Michael se la quedó mirando. La expresión en su cara no le dejó la más mínima duda sobre sus intenciones.
—¿Qué vamos a conseguir esperando? —pregunto Michael entre dientes—. Tal como pinta la cosa, va a ser mucho más arriesgado quedarnos aquí que estar ahí fuera. Es mejor que nos vayamos ya y aprovechemos al máximo la luz del día. Vámonos.
—¿Estás seguro...?
—Parece que tenéis dudas. Os podéis quedar con esta pandilla si queréis...
Carl negó con la cabeza y apartó la mirada, sintiéndose intimidado y presionado.
—Bueno, hay que echarle huevos —exclamó Emma, subiendo un poco el tono de voz—. Tienes razón. Vámonos de aquí.
Michael se dio la vuelta para mirar de nuevo a los otros supervivientes. Se aclaró la garganta, sin saber qué iba a decir o ni siquiera por qué tenía que preocuparse en decir algo.
—Nos vamos —empezó; sus palabras resonaron en la fría sala de madera—. Si alguno de vosotros quiere...
Stuart Jeffries se levantó de la silla y avanzó decidido hacia Michael. Los dos hombres se quedaron cara a cara.
—Métete en tu maldito coche y desaparece ahora mismo. No necesitamos a gente que corre riesgos innecesarios, como has hecho tú esta mañana. Nos has puesto en peligro a todos. Cada segundo que pasas aquí es un segundo de más.
Michael lo miró a la cara durante lo que pareció una eternidad. Había innumerables cosas que podría haberle dicho a Jeffries y a los demás, innumerables razones por las que pensaba que debían seguirle y no quedarse encerrados en el centro comunitario, porque él tenía razón y ellos estaban equivocados, pero la ira en los ojos de Jeffries no le dejaron la menor duda de que no tenía sentido decir nada.
—Vamos —intervino Emma; lo cogió del brazo y lo arrastró hacia la salida.
Michael miró alrededor de la sala por última vez antes de dar la espalda al resto del grupo. Emma pasó al lado de Kate en el pasillo. Con los ojos llenos de lágrimas, ésta intentó decirle algo a Emma, pero no pudo.
—Ven con nosotros.
Kate se mordió los labios y apartó la mirada.
—No puedo.
—Sí puedes. Mira, no existe ninguna razón para que tú...
—No puedo —repitió ella, negando furiosamente con la cabeza—. No puedo salir ahí afuera...
Carl empujó suavemente a Emma hacia delante. Michael ya estaba fuera, esperándolos con impaciencia. Lo siguieron al exterior, y la puerta del centro comunitario se cerró rápidamente a su espalda. Sabiendo que no había vuelta atrás, no pudieron evitar sentirse nerviosos e inseguros e intercambiaron unas rápidas miradas ansiosas antes de subir a la furgoneta. Michael arrancó el vehículo y condujo hacia la carretera principal, deteniéndose sólo para dejar pasar a un cuerpo esbelto de piel grasienta.
Menos de una hora de viaje y a Carl, Michael y Emma ya les atormentaba el miedo y la incertidumbre. Dejar el refugio había parecido la única opción antes, pero después de abandonar el edificio y a los otros supervivientes, la inseguridad y la desconfianza habían empezado a recomerlos por dentro y a dominarlos. Una duda, cercana a la paranoia, torturaba a Michael mientras trataba de mantener la concentración y seguir adelante con la furgoneta. Decidió que el problema era que realmente no sabían adonde dirigirse. Encontrar algún lugar seguro para refugiarse había parecido sencillo en principio, pero una vez en el exterior y viendo con sus propios ojos el alcance de la muerte y la devastación, estaba empezando a parecerles una tarea imposible. Tenían el mundo entero a su disposición para coger lo que quisieran, pero en ese momento no parecían encontrar nada que les interesase. Se detuvieron ante muchos edificios, pero siempre consiguieron convencerse para seguir adelante. Podría haber algo mejor tras la siguiente esquina...
Emma estaba sentada con la espalda tensa y recta al lado de Michael, mirando fijamente por las ventanillas, volviendo la cabeza de lado a lado, demasiado asustada para apoyar la espalda en el respaldo y relajarse. Antes de verlo por sí misma, le había parecido lógico suponer que sólo la indefensa población habría sido afectada por la inexplicable tragedia. La realidad era que el terreno también había sido atacado con ferocidad y asolado más allá de todo reconocimiento. Innumerables edificios, a veces calles enteras, habían sido arrasados por fuegos descontrolados, que aún seguían humeando. Prácticamente todos los coches que habían estado funcionando cuando se produjo el desastre, habían quedado fuera de control y se habían estrellado. Se consideró afortunada de haber estado dentro de su casa y relativamente segura cuando empezó la pesadilla. Se preguntó cuántas de las personas que habían muerto al chocar su coche o en cualquier otro accidente inesperado habrían podido sobrevivir si el destino no les hubiera jugado esa mala pasada. ¿Cuántas de las personas que compartían su inmunidad a la enfermedad, el virus o lo que fuera que hubiera provocado todo esto, habían sido eliminadas a consecuencia de la mala suerte? Algo le llamó la atención en un campo junto a la carretera. Los restos de una avioneta se hallaban sobre el terreno ondulado y desnivelado al final de un surco largo y profundo. Esparcidos alrededor se veían trozos de metal retorcido mezclados con los restos ensangrentados de los pasajeros. Se preguntó qué les habría ocurrido a las personas que hubieran sobrevivido al estrellarse sus vuelos. No tenía sentido pensar en todo eso, pero en cierto modo le resultaba casi terapéutico. Parecía que la ayudaba a mantener la mente ocupada.
