—¿Por qué te paras? ¡Tenemos mucho que hacer!
—Si... si no me dejas descansar un momento —jadeó Mnesífilo—, me vas a matar de verdad.
Temístocles le esperó, aunque con visibles gestos de impaciencia. Cuando el pinchazo en el costado remitió, Mnesífilo se puso en marcha de nuevo. Por más que intentaba que su amigo le ofreciera alguna explicación, no lo consiguió.
—Vamos a ir por partes —fue todo lo que le dijo—. Primero tengo que solventar una deuda y cumplir un juramento. Luego nos ocuparemos de los asuntos bélicos.
Tras dejar atrás el pueblo, llegaron al campamento ateniense. Mientras pasaban entre los corros de soldados y marineros que se preparaban la cena junto a las fogatas, Temístocles agarró con fuerza el brazo de Mnesífilo y masculló entre dientes:
—Ni una palabra, ¿está claro?
—Al menos compénsame explicándome algo.
—Lo sabrás todo en su momento, te lo prometo.
Los hombres se apartaban, porque era evidente por su gesto grave y la determinación de su paso que el general llevaba mucha prisa. Llegaron por fin junto a la
Artemisia.
Tras una breve conversación en voz baja con el piloto, Temístocles subió por la escalerilla y dijo a Mnesífilo que lo siguiera. Recorrieron la pasarela central hasta la proa y una vez allí bajaron a la bodega. En el espacio que mediaba entre los primeros remos y el espolón, Temístocles había hecho levantar un tabique de madera con una puerta cerrada por un candado. Ahora la abrió y sacó de dentro un hatillo de ropa. Eran dos capotes militares provistos de capucha.
—Ponte uno.
—¿Con el calor que hace? Definitivamente, tú has decidido acabar conmigo.
Ahora que estaban a solas en el interior del barco, Temístocles volvía a sonreír. Después de tanto tiempo cargando con las preocupaciones de toda Grecia, aquel gesto casi travieso lo rejuvenecía. Pero a Mnesífilo, superado el susto inicial, le estaba sacando de quicio.
—Ya has visto que en una isla atestada de gente es complicado mantener el anonimato. No quiero que nos anden parando a cada momento para preguntarme por lo que ha pasado con Euribíades.
—Te advierto que me niego a tener nada que ver con tus manejos si es para... Un momento. ¿Eso qué es?
Temístocles estaba sacando de la cabina un escudo que debía pesar bastante a juzgar por cómo lo manejaba. Mnesífilo recordaba haberlo visto en la casa de Clístenes. Ahora, cuando su amigo lo apoyó sobre un banco de remero y le retiró la funda de piel, pudo verlo mejor.
—¡Por los perros de Hécate! Pero si es...
—La Gorgona que adornaba la estatua grande de Atenea. En efecto.
El monstruo fundido en oro contemplaba a Mnesífilo con sus enormes ojos de esmeralda, abriendo la boca en un gesto sanguinario. La luz temblorosa de la lámpara proyectaba sombras huidizas que daban la impresión de que las serpientes que tenía por cabellos se movían con vida propia. Mnesífilo no se consideraba una persona supersticiosa, pero al sentir sobre sí la petrificante mirada de la Gorgona hizo un gesto apotropaico con los dedos para ahuyentar el mal.
—Pero si todos los tesoros de la Acrópolis están a buen recaudo en el templo de Áyax... —dijo.
—Es sólo un préstamo. La cogí cuando me llevé la serpiente del santuario de Erecteo. Pero lo he hecho con la connivencia de los sacerdotes. Aún no me he vuelto un ladrón sacrílego. En realidad —dijo, mientras guardaba la Gorgona en la funda de piel de un escudo—, me va a servir precisamente para evitar un sacrilegio.
Encapuchados y cargando con la Gorgona, desanduvieron el camino que llevaba al pueblo de Salamina. Se había hecho de noche. Sin embargo, lejos de refrescar, cada vez hacía más calor. O así se lo parecía a Mnesífilo, porque el bochorno era aún peor bajo aquellos capotes untados de grasa impermeable. Pero, aunque sudaba copiosamente y le dolían las piernas de la caminata, no estaba dispuesto a quedarse atrás. Quería averiguar qué tramaba Temístocles.
