Algo no iba bien.
Michael tardó casi un minuto en descubrir qué era, y luego lo vio claro: estos cuerpos no iban a marcharse. Sus movimientos eran tan lentos y sin voluntad como los de los otros cientos de cadáveres que habían visto, pero no había duda de que estaban dando vueltas alrededor del cobertizo.
Cuando tres de los cuatro cuerpos se encontraron momentáneamente fuera del camino hacia la puerta, Michael empujó a un lado al que quedaba y pasó al interior. Le costó pensar por encima del ruido ensordecedor del generador, pero encontró los controles que regulaban la máquina y la paró. Después de secarse la cara y las manos en una toalla sucia y detenerse para cobrar aliento, volvió al exterior.
Al cerrar la puerta del cobertizo ya se encontraba solo. Tres de los cuerpos se habían ido. Pudo ver al cuarto alejándose trabajosamente de la casa.
A pesar de haberse ido a la cama exhausto, Michael estaba despierto, levantado, aseado y vestido a las seis de la mañana siguiente. Había pasado otra noche incómoda y en vela en su mayor parte, dando vueltas y más vueltas sobre el suelo duro al lado de la cama de Emma. Estaba contento de haberse despertado antes que ella. Emma no le había dicho nada que le hiciera pensar que le molestase que él durmiera allí, pero le preocupaba un poco que ella pudiera malinterpretar sus razones. Pensara lo que pensara Emma, él se sentía mejor no teniendo que dormir solo.
Aunque tenía casi veintinueve años, Michael había pasado las últimas horas de oscuridad encogido de miedo como un niño asustado. Por la cabeza le habían pasado todo tipo de pesadillas irracionales como las que no le habían asaltado desde que tenía ocho o nueve años. En la oscuridad de la noche se había escondido bajo las sábanas, de los monstruos que acechaban detrás de la puerta, y se había encontrado sentado muy tieso en medio de la penumbra, seguro de que algo terrible e inidentificable estaba subiendo las escaleras para atraparlo. Sabía que no había nada y que los ruidos que oía sólo eran los crujidos y los gruñidos poco familiares de la vieja casa, pero eso no le servía para tranquilizarse. Le era imposible ignorar el miedo. De niño, sus padres siempre habían estado allí para rescatarlo y tranquilizarlo, pero ya no. Ya no había nada ni nadie que pudiera ayudarlo, y la realidad de más allá de la puerta de la granja era peor que cualquier pesadilla que hubiera podido tener nunca.
Cuando las primeras luces del alba empezaron a penetrar en la casa, recuperó su aplomo. El incómodo miedo que había experimentado fue rápidamente reemplazado por una íntima sensación de estupidez y de vergüenza por haber estado tan aterrorizado durante la noche. En algún momento de las largas horas que acababan de pasar, cuando el viento aullaba en el exterior, y sacudía y azotaba con furia los árboles, se había cubierto las orejas y había apretado fuertemente los ojos, rezando para quedarse dormido y despertar en cualquier otro sitio. Aunque nadie lo había visto ni oído, se sentía avergonzado de haber permitido la aparición de una fisura en su fachada, por lo general imperturbable, casi arrogante.
La casa era fuerte, segura y sólida, y Michael no debería haberse preocupado. A pesar de todo lo que se había imaginado en la oscuridad, nada ni nadie había intentado penetrar en Penn Farm. Aún atontado por el sueño, fue a la cocina y encendió el hornillo de gas. El ruido bajo y constante del quemador le resultaba extrañamente relajante y tranquilizador, y se alegraba de que el pesado silencio de las primeras horas de la mañana se viera finalmente perturbado. Un poco más relajado, hirvió agua y se preparó una taza de café fuerte y solo. Se sirvió un pequeño desayuno, pero sólo pudo comer un par de bocados. Estaba aburrido, cansado e inquieto, y necesitaba encontrar algo que hacer. Como había tenido la oportunidad de descubrir, esos días un minuto desocupado tenía la tendencia a parecerse a una hora, y una hora vacía era como mucho más que un día.
Una puerta abierta al otro lado de la cocina conducía a un office, en el que entró Michael sin ningún objetivo concreto. En el rincón más alejado de la habitación había una pila de cajas vacías y otras basuras que aún no habían tirado. Habían considerado ese espacio como el menos importante de la casa y lo habían utilizado para poco más que como almacén temporal. Durante uno o dos segundos, Michael pensó en intentar ordenarlo un poco, pero no se pudo convencer. Demasiado esfuerzo, demasiado temprano.
