Serpientes en el paraíso (6 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Serpientes en el paraíso
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Yo seguía ensimismada, aturdida, como si me hubieran despertado bruscamente de un sueño profundo. No hacía ni veinticuatro horas era aún una mujer libre, espiritual, un ser que se interesaba por la lectura, que se extasiaba ante los paisajes nórdicos llenos de belleza, mientras que ahora me encontraba caída como de bruces en un asunto criminal en el que ni siquiera conseguía centrarme.

—¡Esto sí que es vida! —exclamó el subinspector, sobresaltándome—. Un bar bien animado, un platito de judías, vaso de vino de Rioja y al cuerno con las preocupaciones. Por mí, las familias pueden quedarse tranquilas, no pienso unirme a ellas como un borrego al rebaño.

Cada vez me sentía más intrigada. ¿A qué venía aquella súbita fobia de Garzón contra las instituciones básicas? ¿Se había convertido de pronto en un anarquista radical o había sufrido alguna experiencia traumática con una familia en aquellas vacaciones de las que se negaba a hablar? Lancé un dardo explorador:

—¿Dónde ha pasado las vacaciones?

Clavó la mirada en el plato con cara de malas pulgas.

—En Mallorca —masculló.

—¡Pero Fermín, eso es estupendo! ¿Ha alquilado un apartamento o ha ido a un hotel?

—Viajé con el Club Méditerranée.

—¡Un club de vacaciones, qué idea tan buena! Deportes, fiestas, actividades organizadas y, además, se conoce a mucha gente, ¿no?

Respondió con un lacónico «sí» y se abismó en sus alubias. Era inútil, no estaba dispuesto a hacerme la más mínima confidencia, aunque por su mal humor deduje que el quid de la cuestión se hallaba efectivamente en las vacaciones. Ya con pocas esperanzas, añadí dos o tres lugares comunes sobre la belleza de las islas, pero cuando estaba poniéndome muy pesada atajó con una pregunta directa:

—¿Qué le parece el asunto?

—¿Qué asunto?

—Inspectora, estamos trabajando en un caso, ¿se acuerda?

—Vagamente, sí.

—¿Por qué no se concentra de una vez?

—Me encuentra dispersa, ¿verdad? Debería comprenderme un poco. Esta vuelta al trabajo ha sido como un secuestro. Aún no me encuentro mentalizada.

Me observó con censura. No esperaba de mí semejantes reblandecimientos. Bien dicen que mostrarse débil frente a un subordinado es un error, por muy pequeña que sea la debilidad o muy grande la mutua simpatía.

—¿Ha visto esa señora a un pájaro con plumas o con pantalones? —insistió en llevarme hacia el deber.

—No lo sé, pero en caso de que hubiera visto a alguien merodeando por casa de los Espinet, eso significaría que quizá ese alguien estaba esperando a que saliera algún miembro de la familia o, concretamente, Juan Luis.

—O no, el intruso oyó ruido proviniendo de la fiesta, se acercó, acechó, vio salir a Juan Luis, lo siguió y...

—¿Y qué? No tiene sentido.

—Nada de esto parece tenerlo. Un hombre joven, de éxito, brillante, perteneciente a una buena familia, felizmente casado..., ¿por qué alguien querría cargárselo?

—¿Descartamos a un ladrón casual?

Ninguno de los dos quería descartar nada. Era tan prematuro como lanzar hipótesis al aire. Sin embargo, la posibilidad de un ladrón fortuito pescado in fraganti por la víctima y que condujera a ésta hasta el borde de la piscina para matarlo se debilitaba por simple sentido común.

—La comida estaba buena —dijo Garzón pasándose la servilleta por la boca repetidamente—. ¡Bah! —añadió—. No sé cómo la gente es capaz de vivir en un sitio donde no hay ni un mal bar. ¡Los bares son el auténtico hogar de la gente sencilla, inspectora!