—Eolo nos sonríe. Va a cambiar el viento —dijo Temístocles, levantando la mirada hacia el cielo. Se había hecho de noche. Era el segundo día de luna llena, pero su disco se veía sucio y amarillento por la calima que flotaba en el aire y que borraba las estrellas.
—Mejor nos vendría el etesio para huir hacia Egina, ¿no crees? —dijo Mnesífilo. Aunque no entendía demasiado de navegación, era evidente que lo mejor para viajar hacia el sur era un viento del norte.
—En eso tienes razón —contestó Temístocles, con una sonrisa indefinible.
—Está claro que no me quieres contar nada.
—Sólo te diré una cosa por ahora. Siento haberte asustado antes, pero tenía mis razones. Jamás te haría daño.
Mnesífilo no estaba tan seguro de ello. En aquel momento, creía a Temístocles capaz de cualquier cosa.
Llegaron ante una casa en la parte oeste del pueblo. Las ventanas eran pequeñas y estaban cerradas, pero se oía música de flautas y voces alegres en el interior. Temístocles llamó a la puerta. Al cabo de un rato, el postigo se abrió y tras él apareció un rostro alumbrado por una vela cuya llama temblona no contribuía a embellecer sus rasgos brutales.
—¿Qué queréis?
—Buscamos al general Andrónico. Nos han dicho que se aloja aquí con su amigo Sófanes.
—Andrónico no quiere que lo molesten.
Temístocles se levantó la capucha.
—Dile quién soy.
El esclavo abrió la puerta sin preguntar más.
—Esperad aquí —les dijo tras dejarlos en una estancia de paredes desnudas.
Allí dentro los ruidos de la fiesta sonaban mucho más fuertes. Mnesífilo contó dos voces de varón y tal vez tres o cuatro de mujer. Ellas parecían muy jóvenes, y algo le hizo sospechar que debían andar ligeras de ropa.
Se sentía cada vez más intrigado. Imaginaba que se trataba de un soborno, pero no alcanzaba a relacionarlo con la conversación que habían sostenido durante la cena. Siempre se había jactado de conocer a Temístocles como si lo hubiera criado a sus pechos, pero esta noche lo tenía desconcertado.
No pasó mucho rato hasta que apareció Andrónico. El general, tocado con una corona de pámpanos, venía colocándose los pliegues de la túnica y anudándose el cinturón.
—¡Vaya, vaya! ¡Cuánto bueno por aquí! Mi amigo Temístocles y el ilustre Mnesífilo. Me preguntaba ya si cumplirías tu palabra o tendría que recordártelo.
—Hoy es el segundo día de luna llena. Por tanto, no he sobrepasado el plazo.
El esclavo se quedó en la estancia, cubriendo la espalda a su amo. Aunque era algo más bajo que Andrónico, Mnesífilo observó que sus hombros se veían a más altura. Aquella tosca cabeza modelada a fuerza de puñetazos parecía brotar directamente del tronco sin la mediación de un cuello.
—¿Has traído lo mío? —preguntó Andrónico.
Temístocles, con visible alivio, apoyó en el suelo la carga que traía, desató el lazo de la funda de cuero y la dejó resbalar. Al ver los rasgos de la Gorgona, al general se le congeló la sonrisa.
—¿Qué significa esto? ¿Has despojado a la estatua de Atenea para pagarme? ¿Es que pretendes burlarte de mí?
—¿Quién te impide fundirla en lingotes? Yo mismo he pesado esta Gorgona. Son casi cincuenta minas de oro macizo. ¿Estás de acuerdo en que equivale a los ocho talentos de plata que convinimos?
—Sí, pero...
