Serpientes en el paraíso (4 page)

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Authors: Alicia Giménez Bartlett

BOOK: Serpientes en el paraíso
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—¿De quién son estas llaves? —pregunté, mostrando las que Beltrán había encontrado, ahora metidas en una bolsita para pruebas.

—Son las del coche de Juan Luis —respondió Jordi Puig tras una simple ojeada.

Se estremeció. Los observé disimuladamente a todos. Los estragos de la tensión y la noche sin dormir se hacían evidentes.

—Ahora pueden irse a descansar o a sus quehaceres. Por supuesto, tendré que hablar con ustedes más veces, y los llamarán a declarar ante el juez, pero por el momento es suficiente. La casa quedará cerrada unos días. En estas tarjetas está mi número de móvil y el de comisaría. Para cualquier cosa, llámenme.

—Pero ¿y Lali? —preguntó Malena Puig con sorpresa.

—¿Lali?

—Juan Luis e Inés tienen una criada filipina. Está arriba, en su cuarto. La pobre lleva un susto horrible, lo está pasando fatal.

—Nadie me había informado. Tendremos que hablar con ella.

—Sea comprensiva, inspectora, la chica está muy afectada —me recomendó Malena.

—Descuide, como todos mis compañeros, siempre lo soy.

Me pareció una despedida adecuada que implicaba la mínima impertinencia necesaria en un miembro de la policía.

Salimos ordenadamente y fui en busca de Garzón, al que encontré haciendo anotaciones en su bloc.

—¿Qué tal, subinspector, cómo le ha ido con el guardia?

—Es un tontaina. Ya sabe, lo típico. Se ha pasado medio interrogatorio diciendo que le habría gustado ser policía para ayudar a los demás, pero no aprobó los exámenes de ingreso, una fatalidad. Me parece un colgado sin pizca de cerebro.

—¿Dónde estaba a la hora del crimen?

—Según él, dio una vuelta completa por toda la urbanización sin ver nada anormal, se nota que no hay espejos. Luego se metió en su caseta y estuvo escuchando la radio. Hasta las cinco de la madrugada no volvió a hacer ninguna inspección.

—¿Le ha parecido un tipo sospechoso?

—Veremos, en principio, no. ¿Qué tal usted con los amigos de Espinet?

—Ya lo leerá en el informe, yo diría que son gente bastante normal. Aún queda por interrogar a la asistenta filipina que vive con los Espinet. Acompáñeme, estoy harta de tomar apuntes como una estudiante.

Me siguió, obediente y silencioso. Subimos al piso superior de la hermosa casa de los Espinet. El cuarto de servicio era una enorme habitación con baño. Estaba decorada en un estilo entre country y naïf, como si perteneciera a un niño. Tenía un gigantesco televisor. La asistenta se encontraba sentada en un sillón, acurrucada sobre sí misma como un pollo asustado. Lo primero que hizo al vernos fue echarse a llorar. Sentí la tentación de no ser comprensiva con ella, las lágrimas me sacan de quicio.

—Tranquilícese, Lali, por favor.

—El señor está muerto.

—Sí, lo sabemos, somos los policías encargados de la investigación.

Empequeñeció aún más sus ojos oblicuos y arreció en el llanto.

—Lali, te lo ruego, tenemos que hacerte unas preguntas.

Lo único que conseguí con aquella declaración de intenciones fue que lo que hasta el momento habían sido lloros silenciosos se convirtieran en el berreo de un bebé. Garzón y yo nos miramos con desánimo. Él se hizo voluntariosamente con las riendas de la situación.

—Vamos a ver, Lali, ¿no puedes parar de llorar?

La voz de mi compañero tuvo la virtud de instalarla ya en el centro de la histeria, fuera de todo control. Aullaba como un lobo perdido en la estepa. Mi móvil sonó. Me aparté unos pasos de aquel surtidor.

—¿Inspectora Delicado? Soy Malena, la mujer de Jordi Puig. ¿Todo va bien con Lali?

—Pues, a decir verdad, no hemos conseguido que se serene como para poder hablar.

—Me lo imaginaba, por eso la llamo. Todos sabemos cómo es, se trata de una muchacha un poco infantil y simple. ¿Quiere que vaya? A lo mejor se tranquiliza si me ve.

—Se lo agradezco, si no es abusar...

Bendije hasta la sombra de aquella encantadora mujer, capaz de echar una mano en los momentos críticos y, sobre todo, de hacer café caliente. A los cinco minutos ya estaba allí. Lali se echó en sus brazos cuando la vio. Ella la cobijó, la consoló, le limpió la cara como si se tratara de una niña.

—Lali y yo somos buenas amigas, ¿verdad? Ella me cuenta cosas de su familia en Manila, ¿no es cierto, Lali?

La filipina asintió considerablemente más serena.

Malena la había manejado con habilidad. Al cabo de un instante estaba dispuesta a contestarnos. Nuestra salvadora hizo ademán de marcharse, pero le pedí que siguiera presente para evitar nuevas cataratas de dolor.

—¿Puedes decirnos qué hiciste anoche?