Quizá se debiera a mi estancia de casi un mes perdida en el campo, o quizá a la brusca zambullida en el mundo del delito, pero lo cierto era que encontraba especialmente pelmazo al subinspector. Una transición más lenta entre el lago sueco y la piscina mortuoria de Sant Cugat habría hecho las cosas más llevaderas.

Al atardecer, ordenando papeles en mi despacho, fui plenamente consciente por primera vez de que un hombre había muerto. Intenté recordar su cara pero no lo conseguí. Un poderoso sentimiento de malestar me invadió por completo. Salí de comisaría con el propósito inmediato de ver a Juan Luis Espinet de nuevo. Puede que la muerte hubiera borrado ya de aquel rostro cualquier vestigio de su auténtica fisonomía o expresión, pero quizá pudiera hallar en el cadáver rasgos de su personalidad.

No tenía permiso específico del forense o el juez para acceder a la morgue, pero el funcionario me conocía y me dejó entrar. Abrió para mí el cajón frigorífico e incluso consintió sin problemas en dejarme a solas con el muerto.

Espinet descansaba en espera de la autopsia. Lo miré atentamente, desterrando de mi ánimo cualquier emoción. El rigor había tensado sus rasgos. La boca se torcía ligeramente en el labio inferior. Sin embargo, aún era hermoso. Ni siquiera la palidez cerúlea de la piel ni la falta de brillo del pelo lograban desdibujar su apostura. Era hermoso.

¿Fue aquel hombre una persona honrada, paciente, curiosa, fiel? ¿Alguna vez se salió del guión que marcaba el decurso de su vida exitosa? ¿Se apreciaba en su cara algún rastro de locura, de vehemencia, de apasionamiento? Nada, sólo la quietud desasosegante de la muerte. Un segundo antes de recibir el golpe fatal, aquel cuerpo respiraba, aquella cabeza inerte se encontraba llena de ideas, de percepciones, de recuerdos. Un segundo después ya no era nada, un volumen que podía meterse en un cajón aguardando ser definitivamente acogido por la tierra. Me estremecí. Había sido absurdo el impulso de volver a ver aquella cara muerta.

Salí al pasillo, aún llena de aprensión e inquietud. Mi propósito firme era trincarme un whisky en el primer bar que encontrara, pero el azar puso en mi camino al juez García Mouriños.

—¡Petra Delicado, no me lo puedo creer! ¿Qué hace usted en la morada de la muerte?

—¿Y usted, juez?

—¡Bah, puro trámite y certificación! Seguramente lo suyo es más interesante.

Decidí ser sincera con él, ya que mi estado de angustia no me permitía el disimulo.

—¿Me invita a una copa, juez?, la necesito.

—¡Desde luego que sí!, ¿le ocurre algo?

—He cometido un error. Vine a ver otra vez a ese abogado de Sant Cugat para entrar con más ponderación en el caso y... en fin, no creí que me impresionara tanto ver a un cadáver a estas alturas, pero...

—¡Venga, salgamos de aquí! Beberemos un orujo en un bar que conozco.

Sentados frente a frente en medio del jolgorio de un bar gallego, García Mouriños me miraba con preocupación paternal.

—Suelo ser una mujer dura, pero hoy... ese hombre sin vida, el silencio...

—¡La muerte es cosa seria, Petra, pocas bromas! Aunque creas que estás acostumbrado, un buen día te coge la angustia por el cuello y no te suelta hasta que te hace resollar. Conoce mi historia, ¿no es cierto?

Asentí, todo el mundo en comisaría y en los juzgados conocía la historia del juez. Se casó muy joven, recién aprobada la oposición. Salió de viaje de novios con su mujer a Santiago. Alquilaron una moto para pasear, chocaron contra una camioneta en un mal viraje y ella murió. No se había vuelto a casar.