—Será a mí a quien culpen por la falta de la Gorgona, no a ti. Fui yo quien firmó el recibo al sacerdote cuando la retiramos del templo. No tienes por qué preocuparte. Te he traído la suma convenida y en el plazo convenido. ¿Estás de acuerdo con eso?
Al observar que, por detrás de Andrónico, el esclavo se desataba el cordel que le ceñía la túnica, Mnesífilo empezó a preguntarse si saldrían vivos de la habitación. Aunque Temístocles tenía una espada, no apostaría su dinero por él en una pelea contra aquel matón con las manos desnudas.
—Te he preguntado si estás de acuerdo.
Andrónico se rascó la cabeza, ladeando la corona de hojas al hacerlo. Por el color de sus mejillas y sus orejas, debía llevar bebiendo desde media tarde.
—Está bien. Pero después no quiero tener problemas. Si alguna vez me...
—Por tanto, he cumplido mi juramento —le interrumpió Temístocles, y volvió a cubrir la Gorgona con la funda de piel—. Eso es lo que quería oír.
—¿Qué quieres de... ?
El esclavo, que había terminado de quitarse el cíngulo, rodeó con él el cuello de Andrónico y apretó. La pregunta del general se convirtió en un gorgoteo. Mnesífilo pensó que debería hacer algo, no sabía muy bien qué, pero su cuerpo se negaba a reaccionar. Miró a Temístocles y descubrió en su rostro una sonrisa de crueldad, un gesto nuevo que nunca había visto en él y que le provocó un escalofrío. Mientras, en el comedor seguían sonando las flautas y las risas. Sófanes debía estar disfrutando como un sátiro con aquellas chicas.
—Alguien que ama tanto el dinero como tú, Andrónico, debería haber aprendido algunas reglas —dijo Temístocles—. Se puede ser corrupto y venal, como tú. Se puede ser incluso codicioso.
El esclavo se había inclinado hacia atrás para cargar a Andrónico sobre su pecho, de tal manera que los pies del general pataleaban inútiles en el aire, mientras sus dedos se esforzaban por introducirse entre el improvisado dogal y su cuello. Su rostro pasó del violáceo al cárdeno, algo oscuro cayó entre sus piernas y chapoteó en el suelo, y un olor fétido llenó la habitación.
—Pero nunca —prosiguió Temístocles, con un gesto de asco—,
nunca
se puede ser tacaño. Si tienes al mejor guardaespaldas de Atenas no le puedes pagar con racanería, como si fuera un vulgar porteador. Porque siempre llega alguien que mejora tu oferta.
Pasado un rato que a Mnesífilo se le hizo eterno, Andrónico dejó de moverse y sus brazos cayeron a los costados como tallos marchitos. A pesar de ello, su esclavo siguió apretando hasta que se convenció por fin de que el general estaba muerto, y sólo entonces lo dejó caer al suelo.
—Una imagen apropiada —dijo Temístocles al ver tendido a Andrónico sobre su propio excremento—. Bien, Telo, has cumplido tu pacto. La barca te espera en la cala de Cranión.
El asesino se quedó mirando a la Gorgona tapada con la funda. Lo que le estaba pasando por la cabeza casi se podía leer grabado en su frente. Mnesífilo retrocedió un par de pasos, pero Temístocles se quedó en el sitio.
—Sé lo que estás pensando, Telo, pero no es buena idea —dijo, desenvainando la espada y dirigiendo su punta hacia el esclavo—. Expoliar a los dioses sólo acarrea infortunios. Disfruta de lo que ya tienes y aguarda mis instrucciones. Aún te daré a ganar mucho más dinero.
El aplomo de Temístocles impresionó a Mnesífilo, y también debió dar que pensar a Telo. El esclavo soltó el cíngulo homicida sobre el cadáver de Andrónico y abandonó la habitación. Temístocles volvió a colgarse la pesada Gorgona a la espalda y dijo:
—En esta fiesta ya estamos de más. Nos vamos.
Mientras salían de la casa, las risas de la orgía se convirtieron en gritos de terror y el trino de las flautas se calló, sustituido por golpes y carreras. Mnesífilo miró a Temístocles, interrogante.
