—Entonces quién sabe de lo que serán capaces —terminó Emma de forma inquietante.
Un rato después, Michael se atrevió a salir de nuevo. Con la escopeta en la mano, atravesó cauteloso el patio y empezó a revisar los alrededores, buscando cualquier cosa que se pudiera utilizar para atrincherar la granja y mantener alejados a los muertos. Cuanto más tiempo pasaba en el exterior, más confianza iba ganando. En los dos grandes graneros del fondo del patio encontró tablones, postes para vallas y un rollo de alambre de espino. Entonces se quedó mirando los propios graneros. Ya no servían para nada. Decidió que podían utilizar la madera de las paredes para la barricada, y arrancar los techos de uralita para cubrir los huecos. Aunque sólo consiguieran acumular una gran pila de escombros alrededor de la granja, probablemente sería suficiente para mantener a raya a los muertos. No era imposible. Sabía que podían hacerlo. Con un último esfuerzo serían capaces de mantener fuera al resto del mundo.
Mientras caminaba de regreso a la casa, un pensamiento aislado e inocente se abrió camino en su mente cansada y desprevenida, surgido de ninguna parte. Durante el más breve de los instantes pensó en una amiga del trabajo. Durante un segundo se permitió dibujar el rostro de la chica que se sentaba en el escritorio frente al suyo. Ese recuerdo inesperado hizo que se abrieran las compuertas, y enseguida se sintió inundado por un torrente imparable de dolor y emoción. No había pensado en ella desde que habían muerto todos. Seguramente también estaría muerta. ¿Habría muerto sentada al escritorio, de camino al trabajo o con su novio? ¿Quién más del trabajo estaría muerto? ¿Todos? Las circunstancias le habían permitido suprimir esos pensamientos y esos sentimientos durante días, pero de repente, lo habían cogido con la guardia baja. Como una presa a punto de romperse bajo la presión del agua que se acumula detrás, el recuerdo de todo lo que había perdido se le hizo presente. Se dejó caer en el primer escalón frente a la puerta de la casa, se cubrió la cabeza con las manos y lloró por su familia, por sus amigos, por sus clientes, por sus compañeros de trabajo, por la gente del taller que le había arreglado el coche la semana pasada, por la mujer que le había vendido un periódico de camino a la escuela la mañana del desastre, por la maestra al fondo de la clase, por la chica que había sido la primera en toser...
¿Estaban perdiendo el tiempo allí? ¿Valía la pena todo el esfuerzo que seguramente tendrían que realizar para sobrevivir? Enfadado consigo mismo por tener pensamientos tan negros, se levantó, se secó los ojos y entró en la casa.
Entre los tres, tardaron casi todo el día siguiente en completar la barrera alrededor de la casa. Trabajaron sin descanso; empezaron poco después de salir el sol y sólo pararon cuando estuvo terminada. Al ir oscureciendo, la tarea se fue haciendo más difícil. Carl, Michael y Emma se esforzaron individualmente para mantenerse centrados en la labor y tratar de olvidar el temor creciente que les traía la oscuridad. Durante todo el día, el generador había permanecido apagado. Siempre que era posible trabajaban bajo la seguridad de un manto de silencio.
A pesar de su aparente apatía anterior, Carl trabajó tan duro como los demás. Establecieron turnos de guardia con la escopeta y, de alguna forma, esa tarea resultó ser la más dura de todas. Emma nunca había tenido un arma en las manos y, aunque Carl le había explicado cómo apuntar y disparar, ella dudaba ser capaz de utilizarla si llegaba el momento. Pensamientos frustrantes y a menudo contradictorios le invadían la cabeza con una regularidad enfurecedora. Había llegado a despreciar a los cadáveres ambulantes que se arrastraban letárgicamente por los restos de su mundo. Ya estaban tan asquerosos, descompuestos y deshechos que le resultaba casi imposible aceptar que hasta hacía muy poco tiempo cada uno de ellos había sido un ser humano con nombre, vida e identidad. Y aun así, si alguno de ellos se cruzaba en su camino, se preguntaba si sería capaz de apretar el gatillo y derribarlo de un disparo. Ni siquiera estaba segura de que una bala produjera algún efecto. Había sido testigo de cómo esas criaturas habían sido machacadas y destrozadas más allá de cualquier límite, pero de alguna manera seguían funcionando, aparentemente insensibles al dolor que sus heridas y podredumbre les deberían haber provocado. Por mucho daño físico que se les infligiese, seguían adelante sin tomarlo en cuenta.
Durante las largas horas que habían permanecido en el exterior, sólo había aparecido un puñado de cuerpos. En cuanto detectaban cualquier movimiento, Michael, Carl y Emma dejaban caer las herramientas, se metían en la casa y esperaban hasta que las harapientas criaturas pasaran de largo o se distrajeran con otro sonido y se alejaran.
