—Llevaos a este hombre de aquí y quitadle las cadenas. Es hijo de un persa valiente y noble y un fiel seguidor del Sabio Señor. Éste no es lugar para él. Ya iré a verlo luego.
Dos de los soldados escoltaron a Sicino fuera de la sala. El esclavo, antes de irse, dirigió una última mirada a Temístocles. Tenía los ojos empañados.
—Suerte, señor —le dijo.
Cree que no va a volver a verme. Y puede que no le falte razón
.
Pensó con tristeza en cómo mudaban las costumbres y situaciones según el país. Muchos años atrás, cuando denunciaron a Temístocles por el asunto de las minas, los verdugos habían torturado a su esclavo Grilo y no a él para arrancarle la verdad, puesto que como ciudadano ateniense no se le podía someter a tormento. Pero aquí, en el corazón del imperio, era su siervo Sicino quien tenía privilegios de ciudadano, mientras que la vida y la persona de Temístocles no valían nada.
—Bien, Temístocles —dijo Mardonio, volviendo al arameo—. Quiero que me digas ahora el verdadero motivo por el que has venido a Babilonia.
—Ojalá pudiera decírtelo, gran señor. Nada me gustaría más que complacerte. Pero no sé quién es ese hombre del que me hablas. ¡Ni siquiera sé pronunciar su nombre!
—Como tú quieras.
Los dos babilonios rasgaron la túnica de Temístocles por los hombros y se la arremangaron sobre la cintura. Al menos, pensó, el puritanismo persa le evitaba la humillación de que lo azotaran en las nalgas como en la escuela de Fénix.
En lugar de una sola vara, aquellos verdugos utilizaban varias, anudadas en un manojo muy prieto, y pegaban con mucha más saña y contundencia que el viejo maestro. El dolor fue molesto en el primer azote, terrible en el segundo e insoportable a partir del quinto. Temístocles apretaba los dientes y gruñía cada vez que recibía un golpe, pero consiguió no gritar. Mientras lo fustigaban, Mardonio se sentó delante de él, estudiando sus gestos sin alterar él mismo el ademán. No daba la impresión de que le molestase ver cómo martirizaban a otro hombre, pero tampoco que le causara placer. Pasado un rato, levantó la mano y los esclavos dejaron de golpear.
—¿A qué has venido aquí, ateniense? —volvió a preguntar.
—No soy ateniense, señor, ya te lo he dicho —contestó Temístocles. La espalda le ardía, y cada vez le costaba menos fingir un hilo de voz—. Me llamo Pisindalis.
Mardonio hizo un gesto con la barbilla y los verdugos volvieron a aplicarse. Los golpes en los hombros y la espalda eran muy dolorosos, pero aún resultaba peor cuando los haces de varas flagelaban sus riñones. Le dieron una tanda de veinte azotes, que Temístocles contó uno a uno con roncos gruñidos. Después, Mardonio insistió.
—Si pretendieras algo en nombre de tu ciudad, habríais enviado una petición de embajada. No creo que trames nada honrado en Babilonia, ateniense. ¿De qué se trata?
—Te digo que no soy ateniense, señor. Soy de Halicarnaso. ¡Tienes que creerme! ¿Por qué dios quieres que te lo jure?
—El juramento de un griego me vale tanto como una copa de vino mezclada con meados de burra.
Mardonio hizo una señal al desnarigado y le susurró algo al oído. El verdugo asintió. Entre él y su compañero sentaron a Temístocles en una silla y le aherrojaron ambos brazos a los grilletes que había en la mesa. El desnarigado cogió unas tenazas mientras el otro agarraba la mano de Temístocles, estrujándola con fuerza para que no pudiera moverla. Al ver que las tenazas se acercaban a su dedo corazón, Temístocles miró a la cara del desnarigado, pensando que si clavaba los ojos en él tal vez le haría más difícil su trabajo. Pero el verdugo le sonrió y dijo algo que sonó como el gorgoteo de una alcantarilla, y Temístocles se dio cuenta de que tampoco tenía lengua.
Después, cerró las tenazas sobre su uña, dio un tirón salvaje y la arrancó de cuajo.
Fue entonces cuando Temístocles empezó a gritar de verdad.
—Halicarnaso es tuya, Artemisia. El sátrapa de Jonia ha recibido órdenes. Cuando llegues a tu ciudad, los nobles que disputaban contigo ya no te molestarán más.
Artemisia comprendió que, para cuando ella regresara, esos nobles ya no estarían vivos. Pensó que ésa era una de las ventajas de compartir el lecho con un dios.
—Gracias, mi señor.
Jerjes estaba sentado en la cama, apoyado en dos gruesos almohadones, con las piernas estiradas y tapado hasta la cintura con el cobertor. Ella se mantenía un poco apartada, con las rodillas encogidas y abrazada a un cojín. El rey hizo un gesto a los eunucos y señaló hacia la mesita. Uno de ellos, el que había desnudado a Artemisia, sirvió vino en las dos copas de oro. Pero antes de entregárselo al rey, él mismo probó un buen trago. Los reyes Aqueménidas eran muy cautelosos con todo lo que bebían. Cuando Artemisia visitó a Amestris en el palacio de Susa, en el patio le habían enseñado una gran piedra plana cubierta de manchas de sangre. El criado que la guiaba le explicó que cuando alguien cometía un envenenamiento en la corte o se sospechaba que lo había intentado, le hacían colocar la cabeza allí, apoyaban encima otra gran losa y sobre ésta iban cargando piedras más pequeñas hasta que los huesos del cráneo no podían resistir más el peso y la cabeza reventaba como un melón maduro.
