Salamina (20 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Salamina
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—¿Qué significa eso?

—Padre... —intervino Cimón.

—Habla.

—Cuando los lacedemonios hacen la guerra sólo acude a ella uno de los dos reyes, mientras que el otro se queda en la ciudad. Y al rey que acude a la guerra lo acompañan dos éforos para fiscalizar todos sus actos.

—Eso quiere decir que...

—Que Esparta está en guerra ahora mismo.

Temístocles asintió, aprobador. El cachorro de león era perspicaz.

—¿Contra quién, si puede saberse? —preguntó Milcíades—. ¿Otra rebelión de los ilotas? ¿Por qué no lo confiesan abiertamente y se dejan de pamplinas?

—A ellos les gusta mantener sus asuntos en secreto, padre. Tienen muchos enemigos y han de...

—¡Más enemigos tendrán si no cumplen sus compromisos! —Milcíades se apretó ambas manos hasta que le cascaron todos los nudillos—. ¡Cabrones! Ahora sí que estamos bien apañados. ¿Qué hacemos? —Ganar tiempo —respondió Temístocles—. Si hay que esperar siete días, esperaremos siete días. ¿Que Jantipo y Megacles quieren parlamentar otra vez? Pues que parlamenten. Cualquier cosa con tal de que dejemos correr el tiempo.

—¿Qué más da? Si los espartanos están en guerra con los ilotas, no asomarán la jeta por aquí ni dentro de siete días ni de siete meses.

Cimón miró a Temístocles con las cejas levantadas en un gesto de súplica, como pidiéndole:

Defiéndelos tú, por favor.

—No, eso no —dijo Temístocles—. El rey Leónidas le dio este recado a nuestro mensajero:

«Diles a tus generales que dentro de nueve días verán las lambdas de nuestros escudos»
. Y ya han pasado dos desde entonces.

Milcíades estiró el brazo para tomar una jarra de vino de un velador y bebió directamente de ella.

—¿Y qué? —gruñó, secándose la barba con el dorso de la mano y tendiéndole la jarra a Temístocles. Cimón carraspeó ante la falta de modales de su padre, pero no dijo nada—. Yo ya no me fío de esa gente que trastoca el calendario a su antojo.

Temístocles se mojó apenas los labios con el vino y le pasó la jarra a Cimón.

—Conozco a Leónidas. Es tío de Pausanias y un hombre de palabra. Vendrá.

Lo que no sé es cuántos hombres podrá traer con él
. Antes de que decidiera si expresar su pensamiento en voz alta o no, se oyó un gran griterío en el exterior de la tienda. Milcíades y su hijo se levantaron y echaron mano a sus espadas, temiendo un ataque por sorpresa. Pero enseguida comprendieron que los gritos eran de alegría, y oyeron las trompetas y los cánticos de un ejército en marcha.

—¿Ves, padre? —A Cimón se le había transfigurado el semblante—. ¡Son los espartanos! ¡Nos han gastado una de sus bromas! ¡Ya están aquí! Milcíades salió de la tienda mascullando algo sobre
«esos melenudos mamones»
, y Cimón le siguió. Temístocles salió el último, meneando la cabeza. Por más que él también lo deseara, era imposible que los espartanos hubieran llegado a Maratón pisándole los talones al mejor corredor de Grecia.

Fuera, todo el mundo se había puesto de pie y, entre gritos de júbilo, corría hacia la parte norte del campamento, de donde procedía el metálico son de las trompetas. Por el camino que pasaba entre el Agrélico y el Crotón se veía una procesión de antorchas, como un río de luciérnagas que bajara del monte a la llanura. Temístocles siguió a Milcíades, que se abría paso entre la gente como un ariete. Pero no tardó en perderlo. Luego, sin saber cómo, se encontró con Cinégiro, que le dio un abrazo.

—¡Han venido refuerzos! —¿Quiénes? No me digas que los espartanos...

—No, hombre, no. Son nuestros aliados de Platea. Han venido prácticamente todos, con nuestro amigo Arimnesto.

—¿Cuántos? —preguntó Temístocles.

—Seiscientos hoplitas.

Temístocles sonrió. Platea era una ciudad pequeña, pero demostraba ser muy valiente al enviar al grueso de sus tropas para ayudar a los atenienses.

—Con esos seiscientos ya somos diez mil —dijo—. Eso está bien. Me gustan los números redondos.

Maratón, 9 de septiembre
Campamento Griego

P
or fin había llegado el plenilunio. Pese al voto de guardar el secreto, durante aquellos cuatro días habían corrido rumores por el campamento. Algunos eran fantasías infundadas, pero otros se acercaban más al blanco. Era muy posible que algún esclavo hubiese oído retazos de la conversación en la tienda, pero Temístocles sospechaba más bien de la indiscreción de los generales y taxiarcas que habían oído el mensaje de Fidípides. El caso era que, cuando aquella noche la luna llena se levantó sobre la Cola de Perro que cerraba la bahía y su faz rojiza se reflejó en el mar, por el campamento ateniense corrió un susurro que era casi un suspiro de alivio.

