—Y el día antes de eso estaban muertos en el suelo —añadió Baynham inútilmente.
Vuelve a explicarnos qué has visto exactamente ahí fuera —le dijo Michael a Verónica.
Verónica sollozó temblorosa mientras se intentaba explicar. Lágrimas de miedo le rodaron por las mejillas. Una multitud asustada seguía cerniéndose a su alrededor; algunos intentaban alejarse, otros querían oír más. Emma empujó hacia atrás al más cercano, para dar espacio a Verónica para respirar.
—Me di cuenta la pasada noche —empezó, temblando y sorbiéndose la nariz al hablar, y sin apartar los ojos de la puerta abierta—. Había muchos de ellos en la calle, pero no me llamaron la atención. Me desperté y me acerqué a la ventana hace cosa de una hora, y había montones de ellos... cientos...
—¿Qué hacían?
Verónica se quedó callada, sorprendida por la pregunta de Michael y sin saber exactamente qué contestar.
—Nada... sólo estaban allí... esperando... Creo que saben que estamos por aquí...
El ruido procedente del atemorizado grupo volvió a aumentar de volumen, al pasarse las palabras de la chica de persona a persona en nerviosos susurros.
—Voy a echar un vistazo —anunció Michael. Se acercó a la puerta. Verónica se levantó y retrocedió con otros muchos, que se escabullían buscando un escondite.
—No seas estúpido —gritó Stuart Jeffries desde la sala principal—. No salgas.
—Vi a uno de ellos cuando abrí la puerta —dijo Carl, en voz lo suficientemente baja para que sólo lo oyeran Michael y Baynham—, tenía el mismo aspecto que ayer. Si están ahí fuera para venir a por nosotros, habría reaccionado, ¿no os parece?
—Sería lo lógico —replicó Michael.
—Sal ahí fuera y cerraré con llave la maldita puerta —amenazó Jeffries, abriéndose camino a lo largo del pasillo—. No volverás a entrar aquí una vez esté cerrada.
—Madura y contrólate, Stuart —exclamó Carl.
Michael dio unos pasos en el exterior y se detuvo. Jeffries empujó fuera a Carl detrás de él, cerró de un portazo y giró la llave en la cerradura.
—¡Stuart! —protestó Emma—. No puedes...
—Lo que les ocurra es su puto problema. Nadie les ha pedido que salgan. Si quieren arriesgar su cuello, es su problema. Yo no voy a correr ningún riesgo.
* * *
—Maldita sea... —exclamó Carl mientras abandonaban el aparcamiento y se acercaban al cruce con Stanhope Road—. A eso es a lo que querías echarle un vistazo...
Michael se quedó paralizado en medio de la calle, con el corazón latiéndole con furia. Por delante de ellos, como mucho a doscientos metros, se encontraba una enorme multitud de cuerpos, tal como había dicho la chica. La penumbra de primera hora de la mañana hacía difícil estimar cuántos individuos había allí. Estaban de pie, muy juntos; un número incalculable de bultos, que bajo la escasa luz, parecía haberse convertido en una masa oscura y sólida.
—¡Dios santo! —exclamó Carl—. Hay centenares.
—Sí, pero ¿por qué? ¿Qué es lo que quieren?
—No me importa —contestó Carl, retirándose con lentitud—, me vuelvo.
Empezó a andar de espaldas, sin atreverse a quitar los ojos de la masa oscura de en medio de la calle. Se chocó con algo y rápidamente se volvió. Era otro cuerpo. La fuerza del impacto lo había derribado, pero ya se estaba levantando. Carl se quedó mirando el rostro vacío y sin emociones del cadáver, ya que se tambaleaba de nuevo hacia él, y descubrió que era incapaz de apartar la mirada de la piel descolorida, la sangre seca pegada alrededor de la boca, los ojos opacos y desenfocados... Cargó contra él, golpeándolo directamente en el pecho con el hombro y enviándolo de regreso al asfalto.
—Estas putas cosas vienen a por nosotros —dijo sin aliento, preparándose para defenderse.
—No, no lo están haciendo.
Carl se dio la vuelta. Otro cadáver se dirigía hacia Michael, que avanzó para encontrarse con él y lo agarró del brazo con fuerza. El cuerpo intentó moverse, pero prácticamente carecía de fuerza, y Michael lo mantuvo quieto. En cuanto lo soltó, el muerto empezó a andar de nuevo, aparentemente sin darse cuenta del cambio de dirección que le habían obligado a realizar.
—No están interesados en nosotros, Carl. Dios, ni siquiera nos pueden ver.
—Entonces, ¿qué pasa con todos esos? —preguntó, señalando hacia la gran muchedumbre—. ¿De qué va todo esto? ¿Por qué están aquí si no nos pueden ver?
Michael no tenía la respuesta. A pesar de que acababa de manipular a voluntad a uno de los cadáveres, la presencia de tantos otros tan cerca le seguía preocupando. El resto del mundo parecía estar muerto. ¿Qué otra cosa los podía estar atrayendo hacia allí que no fueran los supervivientes refugiados en la cercanía?
—Tiene que haber alguna explicación —afirmó Michael.
