Salamina (85 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Salamina
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Al menos uno de ellos había estado bien empleado, el de Adimanto. Al final había descubierto que apreciaba al corintio. Era un granuja amante de la plata y aún más del oro, y además un consumado actor por el que Frínico y Esquilo se habrían peleado a puñetazos. En cierto modo, se parecía a Temístocles, sólo que sin su grandeza de miras. Mientras pergeñaban el plan, lo había reconocido.

—Mientras me pagues, puedes quedarte tú con la gloria.

Un granuja, sí, pero el tipo de granuja que a Temístocles le gustaba. Un hombre que, una vez aceptado un soborno, se mantendría fiel a su palabra. E igualmente un excelente marinero que ahora, como él, no hacía más que levantar la cabeza y observar el cielo.

—¿Crees que tendremos viento sureste?

La luna llena había alcanzado su cenit. Su faz seguía viéndose borrosa y sólo las estrellas más brillantes titilaban a través de la calima que enturbiaba el aire.

—No lo creo. Lo sé —dijo Temístocles con una seguridad que estaba muy lejos de sentir. Llevaba varios días haciendo sacrificios para propiciarse a Eolo y convencer a sus hijos Noto y Euro de que juntaran sus fuerzas. Confiando en ello, había decidido que los barcos atenienses volverían a llevar tan sólo quince combatientes de cubierta. Sobre las flotas de las demás ciudades no podía decidir.

En ese momento, mientras trataba de escrutar presagios en el cielo, alguien atravesó el perímetro de centinelas que vigilaban para que nadie molestara ni espiara a los generales. Era Arístides, y parecía traer graves noticias. Incluso Euribíades abandonó su mutismo y se incorporó para escucharlas.

—Las imágenes de los Eácidas ya están en su templo —les informó—. Pero mientras regresaba de Egina, han estado a punto de apresarnos. —Explícate —le dijo Temístocles.

—Ha sido un rato antes de llegar a Cinosura. Era una flota entera que se dirigía hacia el suroeste. Navegaban como fantasmas, sin lámparas y sin hacer apenas ruido. Nos hemos cruzado en su camino, a poco más de dos estadios de su vanguardia. Nos han visto, porque nosotros sí llevábamos luces. Si hubieran querido interceptamos lo habrían conseguido fácilmente. Pero han mantenido su rumbo como si no existiéramos.

—¿Cuántos eran?

—No sabría decírtelo. Navegaban en hilera, con un frente de tres naves, y cuando los dejamos atrás seguían pasando. Podrían ser cien barcos, tal vez más.

—Van a atacar nuestra isla... —dijo Polícrito, el general de Egina.

—No. Cuando lleguen al extremo sur de Salamina cambiarán de rumbo. Se dirigen al estrecho de Mégara. Eso quiere decir que han picado el cebo.

—¿Cebo? ¿De qué estás hablando? —preguntó Arístides.

Pero Temístocles no le respondió. Al parecer, Arístides no sólo había traído en su barco a los Eácidas. Detrás de los guardias había una mujer.

Apolonia.

Falero

C
uando despertaron a Artemisia y le dijeron que Jerjes quería verla, se sorprendió por lo intempestivo de la hora. Siempre que compartía el lecho con el Gran Rey la avisaban mucho antes. Luego, al enterarse de que se trataba de un consejo de guerra, su extrañeza fue todavía mayor, pero lo agradeció. Era el primer día de su menstruación y no habría sabido muy bien como rechazar a Jerjes con delicadeza.

La reunión no se celebró en ninguno de los tres pabellones reales, sino en la tienda de Mardonio, que estaba más cerca de la playa. Eshmunazar de Sidón había desplegado sobre una gran mesa un mapa de Salamina. Era la primera vez que Artemisia veía una carta de navegación como ésa, pues los fenicios eran muy celosos de sus secretos. Las escuadras persas estaban representadas por tacos de madera rojos y las griegas por piezas sin pintar.

