No tienes que hablar con ellos
, se recordó Sicino, aunque le habría apetecido preguntarles a qué
hazarabam
pertenecían. Al pronto pensó que los soldados venían a beber y a jugar a los dados, pero entraron en la taberna en columna de a dos y se abrieron en abanico, cubriendo la pared del fondo.
Todo el local enmudeció, salvo un cubilete solitario que se estrelló por última vez contra la mesa.
Los parroquianos concentraron la mirada en sus copas, como si trataran de adivinar el futuro en los posos de la cerveza. Sicino pensó que debía tratarse de una redada. Tal vez buscaban a más rebeldes.
El hombre que hablaba con Temístocles se apartó de la mesa y lo señaló. Dos de los soldados avanzaron hacia él con sus espadas desenvainadas. Temístocles se levantó muy despacio, entrelazando las manos por detrás de la nuca, se volvió hacia Sicino y le dijo en griego:
—¡Tranquilo! ¡No hagas nada! Una orden fácil de obedecer. En Atenas, sobre todo en las tabernas del Pireo, donde iba mucha escoria, Sicino había aporreado más de una cabeza para defender a su señor. Pero no estaba tan loco como para enfrentarse a las tropas de la
Spada
. Allí había diez hombres, y al otro lado de la puerta esperaban aún más. Dos de ellos estaban apuntando a Sicino con sus arcos a medio tensar, así que él también levantó las manos.
Tal vez iba a volver al ejército persa antes de lo que se imaginaba. Aunque luego, al darse cuenta de cómo iba vestido y de que acompañaba a Temístocles, pensó qué podría pasarle si lo consideraban un desertor.
T
ras dos días encerrada en sus aposentos, Artemisia se sentía como una comadreja entre barrotes. Además, Pisindalis daba cada vez más guerra y, como no le dejaban salir y se aburría con las esclavas, se empeñaba en que su madre jugara con él y con su pequeño ejército de hoplitas de madera. A Artemisia le hacía tanta gracia seguir los juegos repetitivos de un niño de cinco años como ponerse a bordar cortinas o frotar túnicas sucias, así que había decidido olvidarse de los soldaditos de mentira y adiestrar a su hijo en la lucha para que se convirtiera en un guerrero de verdad. Lo malo era que ella no sabía hacer nada a medias, y cuando inmovilizaba a Pisindalis en el suelo, le estiraba el brazo y le plantaba el pie en la cara, le costaba mucho controlar su fuerza.
—Eres una bruta, mamá —le dijo el niño, frotándose la mejilla donde ella le había dejado la huella del pie—. Ya no quiero jugar a esto.
—No es un juego, Pisindalis. Pronto tendrás que gobernar a otros hombres, y debes estar preparado. Tienes que ser el mejor guerrero de todo Halicarnaso para que nadie te pueda vencer.
—Artemisia doblaba el brazo y le enseñaba su bíceps, que aunque no abultaba demasiado estaba duro como una piedra—. ¿No quieres ponerte así de fuerte?
—De mayor voy a ser rey. ¿Para qué quiero estar fuerte? Artemisia resoplaba, frustrada. Era inútil explicarle a Pisindalis que gobernar consistía más en responsabilidades y deberes que en derechos y privilegios. Pensó que tal vez no era bueno nacer en el seno de una familia reinante. Su padre, Ligdamis, que había conquistado la tiranía con una banda de mercenarios, era un hombre duro y vigilante, sabedor de que en cualquier momento podía surgir alguien que le arrebatara el poder tal como él había hecho con otros. En cambio Sangodo, acostumbrado a que su hermano tomara las decisiones por él, había sido mucho más negligente y se había dedicado más a disfrutar de los placeres del poder que a ejercerlo con autoridad.