—Parece que Telo no quiere dejar testigos. Lo siento por Sófanes y esas pobres flautistas. Ahora, volvemos a la
Artemisia
a dejar esto. No tengo edad ya como para cargar el resto de la noche con un escudo de oro macizo.
Por el camino, Temístocles le explicó que Andrónico había estado extorsionándolo desde su viaje a Delfos.
—Como todos los chantajistas, se había vuelto insaciable. Pero no contaba con que su esclavo podía tener sus propias ambiciones.
—¿Qué le ofreciste?
—Los dos talentos y las tres mil dracmas que le había pagado ya a Andrónico, y medio talento más en la barca que lo espera para llevarlo a Epidauro.
Mnesífilo no sabía ya si sentirse atónito o escandalizado por todo lo que estaba escuchando y presenciando aquella noche. Pero Temístocles todavía le reservaba sorpresas.
—Si Telo demuestra que es capaz de vencer él solo a diez hombres armados, se habrá ganado de sobra esos tres talentos —dijo.
—¿Qué quieres decir?
—No creerás que voy a dejar que se marche impunemente con mi dinero para que dentro de un tiempo imite el ejemplo de su amo y se dedique a chantajearme. En esa cala lo esperan diez sicarios de mi plena confianza.
—¿Y si son ellos los que te roban?
—No lo harán. A diferencia de Andrónico, yo sí pago bien a mis hombres. Y, por supuesto, no hay ninguna barca.
Mnesífilo sacudió la cabeza.
—No sé cómo puedes dedicarte a tus turbios negocios en un momento como éste.
—Me gusta afrontar los problemas de uno en uno. Eso es algo que me enseñó mi madre. Procura resolver siempre lo que está en tu mano, empezando por lo más urgente, y no te preocupes por lo que no tiene remedio.
Temístocles alzó la mirada hacia la luna y añadió:
—La noche aún es joven, pero creo que ahora sí ha llegado el momento de convocar al consejo de generales.
—D
ime, Mitranes. ¿Crees que el informe de ese traidor es veraz? —le preguntó Mardonio.
Se encontraban en Falero, en el pabellón del general. Aparte de varios
arshtika,
acompañaba a Mardonio un personaje vestido con una túnica púrpura y azafrán aún más lujosa que la suya. A Sicino le resultaba familiar. Luego oyó que se dirigían a él como Aquémenes y recordó de quién se trataba. Lo había visto competir contra Mardonio por ver quién clavaba más flechas en las tres dianas, cuando estaban en Babilonia. Era hermano de Jerjes y sátrapa de Darío. Mientras Mardonio los interrogaba, había escuchado toda la conversación en silencio, aunque cada vez que Euforión meneaba la cabeza, él se mesaba los espesos rizos de la barba.
Sicino comprendía perfectamente que los movimientos de Euforión pusieran nerviosos a sus interlocutores. Por suerte, desde el momento en que se presentaron ante los persas, el ateniense había dejado de escupir palabrotas.
Mientras remaba en el bote que los llevaba a Falero, Sicino no había podido evitar la curiosidad y le preguntó por qué era tan malhablado. Primero se lo dijo en su idioma, pero enseguida pasó al griego, ya que comprobó que Euforión sabía pronunciar en persa la contraseña del puente de Chinvat y poco más. Euforión le explicó que cuando soltaba una palabra malsonante, sobre todo si estaba relacionada con los excrementos, se tranquilizaba mucho. Lo mismo le sucedía con aquellos movimientos tan absurdos que solía hacer. Si se lo proponía, podía tener las manos y los pies quietos. Su problema era que si no se relajaba con una buena palabrota o algún tic ritual, al cabo de unos instantes empezaba a subirle un cosquilleo insoportable por la nuca y se le contraían los músculos del cuello y los hombros. Al final, sin quererlo, se movían por sí solos y empezaba a sufrir unas sacudidas de cabeza tan fuertes que a veces incluso se hacía daño en las vértebras y se mareaba.