Primero, Mardonio informó a todos los presentes de que, merced a dos espías, había sabido que buena parte de la flota enemiga iba a desertar poco antes del amanecer. Después tomó cuatro tacos rojos que representaban las ciento veinte naves egipcias y los movió desde Falero hacia la parte suroeste de la isla.

—Mientras nosotros hablamos, la escuadra de Aquémenes está rodeando Salamina para situarse aquí. —Hizo girar los tacos y los llevó hasta los estrechos que se abrían en la parte occidental de la isla, por debajo de Mégara—. Cuando los corintios intenten pasar y se encuentren con nuestros barcos, lo más probable es que viren para huir, ofreciendo sus popas. Pero si intentan abrirse camino embistiendo de frente, descubrirán que los egipcios con sus armas pesadas son una barrera infranqueable.

A Artemisia la sorprendía la soltura con que Mardonio manejaba aquellas escuadras de madera y hablaba de barcos. Desde su naufragio en el Atos aborrecía el mar y todo lo relacionado con él.
«La guerra y el mar son imprevisibles por separado»,
decía.
«Sólo a un loco se le ocurriría juntarlos».

Pero tal como se presentaba la situación, se les ofrecía la posibilidad de obtener una apabullante victoria sobre los griegos, y Mardonio quería participar de ella. Se estaba valiendo del informe de sus espías para convertirse en protagonista de la reunión y diseñar la estrategia. Por los gestos de Ariabignes, Megabazo y los demás almirantes, era evidente que se daban cuenta y estaban molestos con él.

Mardonio siguió explicando sus planes. Sacó de Falero las demás escuadras y apostó parte de ellas entre Psitalea y Salamina.

—Por aquí intentarán huir los atenienses, o parte de ellos. Si nuestro rey da la venia, en cuanto se levante esta reunión enviaremos varias escuadras para interceptarles el paso. Además, apostaremos en la isla de Psitalea a quinientos hombres de la
Spada.
Ellos acabarán con los griegos que puedan llegar nadando cuando hundamos sus barcos.

A continuación colocó los demás tacos rojos al otro lado de Psitalea, desplegados hasta la costa del continente.

—Las escuadras fenicias cerrarán esta salida. En cuanto empiece a clarear, nuestra flota entrará en el estrecho. Primero los barcos fenicios y después todos los demás.

Colocó los tacos de madera en fila, pegados a la costa, y los fue deslizando hacia el oeste. Artemisia se preguntó cuál era el propósito de aquella formación tan alargada, una serpiente acuática de dos kilómetros de longitud que seguía el contorno de la orilla. ¿Perseguir a los barcos corintios? Para eso no hacían falta casi quinientos trirremes. ¿Y qué harían con el resto de las naves griegas que estaban varadas en la isla?

Enseguida salió de dudas. Mardonio siguió empujando la hilera de tacos, hasta que la punta de aquella línea oblicua pasó entre ambas Farmacusas.

—Cuando todas las naves estén en posición, el Gran Rey dará una orden desde su puesto de observación. Entonces nuestros barcos virarán a la izquierda.

—A babor —susurró el fenicio Eshmunazar.

Mardonio giró todas las piezas de madera en ángulo recto de manera que quedaron apuntando hacia la isla de Salamina.

—Con las primeras luces, nuestra flota atacará a los griegos en sus fondeaderos —dijo señalando las bahías de Cicrea y Silenia—. Es posible que consigan botar algunas naves, pero las echaremos a pique. La mayoría seguirán varadas en tierra y sus dotaciones aún se estarán despertando o desayunando. Destruiremos sus barcos en la orilla y mataremos a sus tripulantes.

Alguien carraspeó. Era el fenicio Mattan, soberano de Tiro.

—Habla —dijo Mardonio.

—El plan me parece excelente. Sólo me pregunto si los griegos se dejarán matar con tanta facilidad.