Pero los espartanos aún tardarán tres días en aparecer
, se dijo Temístocles, tendido sobre su petate y contemplando la faz de la luna. Melobio dormía en su propia tienda, e incluso Euforión tenía una, pero él prefería compartir el suelo con sus soldados. Una decisión, como era habitual en él, no exenta de cálculo.

La mayoría de los fuegos se habían apagado y los hombres dormían, aunque todavía se escuchaban aquí y allá cuchicheos nerviosos. Los días de espera estaban deshaciendo los nervios de todo el mundo. Los soldados deseaban y temían la batalla que no acababa de llegar. Se habían producido algunas escaramuzas al borde de la abatida, pero habían quedado más en intercambio de insultos entre destacamentos de jinetes persas y patrullas de defensores atenienses que en otra cosa.

Los hoplitas ya habían empezado a criticar abiertamente a sus jefes o, como decían en la jerga militar, a
«rajar»
de ellos. En cada ciudadano ateniense había un general o taxiarca en potencia.

Algunos que ahora servían en las filas como simples soldados habían disfrutado de mando en años anteriores, y eran los que asaetaban a los jefes actuales con los reproches más duros. Todo el mundo parecía saber lo que había que hacer para salir del punto muerto en el que se habían estancado griegos y persas. El problema era que nadie coincidía en la solución: atacar de frente, dar un rodeo por los montes que cerraban el norte de la llanura y sorprender a los persas desde el pantano —lo que no explicaban era cómo pensaban cruzarlo sin hundirse en el lodo con treinta kilos de armas a cuestas—, o retirarse a la ciudad y atrincherarse tras la muralla. También estaban los derrotistas que proponían pactar con los persas pagándoles una indemnización y entregándoles a los políticos y generales si era preciso. Pero ésos se cuidaban mucho de comentarlo en voz alta, porque Milcíades ya se había ocupado de apalearle las costillas a todo el que sugiriese tan siquiera un sinónimo de rendición.

La incomodidad del campamento no contribuía a mejorar los ánimos. Algunos hombres tenían tiendas de campaña y otros se habían alojado en las casas del cercano demo de Maratón. Pero la mayoría llevaban varias noches durmiendo al raso, y se quejaban del relente, y también de las piedras y las raíces que se les clavaban en los riñones. Allí había hombres de hasta cincuenta años, y algunos más mayores, que cuando se levantaban por las mañanas daban a los demás un recital de toses, esputos, gruñidos y rechinar de articulaciones, y mientras lo hacían se acordaban de todos los ancestros de los generales. Para colmo, dos noches antes había caído un aguacero que los caló a todos, empapó la leña para cocinar y durante un día entero convirtió el campamento en un barrizal.

Los únicos que seguían manteniendo el humor del primer día eran los acarnienses. Cada vez que Temístocles se acercaba al batallón de la tribu Enea para hablar con Milcíades solía entretenerse un rato en el sector de Acarnas, y ellos le invitaban a beber vino y a comer salchichas asadas, de las que tenían una provisión al parecer inagotable.

Aquella noche, al salir la luna, los más jóvenes de ellos habían tomado sus escudos y sus lanzas, se habían encasquetado los yelmos y habían bailado la danza pírrica en honor de Ártemis. Al ver cómo saltaban alanceando el aire, aporreaban los escudos y proferían sus gritos guturales de guerra, a Temístocles le subió un poco la moral. Aquellos muchachos no eran profesionales como los espartanos, pero sabían manejar las armas y disfrutaban haciéndolo.

—¿Por qué no atacamos ya a los persas? —le habían preguntado después, terminada ya su exhibición.

—Lo haremos cuando lleguen los espartanos —respondió él.

—¿Para qué? ¿Para que se lleven toda la gloria ellos, y los demás griegos piensen que somos unos gallinas que necesitan la ayuda de los lacedemonios para liberar su propia tierra? —dijo uno de ellos, un mozo rubio que durante la danza había saltado más alto que ningún otro.

Temístocles se quedó pensativo. En el sueño de la gran Atenas que había heredado de Clístenes no cabía compartir la gloria con Esparta. Mucho menos cedérsela del todo.

—En eso tienes razón, Mimnermo, pero no conviene apresurarse —respondió.

Uno de los compañeros del aludido le palmeó la espalda y susurró:

—¡Se sabe tu nombre! —
Si conseguimos llegar
al cuerpo a cuerpo con ellos, podemos aplastarlos —insistió Mimnermo, despachurrando una salchicha entre sus dedos para demostrarlo.

—Estoy seguro de ello. Pero tú lo has dicho bien: Si conseguimos llegar. El problema son sus flechas. Por cada uno de nosotros hay tres persas. Todos, hasta los lanceros, tienen arcos, y saben dispararlos a tal velocidad que antes de que la primera flecha llegue a su blanco, la segunda ya vuela por el aire y la tercera está lista en la cuerda.

—Dicen que son capaces de acertarle a una manzana a un estadio de distancia —comentó otro soldado.