En lo alto de la pared frente a la puerta por la que acababa de entrar había un estante. Sólo era una tabla de madera combada sujeta por tres escuadras oxidadas en la que se encontraba una gran pila de trastos. Le picó la curiosidad; arrastró una silla por la habitación y se subió a ella para echar una ojeada. A primera vista no parecía haber nada de interés, sólo algunas herramientas viejas de jardinería, botes de vidrio llenos de clavos, cerrojos, tornillos y cosas por el estilo, pero entonces se encontró con algo inesperado e inconfundible: la culata de una escopeta. Tiró con cuidado, sacó el arma de entre los trastos y se quedó allí, manteniendo precariamente el equilibrio en la silla y admirando el arma cubierta de telarañas y suciedad. Instintivamente volvió a subir la mano y tanteó a lo largo del estante, primero hacia la izquierda y después hacia la derecha de donde había encontrado la escopeta. Con los dedos totalmente extendidos fue acercando una caja de cartón hasta poder cogerla. Se puso la escopeta bajo el brazo, abrió la tapa de la caja y vio que estaba llena de munición. Como un niño con un juguete nuevo, bajó de un salto y lo llevó todo a la cocina.
* * *
Emma se levantó a las ocho y media, y Carl unos tres cuartos de hora más tarde. Encontraron a Michael sentado ante la mesa de la cocina, limpiando la escopeta. Había estado trabajando en ella al menos durante dos horas, y casi había acabado. Levantó la mirada hacia Emma. Ella parecía tan cansada como él. ¿También se habría pasado la noche en vela?
—¿Qué estás haciendo? —acabó preguntando Emma después de prepararse algo de beber.
—La he encontrado hace un rato —contestó Michael, reprimiendo un bostezo—. Pensé que estaría bien limpiarla.
—¿Para qué es? —preguntó Carl; eran las primeras palabras que pronunciaba desde que había bajado la escalera.
Michael se encogió de hombros.
—Para disparar contra cosas —contestó inexpresivo, sin pizca de sarcasmo o humor.
—Eso ya lo sé, idiota, pero ¿para qué la vamos a utilizar nosotros?
Michael bajó la escopeta.
—No lo sé. Maldita sea, espero que no la necesitemos nunca.
Era evidente que a Carl le interesaba el arma. Se sentó junto a Michael y la cogió. Como se había pasado toda la mañana limpiándola, a Michael le molestó que Carl hubiera decidido meterse por medio.
—Déjala —ordenó—. Aún no he acabado con ella.
—¿Has utilizado alguna de éstas? —preguntó Carl, repentinamente despierto y mucho más animado.
—No, pero...
—Yo, sí —prosiguió—. A veces le hacía algún trabajo a un tipo que solía disparar.
—No me gusta —intervino Emma desde el otro lado de la habitación. Estaba de pie al lado de la fregadera, tan lejos de la mesa como podía—. No la necesitamos. Nos tendríamos que deshacer de ella.
—No estoy tan seguro. Ni siquiera sabemos si aún sigue funcionando...
—No veo ninguna razón para que no lo haga —interrumpió Carl—. ¿Te importa si la pruebo?
—Sí me importa —contestó Michael, mientras intentaba sin éxito que le devolviera la escopeta—. Maldita sea, me he pasado horas tratando de...
Carl no le escuchaba. Se levantó de un salto de la silla, cogió un puñado de munición y salió al exterior. Michael miró a Emma y lo siguieron. Cuando llegaron a la puerta delantera ya pudieron oír a Carl cargando y disparando repetidamente la escopeta.
—¿Está seguro con esa cosa? —preguntó Emma mientras salían.
Michael no contestó, aún enfurruñado porque le había quitado la escopeta. Miró enfadado cómo Carl la cargaba.
—Va perfecta, sabes —balbuceó Carl excitado—. Es precisamente lo que necesitamos. Estos días nunca sabes qué vas a encontrarte al doblar una esquina...
—No sé qué me da más miedo —intervino Michael en voz baja—, que haya miles de cadáveres andando por todas partes o él con esa jodida arma.
Emma consiguió esbozar una media sonrisa, que desapareció en cuanto Carl levantó la escopeta y se dispuso a disparar de nuevo. Apretó con fuerza la culata contra el hombro, cerró un ojo y apuntó en la distancia.
—¿Qué demonios estás haciendo? —gritó Michael—. ¿Eres estúpido? Sólo nos falta que esa cosa te estalle en la cara y te envíe al otro barrio...
—No pasa nada —contestó Carl sin mover o bajar la escopeta—. Sé de estas cosas. No va a estallar.
—Déjala, por favor —intervino Emma.
—Mirad esto. Le voy a dar...
Intrigado, Michael se colocó detrás de él y miró a lo largo del cañón de la escopeta. Carl estaba apuntando a través de un hueco entre los árboles hacia un campo donde un cuerpo solitario caminaba torpemente por el barro.
—Déjalo en paz, ¿quieres?
—Le voy a dar —repitió Carl; clavó los pies y situó el cuerpo en la mira—. ¿Qué le va a pasar? Pero si probablemente ni se dará cuenta de que le han disparado.
—Primero tendrás que darle.
—Oh, seguro que doy a ese cabrón —contestó Carl; apretó el gatillo y disparó. El ruido ensordecedor del disparo resonó durante lo que pareció una eternidad, y produjo un eco sin fin a través de los campos, que hasta entonces habían estado silenciosos.
—Mierda, he fallado.
El cuerpo del campo se detuvo.
—Se ha parado —comentó Michael sorprendido—. Dios santo, ha oído el disparo. ¡Debe de estar vivo!
