—¡Lo tengo! —gritó Carl.
—¿Qué tienes?
Carl había estado enfrascado en las páginas de un mapa de carreteras.
—Creo que he encontrado dónde estamos en el mapa.
—Bien hecho —dijo Michael sarcástico—. ¿Ahora puedes encontrar esa maldita casa?
—Lo estoy intentando —replicó—. No es fácil. No puedo ver ninguna señal o algo que me sirva de referencia.
—¿Así que no puedes ver ni un solo edificio en todos estos alrededores?
—Espera...
Carl intentaba enfocar los ojos en el mapa. Se iba de lado a lado mientras Michael tomaba las curvas de la estrecha carretera.
—¿Tienes algo?
—Creo que no —respondió al fin Carl—. ¿Puedes frenar un poco, tío? Me cuesta...
—Mira, si no puedes encontrar nada en esta carretera —lo interrumpió Michael enfadado—, ¿crees que podrás decirnos cómo llegar a otra carretera que conduzca realmente a algún sitio?
Otra pausa mientras Carl estudiaba el mapa.
—No hay mucha cosa por aquí...
—Dios santo, tiene que haber algo...
—Quieres calmarte —intervino Emma desde atrás—. Lo conseguiremos.
Michael golpeó el volante frustrado y giró de golpe para tomar una curva pronunciada de la carretera. Le costó mantener el control del vehículo y se vio forzado a girar con fuerza en la otra dirección para evitar golpear la parte trasera de un coche que se había empotrado de cara contra el seto.
—Si lo he interpretado bien, deberíamos llegar pronto a otra curva en la carretera —dijo Carl, intentando proporcionar una orientación definitiva—. Inmediatamente después de la curva hay un cruce. Gira a la derecha y llegaremos a una carretera principal al cabo de un par de kilómetros.
—¿Qué tiene de bueno una carretera principal? Estamos buscando algún lugar lejos de las carreteras principales.
—Estoy tratando de encontrarte algún lugar —gritó Carl—. ¿Quieres que cambiemos de sitio, porque lo único que has estado haciendo durante la última hora es criticar todo lo que he intentado...
—Se aproxima la curva —intervino Emma, y cortó de inmediato la discusión.
Sin reducir en absoluto, Michael hizo que la furgoneta tomara la curva.
—De acuerdo, ahí está el cruce. ¿Qué era, derecha o izquierda?
—Derecha... —contestó Carl. No estaba completamente seguro, pero no se atrevía a admitirlo. Giró el mapa hacia un lado y después hacia el otro.
—¿Estás seguro?
—Por supuesto que estoy seguro —chilló—, haz el puto favor de girar a la derecha.
Furioso y sin pensar con claridad, en el calor del momento a Michael se le cruzaron los cables y giró a la izquierda.
—Mierda.
—Idiota, ¿por qué demonios has hecho eso? Dios santo, me has preguntado la dirección y te la he dicho, y ahora tú te vas en la maldita dirección contraria. ¿Para qué te molestas en preguntar? ¿Por qué no tiro este puto mapa por la ventanilla?
—Te tiraré a ti por la puta ventanilla —amenazó Michael. Se quedó callado mientras la carretera comenzaba a ascender y estrecharse de forma considerable.
—Sigue adelante —sugirió Emma—. Por aquí no va a haber manera de dar la vuelta a la furgoneta.
La carretera se redujo a un solo carril, y el asfalto bajo las ruedas tenía cada vez más baches.
—¿Qué demonios es esto? —exigió saber Carl, aún lívido—. ¡Nos estás llevando por un jodido camino de carro!
En lugar de parar y admitir la derrota, Michael pisó más el acelerador y forzó la furgoneta a subir por otra empinada cuesta. La rueda delantera derecha se hundió en un bache profundo lleno de agua de lluvia sucia, que salpicó de barro toda la parte delantera de la furgoneta. Michael encendió los limpiaparabrisas pero, en lugar de limpiar el vidrio, sólo consiguió extender el barro grasiento por todo su campo de visión y reducir la ya limitada visibilidad.
—Allí —indicó, con los ojos entrecerrados para ver más allá—. Hay un claro ahí delante. Intentaré dar la vuelta en él.
No se trataba tanto de un claro como de una sección un poco más ancha de la calzada a la entrada de un campo. Michael fue frenando la furgoneta hasta casi pararla por completo.
—¡Espera! —gritó Carl—. ¡Mirad allí!
Señalaba a través de un hueco entre los árboles al otro lado de la carretera. Michael volvió a pasar los limpias por el parabrisas.
—¿Qué?
—Lo veo —intervino Emma—. Hay una casa.
Los cansados ojos de Michael dieron por fin con el aislado edificio. Se volvió y miró a Carl y a Emma.
—¿Qué crees? —preguntó Carl.
En lugar de contestar, Michael volvió a pisar a fondo el acelerador y lanzó la furgoneta por el camino. Como un corredor de fondo al ver la línea de meta, reaccionó con un energía súbita y una determinación sacada de la nada. Después de otra ligera subida tuvieron una visión clara del edificio cercano. El camino que seguían conducía directamente a la puerta principal de la gran casa.
