Salamina (92 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Salamina
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Los marineros tiraban de la cuerda emplomada entre gruñidos.

—¡Daos prisa! —gritó Temístocles.

—Demonios, cómo pesa —se quejó Fidípides, que les estaba echando una mano—. ¿Qué habrá pescado Escilias, una vaca?

Por fin, entre la espuma y los remos asomaron las cabezas del buceador y de Sicino. Escilias tenía abrazado al persa por debajo de las axilas. Cuando consiguieron izarlos hasta la cubierta y el gigante persa se desplomó sobre la tablazón vomitando y escupiendo agua, Temístocles comprendió por qué Fidípides se quejaba tanto. Por si Sicino no fuera lo bastante corpulento, aquella loriga de prietos anillos de metal le llegaba hasta las rodillas.

Pero Escilias había llegado a tiempo. Aunque no dejaba de toser y escupir agua, Sicino seguía vivo. Temístocles se preguntó si se debía a sus enormes pulmones o a su increíble resistencia a morir. Cuando lo vio caer al agua desde la cubierta donde luchaba con Cimón, la
Artemisia
se encontraba a más de cincuenta metros. Después de llegar hasta allí, Escilias había tenido que bucear un buen trecho; a juzgar por lo que se había hundido la cuerda, doce o trece metros de profundidad.

Mientras se dirigían a Salamina, Temístocles se sentó en la cubierta junto a su antiguo esclavo. Durante un momento sopesó la idea de revelarle que gracias a él sus compatriotas persas habían caído en la trampa, pero le pareció demasiado cruel, al menos en aquel momento.

—Aquí estás, Sicino. De vuelta conmigo. Parece que el destino se niega a separarnos.

El gigante persa consiguió dejar de toser por fin y se incorporó con la ayuda de Temístocles y de Escilias. Tenía la mirada desenfocada, como si estuviera contemplando todavía una visión del más allá. Y así debía de ser, porque exclamó en persa:

—¡Mi señor Mitra, no volveré a mentir! ¡Nunca! ¡Por nadie! Temístocles le apretó el hombro y le dijo, también en persa:

—Tranquilo, Sicino. Ya te lo expliqué una vez. Mentir es decir lo contrario de la verdad. La clave es «decir», ¿recuerdas? Tú, simplemente, has callado algunas cosas. No eres culpable de nada.

Sicino miró a su alrededor, como si se diera cuenta por primera vez de que estaba a bordo de la
Artemisia.

—¿Dónde me llevas, señor?

—¿Dónde quieres que te lleve, Sicino? Ya estás en casa.

Nave Artemisa

A
ntes de llegar a Farmacusa les salió al encuentro una barca de pescadores. Dejaron en ella a los heridos y a cambio incorporaron a tres hoplitas que venían en ella. Temístocles pensó en desembarcar también a Sicino. Pero aunque ya se había quitado la cota de malla seguía llevando los pantalones persas, y temía que pudieran matarlo si él no estaba delante para protegerlo, de modo que le ordenó que se quedara en la pasarela junto a los marineros.

—¡Vira en redondo, Heráclides! —ordenó—. ¡Volvemos al combate!

La batalla se prolongó durante horas. Desde la cubierta era difícil hacerse una idea cabal de lo que estaba sucediendo, pero lo cierto era que las aguas alrededor de Salamina se veían libres de barcos enemigos, mientras que la costa del continente parecía cada vez más un desguace de naves viejas. Entre pecios, popas desgajadas, remos y tablones sueltos, los escasos barcos intactos que le quedaban al enemigo intentaban resistir los ataques que les llegaban por todas partes.