—Servir la cena, arreglar la cocina, ver la tele y dormir.

Atribuí tanta concreción a su escaso dominio de la lengua.

—¿A qué hora te fuiste a la cama?

—A las doce.

—¿Has oído esta noche algo especial?

—Sí, a mitad de dormir oí cosas.

Garzón y yo nos miramos con un relámpago de complicidad. Era bastante irregular que Malena permaneciera presente durante el interrogatorio, en especial si el testimonio resultaba sustancioso. Le di las gracias por su cooperación y la hice salir. Ella se aseguró de que Lali iba a estar bien, le recomendó que contestara a todas nuestras preguntas y le dio un beso cariñoso en la mejilla. Antes de que tuviera el segundo pie fuera de la habitación, Garzón disparó a saco, sin miedo a herir la sensibilidad de la chica:

—¿Qué es lo que oíste?

—A la señora loca de al lado. Anoche gritó con la cabeza fuera de la ventana. No es especial.

El español rudimentario de Lali formó una niebla en torno a sus palabras.

—¿Puedes explicarte mejor?, ¿hay una señora loca que vive al lado?, ¿por qué dices que no es especial?

—No es especial que diga cosas en la ventana de donde duerme. Muchas veces dice cosas, anoche también.

Garzón tiró de una silla y se sentó frente a ella, mirándola con intensidad.

—Vamos a ver, ¿quieres decir que en la casa de al lado vive una señora que está loca?

La chica, algo intimidada, respondió:

—Sí, en «Las Adelfas». Una señora vieja con un señor viejo que no está loco.

—¿Y qué dijo anoche, puedes recordarlo?

Lali me lanzó una mirada que era una petición de ayuda. Garzón estaba forzando la máquina. Intervine:

—Tómate el tiempo que necesites para pensar.

—Siempre dice cosas tontas: «¿Cómo te llamas?», «Hoy llueve agua». Ayer decía: «¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?»

—¿Viste a alguien, a algún extraño?

—No. Miré y tampoco había ningún pajarito.

—¿Recuerdas a qué hora fue eso?

—No. Dormía y me levanté, pero no miré el reloj.

Miré por la ventana. Daba al lateral trasero de la casa. Un seto y una valla metálica separaban el jardín del contiguo. Las ventanas vecinas, también traseras, estaban muy cercanas.

—Esa señora loca está mucho en la ventana.

—¿Sabes cómo se llama esa señora?

—Señora Domènech.

—Muy bien, Lali, lo has hecho muy bien. ¿Dónde te vas a quedar hasta que vuelva la señora Espinet?

—La señora Espinet me deja que por la noche vaya a dormir a casa de Tahita, que trabaja en «Los Girasoles». Tengo miedo aquí sola.

—Es una buena idea.

Dimos una vuelta por el jardín antes de marcharnos.

En la parte posterior de la casa había una puerta que daba a la cocina. Los hombres de Beltrán ya habían inspeccionado el terreno sin hallar nada, ni pisadas, ni objetos olvidados, ni rastros. El césped tupido que crecía por todos lados dificultaba las improntas. Garzón se rascó la oreja al estilo canino.

—«¿Adónde vas, pajarito, quién eres tú?» ¿Hasta qué punto estará loca esa vieja señora, Petra?

—Habrá que comprobarlo. ¿Se ha hecho el interrogatorio rutinario a los vecinos?

—El de rutina, usted lo ha dicho, sin más profundización. Coronas ha dado orden de no crear alarmas innecesarias. También se ha hablado con el presidente de la comunidad. Resultados negativos, todo el mundo dormía. Hemos repartido tarjetas con nuestros números de teléfono.

—¡Vaya, nuestro jefe no quiere que molestemos a estos tranquilos ciudadanos. No me negará que hace gala de una gran sensibilidad hacia las clases privilegiadas!

—Así es el mundo.

—Habrá que hablar con el señor viejo que no está loco.

—Vamos allá.

—Espere, quiero un poco de información previa. No podemos llamar a la puerta y preguntar: «Aquí vive una vieja loca, ¿verdad?»

—El presidente de la comunidad se ha ido ya a su trabajo. Es el único que podría informarnos.

—Iremos a casa de Malena Puig. Siendo tan servicial, no creo que le importe colaborar un poco más.

Pusimos rumbo a «Los Ibiscus» caminando entre casas floreadas.

—¡Vaya chozas!, ¿no? —exclamó el subinspector.

—¿Le gustaría vivir aquí?

—No sé, a lo mejor. Si montaran un bar...

—Se aburriría mucho, Fermín.

—Podría plantar un huerto en el jardín y comer tomates frescos todo el año.

—La comunidad no se lo consentiría. Pensarían que eso de los tomates es una cutrez y le obligarían a poner plantas decorativas.

—Lleva razón. Estoy de maravilla donde estoy. Pensándolo bien, en ninguna otra parte podría estar mejor. Solo en mi apartamento, tranquilo, un poco de música, un partidillo de fútbol en televisión y la nevera bien provista de cerveza y pizza congelada. ¡No saldría de allí ni aunque me propusieran el palacio de Buckingham!

