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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Septiembre zombie (15 page)

BOOK: Septiembre zombie
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Emma se encogió de hombros.

—Sólo se trata de una respuesta básica, ¿verdad? —sugirió Michael.

—Eso supongo. Sólo se trata de la respuesta más básica. Por Dios, incluso las amebas y los gusanos de tierra son capaces de reaccionar de esa forma. Cuando tropiezan con un obstáculo, cambian de dirección.

—Entonces, ¿estás diciendo que piensan o que no piensan?

—Realmente no estoy segura... —admitió Emma.

—Porque esto suena como si estuvieras diciendo que podrían conservar alguna capacidad de tomar decisiones...

—Supongo que sí.

—Pero, por el otro lado, parece que van con el piloto automático, moviéndose sólo porque son capaces de hacerlo.

Emma volvió a encogerse de hombros, enojada por esta batería de preguntas sin respuesta.

—¡Dios santo, no lo sé! Sólo te estoy diciendo lo que pienso.

—Entonces, ¿qué crees? ¿Qué crees que les ha pasado realmente?

—Están casi muertos.

—¿Casi muertos?

—Creo que cerca del noventa y nueve por ciento de su cuerpo está muerto. No respiran, no piensan y no comen, pero hay algo que sigue funcionando dentro de ellos al nivel más básico.

—¿Como qué? —preguntó Michael.

—No lo sé.

—¿Quieres lanzar alguna sugerencia?

Emma parecía reticente. No estaba segura de lo que estaba diciendo. Sólo improvisaba sobre la marcha.

—Realmente no estoy segura —suspiró—. Supongo que es el instinto. Ya no tienen ninguna comprensión de identidad o propósito, no tienen necesidades o deseos. Sólo existen. Se mueven porque pueden hacerlo. No existe ninguna otra razón.

Consciente de que se había convertido en el centro de atención, Emma se alejó de la furgoneta hacia la fila de tiendas a su derecha. Se sentía mal. Para sus compañeros, su limitada experiencia y conocimientos médicos la convertían en una experta en un campo del que realmente nadie sabía nada.

En el suelo delante de una panadería, el cuerpo muerto de un hombre bastante frágil y anciano luchaba por levantarse. Sus débiles brazos se movían inútiles a los lados.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Carl, que miraba cautelosamente por encima del hombro de Emma.

Michael, que les había seguido, le dio un golpecito con el codo a Emma y señaló hacia una silla de ruedas volcada a unos metros. Ella miró la silla y el cuerpo y luego se agachó. Tratando de mantener el control de su estómago, porque la piel en descomposición del anciano exhalaba un hedor extraño y nocivo, subió una de las perneras del pantalón de la criatura y vio que la pierna derecha era artificial. En su estado de debilidad, el cuerpo ni siquiera podía levantarse del suelo.

—Mira —dijo mientras se alzaba—. Esta maldita cosa ni siquiera sabe que sólo tiene una pierna. El pobre cabrón probablemente se ha pasado años en la silla de ruedas.

Como no tenía ningún interés en el cuerpo tullido y se sentía mareado, Carl se alejó. Anduvo solo frente a la fila de tiendas silenciosas y contempló con tristeza los escaparates polvorientos de cada uno de los edificios ante los que pasaba. Había un banco con las puertas abiertas de par en par, y junto a él una óptica en la que dos cadáveres estaban sentados sin moverse y esperaban una consulta que nunca iba a tener lugar. Al lado de la óptica se encontraba una tienda de ultramarinos. La tienda estaba fría y húmeda, pero entró. El olor penetrante de los alimentos podridos agrió el húmedo aire matinal. El hedor actuó como si fueran sales y le recordó a Carl por qué estaba allí. Sintiéndose repentinamente expuesto, vulnerable e inseguro, empezó a llenar cajas de cartón con todos los alimentos no perecederos que pudo encontrar en la estrecha tiendecita.

Emma y Michael llegaron unos segundos después. En menos de quince minutos, los tres habían trasladado la mayor parte de las mercancías a la parte trasera de la furgoneta, y en menos de una hora estaban de regreso en Penn Farm.

21

Michael y Emma estaban sentados el uno frente a la otra en la mesa de la cocina. Eran casi las cuatro. Carl había estado trabajando en el generador la mayor parte de la tarde. La puerta trasera estaba abierta, y la casa se estaba quedando helada.

—Tiene que haber algo que los impulsa —dijo Emma—. No puedo comprender por qué se siguen moviendo y aun así...

—Maldita sea, déjalo correr, ¿quieres? ¿Qué importa? ¿Por qué tenemos que preocuparnos por lo que hacen y por qué lo hacen siempre que no sean un peligro para nosotros? Dios santo, no me importaría despertarme con mil y una de esas malditas cosas rodeando la casa, cantando y bailando, mientras no...

—De acuerdo, lo he captado. Lo siento si no comparto tu limitada visión.

—Mi visión no es limitada —protestó Michael.

—Sí que lo es. No te importa nada que no seas tú mismo...

—Eso no es verdad.

—Sí que lo es.

—No lo es. Me preocupo por ti y también por Carl. Sólo creo que tenemos que enfrentarnos a los hechos, eso es todo.