—Parece perfecta —comentó Emma en voz baja.
La desnivelada carretera se volvía menos definida a cada metro. Bajaba a través de una zona de bosque denso marcando una ligera curva y después cruzaba sobre el arco de un pequeño puente de piedra. El puente salvaba una suave corriente que serpenteaba por la ladera de la colina.
—Es una granja —indicó Carl, cuando pasaron ante un tractor y un arado abandonados, constatando lo evidente.
—Pero no hay animales.
Michael bajó la ventanilla y olisqueó el aire fresco. Emma tenía razón, no podía ver u oler a una sola vaca, cerdo, oveja, pollo, pato, caballo o cualquier otro animal por el estilo. Detuvo la furgoneta en el centro de un gran patio de grava, justo delante de la casa, bajó de su asiento y se estiró, contento de haber parado al fin.
La aparente tranquilidad de ese lugar aislado contrastaba con el caos y la devastación que habían dejado atrás. Emma, Carl y Michael se quedaron juntos en silencio mientras observaban lo que les rodeaba. Se hallaban en un patio de unos veinte metros cuadrados, encajonado entre el río, los edificios de la granja y el bosque. Había maquinaria agrícola en diversos grados de reparación diseminada por toda su extensión; algunas herramientas parecía haberse utilizado recientemente; otras estaban rotas, olvidadas y oxidadas. Al otro lado del patio, el lado opuesto al puente, había dos graneros de madera en ruinas. La casa era una edificio grande y tradicional, construido en ladrillo, con un tejado gris a dos aguas moteado de liquen verde y amarillo. Tres escalones de piedra conducían a un porche de madera cerrado, y adosado al edificio se encontraba un garaje de hormigón con una puerta metálica azul, que parecía totalmente fuera de lugar. La hiedra cubría entre la mitad y un tercio de la fachada de la casa y sus zarcillos descuidados habían empezado a avanzar sobre el techo del garaje.
—Esto parece ideal —comentó Emma—. ¿Qué pensáis?
Como era el que se encontraba más cerca, Emma miró a Michael en busca de una respuesta. No era la primera vez ese día que parecía estar a kilómetros de distancia, perdido en sus propios pensamientos.
—¿Qué? —murmuró Michael, y sonaba como si estuviera enojado porque lo había molestado.
—Decía que parece perfecta —repitió Emma—. ¿Qué crees, Carl?
—No está mal —contestó sin comprometerse, intentando ocultar que estar de pie en el exterior, como estaban en ese momento, le asustaba. No sabía quién, o qué, podría estar espiándolos—. Servirá para esta noche.
Michael subió los escalones de la casa, abrió el porche y entró. Los otros dos lo contemplaban desde una distancia prudencial, pero Michael estaba demasiado cansado para ponerse nervioso. Golpeó la puerta con el puño.
—Hola —gritó—. Hola, ¿hay alguien ahí?
Carl encontró inquietante el volumen de su voz. Miró alrededor con ansiedad.
Después de unos pocos segundos, al no haber respuesta, Michael probó con la puerta. Estaba abierta, y Michael desapareció en el interior de la casa. Emma y Carl se miraron durante un instante antes de seguirlo. Cuando llegaron al recibidor, Michael ya había revisado todas las habitaciones de la planta baja y estaba haciendo lo mismo con las del primer piso. Reapareció en lo alto de la escalera.
—¿Y bien? —preguntó Emma.
—Parece en condiciones —contestó mientras bajaba corriendo.
—¿Hay alguien?
Michael asintió y señaló hacia la derecha. Emma miró a través de la puerta hacia una sala de estar grande y cómoda. Un solo cadáver, un hombre canoso y con sobrepeso, vestido con una bata abierta, pantalones y zapatillas, yacía en el suelo delante de la chimenea. Carl se sintió un poco más seguro sabiendo que ése era el único cuerpo, y entró en la sala de estar. Había una carta sin abrir en el suelo junto a la mano sin vida del hombre. Se agachó y la recogió.
—Éste debe de ser el señor Jones —murmuró; después de leer la dirección en el sobre—. El señor Arthur Jones, Penn Farm. Tiene aquí una granja muy bonita, señor Jones.
—¿No hay señales de la señora Jones? —preguntó Emma.
—No he encontrado a nadie más —contestó Michael, moviendo la cabeza—. Y parece demasiado viejo para que pueda haber por aquí pequeños Jones.
Emma se dio cuenta de que Carl seguía agachado junto al cuerpo, mirándole la cara.
—¿Qué ocurre? —preguntó. No hubo respuesta—. Carl, ¿qué ocurre?
Él movió la cabeza, la miró y sonrió.
—Nada. Lo siento, estaba a kilómetros de distancia.