Con creciente inquietud, fue hacia la multitud.
—¿Qué demonios estás haciendo? —gritó Carl mientras empezaba a regresar al centro comunitario—. Vamos, tío, quizás esto haya sido un error...
Ninguno de los cuerpos estaba reaccionando ante la presencia de Michael. Se había dado cuenta de que algunos le daban la espalda. Más adelante, otros estaban de cara. ¿Se sentían atraídos por algo en particular? Imperturbable, se fue acercando y se subió al techo de un coche, cuyo conductor muerto colgaba inerte de la puerta abierta, con los brazos extendidos hacia la calle. Como la muchedumbre seguía sin reaccionar, estampó la bota contra el techo, y el sordo golpe metálico pareció extenderse a lo largo de todo Stanhope Road. En seguida ninguno pareció reaccionar.
—¡Aquí arriba! —gritó—. Eh, ¿me puede oír alguien?
Ninguna reacción.
—Michael, vámonos...
Sin hacer caso de Carl, Michael se agachó en el techo del coche para ver mejor la multitud. Había un hueco en el centro, algo largo e indefinido que les impedía avanzar a lo largo de la calle.
«Eso es —pensó para sí mismo—, ¡esas malditas cosas están atascadas!»
Sin dar explicaciones, saltó del coche y corrió hacia la multitud, pero se detuvo cuando estuvo lo suficientemente cerca para tocarlos. Con el corazón latiéndole a toda velocidad, hizo una mueca, respiró hondo y se sumergió en la masa. Desde cierta distancia, Carl lo contemplaba sin poder hacer nada. Perdió de vista a Michael en la penumbra y esperó ansiosamente a que reapareciera. Estaba planteándose regresar al centro en busca de ayuda cuando lo volvió a ver, encaramado sobre algo.
—¿Sigues ahí, Carl?
—Aquí estoy —contestó éste, avanzando de nuevo y esquivando a otro cadáver—. ¿Qué demonios estás haciendo?
—Es un camión.
—¿Qué?
—Estoy sobre un camión. Está volcado y hay otro coche encajado delante de él. Entre los dos prácticamente bloquean toda la anchura de la calle.
—¿Y?
—Pues que estos tontos cabrones no pueden pasar. Están atascados. Y cuanto más tiempo pasa, más se van quedando atrapados. Han llegado desde ambas direcciones, y ninguno de ellos puede pasar.
Carl se sintió aliviado. Aún no acababa de comprenderlo, pero que Michael hubiera encontrado una explicación, era suficiente. Todo lo que necesitaba saber era que los muertos seguían siendo tan tontos y torpes como lo eran cuando empezaron a levantarse del suelo la mañana del día anterior.
—Entonces, ¿ya podemos volver adentro?
—Voy a intentar mover el coche... a ver si consigo que se dispersen.
—¿Estás seguro? No hagas nada que...
No tenía sentido acabar la frase, porque Michael había vuelto a desaparecer.
Saltó desde el camión volcado y se abrió paso hacia el coche entre la hedionda multitud. Apartó a muchos cuerpos de su camino y, antes de que los que se encontraban detrás de ellos los pudieran empujar de nuevo hacia él, abrió la puerta del acompañante y se metió dentro. El conductor muerto se hallaba inmóvil a su lado, desplomado sobre el volante. Le soltó el cinturón de seguridad, se inclinó por encima de él y abrió la puerta todo lo que pudo; luego se sentó de medio lado, apoyó los pies en el pecho del conductor y lo empujó y pateó hasta que consiguió sacarlo del coche. Pasó al asiento vacío y arrancó el coche. Al principio fue marcha atrás con lentitud, empujando suavemente a los cadáveres fuera de su camino, pero cuando se libró de la muchedumbre aceleró. Le hizo un gesto a Carl para que subiera al coche, y contemplaron cómo la masa de muertos proseguía lentamente su torpe avance. Muchos de los que se habían encontrado más cerca del coche se fueron cayendo empujados por la presión de la masa, que los hacía avanzar demasiado rápido para sus torpes pies hacia el repentino espacio vacío que se había formado ante ellos. Y más tontos cadáveres fueron cayendo al tropezar con los cuerpos de los que ya estaban en el suelo. Durante un momento pareció que tantos habían perdido pie que la calle se bloquearía de nuevo, pero entonces, con dolorosa lentitud, unos cuantos cadáveres tambaleantes consiguieron pasar. Poco a poco, las criaturas se fueron cruzando y desaparecieron por la calle en diferentes direcciones. Michael pensó que parecían una multitud de hinchas de fútbol alejándose del campo después de que su equipo hubiera perdido.
—En serio, necesitamos largarnos de aquí —comentó Carl mientras conducían la corta distancia de regreso al centro comunitario.
—Me lo dices o me lo cuentas. ¿Sabes qué es lo que más me preocupa?
—¿Qué?
—No es lo que está pasando aquí fuera, sino cómo han reaccionado Ralph y toda esa pandilla. Se han dejado llevar por el pánico antes de saber si había un verdadero motivo. ¿Qué va a ocurrir si la cosa se pone realmente fea? No sé tú, colega, pero yo creo que no quiero estar por aquí para descubrirlo.