Aturdido, Carl avanzó unos pasos, vacilante.
—No le he dado, ¿verdad? —preguntó ansioso—. Mierda, sólo estaba intentando...
—Cállate —le interrumpió Michael—. No le has dado.
Mientras miraban en la distancia, el cuerpo en el campo empezó a moverse de nuevo. Sin embargo, en lugar de seguir a través del campo embarrado, había cambiado de dirección. El desastrado hombre caminaba en dirección a la casa. Emma no podía creer lo que estaba viendo.
—¿Viene hacia aquí?
—Eso parece —contestó Carl.
Michael no dijo nada. Siguió mirando durante unos segundos más hasta que estuvo completamente seguro de que el hombre se dirigía hacia ellos, entonces corrió a encontrarse con él. Excepto los supervivientes en Northwich, ésa era la primera persona que había visto que había reaccionado conscientemente a lo que ocurría a su alrededor. Y pensar que unos momentos antes Carl lo había estado apuntando con la escopeta. Emma salió detrás de Michael y Carl la siguió pisándole los talones.
La vista desde la granja había sido engañosa. Había una hondonada entre Michael y el hombre que añadía una distancia adicional además de una subida inesperada. Éste siguió avanzando rápidamente a través del barro desnivelado y pegajoso, sin perder de vista al solitario desconocido. Se forzó a correr más y más rápido. Quería gritarle, pero no podía; tenía la boca seca y el corazón desbocado por el esfuerzo y la excitación.
—Ya te alcanzaré —resolló Carl, incapaz de seguir el ritmo de la inesperada carrera.
Emma volvió a la cabeza para mirar a Carl y de nuevo miró a Michael, que había dejado de correr y daba caminando los últimos pasos hacia el hombre.
—Por Dios, tío —dijo Michael entre jadeos—, las posibilidades de que te viéramos ahí fuera...
Perdió pie en el resbaladizo barro, se fue hacia delante y cayó sobre una rodilla. Levantó la mirada hacia el rostro del hombre y, en un instante, toda la esperanza y la euforia que había sentido desaparecieron. Sólo era otro de esos putos cuerpos inútiles... un cascarón vacío, vestido con harapos que le venían grandes, gris verdoso, la piel como picada de viruela... tan patético e inútil como todos los tristes cabrones que habían visto antes. Abatido, Michael se puso en pie y se volvió para decírselo a los otros.
—Es una mierda. Es una puta mierda. Este cabrón está tan muerto como todos los demás...
Ni Emma ni Carl oían lo que les estaba diciendo por encima de las fuertes ráfagas de viento. Confusos, se quedaron mirando cómo el esquelético cuerpo seguía acercándose. Levantó su cabeza en descomposición, casi como si estuviera mirando a Michael, que seguía de espaldas a él. Los siguientes movimientos del cadáver fueron tan inesperados que nadie, en especial Michael, tuvo tiempo de evitarlos.
El sonido de un solo paso que chapoteaba sobre el espeso barro lo alertó. Se volvió con rapidez y se encontró cara a cara con la repugnante criatura. Antes de que Michael pudiera reaccionar, el cuerpo se lanzó sobre él; lo golpeó con su escuálida mano izquierda mientras de alguna forma, la mano derecha conseguía agarrarle de la camisa. Más por la sorpresa del ataque que por su fuerza, Michael resbaló y se cayó despatarrado al suelo, arrastrando al cadáver consigo. Carl se obligó a reaccionar; corrió a defender a Michael y agarró al cadáver por los hombros cuando caía sobre él. Aunque frágil y con poca fuerza, el cuerpo se agarró con un instinto salvaje y una determinación inesperada. Carl consiguió levantar un poco el cuerpo en descomposición; lo suficiente para que Michael pudiera meter las manos bajo el huesudo pecho y empujarlo. Con una demostración brutal y controlada de fuerza lanzó el cuerpo al aire y se apartó rodando hacia un lado sobre el barro grasiento antes de que el cadáver volviera a caer al suelo.
—¿Estás bien? —chilló Emma, corriendo hacia él.
Michael se limpió la cara de las salpicaduras de barro maloliente y asintió, mientras trataba de recuperar el aliento y comprender lo que había ocurrido. Cansado de correr, el inesperado ataque lo había cogido completamente desprevenido.
—Estoy bien.
El cuerpo en el suelo estaba tendido de espaldas, retorciéndose y tratando de ponerse de pie. Había conseguido erguirse sobre los codos cuando Carl lo volvió a derribar con un golpe directo a la cara de una bota bien dirigida.
—Puta cosa. Mierda de estúpida cosa.
El cadáver siguió revolviéndose y retorciéndose. Sin ser consciente de la mayor fuerza de Carl, se volvió a levantar. Carl volvió a tirarlo con otra patada.
—Maldita cosa —escupió por tercera vez antes de patearlo de nuevo en el lado de la cabeza.
—Déjalo —intervino Michael. Había conseguido levantarse, y Emma lo estaba arrastrando a la casa—. Vamos, Carl, déjalo.