Carl apartó la mirada con la esperanza de que los demás no se hubieran dado cuenta de su repentina ansiedad e incomodidad. Dios santo, pensó, había visto literalmente miles de cadáveres en los últimos días, entonces, ¿por qué le preocupaba ése en especial? ¿Sería porque era al primer cuerpo al que había mirado de cerca, o sería porque éste era el primer cuerpo que había visto con una identidad conocida? Sabía el nombre del hombre y cómo se ganaba la vida, y había irrumpido en su hogar. Eso le hacía sentirse incómodo.
Michael se sentó en un sillón y se protegió los ojos de la luz del sol de última hora de la tarde, que se filtraba en la habitación.
—¿Esto será suficiente? —preguntó—. ¿Pensáis que nos debemos quedar aquí?
—Hay mucho sitio —contestó Emma—, y fuera hay un arroyo con agua.
—Y no es fácil llegar —añadió Carl, forzándose a apartar la mirada del señor Jones—. Dios santo, a nosotros nos ha costado mucho encontrarlo.
—Y es una granja —concluyó Michael—, de manera que tiene que haber muchas más cosas en este lugar que sólo esta casa.
—¿Como qué? —preguntó Emma.
Michael se encogió de hombros.
—No lo sé. Descubrámoslo, ¿no te parece?
Se levantó del asiento. Carl y Emma lo siguieron por un pasillo que atravesaba el edificio de parte a parte. A la izquierda se encontraba la escalera y las puertas que daban a la cocina y a una pequeña oficina; a la derecha estaba la sala de estar y el comedor. Michael se paró ante la puerta trasera y golpeó la ventana.
—Aquí lo tenemos —dijo, mientras se volvía sonriendo—. Ya os lo dije. Esto nos servirá.
Intrigados, Carl y Emma miraron por encima de sus hombros. En el patio trasero de la casa se encontraba un depósito de gas de buenas dimensiones montado sobre una base de hormigón fuerte y rectangular. Carl miró más abajo. Había un gran cobertizo en la esquina más alejada a la izquierda.
—Me pregunto qué debe de haber allí. Un poco grande para ser un cobertizo de jardín.
Abrió la puerta, atravesó corriendo toda la extensión del jardín y desapareció en el interior del cobertizo.
—¿Qué es? —preguntó Michael con interés.
Carl reapareció con rapidez.
—¡No os lo vais a creer! ¡Es un maldito generador!
—¿Qué, para producir electricidad? —preguntó tontamente Emma.
—Para eso se utilizan habitualmente —suspiró Michael.
—¿Funcionará? —volvió a preguntar de forma igualmente tonta.
—No lo sé —contestó Carl mientras los seguía de regreso al interior de la casa—. Intentaré hacerlo funcionar más tarde.
—Hay tiempo —comentó Michael—. Más vale que nos quedemos aquí. Esta noche no vamos a encontrar nada mejor.
Michael estaba dormido a las ocho. Acurrucado en un sofá en la sala de estar, cayó en un sueño inesperadamente profundo y refrescante. La casa estaba en silencio salvo por sus suaves ronquidos y los sonidos ahogados de la conversación de Emma y Carl. Aunque seguramente estaban tan cansados como Michael, ninguno de los dos estaba lo suficientemente relajado como para ser capaz de cerrar los ojos y desconectar. Por muy cómodo y tranquilo que de repente fuera su entorno, seguían sabiendo que el mundo exterior no había dejado de ser tan inhóspito y horrible como lo había sido desde los primeros minutos de la tragedia de la semana anterior.
—Podría haber conseguido que funcionase esta noche —comentó Carl, que seguía hablando del generador del cobertizo—. Pero me da pereza. Tenemos tiempo. Trabajaré en él por la mañana.
Se había ganado la vida arreglando máquinas y tenía ganas de empezar ese trabajo por la mañana. En secreto tenía la esperanza de que, al menos durante un rato, la grasa y el esfuerzo le permitirían imaginar que había vuelto al trabajo. Durante un rato podría fingir que los últimos días no habían existido.
Emma y Carl estaban sentados uno a cada lado de la chimenea, envueltos en los abrigos, porque en la habitación hacía frío. Michael había preparado un fuego, pero no se habían decidido a encenderlo por miedo a que el humo llamara la atención sobre su localización. Su miedo era irracional, pero no podían evitarlo. Lo más probable era que fueran las únicas personas vivas en kilómetros a la redonda, pero no querían correr ningún riesgo, por mínimo que fuera. Pasar desapercibidos era parte de su seguridad.
La gran habitación estaba confortablemente oscura. La danzarina luz naranja procedía de las tres velas, que proyectaban extrañas sombras, enormes y parpadeantes, contra las paredes. Después de un largo silencio, habló Emma.
—¿Crees que aquí estaremos bien? —preguntó.
—Al menos durante un tiempo —contestó Carl, con voz tranquila y baja.
—Me gusta.
—Está bien. Escucha, Emma, ¿no crees...?
Se quedó callado antes de terminar la pregunta, inseguro.
—¿No creo qué?
Carl se aclaró la garganta y se removió incómodo en su asiento. Con cierta reticencia empezó de nuevo.
—No crees que vuelva el granjero, ¿verdad?