—Pero cuando gobierne la puta ciudad de Magnesia, como me ha prometido Mardonio, podré decir y hacer lo que quiera. Y al que se ría,
kjjjjj
—dijo, pasándose el índice por el cuello en un gesto expresivo.
Sicino podía comprender por qué él estaba remando en aquella barca para revelar al mando persa lo que había escuchado durante la cena. Al fin y al cabo, su verdadero nombre era Mitranes, hijo de Bagabigna, y aunque llevara tantos años sin ponerse el uniforme, era un decurión de la
Spada.
Pero no entendía que Euforión, siendo amigo de Temístocles, lo traicionara de esa forma.
—¿Traicionarlo yo? ¿Traicionarlo yo?
Tras palmearse las rodillas y tironearse de las orejas, le explicó que Temístocles llevaba utilizándolo desde que eran críos. Como se sentía inferior a ellos, los eupátridas, se había arrimado a Euforión pensando que por sus defectos sería más accesible.
—Desde entonces siempre ha estado soltándome pullas y mirándome por encima de su hombro de mierrrrrda —dijo, regodeándose en su grosería.
A Sicino no le parecía que, aparte de un par de comentarios que se le habían escapado esa misma noche, Temístocles se burlara tan a menudo de su amigo. Pero cuando Euforión se quejó de su costumbre de palmearle la cara, tuvo que reconocer que eso sí lo hacía y que a él también le habría molestado.
—¡Qué se habrá creído! Él, el hijo de un comerciante que ha estado toda la vida comiendo mierda y más que mierda, dándome bofetaditas a mí, ¡un Alcmeónida!
La retahíla contra Temístocles continuó durante un buen rato. Euforión tenía clavadas muchas espinas, pero la peor era la humillación que su amigo le había hecho pasar cuando le propuso a su hermana que se casara con él, y Nicómaca se permitió el lujo de rechazarlo. ¡Estando el propio Euforión delante!
Sicino escuchaba boquiabierto. No podía concebir un odio así, tan solapado, tan venenoso, larvado durante tantos años. Estaba convencido de que ni siquiera Temístocles, que solía ser tan sagaz, se había dado cuenta. Pero luego Euforión siguió despachándose contra otros personajes, primero de su propia familia y luego de otras, hasta que Sicino se dio cuenta de que aquel aborrecimiento no lo sentía sólo por Temístocles, sino también por el resto de los atenienses.
—Siempre me han tomado por un tonto de baba esos engreídos de mierda. Pero ¿qué se creían? Los he engañado a todos.
Euforión le explicó con orgullo cómo llevaba trabajando para los persas desde hacía más de diez años. Sí, era él quien había hecho las señales luminosas desde el Agrélico. Cuando casi lo pillan, se le ocurrió una improvisación genial y le llevó el escudo a Temístocles como si hubiese estado a punto de atrapar al espía.
Normalmente, Euforión informaba a los persas haciendo señales luminosas con reflejos de día y antorchas de noche. Pero los mensajes que se podían transmitir de esa manera eran muy sencillos, como el de Maratón:
«Espartanos no llegarán».
A veces tenía que recurrir a intermediarios y desertores. Como un mes antes, cuando se las arregló para hacer llegar desde Artemisio un informe sobre el número y la disposición de las tropas que defendían las Termópilas.
—Estás muy orgulloso de lo que haces —le dijo Sicino.
—Lo estoy. Soy muy bueno en el arte del engaño. Mejor que Temístocles, que se cree el hombre más listo del mundo.
—¿Y por qué ahora no has hecho señales luminosas desde Salamina?
—¿Pues no te lo he explicado, joder? —Euforión puso los ojos en blanco, y después los hizo girar varias veces a ambos lados—. Esta información es muy delicada y precisa. Además, no tengo la menor intención de estar en las aguas del estrecho cuando entre la flota persa. El mar se va a convertir en mierda pura. Cuando tus amigos persas se lancen a la puta degollina, a ver quién los convence de que soy uno de sus agentes.
Sicino no había caído en eso. Empezó a temer que no los dejaran llegar ante Mardonio, o que incluso los ajusticiaran pensando que eran espías, pero del bando griego. Sin embargo, en cuanto llegaron a Falero los condujeron ante el general. Euforión se rió de él al ver su cara de sorpresa y le preguntó cuántos hombres creía que había que midieran más de cuatro codos de alto y uno de ancho y tuvieran en la cara una cicatriz morada como la suya. Sicino se sintió un poco tonto, pero hubo de reconocer que el ateniense llevaba razón.
Ya en presencia de Mardonio y Aquémenes, Sicino fue traduciendo al persa las palabras de Euforión. El informe era muy preciso y detallado. Los griegos tenían exactamente trescientos diez trirremes en condiciones de combatir, que fue desglosando por contingentes y ciudades. El principal era el ateniense. Aunque ante sus aliados Temístocles siempre alardeaba de sus doscientas naves, Sicino se sorprendió al saber que sólo les quedaban operativas cinco escuadras de treinta naves y otra de veinte.
