—¿Te encuentras bien? —le preguntó mientras se liberaba de sus piernas.
Sus cuerpos se habían entrelazado durante la noche.
—Sí —murmuró Emma, sus palabras apagadas por el sueño.
Michael se puso a cuatro patas y se movió para sentarse a su lado. Exhausto y helado, la abrazó, intentando crear un escudo y una protección contra cualquier cosa que pudiera ocurrir durante las horas que faltaban de esta noche larga, oscura y solitaria.
Hacia las tres y media, Carl se estaba aproximando con rapidez a los suburbios de Northwich. Había conducido a una velocidad cada vez más cautelosa, porque al progresar el viaje, también había empeorado su fatiga. Cuando su cansancio alcanzó niveles peligrosos, se vio forzado a concentrarse aún más en la carretera, y esa concentración adicional había drenado aún más sus ya vacías reservas de energía.
Cuando lo engulleron las oscuras sombras de la ciudad, el corazón le empezó a latir en el pecho con energía y ferocidad renovadas. Emociones confusas y en conflicto le recorrían constantemente; se sentía aliviado y seguro porque el viaje casi había llegado a su fin, pero al mismo tiempo le invadía un frío temor al pensar en lo que le podría estar esperando en las desoladas calles de Northwich.
Todo parecía deprimentemente vago e igual en la penumbra de las primeras horas del día. Carl tardó un rato en estar completamente seguro que el verde del campo había dado finalmente paso al plástico duro y el cemento de la desolada ciudad. La oscuridad total lo desorientaba. La falta de visibilidad en la ciudad era exactamente igual a la que había encontrado en el campo, sólo habían cambiado las formas de las sombras grises que lo rodeaban.
Redujo la velocidad de la moto todo lo que se atrevió y miró desesperadamente de un lado a otro, buscando algo reconocible que le indicase la dirección correcta. Conocía la ciudad como la palma de la mano, pero esa noche no podía ver nada familiar.
Todo parecía muy diferente a como lo recordaba. A pesar de haber reducido la velocidad, seguía pasando junto a las señales demasiado rápido como para ser capaz de leer ninguna de ellas. La mayoría estaba cubierta con una capa de mugre y lo que parecía liquen o musgo.
Carl sabía que la autopista que había estado siguiendo partía la ciudad de este a oeste y que tendría que abandonarla antes de llegar al centro. Pasó un cruce, y entonces maldijo en voz baja, porque reconoció la curva de la carretera que tenía delante y se dio cuenta que estaba más lejos de lo que había pensado. Acababa de pasar la salida que le habría llevado cerca del Centro Comunitario Whitchurch y desde allí hacia el suburbio de Hadley donde habían vivido su familia y él. Teniendo cuidado en evitar los restos de vehículos y un puñado de cadáveres que habían salido tras él, giró la moto y volvió por donde había venido.
Una vez fuera de la autopista, las carreteras eran más estrechas y los obstáculos en el camino de Carl más numerosos. Altos edificios de oficinas, apartamentos y tiendas se alineaban a lo largo de la autovía que estaba siguiendo y hacían que se sintiera claustrofóbico y atrapado. Giró a la derecha, hacia Hadley y el centro comunitario, y se vio forzado a frenar de repente. La carretera estaba bloqueada en toda su anchura por un tráiler de gasolina que estaba caído de lado como el cadáver de una ballena varada en la playa. La luz era tan pobre que no vio el vehículo accidentado hasta que casi lo tuvo encima. Apretó los frenos y controló la moto lo mejor que pudo, inclinándose hacia un lado con todo su peso para forzar a que la máquina virarse en el arco más cerrado posible. Justo en el momento en que pensó que había logrado evitar la colisión, la moto desapareció de debajo de él, y Carl cayó dando volteretas por el asfalto irregular. Impactó contra los restos de un coche bocabajo y se quedó quieto durante el más breve de los instantes, conmocionado e incapaz de moverse. A través de sus ojos borrosos contempló sin poder hacer nada, cómo la moto patinaba sobre el suelo hacia el tanque enviando una lluvia de chispas hacia el frío aire nocturno al arañar la carretera. Aturdido, se levantó y corrió hacia la moto. Gruñendo a causa del dolor y del esfuerzo consiguió levantarla y volvió a arrancar el motor, que se había calado mientras una masa oscura de cuerpos se dirigía hacia él. Sin perder ni un precioso segundo aceleró a través y alrededor de los muertos evadiendo sus torpes intentos de detenerlo. Había estado en el suelo menos de treinta segundos, pero ya habían surgido docenas de criaturas desde la oscuridad y muchas más se estaban acercando.