—Hace más de treinta años de eso. ¿Lo recuerdo aún con dolor? Pues no, ésa es la verdad. Hago mi vida y pocas veces pienso en la tragedia. Sin embargo, alguna noche larga me da por reflexionar y me sobreviene una oleada de terror. Mi esposa ya no es, ya no está, la muerte la borró para siempre, y cuando yo muera desaparecerá su recuerdo también. Es absurdo, Petra.

Se tragó de una tirada su copa de orujo y comprobé hasta qué punto la seriedad se le había instalado en los huesos de la cara, marcados y secos de pronto, angulosos. Luego dio una risotada y me palmeó un hombro con fuerza.

—¡Cojonudo! Usted sale deprimida del depósito de cadáveres y yo la remato con una historia fúnebre. ¿Sabe qué podríamos hacer para salir de nuestras horas bajas? ¡Vayamos al cine!

—No, juez, es muy tarde ya.

—Vamos, no sea aburrida, acompáñeme. Pasan
Pulp Fiction
en la Filmoteca dentro de un ciclo de violencia y ficción. El otro día dijo que Tarantino le gustaba.

—Me gusta, sí, pero...

No hubo opción a rehusar. Acompañé a García Mouriños y ambos vimos la célebre película por enésima vez. A la salida me ilustró con una larga teoría de por qué toda la cadencia jazzística de la acción se condensaba en el diálogo del «masaje de pies» entre John Travolta y Samuel L. Jackson. Sabía un montón, era un experto. Me miró con simpatía.

—La vida es más compleja que el cine, Petra, más aburrida también, tiene todo lo que un buen director tiende siempre a eliminar: tiempos muertos, digresiones, repeticiones, vueltas atrás...

—Como una investigación.

—¿Está preocupada con ese caso que acaban de empezar?

—Supongo que sí, mucho me temo que va a ser de los que se prolongan demasiado.

—¿Por eso quiso ver de nuevo a la víctima, para que no se esfumara de su imaginación?

—Quizá. Aunque ningún asesinado acaba de morir hasta que su caso queda aclarado.

—Usted lo conseguirá.

Sonrió enseñando sus grandes dientes demasiado separados y se despidió de mí haciendo sonar cordialmente su potente vozarrón.

Cuando llegué a casa estaba tan cansada que me metí en el dormitorio y me tumbé en la cama. Desde allí podía ver mi maleta, aún sin deshacer. No me encontraba con ánimos de intentarlo siquiera. Necesitaba dormir y despertarme ya bien ubicada en la vida diaria. ¿Por qué me costaba tanto reinstalarme en mi mundo policial?

Una motocicleta pasó a toda castaña por la calle haciendo un ruido atronador. En aquel momento comprendí que las vacaciones habían acabado y que, un año más, me quedaría sin ver a los patos salvajes surcando el cielo en su migración hacia cálidas tierras de acogida.

2

Me ubiqué en la vida diaria, ¡vaya si me ubiqué! El comisario Coronas se encargó de devolverme a la realidad más inmediata por el procedimiento de la bronca sumarísima. Había olvidado por completo la reunión de seguridad del papa y simplemente no asistí. Coronas rugía contra mi desidia profesional. Le objeté que mi ausencia no había sido tan importante, puesto que la reunión pudo celebrarse sin mí, y la bronca arreció. Me dijo que la seguridad del papa tenía tanta trascendencia como cualquier caso de asesinato que lleváramos entre manos. Añadió que, si algo llegaba a sucederle al pontífice a su paso por nuestro distrito, la carrera policial de todos los integrantes de la comisaría podría considerarse finalizada.

Bien, seguramente tenía razón, pero ni aun así lograba tomármelo en serio. Además, no era justo, por el papa se había movilizado hasta la última unidad policial, mientras que el cadáver de Juan Luis Espinet sólo nos tenía a Garzón y a mí como valedores. En cualquier caso, me callé, inculcando el principio tantas veces transgredido de que una orden no se discute jamás. Apunté en mi agenda la nueva reunión para aquella misma tarde. Petra Delicado pondría todo su talento detectivesco para evitar el gran magnicidio.