—No conocemos los hechos, ése es el problema. No sabemos nada.

—Sí que sabemos. Para empezar es un hecho que no importa qué le ha pasado al resto de la población mientras no nos ocurra a nosotros. Es un hecho que no importa por qué millones de personas han muerto y nosotros estamos vivos. ¿Qué diferencia habría si lo supiéramos? ¿Qué podríamos hacer? Aunque encontrásemos alguna cura milagrosa, ¿qué íbamos a hacer? ¿Pasar el resto de nuestras vidas dedicados a cincuenta y muchos millones de cadáveres a costa de nosotros mismos?

—No, pero...

—Pero nada. No tengo una visión limitada, estoy siendo realista.

—No lo puedo remediar —replicó Emma, descansando la cabeza en las manos—. Es el médico que hay en mí. Quería cuidar de la gente, y esto va en contra de todo...

Michael se la quedó mirando.

—Olvida todo eso. Olvídalo todo. Deja de intentar averiguar qué ha ocurrido y por qué. Lo perdido, perdido está, y vamos a sacar todo lo que podamos de lo que ha quedado. Tenemos que olvidarlo todo y a todos, y concentrarnos en intentar construir algún tipo de futuro para los tres.

—Lo sé. Pero no resulta tan sencillo, ¿no te parece? No puedo desconectar sin más y...

—Tendrás que hacerlo. Dios santo, ¿cuántas veces tendré que decirlo? Tienes que olvidarte del pasado. Esa vida se ha acabado.

—Lo estoy intentando. Mira, sé que ya no puedo ayudar a nadie, pero creo que no has pensado en esto como lo he hecho yo.

—¿Qué quieres decir?

—También quiero asegurarme de que estamos a salvo, como tú —explicó Emma—, pero ¿te has parado a pensar si realmente ya ha pasado todo?

—¿Qué?

—¿Quién ha dicho que esto es el final? ¿Quién ha dicho que los cadáveres levantándose y moviéndose por ahí es el acto final?

—¿Qué estás diciendo?

—No estoy segura —admitió Emma; se inclinó hacia delante y se masajeó las sienes—. Mira, Mike, creo que tienes razón, ahora tenemos que cuidar de nosotros mismos. Pero necesito saber que, sea lo que sea que les ha ocurrido a los demás, no me va a pasar a mí. Que hayamos escapado hasta el momento no quiere decir que necesariamente seamos inmunes, ¿no te parece?

—¿Y crees que deberíamos...?

Un fuerte y repentino golpe procedente del exterior, que reverberó por la casa rompiendo el silencio, cortó a Michael. Se levantó de un salto, salió corriendo al exterior y se encontró a Carl sentado en la hierba con la cabeza entre las manos. A través de la puerta medio abierta del cobertizo pudo ver una caja de herramientas bocabajo, que acababa de patear o tirar en un ataque de ira.

—¿Estás bien? —preguntó.

Enfadado, Carl gruñó algo antes de levantarse y meterse de nuevo en el cobertizo. Emma contemplaba la escena desde la puerta trasera.

—¿Se encuentra bien?

—Eso creo. Parece que le está costando un poco, eso es todo.

Emma asintió pensativa y siguió mirando. Michael se apoyó pesadamente contra la pared a su lado.

—Está oscureciendo —comentó Emma—. Pronto lo tendrá que dejar.

Michael no contestó. Levantó la mirada y contempló cómo ella miraba a Carl.

—Oye, sobre lo que estabas diciendo antes...

—¿Qué pasa?

—Suponiendo que seamos inmunes y que sobrevivamos a todo esto...

—Sí...

—¿Crees que podremos construir algo con lo que ha quedado?

Emma reflexionó durante un momento antes de contestar.

—Aún no estoy segura. ¿Y tú?

—Aquí estamos bastante cómodos, estoy seguro. Dios santo, podemos convertir este lugar en una maldita fortaleza si queremos. Todo lo que necesitamos está ahí fuera en alguna parte. Sólo es cuestión de ponernos las pilas y encontrarlo...

—Una perspectiva desalentadora, ¿no te parece?

—Lo sé. No va a ser fácil, pero...

—Creo que lo más importante es decidir si queremos sobrevivir, no si podemos hacerlo. —Se volvió para mirar a Michael—. Ya sé que podemos tenerlo todo; maldita sea, podríamos vivir en el maldito palacio de Buckingham si quisiéramos...

—... en cuanto lo hubiéramos limpiado de cadáveres...

—De acuerdo, pero has captado mi idea. Podemos tenerlo todo, pero debemos preguntarnos si hay algo que haría que todo esto fuera más fácil de digerir. No quiero romperme la espalda construyendo algo si vamos a acabar prisioneros aquí, contando los días hasta que nos muramos de viejos.

Su sinceridad era dolorosa. Michael se levantó y regresó al interior. Ella lo siguió a la cocina, y lo observó mientras él llenaba un pote con agua y lo colocaba en el hornillo.