—El siguiente contingente en número es el de Corinto, con cuarenta trirremes al mando de Adimanto —tradujo después—. Ésos son los barcos que van a huir esta noche por el canal de Mégara. A esa misma hora Temístocles tiene pensado escapar entre Salamina y Psitalea con una escuadra de treinta barcos.
Mardonio iba asintiendo a todo lo que oía, y cada vez que lo hacía su barba roja y tiesa crepitaba contra su túnica. Cuando Euforión concluyó su informe, el general le dijo a Sicino:
—Mitranes, dile a este griego que ahora hablaremos a solas para considerar su información, pero que si se demuestra veraz, no sólo se le concederá Magnesia, sino también Priene y Colofón.
Cuando se lo tradujo a Euforión, el ateniense se puso tan contento y a la vez tan nervioso que las sacudidas de su cabeza se multiplicaron y, para calmarlas, tuvo que realizar de nuevo su ritual de absurdos movimientos. Mientras salía de la tienda, Mardonio se le quedó mirando con una extraña sonrisa. Sicino pensó que parecía de desprecio. No sería raro, se dijo. A nadie le podía caer bien alguien que vendía así a su propio pueblo, aunque se beneficiara de su perfidia.
Fue entonces cuando Mardonio le hizo la pregunta.
—Dime, Mitranes. ¿Crees que el informe de ese traidor es veraz?
—Sí, señor. Yo mismo he estado presente mientras Temístocles contaba que los corintios iban a huir. Él quiere huir al oeste, y no sé si pretende convertirse en pirata, porque ha dicho que si...
Mardonio levantó la mano y Sicino comprendió que debía callarse y esperar otra pregunta.
—Así que los últimos restos de su Alianza se están desmoronando. ¿Qué más has oído? ¿Delante de ti Temístocles ha comentado algo sobre sus consejos de guerra?
—¡Oh, sí señor! Incluso me ha llevado a ellos.
Sicino le contó el enfrentamiento de esa misma tarde entre Temístocles, Adimanto y el almirante espartano. Mardonio cada vez sonreía más. Tras escuchar a Sicino, se volvió hacia Aquémenes.
—Se me ocurre lo siguiente —le dijo—. Yo voy a consultar con el rey. Pero tú puedes zarpar con tus barcos para cerrar el canal de Mégara. Si partes ahora mismo, puedes estar allí antes de que aparezcan los corintios. ¿Qué opinas?
—Me parece bien —contestó el hermano de Jerjes—. Si el rey decide atacar, habremos ganado tiempo. En caso contrario, tan sólo tendremos que regresar.
Sin esperar más, Aquémenes salió de la tienda. Mardonio agarró la mano de Sicino y se la apretó.
—Has aparecido en un momento oportuno, hijo de Bagabigna. Gracias a tu lealtad, el Gran Rey va a conseguir la más espléndida de sus victorias. ¿Querrás participar en ella?
—¡Por supuesto, señor!
—Descansa un poco, Mitranes. Te lo has merecido. Mañana, cuando saltes sobre los barcos griegos, sembrarás el terror entre los infieles y complacerás al señor Ahuramazda en su corazón.
Sicino sonrió al imaginarse la escena. Luego se preguntó qué pasaría si por azar abordaba el barco de Temístocles, y se le borró la sonrisa.
A
medianoche, cuando la tercera guardia relevó a la segunda, Temístocles aún no tenía manera de saber si su plan había empezado a funcionar. Había vigías apostados por toda la isla, sobre todo en la parte oriental, pero nadie había informado de actividad inusual por parte persa. El aire seguía siendo sofocante y hacía tanto calor que los soldados y marineros, que otras noches prácticamente se empujaban y apelotonaban por acercarse al calor de las hogueras, ahora se alejaban de los rescoldos incluso en sueños o se levantaban para apagarlos con agua.
Los generales seguían reunidos, aunque tras la información inicial de Temístocles ya no había un debate general, sino varias conversaciones en corrillos. No habían convocado a todos esta vez, sino tan sólo a los jefes de los principales contingentes, de tal manera que entre ellos y sus asistentes eran menos de veinte personas. Temístocles no estaba dispuesto a que hubiera desertores de última hora que informasen a los persas.
Aunque por deferencia hacia él estaban reunidos en la bahía de Silenia, cerca de la
Clitemnestra,
Euribíades se mantenía aparte, mientras Temístocles dibujaba en la arena de la playa para explicarle las maniobras a Adimanto y los generales de Egina y Mégara.
—Lo siento, Euribíades —le había dicho antes Temístocles—. Para que el engaño fuera completo, necesitaba que tu enojo contra mí fuera auténtico.
—¿Y por qué Adimanto sí lo sabía? ¡Has burlado mi autoridad!
—Adimanto sabe fingir mejor que Ulises. Recuerda que viene de una ciudad de comerciantes, y el patrón de los mercaderes es el astuto Hermes.
—Cuando vuelva a reunirse la Alianza haré que te juzguen por traicionar a todos los griegos. ¡No escaparás impune a esto!