No esperaba semejante andanada hogareña de Garzón. Desde que nos habíamos visto a la vuelta de vacaciones, aquella inusitada reivindicación había sido su primer comentario positivo. Definitivamente estaba raro.

Frente a «Los Ibiscus» llamamos a la puerta del jardín. Inmediatamente, un labrador juguetón apareció ladrando en tono poco amenazante. Un segundo más tarde apareció una chacha de uniforme. El acento con que dijo: «Sí, pasen, en seguida avisaré a la señora Puig» la delató como originaria de algún país sudamericano, quizá ecuatoriana.

Nada más entrar en el amplio
hall
llegó Malena Puig. Llevaba a un niño varón cogido de cada mano. Calculé que tendrían siete y cinco años, no más. Al vernos sonrió. Se había duchado y cambiado de ropa. Ahora tenía un aspecto juvenil, con tejanos y una camiseta azul celeste. Me vi en la necesidad de disculparme.

—Perdone, ya estamos de nuevo aquí. No queremos molestar, pero...

—No me molestan. En seguida los atenderé. Tendrán que esperar un instante porque, si no, estos chicos van a perder el autobús del colegio. Decid buenos días, niños.

Los dos niños obedecieron con aire soñoliento.

—¡Hola, chavales! —soltó Garzón con un detestable estilo de campechano cura rural.

Malena les puso a los chavales unas pequeñas rebecas de punto, ayudó a ambos a cargarse una desproporcionadamente grande mochila a la espalda y los besó. Hacía esas maniobras con una gracia admirable, como si formara parte de un ballet. Sus gestos denotaban cariño y firmeza.

—¿Ya han empezado el curso? —preguntó mi compañero, empeñado en la sociabilidad infantil.

—Aún no. Pasan las mañanas de setiembre en un centro donde hacen deporte y aprenden inglés.

El subinspector asintió cargado de razón, como si aquellas dos actividades le parecieran el colmo de la prudencia educacional.

—Sí, señor, eso es lo que hay que hacer, prepararse para el futuro, que es muy competitivo —apuntó, ya completamente instalado en el lugar común.

La madre se volvió e impulsó a los niños por la espalda.

—Vamos, id con Azucena, ella os acompañará al autobús.

Salieron como un par de pequeños autómatas programados. Malena Puig volvió a sonreír.

—Tardan en despertar. Entren y siéntense.

—Sólo queremos hacerle una pregunta.

—¿Por qué no vienen a la cocina y desayunamos como Dios manda? Con esta historia terrible aún no he probado bocado.

Nos negamos hasta donde la cortesía nos dictó y luego entramos con ella en la cocina, encantados con la posibilidad de comer algo. Era una cocina alegre y llena de luz. En una amplia mesa quedaban los restos del desayuno de los niños. Malena los retiró en dos segundos y colocó un mantel de colores. En otros dos segundos, un servicio completo de café y un gran bizcocho ocuparon el espacio vacío.

—Lo he hecho yo, espero que les guste.

—¡Un bizcocho hecho en casa, no me lo puedo creer, esas cosas ya no existen! —exclamé.

—Es terrible, ¿verdad, inspectora?, perder el tiempo preparando pasteles.

—No he querido decir eso.

—Ya lo sé, pero es terrible de todos modos. Hace poco leí que muchas amas de casa americanas hornean su propio pan para dar más calidad de vida a su familia. Yo espero no llegar a tanto. Supongo que cuando los niños crezcan volveré a trabajar.

—¿Llegó a trabajar como abogada?

—Sí, tuve varios trabajos relacionados con el mundo del Derecho. Luego entré en el bufete de Adolfo Espinet, el padre del pobre Juan Luis. Supongo que han oído hablar de él, es uno de los abogados más prestigiosos de Barcelona. Ahora ya está jubilado, pero su nombre aún abre todas las puertas. Me imagino cómo les habrá caído esta muerte absurda a él y a su esposa. No creo que logren levantar cabeza nunca más.

—Usted y su marido, ¿se conocieron en el bufete del padre de Espinet?

—En cierto modo, sí. Yo era amiga de Juan Luis y me propuso entrar en el bufete. Después, él mismo me presentó a Jordi. Nos enamoramos y nos casamos. Todo iba bien hasta que anoche...

Se ensombreció de pronto, e hizo un gesto de desesperación. El subinspector, que ya le había metido mano al bizcocho, participó por primera vez en la charla.

—Usted parece la única que conserva la entereza después de lo que ha pasado.

—Sí, mi especialidad es mantener la calma, pisar fuerte en la realidad. Tengo ese rol en el grupo.

—¿El grupo?

—Las tres parejas estamos muy unidas. Los niños van a los mismos colegios, celebramos todo en común, compramos las casas por las mismas fechas... Somos como una pandilla... o, mejor dicho, lo éramos. Ahora no sé qué pasará. Sólo espero que Inés no decida abandonar «Las Margaritas» e irse a vivir con sus padres. Sería un error tremendo. Aquí podemos ayudarla, animarla un poco.

Encendí un cigarrillo. Nuestra amable anfitriona fue en seguida a buscar un cenicero.

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