—Sabes lo que creo que deberíamos... —empezó a decir Michael. Se calló de repente. Oía algo. No podía ser, ¿o sí? Apagó el quemador de gas. Dios santo, podía oír una máquina; un traqueteo mecánico bajo y constante. Carl entró sin aliento por la puerta.

—¡Lo he conseguido! ¡Maldita sea, lo he hecho!

Orgulloso, apretó el interruptor en la pared. El fluorescente del techo empezó lentamente a parpadear y cobró vida, llenando la habitación con una luz eléctrica dura, implacable y absolutamente maravillosa.

22

Siguieron ocupados por la casa hasta poco después de las nueve de la noche; disponer de luz eléctrica había extendido considerablemente la duración de su día útil. Después de guardar las provisiones y cerrar la furgoneta y la casa para pasar la noche, pararon, exhaustos. Emma hizo la cena y comieron mientras miraban una película que habían encontrado.

Michael, que había estado sentado en el suelo con la espalda apoyada en el sofá, miró hacia atrás poco después de las once y vio que tanto Carl como Emma se habían quedado dormidos. Durante un rato se los quedó mirando y contempló cómo la luz parpadeante de la pantalla del televisor les cubría el rostro de sombras nerviosas y en constante movimiento.

Había sido una velada extraña. La normalidad aparente de sentarse y mirar la televisión había incomodado a Michael más de lo que se esperaba. Todo le había parecido muy cotidiano cuando habían empezado a ver la película, una hora y media antes. Al cabo de unos pocos minutos, cada uno de ellos por separado se había visto transportado de regreso a una época, no demasiado lejana, cuando la población del país se contaba por millones, no por centenares. Quizá la noche parecía tan extraña e incómoda por esa misma razón. Los tres habían recordado todo lo que habían perdido sin ninguna razón aparente. Carl había reconocido que se sentía culpable de vivir de esa manera cuando todos los demás habían muerto.

Michael estaba amargamente desilusionado, aunque intentaba no aparentarlo. Había pasado el tiempo en el que podía aceptar una comedia alegre y barata, como la que acababan de ver, como lo que era: una distracción temporal para sentirse bien, un anestésico para el cerebro. En ese nuevo tiempo, todo lo que hacía y veía lo llevaba a pensar en temas que no quería considerar y a formularse preguntas que no quería responder. Al menos aún no.

Su falta de concentración había llegado a tal extremo que no se dio cuenta de que la película había terminado hasta que los títulos de crédito llevaban varios minutos pasando por la pantalla. Sumido de nuevo en negros pensamientos, siguió sentado con la espalda apoyada, esperando que la pantalla se quedara finalmente en blanco. Cuando terminó la música y fue sustituida por el silencio, abrió otra lata de cerveza y se estiró en el suelo.

Durante un rato más siguió tendido en silencio y escuchó con atención el mundo alrededor. Carl estaba roncando con suavidad y Emma se movía en sueños, pero, aparte de eso, los dos estaban en silencio. Desde fuera llegaba el traqueteo constante del generador en el cobertizo, y también oía el fuerte viento meciendo las copas de los altos pinos que rodeaban la granja. Más lejos, Michael casi llegaba a oír el quejido bajo y ominoso de una tormenta distante que se acercaba con rapidez. A través de una cortina medio abierta vio cómo las primeras gotas de lluvia golpeaban la ventana. Se incorporó de golpe, sorprendido, cuando captó movimiento en el exterior de la parte trasera de la casa. ¿Habría alguien allí fuera?

Michael saltó y pegó la cara al cristal, con los nervios disparados. Escudriñó la oscura noche, preguntándose si los ruidos mecánicos que producía el generador habrían actuado como la música clásica en la ciudad, y habían atraído la atención de supervivientes que de otra forma habrían permanecido ignorantes de su llegada a Penn Farm. No podía ver nada. Con la misma rapidez con la que limpiaba el vidrio, la lluvia del exterior y la condensación del interior volvían a empañarle la visión.

Los otros seguían durmiendo. Michael atravesó la casa corriendo y cogió una linterna que habían dejado deliberadamente en un aparador del recibidor. La linterna era potente. Michael fue siguiendo el círculo vacilante de luz blanca a través de la puerta trasera de la casa, que había abierto con precaución. Salió al frío aire nocturno e iluminó alrededor, sin hacer caso de la fuerte lluvia, que rápidamente le empapó la ropa.

Ahí estaba de nuevo. Sin lugar a dudas, había movimiento cerca del generador. El pulso se le aceleró mientras avanzaba por el jardín y se detenía a sólo unos pocos metros del cobertizo. Cerca de las paredes del pequeño edificio de madera vio cuatro cuerpos desgreñados. Incluso con la limitada luz de la linterna
y
con la molestia del viento, la lluvia y la tormenta que se acercaba, resultaba evidente que se trataba de cuatro víctimas más de la enfermedad, el virus o lo que fuera que había diezmado la población la semana anterior. Michael se quedó mirándolos con curiosidad e incomodidad mientras uno de los cuerpos se estrellaba contra la puerta. En lugar de volverse y alejarse tambaleante, como Michael había esperado, la desaliñada criatura empezó a rodear el cobertizo, tropezando y resbalando en la hierba mojada.

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