Para prepararme por si era verdad que tanto se esperaba de mí, me fui a desayunar a La Jarra de Oro. Sólo poner los pies en la calle vi al subinspector Garzón flanqueado por dos bellas gitanas. Según sus gestos, habría jurado que estaba intentando desembarazarse de ellas. Acercándome, comprobé que así era.

—¡Basta, basta! —decía—. Si quieren declarar algo, acudan al juez.

Mi llegada desconcertó a las mujeres y las disuadió de perseverar en la persecución de mi compañero. Se escabulleron calle abajo.

—¿Qué querían? —le pregunté a un Garzón sudoroso y descompuesto.

—Unos y otros me siguen y me vuelven loco. Falsas declaraciones, testimonios amañados... lo que ocurre es que nadie quiere en definitiva que se sepa la verdad.

—¿Podría yo serle de ayuda?

—No sé si me la imagino en este tema, inspectora. Es mejor que me lo deje a mí.

—Todo suyo. ¿Me acompaña a desayunar?

Tomamos café con churros y, aunque seguía teniendo la impresión de que el subinspector estaba raro, decidí no prestarle más atención.

—¿Hay algo nuevo en lo de Espinet? —pregunté.

—La viuda aún no puede declarar. El médico dice que mañana o pasado estará mejor, menos sedada. Por cierto, inspectora, ha llamado el doctor Martínez. Hoy a las doce hará la autopsia, dice que si quiere usted estar presente.

No era una práctica habitual que un detective de homicidios fuera invitado a una autopsia. Me pregunté cuál sería la razón. Mi compañero dominaba más que yo los entresijos de la práctica, así que le pregunté. Frunció los ojos para pensar con intensidad.

—¿Le ha llamado usted por teléfono o algo así?

—No, pero ayer estuve en el depósito para volver a ver el cadáver, aunque el forense no estaba allí.

—No diga más, alguien se lo sopló y ahora cree que no se fía de él, que piensa presentar alguna alegación contra su trabajo o algo por el estilo. Por eso quiere que esté presente.

Presenciar una autopsia no me hacía especial ilusión, pero no iba a darle el gusto de declinar a aquel gilipollas de Martínez. Se revelaba como imprescindible contar con alguien tan experimentado como Garzón en piques profesionales.

A las diez en punto teníamos que interrogar a José Olivera, guardia de día en «El Paradís». Tenía casi sesenta años, viudo. Era un tipo rechoncho y fuerte, de aspecto tranquilizador. Llevaba un bigote zapatista y una camisa de leñador con grandes cuadros rojos. Estaba impresionado por lo ocurrido y defendía a la empresa y a su compañero el guardia nocturno, al que definía como «un buen chaval». La noche del crimen había estado en su casa, cenando y viendo la televisión como hacía diariamente. Su hipótesis sobre el asesinato de Espinet era clara: alguien había saltado la tapia para robar justo después de que el guardia de noche hubo acabado la ronda. El intruso deambulaba por la urbanización cuando Espinet tuvo la mala fortuna de topárselo. Descubierto, el hombre quiso liquidarlo para que no lo delatara e, incapaz de matarlo directamente, lo llevó hasta el borde de la piscina y lo golpeó con la esperanza de que se ahogara.

La versión de aquel hombre no era satisfactoria, ¿por qué un simple ladrón decide matar? La historia del miedo a cargarse a alguien directamente tenía más fundamento, yo ni siquiera lo había pensado y, sin embargo, era tan lógica que debería haberlo hecho. Obviamente, en todo guardia de seguridad había un policía frustrado. Lo miré con curiosidad: ojos acuosos, manos gastadas... un trabajador más de los muchos que cumplen su jornada en silencio, sin que casi nadie sepa que existen. Aunque la cosa le venía un poco lejana, estaba seriamente cariacontecido. Por su último comentario comprendí la razón:

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