El eunuco le tendió la copa a Jerjes. Luego le ofreció otra a Artemisia, un precioso ritón de oro que representaba un grifo de corvo pico y ojos de rubí, pegado a un vaso en forma de campana. Tras admirar la pieza, Artemisia probó el vino. Era muy dulce, casi arrope, y olía un poco a canela, pero le gustó.
Jerjes hizo otro gesto a los eunucos, que abandonaron la alcoba. A Artemisia le sorprendió. Al parecer, resultaba indiscreto que los criados escucharan la conversación, pero no que contemplaran las nalgas desnudas de su rey mientras éste las apretaba para empujar entre los muslos de una mujer. Aquel pensamiento casi la hizo soltar una carcajada, pero se contuvo. Según la habían instruido, una de las cosas prohibidas por el protocolo áulico era reír delante del Gran Rey, así como estornudar.
—Ese vino lo reservo para mis amigos —dijo Jerjes cuando se quedaron a solas.
Había usado el término persa
bandaka
, que indicaba un lazo de amistad y vasallaje a la vez.
Artemisia comprendió lo que sus palabras implicaban.
—Es un honor para mí, majestad —dijo—. Te serviré con mi brazo y con mi corazón.
—Pronto cruzaré el mar para someter Grecia. Los templos de Atenas arderán y las afrentas quedarán vengadas. Cuando llegue el momento, vendrás conmigo. ¿Harás lo que te pida? Artemisia se quedó tan turbada al oír estas palabras que tuvo que llevarse la copa a la boca para ocultar sus labios y su mirada. Habían pasado más de seis años, pero recordó unas palabras casi iguales pronunciadas detrás de una máscara de oro.
«Cuando llegue el momento, harás algo por mí. Correrás peligro, pero la recompensa será grande, Artemisia. Muy grande. ¿Harás lo que te pida?»
.
Sí, la voz era la misma, aunque ahora no sonara amortiguada por la máscara. La estatura y el porte se correspondían, y también el tono inconfundible de quien había nacido en el seno de una familia infinitamente más poderosa que la de Artemisia y estaba acostumbrado a que, sin necesidad de dar órdenes, cada una de sus frases se convirtiera en un hecho cumplido.
¿Habría repetido a propósito aquellas palabras para revelar a Artemisia quién era, o se le habían escapado accidentalmente? ¿Quería Jerjes que ella conociera la identidad de Patikara, o no? Artemisia intuyó que jamás hablarían de ello, y que si se lo mencionaba a alguien, su vida valdría menos que cualquiera de las borlas púrpura que festoneaban los almohadones del lecho.
—Lo haré, señor —dijo, apartando la copa y mirando al rey.
Él vació su ritón de un trago y lo dejó caer al lado de la cama, sobre la alfombra. Artemisia comprendió que debía hacer lo mismo. Luego, Jerjes apartó la sábana de seda y tiró de Artemisia hasta sentarla encima de su regazo. Su miembro volvía a estar rampante. O tal vez no había dejado de estarlo. El rey se había apartado sin derramar su simiente, como si de momento se hubiese conformado con el orgasmo de Artemisia.
Pero ya no parecía bastarle. Cuando ella quiso darse cuenta, ya lo tenía dentro otra vez. Ahora estaban de frente, con los rostros algo separados, pero Jerjes tenía los brazos tan largos que sin necesidad de pegarse más a ella podía aferrarla por los glúteos. Empezó a moverla en un suave vaivén y, para su sorpresa, le preguntó:
—¿Son veloces tus barcos, Artemisia? Ella no acostumbraba hablar en tales circunstancias, pero todo lo que le estaba sucediendo aquella noche era tan extravagante y onírico como una alucinación contemplada a través de las brumas de la isla de los sueños. Ya nada la sorprendía.
—Oh, sí, mi señor. Sobre todo mi nave capitana. La
Calisto
es un trirreme con más...
—Artemisia titubeó, buscando en su memoria la palabra persa para «eslora», y al no encontrarla decidió simplificar—. Es más larga que otras naves griegas, y tiene doscientos veinte remeros.
—Soy un ario y un Aqueménida, un hombre del altiplano más acostumbrado a cabalgar por la estepa que a surcar las olas. Háblame de la guerra en el mar.
Artemisia hizo lo que pudo por explicarse. O bien ella ignoraba los términos iranios para la mayoría de los objetos y tácticas relacionados con los barcos, o simplemente no existían. Lo segundo no la habría extrañado puesto que, como acababa de reconocer Jerjes, los persas eran hombres de tierra adentro. Tuvo que utilizar muchas palabras griegas, aunque comprobó que él conocía mejor esa lengua de lo que aparentaba.