Como ya tenía una idea de donde se encontraba, las carreteras le empezaron a resultar más familiares. Aunque la oscuridad sin fin y el cansancio seguían conspirando para desorientarle, estaba seguro de que se encontraba muy cerca del centro comunitario que los supervivientes habían utilizado como base. Había un movimiento continuo a su alrededor y sabía que miles de cuerpos se encontraban cerca. Estaba a punto de dar la vuelta de nuevo, convencido que iba en la dirección equivocada cuando la luz de la moto iluminó finalmente la curva que había estado buscando. La última curva, seguida inmediatamente de un giro brusco a la derecha y habría llegado. Momentáneamente eufórico, penetró en el aparcamiento, esquivó dos coches que le resultaban conocidos (el vehículo de Stuart Jeffries que había sido utilizado como un faro aquella primera noche y el coche de lujo en el que había llegado él mismo) y se detuvo con un derrape de neumáticos en el exterior del centro comunitario. Golpeó la puerta con el puño.
—¡Abrid! —chilló desesperado, intentando hacerse oír por encima del rugido de la moto—. ¡Abrid la maldita puerta!
Miró ansioso hacia atrás y vio las oscuras siluetas de un número incalculable de cuerpos tambaleantes que se estaban reuniendo en el aparcamiento en su persecución. A pesar de sus movimientos forzados y laboriosos, se cernían sobre él con una velocidad y una determinación escalofriantes. Los más débiles eran derribados por los cadáveres más fuertes y menos deteriorados que se dirigían hacia él.
—¡Abrid la puta puerta! —gritó.
Carl agarró el picaporte y empujó hacia abajo. Para su sorpresa, la puerta se abrió. Empujó la moto hacia atrás, aceleró y entró en la sala. Una vez dentro, saltó de la máquina y cerró la puerta a su espalda, notando golpe tras golpe tras nauseabundo golpe cuando las criaturas repugnantes chocaban contra el edificio. Temblando de miedo, atrancó la entrada y se apoyó contra la pared, exhausto. Se quitó el casco, se dejó caer hasta el suelo y se cubrió la cabeza con las manos.
La moto se había caído en diagonal atravesando la anchura del vestíbulo de entrada. El motor se había parado, pero las ruedas seguían girando furiosamente y el faro brillante seguía reluciendo, abriendo un agujero a través de la densa oscuridad. No había ningún movimiento en la sala delante de él. A pesar del alboroto y el ruido de su llegada repentina, nadie se había movido.
Con las piernas pesadas a causa de una combinación de miedo y cansancio, volvió a ponerse de pie, apoyándose en la pared. Tenía la boca seca y no era capaz de gritar. Pasó por encima de la moto, cruzó tambaleante por delante de las cocinas y los lavabos silenciosos, y entró en la sala principal.
Entonces se detuvo, miró y cayó de rodillas.
El faro brillante e implacable de la moto llenaba de luz una parte de la sala y dejaba otras partes a oscuras. La luz fuerte e inmisericorde revelaba un cuadro tan terrible que, al principio, Carl fue incapaz de comprender lo que estaba viendo. Su estómago, cogido de improviso, se revolvió, y Carl notó que el sabor a bilis le subía por la garganta.
El suelo del centro comunitario estaba cubierto de una densa capa de restos humanos. Hasta donde podía ver, todo eran trozos de cadáveres.
Moviéndose sin pensar, se levantó de nuevo y dio unos pasos inseguros hacia delante. Pisó charcos de sangre y huesos crujieron bajo sus pies mientras se abría camino a través de un amasijo macabro de carne fría y gris, y vísceras rojo carmesí. La cabeza empezó a darle vueltas, buscando con desesperación una explicación que no fuera la más evidente. ¿Quizá los cadáveres fueran los restos de criaturas del exterior? ¿Quizás habían encontrado una forma de entrar en el centro comunitario y los supervivientes los habían destrozado? En el suelo frente a él había un cuerpo. Medio vestido, la piel que se podía ver había sido desgarrada y convertida en tiras. Luchando para mantener de nuevo el control de su estómago, estiró la mano, cogió uno de los hombros desnudos y dio media vuelta a lo que quedaba del cuerpo para ponerlo bocarriba. Aunque no era nadie que pudiera reconocer, pudo ver enseguida que éste no había sido uno de los terriblemente desfigurados cabrones del exterior. La poca carne sin tocar que le quedaba sobre la cara era clara y no estaba demasiado marcada y, excepto por las heridas, el cadáver parecía haber sido saludable y normal. No había duda de que se trataba del cuerpo de uno de los supervivientes.
Carl empezó a sollozar. Se encontraba en el centro de la sala, temblando de rabia, frío y miedo. Gradualmente fue consciente de los sonidos que procedían de la oscuridad en algún punto por delante de él. Quizás alguien había conseguido sobrevivir a ese baño de sangre, después de todo.
—¿Hay alguien ahí?
No hubo respuesta.
—Hola... ¿Hay alguien ahí?
Una silueta apareció desde las sombras, los pies que arrastraba lentamente quedaron iluminados por el borde de la luz procedente de la motocicleta. Repentinamente aliviado, Carl se movió hacia delante.
—Gracias a Dios —exclamó—. ¿Qué demonios ha pasado aquí? ¿Cómo consiguieron entrar?
La silueta se acercaba. Con cada torpe paso que daba penetraba más en la luz. Dos pasos más, y Carl vio que el cuerpo se arrastraba hacia delante, con la cabeza colgando pesadamente sobre los hombros. Lentamente alzó la cabeza y lo miró con ojos muertos y sin emociones. Se tiró hacia él sin aviso previo.