La misma Artemisia, nacida en un palacio, reconocía que de joven había sido una cría consentida. Por fortuna, su principal capricho era el de entrenar y combatir con los hombres. Así, casi por azar, como un juego, entre madrugones, marchas de cuarenta kilómetros al sol, largas cabalgatas, horas de sujetar pesadas armas de bronce y roble que no estaban diseñadas para los brazos de una mujer, tormentas lejos de la costa y pernoctadas al aire libre, había endurecido su cuerpo y adquirido la disciplina necesaria para gobernar.
—No me hace falta estar fuerte —se empeñó el niño—, porque cuando quiera matar a alguien, ordenaré a mis soldados que lo hagan.
A Artemisia le preocupaba además la facilidad con que Pisindalis usaba la expresión «matar» cada vez que algo le contrariaba, y escuchaba con inquietud los diálogos que mantenía con sus soldados cuando jugaba junto al balcón.
—Fidón —le decía a un hoplita pintado de rojo que había elegido como jefe de su reducida tropa—, te ordeno que le arranques a este rebelde las orejas y la lengua y se las des de comer a los cerdos. Y a este otro vas a quemarlo vivo.
Artemisia se preguntaba si era tan sólo la crueldad típica de los niños o si en el caso de Pisindalis se trataba de algo más oscuro que anidaba en el fondo de su alma. En realidad, no sabía qué pensar de su propio hijo, y no se sentía preparada para criarlo. Con gusto lo habría dejado en Halicarnaso con su abuela, pero Tique era ya muy mayor y estaba casi ciega. Artemisia no confiaba en que pudiera proteger a su hijo de extraños accidentes domésticos o envenenamientos, y no había tenido más remedio que traerlo consigo.
El nombre que le había puesto al niño, Pisindalis, era muy frecuente en la familia de Artemisia.
Así se llamaba su abuelo, que también lo era de Temístocles. Por supuesto, Artemisia ni se podía imaginar que Temístocles había elegido ese nombre como camuflaje para su viaje al corazón del Imperio Persa. Ahora, por un retorcido capricho del azar, padre e hijo coincidían en Babilonia con el mismo nombre sin saberlo, ni tan siquiera conocer qué relación los unía.
Porque Artemisia no tenía ninguna duda de quién era el padre. Cuando se acostaba con su esclavo Zósimo, del que no había vuelto a saber nada, y veía que estaba a punto de eyacular, le obligaba a apartarse de ella y derramar su simiente en el suelo. No había obrado así con Temístocles y, tres semanas después de aquella noche de sexo bajo la luna, había notado la primera falta. En cuanto se dio cuenta de lo que pasaba, Artemisia asaltó el lecho de Sangodo. Lo único que tuvo que hacer fue abrazarlo, anudarse a él con las piernas y moverse mucho, hasta que él, que estaba muy bebido, se mareó tanto que casi le vomitó encima. Luego dijo algo así como:
«¿Lo hemos hecho?»
, y se puso muy contento cuando ella contestó que sí y le aseguró además que hacía mucho tiempo que no disfrutaba de un coito tan placentero. Al día siguiente, Sangodo tan sólo recordaba vagamente la supuesta cópula. Artemisia tuvo la astucia de recordársela nada más despertar, y estuvo melosa y solícita con él todo el día, hasta el punto de que su tío intentó repetir en vano esa noche lo que, en realidad, no había culminado ni siquiera la víspera.
Pero Artemisia había conseguido lo que quería. Cuando nueve meses después del desastre de Maratón nació el niño, Sangodo se alegró tanto de haber engendrado un heredero que lo celebró con una borrachera aún mayor de lo habitual. De resultas de los tres días de festejo sufrió una apoplejía que lo mantuvo los cinco años restantes de vida entre la cama y una silla con vistas al mar. Y Artemisia se convirtió de hecho en la soberana de Halicarnaso.