—No achacaré tus dudas a cobardía, porque sé que tú y tus marineros os habéis batido con valor hasta ahora —respondió Mardonio. Artemisia pensó que no se habría atrevido a dirigirse así a un noble persa. En cualquier caso, al fenicio no pareció afectarle la insinuación—. Los griegos están desunidos, desmoralizados y desorganizados. Para entonces muchos de ellos, los que hayan intentado desertar durante la noche, ya estarán dando de comer a los peces.

»La mayoría de los hombres que encontraremos en la isla serán remeros, armados como mucho con puñales. Los soldados de infantería probablemente intentarán resistirse, pero no les quedará más remedio que retirarse al interior de la isla. Una vez dueños de las playas, nuestros transportes desembarcarán en Salamina a los Diez Mil.

Mardonio dio un puñetazo sobre el mapa y los tacos saltaron como sacudidos por un terremoto. Artemisia se acordó de la estatuilla rota y no pudo evitar un escalofrío.

—Sabemos que casi todos los varones de Atenas se encuentran en Salamina. Los atenienses han incendiado Sardes, han matado a los embajadores del Gran Rey, se han negado a entregar la tierra y el agua y han convencido a otros griegos para que se rebelen contra la legítima soberanía de nuestro señor. —Artemisia se dio cuenta de que Mardonio no mencionaba la derrota de Maratón. Oficialmente no se había producido—. Son salvajes que se oponen al orden natural querido por Ahuramazda. Pero mañana a estas horas no quedará vivo ninguno de ellos.

Había llegado el momento de que los generales, reyes vasallos, almirantes y oficiales diversos dieran su opinión. Conforme les llegaba el turno de hablar, cada uno se levantaba y mostraba su aprobación alabando aquel excelente plan con breves palabras, dirigiéndose a Mardonio para que éste transmitiera su mensaje al Gran Rey. Tras cada intervención, aunque no le interpelasen directamente a él, Jerjes manifestaba su aquiescencia con una leve inclinación de cabeza.

Le correspondía hablar a Artemisia. Sabía muy bien lo que se esperaba de ella. No se les había convocado para que opinaran, sino para que aplaudieran. Pero le dolía la tripa, con un dolor sordo y constante que ninguno de los varones allí presentes podía comprender. El calor hacía aún más molesta su menstruación, y los bálsamos que ardían en los pebeteros le estaban revolviendo el estómago. Todo ello agriaba su humor y afilaba su lengua, y además no podía dejar de pensar en el presagio que había recibido en la Acrópolis.

—Mardonio, te ruego que le digas en mi nombre al Gran Rey lo siguiente. Es dueño de la parte más importante de Grecia. Atenas ha sido arrasada, por lo que el incendio de Sardes y sus otros desmanes han quedado vengados de sobra. Si esperamos un poco más, los griegos caerán como fruta madura. Dejemos que huyan para luego derrotarlos de uno en uno. Estoy convencida de que muchos de ellos están arrepentidos de haberse opuesto al poder de nuestro soberano y en secreto desean ofrecerle la tierra y el agua. Si no lo hacen es porque, estando todos juntos, sienten vergüenza de ser los primeros en ceder.

»Ahora bien, si intentamos combatir contra toda su flota reunida, aunque la nuestra sea muy superior en número y pericia, existen más posibilidades de que suframos un contratiempo que si nos dedicamos a someterlos ciudad por ciudad. Convendría no olvidar, además, que los atenienses luchan en su terreno y que los hemos acorralado. Un animal herido y arrinconado es aún más peligroso y puede causar más daños cuando está a punto de morir que mientras tiene la opción de huir. Por todo eso, sinceramente, yo desaconsejaría esta operación aunque esté planeada con tanta brillantez.

A las palabras de Artemisia las siguió un silencio tan espeso y pegajoso como el aire de aquella noche sofocante. Mardonio se la quedó mirando con perplejidad. Su gesto parecía decir:
« ¿Por qué me haces esto precisamente tú?».