—¡Mierda! —chilló Carl mientras se apartaba del torpe ataque de la criatura, que perdió su ya inestable equilibrio en un charco de sangre espesa y oscura, y cayó de rodillas delante de él.
Carl recobró el equilibrio y se quedó mirando el cadáver en descomposición, que estaba en el suelo intentando levantarse de nuevo. Se acercó un paso y le dio una patada en la cara con toda su fuerza, con la punta de la bota directa a la mandíbula. El golpe lanzó al cadáver de espaldas, resbalando sobre el suelo y los trozos de cuerpos. Inmediatamente empezó a incorporarse de nuevo, pies y manos resbalando en el asqueroso lodazal. Antes de que pudiera levantarse, Carl se dirigió hacia él y descargó toda su furia y su frustración sobre el patético cuerpo. Le dio patadas y puñetazos al repugnante cadáver hasta que finalmente éste se quedó quieto, con demasiados huesos rotos y dañados como para que fuera imposible que se levantara nunca más. Se estaba descomponiendo con rapidez. Cuando Carl acabó con él quedaban pocas partes reconocibles.
Lleno de dolor, exhausto y desconsolado, Carl regresó andando hasta la moto. Sabía que sus opciones eran muy limitadas; se podía quedar en el centro comunitario o abrirse camino en el exterior. Sin duda ya había una multitud esperándole al otro lado de la puerta. Después de viajar durante horas no podía pensar en volver esa noche afuera.
Utilizando la luz amortiguada de una linterna para guiarse, se arrastró a través del centro comunitario hasta las habitaciones pequeñas en el extremo más alejado del edificio. Empleó los últimos restos de energía que pudo extraer de su cuerpo cansado y dolorido para subir por la claraboya y salir al tejado.
Carl estuvo sentado durante horas en el borde del tejado, con el frío viento azotándole a ráfagas la cara. Contempló la ciudad y su población muerta descomponiéndose a su alrededor.
El sol saldría pronto. La idea de otro nuevo día lo llenó de terror.
Carl no durmió más de una hora, hecho un ovillo sobre el tejado. La temperatura sólo estaba ligeramente por encima del punto de congelación, pero era infinitamente mejor sufrir el frío exterior que bajar y enfrentarse a la carnicería de dentro de la sala. Sabía que tendría que pasar por ello para volver a la moto y salir de allí, pero aún no.
Esa mañana, el mundo entero era gris. El cielo, los edificios, las calles y los cuerpos parecían haber perdido el color, y con ello toda la energía y la vida. Completamente empapado por la llovizna, Carl estaba tendido de lado y miraba a lo lejos, intentando decidir qué hacer. ¿Valía la pena intentar hacer algo? Empezó a preguntarse si se debía preocupar, y durante un momento estuvo considerando el suicidio. Sólo fue la falta de cualquier medio fácil para llevarlo a cabo lo que evitó que terminara con sus tormentos. No tenía pastillas o bebidas, y el tejado del centro comunitario no era lo suficientemente alto para saltar a una muerte segura. Tenía un cuchillo, pero no se decidía a utilizarlo. El envenenamiento por monóxido de carbono era una posibilidad, pero significaba que primero tendría que bajar...
Tembloroso, dolorido y con calambres en las piernas, se obligó a levantarse. Se protegió los ojos de la lluvia y miró hacia Hadley, donde había vivido con Sarah y Gemma. Al rememorar sus rostros se sintió terriblemente avergonzado. ¿Qué habría pensado Sarah de él si hubiera sabido lo que se había estado planteando unos segundos antes? ¿Y qué tipo de padre desperdiciaría su vida de forma tan tonta e inútil? Mientras pensaba en la familia que había perdido, tomó una decisión. Había llegado el momento de volver a casa.
Sin pararse a pensar en la masacre del salón o en qué le estaría esperando al otro lado de la puerta, bajó por la claraboya. Atravesó el edificio, levantó la moto y se puso el casco. Abrió la puerta con cuidado y arrancó el motor. Un grupo de más de veinte cadáveres reaccionó inmediatamente ante el ruido, pero para cuando acabaron de darse la vuelta y miraron hacia el centro comunitario, Carl ya se había ido.
* * *
Llegó a Hadley en unos minutos. Subió una cuesta empinada y entró en el barrio donde había vivido, al pie de la colina. Apagó el motor y bajó con la moto rodando por inercia, su inquietud y nerviosismo fue en aumento mientras atravesaba una zona que, aunque seguía siendo tranquilizadoramente familiar, también era inquietantemente diferente de la última vez que la había visto. Cruzó ante el bar donde había pasado la última noche de sábado «normal» con su familia y amigos, y se sorprendió al ver lo mucho que habían crecido las malas hierbas. Había ratas buscando comida por los cubos de basura, y el edificio resultaba oscuro e inhóspito. La última vez que había estado allí, el local bullía de vida, repleto de gente y ruido.