Nadie había puesto nunca en duda la paternidad del niño. Con sus ojos azules y sus piernas largas, se parecía más a Artemisia que a ningún otro miembro de la familia. Pero ella también veía algo de su verdadero padre en sus ademanes y en el óvalo de la cara, o al menos quería verlo. Al fin y al cabo, los rasgos de Temístocles no eran tan diferentes de los de Sangodo, sólo que éstos se habían ido descolgando como velas sin jarcias por culpa de la disipación y la bebida.
Al pensar en Temístocles, Artemisia volvió a recordar que lo había visto dos noches antes. No se podía sacar de la cabeza aquel encuentro. Era imposible. ¿Qué podía pintar Temístocles en Babilonia, tan lejos de su ciudad, en pleno corazón de un imperio cuyo soberano había decretado que Atenas debía ser destruida? Si quería espiar, ¿por qué no enviar a otra persona? Para ella también había sido un viaje larguísimo, de más de dos mil quinientos kilómetros, pero tenía un motivo: conseguir que Jerjes la confirmara como soberana vitalicia de Halicarnaso. Lo que Artemisia había hecho por Patikara debía obtener su recompensa. Estaba convencida de que el enmascarado había actuado en Maratón como agente de Darío. Ignoraba el motivo que pudiera tener para obrar de una forma tan extraña, revelando a los griegos los planes de Datis. Pero sospechaba que el Gran Rey trataba de evitar que Datis adquiriese demasiado prestigio y poder y pudiera sublevarse contra él, como habían hecho en el pasado otros generales y sátrapas.
Mas el problema era cómo mencionarle el nombre de Patikara al monarca actual, que tal vez no sabía nada de la maniobra de su padre, sin parecer una traidora. Le extrañaba mucho no haber vuelto a saber nada del enmascarado. En Susa había preguntado por él con la mayor discreción posible. Algunas personas lo recordaban de la campaña de Maratón, aunque nadie sabía dar cuenta de quién era exactamente. Otros sacaron a colación el nombre de Masistio, un oficial de la guarnición de Babilonia aficionado a lucir armadura dorada como él; aunque, añadían con cierta soma, no era tan feo como para tener que taparse la cara con una máscara. Lo cierto era que, después de Maratón, nadie había vuelto a saber nada de Patikara, aunque habían corrido todo tipo de relatos, pues los persas eran muy aficionados a las historias caballerescas y fantasiosas.
Al menos, lujos no le faltaban en sus aposentos. La cocina babilonia tenía justa fama, y los esclavos le traían bandejas con todo tipo de manjares que ella compartía con su hijo, a quien la mayoría de los sabores exóticos le hacían arrugar la boca. Aquella misma noche, furiosa por el encierro, Artemisia le había dado un bofetón. Había sido a destiempo, y lo sabía. ¡Mierda, prefería dar órdenes a sus guerreros que a ese dichoso crío! Por lo menos, podía entender la manera de pensar de los soldados, pero los melindres de su hijo la sacaban de quicio.
En cuanto crezca un poco más, voy a ponerlo en manos de Fidón
, se dijo.
Él lo espabilará
.
Si regresaba a Halicarnaso, claro. Porque cada vez sospechaba más que iba a correr el destino de esos suplicantes que aguardaban años y años a las puertas del Gran Rey, sufriendo los caprichos del visir a quien nadie se podía saltar.
La noche cayó mientras Artemisia rumiaba pensamientos lóbregos asomada a la celosía que daba a los jardines colgantes del patio. Humusi, la esclava babilonia, se acercó a ella y le dijo que habían venido a traerle un recado, aunque Artemisia no había oído que nadie llamara a la puerta.
—Vendrán a buscarte en una hora, señora. Alguien quiere verte.
—¿Quién?
—No me lo han dicho, señora. Pero —añadió en tono misterioso—, debe de ser alguien muy importante. Yo creo que de la familia real.
Amestris otra vez
, pensó. Hizo que sus criadas la bañaran en la gran tina de ladrillos esmaltados que había junto a la alcoba, y para que la reina se diera cuenta de que no todas las mujeres griegas eran unas bárbaras, hizo que le masajearan el cuerpo con una generosa dosis de aceite de mirra y perfume de violetas. Después se puso su mejor túnica, un quitón de color azafrán bordado con flores y ruiseñores, y un elegante manto azul.