Algunos abuchearon tamaña exageración. Pero Mimnermo dijo muy serio:

—Entonces tendremos que correr durante un estadio. Es así de sencillo: si vamos el doble de rápido, nos caerán la mitad de flechas.

Temístocles puso un gesto escéptico. ¿Casi doscientos metros cargados con todas las armas?

—Todos hemos entrenado la carrera del hoplitódromo —insistió Mimnermo—. Y son dos estadios y no uno.

—Cierto, mi joven amigo —respondió Temístocles—. Pero el hoplitódromo sólo se corre cargado con el escudo, el yelmo y la lanza. Súmale a eso la coraza, las grebas y la espada. El doble de peso, si es que no me quedo corto.

Con otros soldados no se habría atrevido a expresar tantas pegas en voz alta; pero los acarnienses eran tan bravucones que pintarles la situación tan difícil sólo los enardecía más.

—¡Pues entonces está claro! —intervino otro soldado—. Es el doble de peso, pero la mitad de distancia, así que todo cuadra. Podemos hacerlo.

—Lo tendré en cuenta, Palamedes —respondió Temístocles, acariciándose la barbilla y concibiendo una imagen loca—. Lo tendré en cuenta.

—Y mientras se alejaba de vuelta a su batallón, oyó cómo decían a su espalda:
«Pero ¿es que este tío nos conoce a todos?»
. Y ya que nadie lo veía, se permitió una breve sonrisa de vanidad.

En aquel momento, tumbado junto a los rescoldos de la hoguera, no dejaba de rumiar y darle vueltas a la conversación. Cuándo llegarían los espartanos, cuántos llegarían. ¿Se empeñarían en asumir el mando con su prepotencia habitual? Qué dirían en el resto de Grecia si conseguían derrotar a los persas con su ayuda. Qué mérito le otorgarían a Atenas tras una hipotética victoria. En el caso de los celosos vecinos de Tebas, Corinto, Mégara o Egina, seguro que ninguna.

Supongamos que luchamos solos
. La valiente idea de los acarnienses le seducía, pero ¿qué posibilidades tenían de derrotar a los persas? Si corrían bajo aquella granizada de proyectiles, los que sobrevivieran a las flechas llegarían derrengados a la línea de combate, y aún tendrían que enfrentarse cuerpo a cuerpo con veinticinco mil hombres de infantería. Y mientras tanto, ¿qué haría la caballería persa? ¿Cómo podrían evitar que los jinetes los flanquearan, que los atacaran por la retaguardia, que se movieran a sus anchas por el campo de batalla para hostigarlos donde más le conviniera a Datis? En el momento en que sus filas se desordenaran y dejaran de ser una falange compacta, estarían perdidos.

—Deja de pensar tanto —dijo Mnesífilo, que estaba acostado a su lado, envuelto en el mismo manto que le servía para vestir.

—¿Tanto se me nota? —Tu cerebro hace tanto ruido como los goznes de una puerta vieja. Casi no me dejas oír a los grillos.

Temístocles soltó una carcajada. La luna llena, que había salido casi al mismo tiempo que se ponía el sol, había recorrido ya un cuarto del firmamento y le miraba con su faz burlona. Orión y la brillante Sirio se alzaban en mitad del cielo: era la época en que el poeta Hesíodo recomendaba vendimiar los racimos.

—¿Te has fijado en la cara de la luna? —preguntó Temístocles a su amigo.

—¿La cara de la luna? —Sí, esas manchas grises que se ven en ella.

Mnesífilo suspiró.

—Mis ojos dejaron de distinguirlas hace tiempo. Para mí, la luna es tan sólo un borrón blanco.

—Hay quien dice que la luna es un espejo, y que las manchas grises son el reflejo de las olas del mar en él.

—¿Por qué no la miras con tu dioptra para comprobarlo?

—En realidad ya lo he hecho —reconoció Temístocles—. Y te sorprendería saber qué impresión me dio.

—¿Y qué impresión te dio?

—Que esas manchas eran las sombras de montañas y de valles, y que había mares en la luna. Me pregunto si allá arriba no vivirá gente como nosotros que esté mirándonos ahora y cavilando en qué serán esas manchas que se ven en la cara de Gea.

—Si estuvieran arriba y mirándonos cabeza abajo, ¿no crees que se caerían encima de nosotros?

—Supongo —admitió Temístocles—. Pero si fueran...

—Déjalo ya. Es mejor que no comentes esas cosas en voz alta. A no ser que quieras que te acusen ante un tribunal por impiedad. Las cosas de Artemis es mejor no tocarlas. ¿Por qué no te duermes de una vez? Temístocles suspiró, y se puso las manos detrás de la nuca.

—Siempre me ha costado quedarme dormido. Y cuando lo consigo, duermo a saltos y me despierto varias veces por la noche.

—Pues, entonces, espera a tener mi edad. Yo dormía como un tronco cuando era joven. Recuerdo a veces cerrar los ojos y al momento escuchar el canto del gallo. Pero ahora... ¡Maldita vejez!

—Aún te queda para ser viejo. Como diría tu bisabuelo, estás en tu octavo periodo de siete años, cuando la inteligencia y la lengua todavía son sobresalientes.

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