—No me estropees lo que tengo entre manos, Euribíades. Luego denúnciame ante el tribunal de Zeus Olímpico si quieres. —Temístocles añadió en voz baja—: Pero te advierto que si sigues comportándote de esta forma, no verás los otros tres talentos.
A esto, el almirante espartano no había sabido qué contestar. Ahora estaba sentado sobre una piedra, dando vueltas al bastón en su mano derecha mientras contemplaba la nada con el ceño fruncido. Al mirarlo de reojo, Temístocles casi podía ver el orgullo y la codicia personificados en dos diminutos
dáimones
alados que tiraban de él en direcciones opuestas.
Se volvió de nuevo a sus colegas de la flota. Cualquiera que los hubiera visto a él y a Adimanto, acuclillados sobre la arena hombro con hombro, no habría podido creer que eran los mismos hombres que habían estado a punto de llegar a las manos unas horas antes.
—Esto es lo que yo creo que pasará —dijo Temístocles, señalando las líneas que representaban el despliegue de la flota persa a lo largo de la costa—. Al menos, es lo que yo haría si estuviera en el lugar de Jerjes y creyera que la información que he recibido es fidedigna.
—Yo, en cambio, si fuera él, no me arriesgaría a entrar en el estrecho —dijo Adimanto—. Me limitaría a esperar fuera como una comadreja y cazar a los ratones uno a uno conforme fueran saliendo de la guarida.
Aunque llevaba un rato poniéndole objeciones a Temístocles, ahora lo hacía en tono razonable, muy lejos del histrionismo con el que había actuado sobre la cubierta de la
Clitemnestra.
—Él no es así. Su concepto de la grandeza no le permite actuar como tú dices. En una ocasión afirmó que quería librar la mayor guerra que el mundo hubiese visto para que los valientes demostraran en ella su valía.
—¿Cómo sabes tú todo eso? —preguntó el general de Mégara.
—Fue una información que me costó un precio muy caro —contestó Temístocles.
—De todos modos, aún hay mil cosas que pueden salir mal —dijo Adimanto—. Tu esclavo puede hundirse en la barca antes de llegar a Falero. Los centinelas persas pueden rebanarle el cuello. Los mandos persas pueden no creerlo. O pueden creerlo, pero no hacer nada. O pueden hacer algo, pero no lo que tú crees. ¿Y si se limitan a rodearnos, pero no pasan más allá de Cinosura?
—Sicino llegará, te lo aseguro, y nadie le rebanará el cuello. Ese hombre tiene más vidas que Sísifo. Y tendrán que creerlo. No hay persona con menos doblez en el mundo.
Al pensar en Sicino, volvió la mirada hacia Mnesífilo, que se había tumbado en el suelo y dormía con la cabeza tapada por una esquina de su propio manto. Mientras esperaban a que llegasen los generales convocados a esa junta de urgencia, Temístocles había explicado a su amigo el porqué de su actitud durante la cena.
—Cuando se quiere engañar a una persona, también hay que engañar a todas las que lo rodean. Si yo te hubiera contado con antelación lo que pensaba hacer, tu actuación no habría sido convincente. Eres demasiado honrado.
—No intentes halagarme ahora, después de los sobresaltos que me has dado esta noche. ¿Cómo adivinaste que Sicino y Euforión tomarían ese bote?
—Porque, para empezar, sabía que Sicino llevaba ocultándome algo desde que salimos de Babilonia. Se puede leer en él como en un papiro desplegado.
—Apolonia me dijo algo parecido, que Sicino mentía al asegurar que no podía volver a Persia. Pero ella estaba convencida de que tú te habías tragado su embuste.
—Como ya te he dicho, la mejor manera de que no se descubra un engaño es no contárselo a nadie. Y me convenía tener a mi lado a Sicino para pasar a los persas la información que yo juzgara más oportuna.
—¿Y lo de Euforión?
—¡Ah, qué torpe he sido con él! Cuando Clístenes me insinuó que había traidores en su propio linaje, más cerca de lo que yo sospechaba, no me imaginé que se refería al Nervios. Quizá el viejo me creyó más astuto de lo que soy.
—A veces no es malo dejarse engañar por amistad. No te avergüences de tus buenos sentimientos.
—De lo que me avergüenzo es de mi estupidez. Por culpa de sus taras, todo el mundo piensa que Euforión es un imbécil. Me temo que yo también lo subestimé.
—¿Cómo lo descubriste entonces?
—El caso es que debió sentirse tan impune, o pensar que yo estaba tan ciego y tan sordo, que al final acabó actuando como un imbécil.
Sólo Euforión, que conocía el monto exacto de sus pagos a Euribíades y Adimanto, podía haber propalado el rumor de los treinta talentos con que lo habían sobornado los habitantes de Eubea. Al menos, el muy torpe podía haber sido algo más impreciso con los detalles.
Pero eso no se lo había explicado Temístocles a Mnesífilo. La forma en que había resuelto sus problemas con Andrónico ya era lo bastante sórdida como para hablarle de más cohechos.