Michael estaba impresionado de su propia ingenuidad y adaptabilidad. Como había planeado, habían utilizado el arroyo como una barrera natural a un lado de la granja, reforzando la orilla opuesta con barro, piedras y cantos rodados de la corriente. Los graneros se habían convertido en parte integrante de la barricada al fondo del patio, y la alta puerta, que se abría hacia dentro, de uno de ellos la habían usado para crear un fuerte portón cerrado con candados, que bloqueaba el acceso al puente de piedra que cruzaba el arroyo. Dos grandes vigas atravesadas ofrecían una seguridad adicional para las horas que pasarían encerrados dentro de la casa. La uralita de los graneros había sido arrancada para proporcionar material adicional para construir y reforzar las zonas vitales. En los restos de los graneros, las vigas expuestas apuntaban hacia el cielo como las costillas de la carcasa de un animal.
En algunos puntos la barrera era poco más que una colección de obstáculos cuidadosamente colocados. Pilas de maquinaria de granja y sacos olvidados de productos químicos se amontonaron para crear una barricada, que esperaban que fuera impenetrable. Michael juzgó cada sección de la barrera según pudiera o no pasar al otro lado a través o por encima de ella. Si a él le costaba, entonces los cuerpos en descomposición seguramente no tendrían ninguna posibilidad.
Cuando el lunes llegaba a su fin y se acercaba la oscuridad de las primeras horas del martes, Michael aún se hallaba en el exterior comprobando y recomprobando que la barrera fuera segura. Cualquier cosa que encontrara y que no fueran a necesitar se colocó en la barricada para reforzarla o para aumentar su altura. Mientras trabajaba se le ocurrió pensar que había pasado exactamente una semana desde el inicio de la pesadilla. Los siete días más largos de su vida. En ese tiempo había experimentado más dolor, miedo, frustración y terror absoluto del que hubiera creído posible. No se permitió pensar en lo que le podría esperar al día siguiente.
Miércoles por la noche. Las nueve en punto.
Michael estaba cocinando la cena para los tres.
Se había permitido relajarse un poco ahora que existía una barrera física decente entre ellos y el resto del mundo. Emma se había dado cuenta de que Michael había empezado a ocupar su tiempo realizando extrañas tareas por la casa. Casualmente, ella había mencionado que la estantería en una de las habitaciones superiores se había soltado de la pared. Cuando volvió a pasar por la habitación, se dio cuenta de que Michael la había reparado. Cada uno de ellos tenía una urgencia desesperada, una necesidad, de mantenerse ocupado. Seguir activos les ayudaba a olvidar, hasta casi negarlo, que el mundo al otro lado de su puerta estaba deshecho y muerto.
Carl se había dedicado a la radio que habían encontrado en la oficina del granjero muerto. Le había llevado muchas horas encontrar las instrucciones, y casi otras tantas conseguir que el equipo funcionase. Durante mucho rato había estado solo en la oficina, escaneando el dial, desesperado por oír otra voz. Al final se había dado por vencido después de oír sólo estática, pero no había perdido la esperanza. ¿Quizá no lo había hecho bien? Decidió que volvería a intentarlo por la mañana.
Los tres llevaban sentados en la cocina casi una hora cuando finalmente estuvo preparada la comida. Había sido el período de tiempo más largo que habían pasado voluntariamente en compañía de los demás desde la excursión a Byster unos días antes. El ambiente era tenso, y la conversación escasa. Michael estaba ocupado cocinando (como siempre), Emma leía un libro y, durante gran parte del tiempo, Carl no hacía casi nada.
Emma había encontrado unas botellas de vino escondidas en un estante polvoriento entre dos muebles de la cocina, y no había perdido tiempo en descorchar una y servir tres grandes copas de vino; pasó una a Carl y otra a Michael. Por lo general, Carl no bebía vino, pero esa noche estaba dispuesto a hacer una excepción. Quería emborracharse. Quería estar tan jodidamente borracho que no pudiese recordar nada. Quería desmayarse sobre el suelo de la cocina y olvidarlo todo durante el mayor tiempo posible.
La cena era buena, probablemente la mejor comida que habían tomado juntos, y eso, combinado con el vino, ayudó a mantener una frágil sensación de normalidad. Sin embargo, ese regusto a normalidad tuvo el indeseado efecto secundario de recordarles todo el pasado en el que habían estado tratando de no pensar. Michael decidió que la mejor forma de aceptar lo que habían perdido era hablar de ello.
—Así que —empezó, masticando concienzudamente un bocado de comida mientras hablaba—, miércoles por la noche. ¿Qué habríais estado haciendo un miércoles por la noche?
Siguió un silencio incómodo. El mismo silencio incómodo que siempre se hacía en cualquier conversación que se atreviera a mencionar cómo era el mundo antes del último martes.
—Yo habría estado estudiando o bebiendo —acabó por contestar Emma, al darse cuenta de que tenía sentido hablar—, probablemente las dos cosas.
—¿Bebiendo a mitad de semana?