Los tres supervivientes descubrieron con desconcertante rapidez que se iban volviendo insensibles a la carnicería, la muerte y la destrucción que les rodeaba. Pero aunque la visión de miles de cuerpos destrozados y ensangrentados, y las consecuencias de centenares de accidentes horribles fueran algo habitual, de vez en cuando, alguno de ellos era testigo de cosas tan terribles y grotescas que le resultaba prácticamente imposible comprender lo que estaba viendo. Por mucho que quisiera apartar la vista, Carl se encontró contemplando un autocar de color rojo y blanco cuando pasaron ante él. El enorme y pesado vehículo había colisionado contra una casa de ladrillos rojos. Los cuerpos de unos treinta niños permanecían atrapados en los asientos. Aunque estaban firmemente sujetos por los cinturones de seguridad, vio al menos a siete de los pobres niños intentando levantarse. Los brazos marchitos se sacudían alrededor de los rostros vacíos y pálidos. Al ver esos niños, Carl pensó en Gemma, la niñita perfecta que había dejado atrás. Saber que nunca más volvería a verla o a abrazarla le causó un dolor casi insoportable. Ya había sido muy duro aceptar su pérdida mientras se hallaba en el centro comunitario, pero aunque pareciera extraño, cada kilómetro que se alejaban hacía que le resultara más difícil soportar esa agonía. Sarah y Gemma llevaban muertas una semana, pero él aún se sentía responsable por ellas. Ellas seguían siendo su familia.
Desde que empezó el viaje, la conversación había sido escasa y forzada y el silencio estaba empezando a ensordecer a Emma. Sabía que Michael tenía que concentrarse mucho en la conducción, porque las carreteras estaban plagadas de escombros, y Carl parecía preocupado, pero ella necesitaba hablar. El tenso silencio en la furgoneta le estaba dejando demasiado tiempo para pensar.
—¿Alguno de vosotros ha pensado realmente adónde vamos a ir? —preguntó.
No hubo respuesta. Cada uno por su parte había estado pensando intermitentemente en esa cuestión, pero las distracciones constantes de un terreno lleno de cicatrices había impedido que ninguno llegara a una conclusión.
—Pronto tendremos que tomar una decisión —prosiguió Emma—. Necesitamos algún tipo de plan, ¿no os parece?
Michael se encogió de hombros.
—Pensé que ya teníamos uno. Seguir conduciendo hasta que encontremos un lugar seguro, y entonces pararnos.
—Pero ¿qué significa seguro? ¿Hay algún lugar seguro?
—No lo sé.
—¿Qué pasará con las enfermedades? —continuó Emma—. Se están empezando a pudrir.
—Lo sé.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer?
Michael volvió a encogerse de hombros.
—No hay mucho que podamos hacer, ¿no te parece? No podemos ver los gérmenes, así que tendremos que correr el riesgo.
—¿Lo que estás diciendo es que nos podríamos parar en cualquier parte?
Michael reflexionó durante un segundo.
—Sí.
—¿Y por qué no lo hemos hecho? ¿Por qué sigues conduciendo y...?
—Porque... —le cortó él.
—Porque estamos demasiado asustados —le interrumpió ella, contestando su propia pregunta—. Porque ningún lugar es seguro, ¿no es así? Debe de haber montones de casas vacías y podríamos escoger la que quisiéramos, pero eso no importa. La verdad es que estoy demasiado asustada para salir de esta furgoneta, y lo mismo os pasa a vosotros.
Esta confesión, inesperada y muy precisa, provocó que la conversación llegase inmediatamente a su fin.
Casi las cuatro y media. La larga, lenta y laboriosa tarde se estaba acercando a su fin. Carl sabía que sólo tenían unas pocas horas antes de que desapareciera la luz. Cuando le había pasado a Carl la responsabilidad de conducir, Michael, que en ese momento se encontraba acurrucado en el asiento vacío en la parte posterior de la furgoneta, durmiendo de manera irregular, había estimado que llegarían a la costa occidental en poco más o menos una hora. Pero ya habían pasado dos horas y media desde que intercambiaron los puestos, y ante ellos seguía sin haber nada más que una carretera sin fin y un viaje sin destino.