Poco a poco los griegos se habían ido haciendo dueños del estrecho, y su audacia se acrecentó conforme avanzaba la tarde. Mientras los trirremes aliados embestían con los espolones a las naves que seguían a flote, por entre ellos se colaban botes, falúas o incluso balsas que llegaban de Salamina. Aquellas minúsculas embarcaciones iban cargadas de hoplitas que se habían despojado de las corazas por si caían al agua. También había remeros de la flota griega cuyos barcos se habían ido a pique, pero habían tenido tiempo de ganar a nado la orilla y ahora regresaban al combate a vengar a sus compañeros. En algunos botes se veía incluso a críos de poco más de diez años, viejos retirados ya de la milicia y mujeres con las túnicas recogidas sobre las rodillas. Todos aquellos combatientes espontáneos se dedicaban a buscar a los supervivientes de la flota persa que se aferraban a los maderos o trataban de mantenerse a flote nadando. Cuando daban con ellos, los arponeaban como atunes, los acuchillaban, les sacaban los ojos con las fíbulas de las túnicas o les abrían la cabeza golpeándolos con los remos. La ira y el rencor acumulados durante tantos días a la vista de las ruinas humeantes de Atenas habían salido a flote allí, en aquellas aguas sembradas de cadáveres.

Las sombras empezaban a alargarse cuando en una de aquellas barcas Temístocles vio a Epicides, que estaba cortándole la garganta a un remero fenicio exhausto. Aunque se trataba de un pobre hombre que debía servir en la flota persa por una paga humilde, o tal vez incluso de un esclavo, el batanero lo despachó con tanto placer como si estuviera degollando a toda la aristocracia de Atenas a la vez.

—¿Qué le ha pasado a tu barco? —le preguntó Temístocles desde la popa.

—¡Nos abordaron! —respondió él—. ¡Nos hemos salvado sólo treinta remeros!

Al saber que Epicides venía de Salamina, Temístocles ordenó que le echaran un cabo y le ayudaran a subir a bordo.

—¿Qué novedades hay? —le preguntó.

Epicides le dijo que, por lo que contaban los vigías apostados en las alturas de la isla, parte de la flota persa había logrado huir hacia Falero, abriéndose paso entre sus propios barcos.

—¿Cuántos han huido? —preguntó Temístocles, impaciente.

—No lo sé, yo no lo he visto con mis propios ojos. Me han dicho que tal vez la mitad, o incluso menos.

¡La mitad! Temístocles no quería creerlo aún, pero una mirada a su alrededor le convenció de que podía ser cierto. Y los barcos que no hubieran salido del estrecho ya no iban a hacerlo, pues los trirremes de Egina y de Mégara habían formado un cordón entre Cinosura y el continente.

—Por cierto, tu amigo Arístides —añadió Epicides, recalcando con cierta sorna la palabra «amigo»— se ha atrevido a mojarse los pies. —¿Qué quieres decir?

—Ha tomado consigo a quinientos hoplitas, se los ha llevado a la punta de Cinosura y desde allí ha convencido a unas naves de Egina para que los transporten a Psitalea.

En el islote, le explicó Epicides, había un contingente de infantería enemiga que debía llevar apostado desde la noche anterior. Cuando una nave de Egina averiada embarrancó allí, los persas los atacaron y los mataron a todos. Por eso los eginetas habían accedido encantados a la petición de Arístides y habían desembarcado a sus hombres en Psitalea. El combate había sido encarnizado, porque persas y atenienses estaban igualados en número, pero al final los hoplitas habían logrado limpiar el islote de enemigos.

—Ésa es una excelente noticia —dijo Temístocles, con una amplia sonrisa.

—¿Por qué? —le preguntó Fidípides—. Sólo es un pedrusco en el que no hay ni cabras.

—¿Es que no te das cuenta? ¿No os dais cuenta? —añadió Temístocles dirigiéndose a los demás infantes, que habían formado un corrillo en la popa para escucharle—. Desde que empezó esta guerra sólo hemos sabido retroceder. Primero abandonamos Tesalia, luego Artemisio y las Termópilas, después evacuamos Atenas. Es la primera vez que le ganamos terreno al enemigo. ¡Las tornas van a volverse, os lo aseguro!