Jeffries, Paul Garner y Ralph se negaron a dejarlos entrar. Mejor que perder el tiempo discutiendo, Michael decidió que le habían forzado la mano y que había llegado el momento de irse. Consiguió mantener una corta conversación a gritos con Emma a través de una ventana, y le explicó que Carl y él se dirigían al centro de la ciudad para buscar transporte y provisiones.
La idea de estar en la calle y expuestos en otra parte de la ciudad resultó ser peor que la realidad. Los dos hombres pudieron moverse libremente; fueron adonde quisieron y cogieron todo lo que creyeron necesitar. Era como ir de compras con una tarjeta de crédito con saldo ilimitado. Excepto por los cuerpos que seguían tendidos en el suelo, el mundo parecía el mismo de siempre. Hasta los cadáveres que se tambaleaban por las calles tenían esa mañana cierto parecido circunstancial con las hordas de consumidores que, menos de una semana antes, habían recorrido las mismas calles en busca de una terapia consumista.
Abandonaron el coche y encontraron un gran monovolumen plateado de siete plazas, que cargaron con alimentos, ropa y cualquier otra cosa que pensaron que podrían necesitar. Por un momento, Michael le estuvo dando vueltas a la idea de regresar a su casa a recoger algunas de sus cosas, pero no se decidió a hacerlo. Sus pertenencias se podían reemplazar con facilidad, y no quería correr el riesgo de remover los recuerdos y las emociones que, por el momento, conseguía mantener bajo control.
Emma suspiró aliviada cuando, poco antes de las once, Carl y Michael regresaron. Se había estado esperando junto a la puerta y la había abierto antes de que Jeffries o cualquiera de sus compinches pudiera darse cuenta de lo que estaba haciendo. Había metido sus pertenencias en dos bolsas y una caja de cartón, y había hecho lo mismo con las cosas de Michael y de Carl. Entre los tres, todo lo que quedaba de sus vidas había quedado reducido a cinco bolsas y tres cajas.
La mayor parte del grupo casi no le había hablado durante el tiempo que los dos hombres habían estado fuera del centro comunitario. Era como si de repente hubiera dejado de existir. Los otros parecían pensar que los estaban abandonando, y Emma tenía verdaderas dificultades para comprender por qué se sentían así. Cualquiera de ellos, incluso para todos ellos si querían, podía irse con Michael, Carl y ella. Emma supuso que lo único que los detenía era la incertidumbre y su temor irracional a salir del ruinoso edificio de madera. En esas pocas horas había cruzado la mirada a muchos de los otros, pero ellos rápidamente habían apartado la vista.
—¿Todo en orden? —preguntó Emma mientras Michael aparcaba la furgoneta delante del edificio, se bajaba y se estiraba.
—Estupendamente —contestó él en voz baja—. ¿Tú estás bien?
Ella asintió. Carl se aproximó desde el otro lado del vehículo.
—Tenemos todo lo que necesitamos —comentó—. ¿Qué te parece nuestro transporte?
Emma volvió a asentir y lentamente rodeó el gran coche familiar. Dentro había siete asientos, dos delante, dos detrás y tres en el centro. Los dos asientos delanteros y el asiento de detrás del conductor estaban vacíos. Los demás estaban abarrotados hasta el techo de provisiones.
—¿Habéis tenido algún problema mientras estabais ahí fuera? —les preguntó.
—¿Problemas? —contestó Carl, sorprendido—. ¿Qué tipo de problemas?
Ella se encogió de hombros.
—No lo sé. Dios santo, habéis pasado toda la mañana en medio de una ciudad llena de cadáveres andantes. No sé lo que habéis visto o lo que...
Michael la interrumpió.
—No ha pasado nada —dijo con brusquedad—. Estaba lleno de cuerpos caminando por todas partes, pero no ha pasado nada. Esa gente es idiota. No es ni remotamente tan malo como se imaginan.
Michael se dirigió al interior a recoger sus pocas pertenencias. El silencio que lo recibió al entrar en la sala fue ominoso. Los demás supervivientes, casi la totalidad de los veintipico individuos cada vez más asustados, se quedaron mirándolos a él, a Carl y a Emma. Algunas de esas personas no se le habían acercado en todo el tiempo que llevaban en el centro comunitario. Otros no habían hablado ni una palabra con nadie desde que estaban allí. Y a pesar de eso, de repente Michael sintió que eran ellos tres contra todos los demás. Notaba auténtica animosidad y rabia en la sala, y la oleada de hostilidad lo detuvo en su camino. Se volvió para mirar a Emma y Carl, sintiéndose repentinamente expuesto.
—Ha sido así desde que salisteis —le explicó Emma—. Están totalmente aterrorizados.
—Idiotas —bufó Carl—, no hay necesidad de nada de esto. Deberíamos decirles que...
—No les vamos a decir nada —ordenó Michael. La sorprendente autoridad en su voz silenció y sorprendió a Carl—. Nos vamos y punto.
—¿Qué, ahora mismo? —exclamó Emma sorprendida—. ¿Estamos preparados? ¿Necesitamos...?