejado a la superioridad por su bufido de Hitler.

—Si se trata de eso, me van a oír.

Afortunadamente no era cuestión del cardenal. Ortega me había anotado un teléfono que pertenecía a una tal Ana Vidal, entre comillas «vecina de la urbanización "El Paradís"». Sorpresa, vuelco de corazón. ¿Un mes después del crimen surgía un testigo? La llamé.

—Sí, inspectora, soy Ana Vidal. Vivo en «Los Lirios». Se me ha ocurrido que puede haber algo importante con respecto a la noche de la muerte de Juan Luis Espinet. No me había acordado antes y...

—¿Está usted en su casa? Ahora mismo voy para allá.

—La esperaré.

Regresé a La Jarra y crucé un breve parlamento con Garzón. No deseaba que me acompañara al lugar del crimen, prefería que rematara los flecos de la historia Susana-Espinet.

—Los testigos que hablan después de haber permanecido mucho tiempo callados siempre dicen cosas sustanciosas —me recordó.

—Espero que así sea.

De camino a «El Paradís» me pregunté por qué iba siempre sola al lugar del crimen. Supuse que me gustaba encontrarme en aquel ambiente controlado y feliz donde los acontecimientos se sucedían dentro de un orden armónico, cerrado. Sin embargo, aquella visita hacía saltar chispas en mi mente. Intenté no depositar demasiada esperanza en lo que iba a oír. No era la primera vez que me encontraba con algo parecido, testigos que han percibido algún detalle y no se atreven a hablar en los momentos posteriores al crimen, bien porque piensan que lo que vieron no es suficientemente importante, bien por miedo a verse mezclados en algo tan desagradable como una investigación policial. Esta actitud no es en principio significativa de que haya existido voluntad culpable de ocultación. Más aún, por mucho que se empeñara Garzón, un testimonio tardío raramente aporta datos cruciales para el caso que se lleva entre manos.

Cuando me vio el guardia de seguridad diurno en seguida vino a saludarme con énfasis. Sin duda se sentía inmerso en una especie de compañerismo, porque me preguntó en plan cómplice:

—¿Qué, inspectora, avanzamos o no?

Comprendí que con términos tan voluntariosos se refería a la investigación, y decidí no aguar sus ínfulas de colega.

—Vamos avanzando. Con dificultad, pero avanzamos.

Se dio por contento con semejante respuesta e incluso me hizo un remedo de saludo militar que me causó vergüenza ajena. No sé cómo se me había ocurrido sospechar ni un segundo de aquel tipo. Para cometer un asesinato premeditado, incluso sólo como autor material, es preciso un mínimo de inteligencia, de la que aquel pseudocancerbero carecía por completo.

Ana Vidal, una madre de familia más en aquel paraíso de treintañeros. Discreta, bien vestida, serena y con ojos ligeramente redondeados por la curiosidad al observarme. Me invitó a pasar a «Los Lirios» y nos sentamos en el salón. Todas aquellas casas tenían algo en común, la decoración fundamentada en el gusto actual, los detalles cuidados... Sin embargo, cada una ostentaba con claridad la marca diferencial de sus propietarios. Ana Vidal y su marido, un arquitecto según me dijo, eran un parámetro claro de la modernidad minimalista: líneas rectas y duras, pocos muebles y colores austeros. A pesar de ello, al cruzar el jardín me había topado con los inevitables juguetes tradicionales esparcidos por la hierba. En ese punto todos los registros confluían, la familia con hijos pequeños seguía apuntando siempre en la misma dirección.

Ana Vidal no estaba inquieta, pero sí preocupada. La dejé explicarse sin ningún tipo de presiones.

—Sinceramente le diré que, tratándose de un asesinato, una no sabe qué es importante y qué no lo es. Nunca había vivido una cosa tan terrible desde tan cerca.

—Sé a qué se refiere.

—A lo mejor es una tontería lo que voy a contarle, de hecho es algo que ya había sucedido otras veces, pero...

Si hacía tantos circunloquios era porque había una persona implicada. El miedo a la delación es algo universal. No me equivoqué. Por fin acabó la interminable frase diciendo:

—Lo cierto es que más o menos a la hora en que mataron a Juan Luis Espinet vi pasar por los jardines a la señora Domènech en camisón.

—¿A las tres de la madrugada?

—Sobre las tres. Me había levantado de la cama porque mi hijo pequeño me pidió agua. Andaba un poco acatarrado esos días y tenía mucha sed. Antes de volver a dormir fui a dejar el vaso a la cocina, miré distraídamente por la ventana y entonces la vi.

—¿Dice que eso había sucedido otras veces?

—Sí. Incluso en una ocasión avisaron al señor Domènech para que saliera a buscarla. Era en pleno invierno y ella estaba sentada en un banco, vestida sólo con ropa de dormir. Supongo que ese hombre también está haciéndose mayor y le resulta difícil controlarla.

—¿Puede indicarme qué trayecto vio hacer a esa señora?

—La vi pasar por el camino principal, luego torció a la derecha.

—La piscina está en esa dirección.

Bajó la cabeza y se estrujó las manos con nerviosismo.

—Oiga, inspectora, no estoy diciendo que la señora Domènech haya matado a alguien. Me comprende, ¿verdad?

—Desde luego que la comprendo.

—Sólo le digo que la vi. Quizá debería haber avisado a su marido, pero me dio pereza, no puedo llamarlo de otra manera porque no sería verdad. De cualquier modo, ese hombre empieza por mandarte al infierno antes de cualquier conversación. Todo el mundo aquí lo sabe.

—Yo también lo sé. ¿No puede precisar a qué hora la vio pasar?

—Era una hora cercana a las tres. Miré el reloj de la cocina cuando entré, pero no consigo recordar si eran las dos y media o las tres en punto.

—¿Por qué no nos contó todo esto antes?

—No le di importancia, inspectora, de verdad. Ni siquiera lo relacioné con la muerte de Espinet, pero ayer... en fin, es una tontería, pero ayer, paseando con mi hijo pequeño por los jardines, oí que las asistentas estaban hablando entre ellas. La chacha de los Espinet, esa chica filipina, aseguraba que la señora Domènech dijo cosas extrañas la noche del crimen. Me puse a pensar y... en fin, no sé, todo es tan absurdo...

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