Temístocles ordenó a Heráclides que lo llevara a Psitalea para comprobar con sus propios ojos la situación. La isla se hallaba en poder de los griegos, y las aguas que la rodeaban también. Algunos barcos persas se habían refugiado en el Pireo, donde por el momento Temístocles no se atrevía a seguirlos, pero la mayoría de los supervivientes habían preferido huir a Falero, lo más lejos posible del estrecho. En una batalla terrestre vencía el que quedaba dueño del campo y otorgaba o negaba permiso al enemigo para recoger a sus muertos. Ahora ellos eran dueños de las aguas que rodeaban Salamina. Sólo quedaba conocer la magnitud de su victoria. Pero Temístocles sospechaba que la flota del Gran Rey no volvería a ser una amenaza para los griegos.

El sol se estaba poniendo cuando la
Artemisia
regresó y las últimas naves de la flota ateniense regresaron al fondeadero de Cicrea. Muchos de aquellos trirremes remolcaban despojos de la batalla: mascarones, codastes, naves enteras. La mayoría venían con marcas y cicatrices del combate, y en muchos tan sólo bogaban dos filas de remeros o incluso una, mientras los demás, exhaustos, recuperaban el aliento sentados en cubierta. Sin embargo, lo importante era que volvían muchos. Esa noche, pensó Temístocles, no habría tantos ciudadanos atenienses esperando a la orilla del Aqueronte. Como pronosticara la Pitia, la muralla de madera de Atenea había resistido.

Pero no era suficiente. Con una flota como la que poseían, jamás deberían haber abandonado el Pireo al enemigo, ni tampoco su ciudad. Sólo Zeus sabía cuánto tiempo les costaría reconquistar Atenas. Mas cuando lo hicieran, deberían asegurarse de que nadie los obligara a evacuarla nunca más.

Diez años antes, el día en que murió Clístenes, Temístocles había concebido una visión. Sesenta mil manos empuñando los remos de una nueva flota. El sueño se había cumplido y gracias a él los atenienses habían vencido a los marineros del Gran Rey delante de sus propios ojos.

Bien está,
se dijo Temístocles. Pero ahora había que mirar más allá.

Se volvió hacia la ciudad. Nuevas humaredas se alzaban desde el Pireo y Atenas. Los persas, furiosos por la derrota, debían haber prendido más hogueras con lo poco que quedase por quemar. Pero Temístocles no veía las llamas ni las negras columnas de humo. Después de una batalla que se había prolongado casi de sol a sol, después de la noche más larga de su vida, después de meses de guerra y largos años de planes, trabajos y desvelos, su mente, en vez de reposar y echar la vista atrás para disfrutar lo conseguido, volvía a maquinar escrutando el futuro.

Ahora, al contemplar las ruinas de Atenas, los ojos de Temístocles contemplaban una muralla.

Tan alta como la de Babilonia, de sólidos sillares, provista de torres de vigilancia. Una muralla que no sólo protegería la Acrópolis, sino toda la ciudad. De ella partirían otras dos que bajarían en paralelo hasta el Pireo y unirían para siempre Atenas con su puerto. Si conseguían que Atenas tuviera una salida al mar y dominara éste con su flota, ningún enemigo podría obligarles nunca más a abandonar los templos de sus dioses ni las tumbas de sus padres.

Y para conseguirlo, se dijo, no hacía falta ser general. No tenía por qué faltar al juramento que había prestado a los cuatro jefes de los eupátridas. ¿Cómo lo había llamado Mnesífilo una vez? ¿Demagogo? Sí, él sabría conducir al pueblo de la mano para que decidiera lo que era mejor para Atenas.

Alguien le puso una mano en el hombro.

—Creo que estás mirando en la dirección equivocada —le dijo Fidípides.