Le habló de la maniobra del
periplous
, en la que una flota más numerosa flanqueaba a la otra como si se tratara de un ejército de infantería y usaba su superioridad para derrotarla. También del
diekplous
, una especialidad de los fenicios, que se lanzaban en columna contra la escuadra enemiga para atravesarla, sembrar el desorden en ella y luego atacarla a la vez por popa y por proa. También le dijo que había dos formas básicas de combatir en el mar. Una, la más tradicional, consistía en acercarse al barco enemigo, arrojarle garfios, abarloarse a él y luego saltar al abordaje y luchar sobre su cubierta como si se tratara de una batalla campal. La otra, que exigía más habilidad marinera, se basaba en embestir de frente contra el costado o la popa del adversario, clavarle el espolón de bronce de proa para abrir en su casco una vía de agua y luego remar hacia atrás para retirarse. De ese modo, el trirreme enemigo quedaba inutilizado y, aunque no llegaba a hundirse, porque normalmente estaba construido en maderas ligeras de abeto o de cedro, sus bodegas se inundaban y los tripulantes y remeros que no se ahogaban quedaban flotando agarrados al pecio y a merced de las lanzas y flechas de los atacantes.
Mientras Artemisia le explicaba todo eso, Jerjes seguía moviéndola sobre sus muslos. Sus dedos le recorrían la espalda, los hombros y las nalgas, a veces acariciándola y a veces clavándose en sus músculos con fuerza y provocando un dolor que resultaba al mismo tiempo placentero. De nuevo volvió a pensar en Zeus, y se le antojó que el rey de los dioses había descendido del Olimpo para darle placer a ella, una simple mujer. Eso a los mortales nunca les salía gratis. ¿Qué revés le depararía el destino? Pero era difícil pensar en ello ahora.
Artemisia sentía curiosidad por algo, pero sabía que a una persona tan entronizada como Jerjes no se le podían hacer preguntas directas. En un momento en que él no la miraba porque le estaba besando los pechos —era la primera vez que sus labios tocaban la piel de Artemisia, y su barba le hacía cosquillas en la tripa—, aprovechó para pensar en la forma de abordar la cuestión.
—Mi señor, hay algo que tu
bandaka
debería saber para servirte mejor en tu gloriosa campaña —le dijo por fin.
Él apartó la boca de sus pezones.
—Habla.
—Mi señor. Grecia es un país pobre desde que tenemos recuerdo. Es tan mísero que sus hijos han tenido que abandonar el país cada pocas generaciones e instalarse en otras tierras, como hicieron los dorios que fundaron Halicarnaso. Y la tierra ateniense es la más áspera y seca de todas.
Lo único que se puede sacar de allí que merezca la pena es su aceite de oliva.
Jerjes dobló un poco las rodillas. Al hacerlo, el cuerpo de Artemisia subió, y la penetración fue aún más profunda. Ella gimió a medias de dolor y a medias de placer, esta vez sin contenerse, y apretó los pétreos hombros del rey. Que los dioses la perdonaran por el sacrilegio de tocar al soberano del mundo, pero tenía que hacerlo.
—No pretendo las riquezas de Grecia —contestó Jerjes, mirando a un lado como si buscara entre las sombras de los rincones sus verdaderos motivos—. Sé que es pobre, salvo ese oráculo que tienen en las montañas. Recuérdame su nombre, Artemisia.
—Delfos, mi señor.
—En Delfos hay tesoros que el rey Creso envió al oráculo antes de entrar en guerra contra mi abuelo Ciro. Esas riquezas pertenecen a Lidia, y Lidia me pertenece a mí, así que las recuperaré.
Pero no es eso lo que busco.
Jerjes había hecho una pausa, y Artemisia comprendió que ahora sí le estaba permitido preguntar, aunque sólo fuera para puntear el ritmo de las palabras del rey como una citarista.
—¿Y qué es lo que buscas, mi señor?
—Los griegos derrotaron a Datis, y Datis llevaba con él excelentes tropas. Son buenos enemigos.
Mejores que los sacas de allende el Danubio. Ellos huían ante mi padre, quemaban la tierra y se negaban a presentar combate de forma honorable. En cambio los griegos aceptan librar batallas decisivas en campo abierto. Por eso, darán lustre a mi imperio cuando grabe mis propios relieves en la roca de Bagastana, la morada de los dioses, al lado de los de Darío.
La mirada de Jerjes se había enturbiado, soñadora. Artemisia comprendió cuán importante era para aquel hombre todavía joven, pero que empezaba a acercarse a los cuarenta años, superar los logros de los reyes anteriores.
—En esa roca —prosiguió— tallaré a los caudillos de los griegos, desfilando ante mí atados del cuello por una larga soga. El rey de los espartanos, que presume de ser el primero entre ellos, estará tumbado en el suelo. Yo usaré su pecho como escabel para mis pies, mientras el alado Ahuramazda me ofrecerá el anillo del mundo.
Los espartanos no tienen un rey, sino dos,
pensó Artemisia. Pero, por supuesto, se cuidó mucho de decirlo.