—Bebía cualquier noche.
—¿Y tú, Carl?
Carl jugó con la comida y se tomó un largo trago de vino.
—Yo estaría de servicio —respondió lentamente—. No podía beber durante la semana, pero me desquitaba durante el fin de semana.
—¿Eras un hombre de bar o de disco? —preguntó Emma.
—De bar —contestó Carl con gran seguridad—. Los fines de semana solía pasar todo el día en el bar.
—¿Y qué hacías con tu hija?
Se produjo una pausa incómoda, y Emma se preguntó si habría ido demasiado lejos y se habría equivocado preguntando eso. Carl bajó de nuevo la mirada hacia la comida y vació la copa de un segundo trago. Cogió la botella y llenó la copa antes de continuar.
—Sarah y yo solíamos bajar al bar hacia la hora de almorzar —comenzó Carl, con los ojos húmedos—. Éramos de los habituales. Siempre había alguien conocido. Nos quedábamos hasta que Gemma se cansaba. Había muchos niños de su edad. Habían montado una zona de juegos, y ella tenía sus amigos, y solían...
Cuando el dolor fue demasiado intenso para soportarlo, paró de hablar y bebió más vino.
—Lo siento —se disculpó Emma instintivamente—. No debería habértelo preguntado. No lo he pensado.
Carl no respondió.
—¿Por qué? —preguntó Michael.
—¿Qué?
—¿Por qué te estás disculpando? ¿Y por qué no quieres hablar de ello, Carl?
Carl levantó la cabeza y se quedó mirando al otro hombre con las lágrimas corriéndole por la cara.
—No quiero hablar porque duele demasiado —le espetó, forzando cada una de las palabras—. Tú no sabes lo que se siente.
—Yo también he perdido a gente...
—¡Tú no has perdido a un hijo, maldito idiota! Tú no sabes cómo es eso. No puedes saberlo.
Michael no podía negárselo, sabía que Carl tenía razón. Aun así, quería continuar con la conversación. ¿Cómo podían seguir adelante y reconstruir sus vidas si aún no habían conseguido limpiar las ruinas del pasado?
—Yo daría cualquier cosa para volver a las clases —comentó Emma, en un intento de desviar la discusión hacia temas más seguros—. ¿No resulta tonto? Antes hacía cualquier cosa para escaquearme, y ahora quisiera...
—No puedes ni imaginarte lo que se siente —la interrumpió Carl—. Me está matando. Todas las mañanas me despierto y deseo acabar. Cada día el dolor es peor que el anterior. Aún no puedo aceptar que ya no estén y sólo...
—Ahora duele, pero irá pasando con el tiempo —lo consoló Michael, que empezaba a lamentar haber sacado el tema—. Tiene que ser más fácil con el tiempo, debe...
—¿De verdad? ¿Lo sabes a ciencia cierta?
—No, pero yo...
—Entonces, cierra la boca y no seas condescendiente. Si no sabes de lo que estás hablando, no digas nada. No pierdas el tiempo intentando que me sienta mejor, porque no puedes. No puedes hacer o decir que haga esto más fácil.
Se levantó y salió de la cocina. Oyeron sus fuertes pasos resonando escalera arriba, seguidos de un portazo desde su dormitorio en la buhardilla.
—Está realmente mal, ¿no te parece? —comentó Michael en voz baja.
Emma asintió.
—Hace lo que puede. Es culpa mía. Nunca debí preguntarle por su hija.
—Quizá no, pero sigo pensando que es bueno que hable de ella. Tenemos que asimilar lo que ha pasado. No podemos pasar y confiar en que desaparezca...
—Entonces, ¿tú ya lo has asumido todo? —preguntó Emma interrumpiéndole.
Michael reflexionó durante un momento y después negó con la cabeza.
—No. ¿Y tú?
—Ni siquiera he empezado. Ni siquiera sé por dónde empezar.
—Quizá deberías empezar por lo que más duele. Para Carl es su hija. ¿Y para ti?
Emma bebió otro trago de vino y consideró la pregunta con detenimiento.
—Realmente no lo sé. Ahora mismo todo me duele por igual.
—De acuerdo, entonces, ¿qué es lo que más te cabrea?
De nuevo no pudo responder.
—Ayer estuve pensando en los hijos de mi hermana, y realmente me cabreó. No los veía muy a menudo, pero la idea de que no voy a volver a verlos...
—Quizá puedas...
—No me vengas con esa mierda. Los dos sabemos que están muertos.
—¿Dónde vivían?
—En el extranjero. Trasladaron al marido de Jackie a Kuwait por trabajo hace un par de años. Se suponía que iban a volver el próximo verano.
—No lo sabes. Es posible que aún lo hagan.
—¿Y cómo has llegado a esa conclusión?
Michael se encogió de hombros.
—Aún no sabemos seguro que los demás países se hayan visto afectados por esto, ¿no?
—No con toda seguridad, pero...