Temístocles se volvió hacia la proa. Ya estaban a punto de llegar a la playa de Cicrea. Junto a las hogueras recién encendidas, los vencedores, remeros, hoplitas y marineros, en esta ocasión todos juntos, celebraban la victoria, ofrecían sacrificios a los dioses, mostraban los trofeos arrebatados al enemigo, curaban a los heridos y lloraban a los muertos.

Pero no era eso lo que le señalaba Fidípides. En la orilla, dejando que la marea le acariciara los pies, aguardaba Apolonia. Durante unos segundos, Temístocles no supo qué pensar. Después, ella levantó la mano y le saludó.

Temístocles suspiró. Tras diez años de guerra en Troya y otros diez de vagar por los mares, Ulises había descansado por fin junto a Penélope. Tal vez, aunque sólo fuera por una noche, había llegado el momento de que Temístocles también le concediera reposo a su mente, bebiera vino, hiciera el amor con Apolonia y se quedara dormido en sus brazos.

El amanecer ya le traería otros afanes.

EPÍLOGO
Puesto de observación real, 21 de septiembre

C
uando salió el sol, Jerjes seguía sentado en su trono. Había pasado allí toda la noche, sin moverse. Sobre su cabeza el toldo flameaba movido por la brisa, y tras él, con gesto somnoliento, aguantaban a pie firme su toallero, el portador del abanico y también el de las armas. No había nadie más. Los lanceros de su guardia habían formado un perímetro alrededor de él y no dejaban que nadie se acercara.

Condujeron a Artemisia a su presencia poco después del amanecer. Se presentó convencida de que la iban a decapitar por lo acaecido la víspera. Pero al descubrir que Jerjes sólo los había convocado a Mardonio y a ella se tranquilizó un poco. El Gran Rey nunca juzgaba en tal intimidad.

Artemisia imaginaba por qué el rey seguía allí sentado, mirando a las aguas donde lo habían vencido. Los trirremes griegos navegaban a sus anchas por todo el estrecho, no hasta el centro como en días anteriores, sino incluso hasta la Farmacusa Menor y el terraplén. Desde sus cubiertas insultaban a los soldados persas de la orilla, que les disparaban flechas sin demasiada convicción. El desánimo había calado incluso en los ánimos de los guerreros de la
Spada
que no habían llegado a participar en la batalla.

Pero Artemisia estaba convencida de que lo que Jerjes veía no era lo mismo que estaban contemplando los demás. Por su expresión, sus ojos parecían haberse quedado congelados en el día de ayer, cuando aquellas angostas aguas se habían convertido en un hervidero en el que llegaron a enfrentarse a la vez más de setecientos barcos. Sin duda estaba rememorando una y otra vez el momento en que comprendió que Temístocles lo había engañado, que había jugado con ellos y con sus agentes para atraerlos a aquella ratonera.

Los sentimientos de Artemisia eran ambiguos. Los habían vencido, ella había escapado viva a duras penas y de sus otros cuatro trirremes sólo se habían salvado dos. De pronto, todo el esplendor de la gran expedición se había desinflado como una enorme pompa, dejando sólo ese vacío que se había adueñado de la expresión de Jerjes.

Pero del mismo modo que tras la victoria de las Termópilas Artemisia había sufrido y llorado por el fin de los espartanos, ahora no podía evitar cierto orgullo por el valor que habían demostrado los griegos de Europa.

—Los barcos, Mardonio —dijo Jerjes—. Cuántos hemos perdido en total.

—Doscientos cuarenta y cinco trirremes, majestad.

Bastantes de ellos, pensó Artemisia, debían de haber desertado al final de la batalla por temor a la cólera de Jerjes. A ella misma se le había pasado por la cabeza, y aún no sabía por qué no lo había hecho. Sin duda la batalla de Salamina había arrojado a la piratería a decenas de barcos junto con sus tripulaciones. En cualquier caso, esas naves estaban tan perdidas para el Gran Rey como las que se habían ido a pique o caído en poder de los griegos.

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