Para cuando hubo terminado, en la puerta de sus aposentos la aguardaban un esclavo de palacio y dos soldados. A Artemisia le dio un vuelco el corazón al darse cuenta de que eran hombres de la guardia real de Jerjes. Se los distinguía de los demás miembros de la
Spada
por los ricos bordados de sus túnicas y, sobre todo, por sus lanzas, provistas de manzanas de oro en la contera.
—Noble señora —le dijo el esclavo, en griego—. Te ruego que me acompañes, por favor.
Caminando con los soldados a su espalda, Artemisia no las tenía todas consigo. Se habría sentido mucho más segura ataviada de hoplita, pero, al menos, llevaba el pasador atravesado en el pelo. No era el mismo que le había servido en Maratón para eliminar al enviado de Patikara, ya que aquél lo había tirado al mar, sino otro aún más largo y aguzado.
El paseo fue breve. No hicieron más que bajar una escalera y atravesar un pasillo, y después aparecieron en el patio que se veía desde su ventana. La luna era llena y acababa de asomar sobre las paredes del patio. Por alguna razón, Artemisia se acordó de otra noche parecida a las orillas del Egeo. Allí se escuchaba el rumor de las olas, y aquí el de las pequeñas cascadas que se precipitaban por las paredes del zigurat de jardines.
El esclavo le indicó una escalera que subía a la primera terraza.
—Te espera arriba del todo —le dijo—. Debes ir sola.
¿Quién?
, se preguntó Artemisia. Estaba cada vez más escamada por ese encuentro secreto. En aquella otra noche de plenilunio era ella quien controlaba la situación, pero ahora iba a ciegas. No creía que nadie quisiera matarla allí, en Babilonia, pues por muy intrigantes que fueran en la corte real, Artemisia no tenía ningún poder ni influencia en ella. Pero recordó lo sucedido en Maratón y cuánto se parecía a una traición. ¿Había llegado el momento de pagar por ella? Artemisia suspiró.
Tenía mucha práctica sacando el punzón de su moño. Si era necesario, se lo clavaría en su propio corazón.
Subió a solas por la escalera y atravesó un pequeño sendero pavimentado con piedras de colores que recorría la primera terraza, entre árboles frutales y plantas exóticas de hojas enormes que se abrían como abanicos. Los aromas eran tantos que confundían sus sentidos, pues incluso las antorchas olían a resinas y gomas balsámicas. El sendero la llevó a otra escalera y a un segundo camino empedrado que rodeaba en círculo la terraza. Así fue subiendo, tan nerviosa que apenas era capaz de disfrutar de la belleza de aquellos jardines.
Cuando llegó a la cuarta terraza, vio que el quinto y último nivel del zigurat formaba una especie de templete rodeado por arcos. Bajo uno de ellos se veía luz, y allí terminaba el sendero empedrado.
Artemisia suspiró, se retocó los cabellos para aflojar un poco el pasador y cruzó bajo el arco.
Pasó a un pequeño vestíbulo con suelo de mármol, rodeado por jardineras en las que crecían flores de vivos colores. A su izquierda había una celosía entreabierta. Artemisia se acercó y la empujó.
Al otro lado había una pequeña estancia. Artemisia contuvo el aliento al darse cuenta de que era un dormitorio. Un dosel de cedro con visillos anaranjados cubría una cama muy alta, llena de almohadones y tapada con un brillante cobertor de hilos dorados. Junto al lecho se veía un velador con una jarra, varias copas y una bandeja con dátiles, higos y uvas pasas. Unos pebeteros caldeaban y perfumaban a la vez la estancia, y unas lámparas de aceite creaban juegos de sombras en las paredes, que eran de madera taraceada con incrustaciones de nácar y piedras brillantes.