El siguiente en hablar fue el rey licio Damasitimo. Su huésped Esquines debía haberle contagiado su resentimiento contra Artemisia, porque se limitó a decir:

—Esto tenía que ocurrir. Dejamos que las mujeres participen en los consejos de guerra, y al final hablan como mujeres. Si la tirana Artemisia opina que no deberíamos combatir, razón de más para hacerlo, porque es un argumento de cobardes, como corresponde a su sexo.

Artemisia enrojeció de ira, pero no se atrevió a levantarse para tomar la palabra sin permiso. No obstante, Mardonio le dio la oportunidad señalándola con su bastón.

—Duras han sido las palabras de Damasitimo. ¿Tienes algo más que decir, Artemisia?

—Sí —contestó ella, levantándose—. Te ruego que también le transmitas al rey esto. En la batalla de las Termópilas no me comporté como una pusilánime, así como en los combates navales de Artemisio mis barcos tampoco cedieron en valor a los de nadie. No he hablado así por cobardía, sino por el respeto y afecto que siento por nuestro señor. Aunque haya desaconsejado entrar en el estrecho, yo misma zarparé en mi nave capitana para combatir con valor en nombre del Rey de Reyes y derramar mi sangre por él.

Habló mirando a Mardonio, pero al escuchar el golpeteo del cetro de Jerjes sobre el estrado se dio la vuelta. El Gran Rey se había puesto en pie, lo que suponía que el consejo quedaba disuelto, aunque faltaban varios oficiales por hablar.

—Me complacen el valor y la sinceridad de la reina Artemisia, que son virtudes propias de un amigo. Aunque no me satisfaga tanto su opinión. Pero incluso los mejores amigos se pueden equivocar. Ahora, ruego a Ahuramazda que sonría a sus hijos y al amanecer les otorgue la victoria.

Así que habrá batalla,
pensó Artemisia, mientras Jerjes abandonaba la sala. Se disponía a volver a su tienda para despertar a sus hombres y ordenar que embarcaran, cuando Mardonio le pidió que esperara. Haciendo caso omiso de los demás almirantes y capitanes que querían hablar con él, el general la llevó a un reservado de su tienda.

—¿Qué te ocurre, Artemisia? —le preguntó—. ¿Por qué has dicho eso?

—¿A ti también te molesta que te contradigan, Mardonio? Todos han estado de acuerdo con tu plan. Que entre tantos oficiales sólo yo haya manifestado una opinión contraria debería alegrarte.

—Me estás malinterpretando. No me has contrariado, porque tu opinión no podía mudar el parecer del rey. Él está decidido. El plan no es mío, sino suyo. Yo sólo he perfilado algunos detalles.

—Lo ignoraba.

—Tu actitud me desconcierta. ¿Qué te preocupa? No tendremos otra ocasión como ésta.

—Lo sé.

—Quizá no lo sabes del todo bien. El rey necesita esta batalla, y la necesita ya.

—¿Por qué? ¿Acaso no estamos ganando esta guerra?

—En cierto modo, no —reconoció Mardonio. Miró a los lados, aunque no había nadie entre aquellas paredes de lona, y bajó la voz—. Nuestras previsiones fueron muy optimistas. No se ha cumplido ni una de ellas. El otoño se nos echa encima. En estas fechas habíamos planeado que el Gran Rey estaría de regreso en Asia mientras yo me dedicaría a organizar la nueva satrapía. Pero este ejército monstruoso es lento como un carretón de bueyes. Hemos gastado el doble de dinero de lo previsto, lo que significa que el erario tendrá que pagar muchos más intereses. Las provisiones se agotan. Si nuestros vasallos macedonios y tesalios nos alimentan quince días más, morirán de hambre durante el invierno. No es eso lo que desea el Gran Rey. ¿Te das cuenta de la gravedad de la situación?

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