La tarde era fría y clara. Un sol brillante suavizaba las bajas temperaturas, pero poco a poco iba bajando en un cielo en su mayor parte azul, pero que se iba punteando de nubes bulbosas de color gris y blanco. La calzada relucía con la humedad de una cortina de lluvia que habían atravesado unos minutos antes.
Emma seguía muy despierta, intensamente concentrada en el mundo muerto, con la esperanza de encontrar algún lugar seguro en el que refugiarse.
—¿Estás bien? —preguntó Carl de repente, sobresaltándola.
—¿Qué?
—He preguntado si estás bien —repitió.
—Perfectamente.
—¿Está dormido? —inquirió Carl, e hizo un gesto por encima del hombro hacia Michael.
Emma miró hacia atrás y se encogió de hombros.
—No lo sé.
Al oír su nombre, Michael se estiró.
—¿Qué ocurre? —gruñó, adormilado y confundido.
Nadie contestó.
Había una señal pintada a mano a un lado de la carretera. Estaba estropeada y desgastada por el tiempo, y sólo era visible en parte, pero al pasar a su lado, Carl consiguió distinguir las palabras «café», «desvío» y «2 millas». No había tenido demasiado apetito a lo largo del día, durante toda la semana a decir verdad, pero pensar en comida le dio hambre. Llevaban algunos alimentos en la furgoneta, pero con las prisas de abandonar la ciudad habían quedado enterrados bajo varias bolsas y cajas.
—¿Alguno de vosotros quiere algo de comer? —preguntó.
Emma sólo gruñó, pero Michael se sentó inmediatamente.
—Yo sí —contestó, restregándose los ojos.
—He visto la señal de un café que está más adelante. Podríamos parar a tomar un bocado.
Había prados vacíos a ambos lados de la interminable carretera. No se veían coches, ni edificios, ni cuerpos andando por ninguna parte. Considerándolo todo, Carl pensó que valía la pena correr el riesgo. Le iría bien descansar de conducir, y todos necesitaban parar durante un rato para decidir qué era lo que realmente intentaban conseguir.
Con repentino interés, Michael se estiró y miró alrededor. Él también se dio cuenta de la falta de cualquier señal de vida humana. Pudo ver un rebaño de ovejas pastando más adelante. Hasta ese momento no se había parado a pensar en lo que significaba ver animales. En la ciudad habían visto algún perro de vez en cuando y siempre había habido pájaros volando en el cielo, pero nunca había caído en la importancia de su supervivencia, porque siempre había tenido un millón de pensamientos confusos corriéndole por la cabeza. Ver a las ovejas en su ignorante soledad le obligó a pensar en ello. Al parecer, sólo los humanos se habían visto afectados. Fuera lo que fuese lo que había ocurrido, no había afectado a las demás especies. La llegada al café interrumpió el curso de sus pensamientos.
El edificio alto y blanco apareció de la nada. Una casa remodelada, grande y solitaria, que parecía totalmente fuera de lugar en el entorno exuberantemente verde, oculta desde la carretera por una fila de densos pinos. Carl redujo la velocidad, entró en un gran aparcamiento de grava y se detuvo cerca de una puerta lateral. Apagó el motor, cerró los cansados ojos y se relajó. Después de horas conduciendo, el silencio fue un alivio muy bien recibido.
A pesar de que hacía unos minutos había estado prácticamente dormido, Michael ya se encontraba totalmente despierto y alerta. Incluso antes de que Carl hubiera sacado las llaves del contacto, ya estaba fuera de la furgoneta y corría hacia la puerta del café.
—Cuidado —le advirtió instintivamente Emma.
Michael miró hacia atrás y le envió una sonrisa tranquilizadora mientras cogía el pomo y tiraba de la puerta. No estaba cerrada con llave, pero no se quería abrir. Empujó con el hombro.
—¿Qué ocurre? —preguntó Carl.
—Algo la ha bloqueado —contestó mientras seguía empujando y tirando—. Hay algo delante.
—Ten cuidado —repitió Emma. Por el temblor de su voz estaba claro que no se sentía tan cómoda con la situación como parecían estarlo los hombres.
Michael empujó de nuevo la puerta, y esta vez consiguió abrirla hacia adentro otro par de centímetros. Dio unos pasos hacia atrás y corrió contra la puerta, cargando con el hombro. Por fin se abrió lo suficiente para que él pudiera colarse adentro. Miró hacia atrás a los otros durante un instante antes de desaparecer.
—Realmente no me gusta nada esto —murmuró Emma para sí misma, mirando inquieta alrededor. El viento helado le agitaba el cabello por delante de la cara y le hacía llorar los ojos. Se quedó mirando fijamente la puerta del café, esperando la reaparición de Michael.
Dentro del edificio, Michael descubrió que lo que bloqueaba la puerta era el cuerpo rígido e inmóvil de una chica adolescente, que había caído de espaldas al morir. Las brutales acometidas de Michael la habían puesto de costado, lo que dejó a Michael unos centímetros por los que poder entrar. Con cuidado, la agarró por el brazo izquierdo y la arrastró fuera de la trayectoria de la puerta.