Read Roma Online

Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Roma (35 page)

BOOK: Roma
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Si alguno de ellos tuviera alas; si alguno de ellos pudiera volar…

A su lado, Penato sonrió. Siempre sonreía, a pesar de lo terrible de su situación. No se parecía a nadie con quien se hubiera relacionado Pinaria. La mayoría de los esclavos que había conocido eran callados y humildes, deseosos sólo de pasar desapercibidos. La mayoría de los hombres libres con quien había tratado eran tímidamente respetuosos en su compañía, se sentían incómodos y se mostraban distantes. Penato no era nada de todo aquello. Bromeaba constantemente y tomaba a la ligera su situación, y el rango superior de ella parecía no tener importancia para él. Carecía de escrúpulos religiosos e, incluso, de creencias religiosas. Decía a menudo cosas que eran auténticos sacrilegios, no tanto por desacreditar a los dioses como por rechazar su existencia.

Pinaria nunca había conocido a una persona así, ni siquiera había imaginado que una persona así existiese. Parecía como si a Penato no le diese miedo hablar de nada. A veces pensaba que debía de estar flirteando con ella, aunque tenía tan poca experiencia en esos temas que tampoco podía afirmarlo. Si Foslia estuviese con ella, al menos Pinaria tendría alguien con quien comentar las desconocidas sensaciones que le provocaba aquel peculiar esclavo.

–Para bien o para mal -dijo Penato-, a pesar de mi nombre, no tengo alas, ni las he tenido nunca. ¿No te he explicado nunca de dónde procede mi nombre?

Pinaria negó con la cabeza.

–Me lo dio mi amo cuando era un bebé. Era también el amo de mi madre. – ¿Y tu padre?

Penato se encogió de hombros.

–Nunca lo conocí. Por lo que sé, el viejo amo me engendró. Pinaria se sonrojó. Penato chasqueó la lengua. – ¿Es verdad que a las vestales no os enseñan nada sobre los detalles de la procreación? Claro, por supuesto que no. ¿Qué propósito práctico tendría para una virgen vestal?

Ella se sonrojó más si cabe. – ¡De verdad, Penato! Rezaré a Vesta para que te vuelvas más respetuoso con sus sirvientes. – ¿Por qué preocuparse? No soy más que un esclavo. Me parece que a tu diosa le intereso tan poco como ella a mí.

Pinaria suspiró, exasperada.

–Estabas contándome de dónde procede tu nombre.

–Del colgante que llevo. Como ves, tiene alas. Mi madre lo llevaba. La protegió durante el parto, pero después quiso que lo llevara yo. Me lo puso colgado de una cuerda alrededor del cuello poco después de nacer. El viejo amo tenía mala vista, y lo único que sabía del talismán era que tenía alas, así que me llamó Penato, que quiere decir alado. Yo era muy pequeño cuando mi madre murió.

Su regalo me ayuda a recordarla.

Pinaria observó el objeto negro, posado en el pecho de Penato. Su túnica era de corte rudimentario, y la abertura ancha para pasar la cabeza dejaba al descubierto gran parte de su torso, de modo que el talismán quedaba siempre visible. No era la primera vez que Pinaria se daba cuenta de la pronunciada musculatura de sus pectorales y de la piel firme y dorada por el sol cubierta por suave vello rubio. – ¿De qué está hecho el amuleto?

Él sonrió de forma curiosa, como si aquello fuera una broma privada. – ¿A ti qué te parece?

Ella se encogió de hombros. – ¿De plomo?

Él canturreó y movió afirmativamente la cabeza. – ¿Y qué amo se molestaría en arrebatarle a un esclavo un colgante de plomo sin ningún valor?

Ahora bien, si estuviese hecho de un metal precioso, de plata o incluso de oro, más de un amo querría el talismán para él, para lucirlo o para venderlo. Lo haría incluso un viejo amo amable, indulgente y chocho.

–Me lo imagino -dijo Pinaria, que apenas había pensado nunca en la vida de los esclavos y los problemas y humillaciones a los que tenían que enfrentarse. El mundo era tal y como los dioses lo habían creado, y nadie cuestionaba este hecho. Pero siendo como Penato, que al parecer no creía en los dioses, qué distintos debían de ser el mundo y la gente…

Penato había tenido suerte. Su amo lo trataba bien y, a cambio, Penato había sido muy fiel al anciano, que necesitaba cuidados constantes. Cuando llegaron los galos, el amo estaba demasiado frágil para ser trasladado. Penato se había quedado con él y con ello había perdido la oportunidad de huir de la ciudad. La conmoción de los acontecimientos había sido demasiado fuerte para el anciano. Su corazón había dejado de latir la misma mañana en que los galos llegaron a la ciudad, dejando a Penato solo para que se apañase por su cuenta. Éste era el motivo de que Penato anduviera dando vueltas por la ciudad cuando tropezó con Pinaria.

Pinaria suspiró y contempló las columnas de humo que se elevaban por toda la ciudad. Un ruido llamó su atención. Abajo en el Foro, un grupo de galos borrachos atacaba con palos de madera una estatua de mármol de Hércules. Los palos se partían al chocar contra el mármol, pero los galos, acalorados y riendo como locos, seguían insistiendo en su ataque. Por fin se partió un dedo de la estatua y cayó con estrépito sobre el adoquinado. Los galos se encabritaron y lanzaron alaridos de triunfo.

Penato rió. – ¡Vaya idiotas! – ¡Vaya monstruos! – A Pinaria no le hacía ninguna gracia. El lamentable espectáculo la dejó desanimada y llena de tristeza. Levantó la vista hacia la inmensa nube de humo que enmascaraba el sol rojizo.

–Si de verdad tuvieras alas, Penato, ¿no volarías lejos de aquí enseguida? ¿Muy, muy lejos?

Él levantó una ceja.

–Tal vez. O tal vez mantendría mis alas plegadas y me quedaría aquí contigo. – ¡Vaya tontería que acabas de decir! – murmuró Pinaria, pero de pronto se sintió menos triste.

Se miraron durante un prolongado momento y se volvieron al unísono al oír unos pasos que se aproximaban. Cayo Fabio Dorso venía hacia ellos. Como siempre, caminaba con su erguido porte militar, pero no iba vestido con la armadura. Lucía una toga ceñida con un cinturón ceremonial de oro y tela de color púrpura, y una diadema en la cabeza del mismo material, como si estuviera a punto de tomar parte en algún tipo de ritual religioso. En sus manos, torpemente, llevaba varios recipientes pequeños de cobre labrado. – ¿Estás listo, Penato? Yo puedo llevar los recipientes con el vino y el aceite, pero necesitaré que tú lleves los cuencos con la sal y el mijo molido.

Penato asintió. Se adelantó para sujetarle los cuencos a Dorso. – ¿Qué sucede? – preguntó Pinaria.

Dorso se mantenía muy erguido y levantó la barbilla.

–Es el día del sacrificio anual de los Fabio en el Quirinal. Ya que soy el único Fabio que queda en Roma, me encargaré personalmente del ritual. – ¿Y dónde ofrecerás el sacrificio?

–En el antiguo altar del Quirinal, naturalmente.

–Pero ¿cómo? Entremedias debe de haber un millar de galos.

–Sí, y un millar más pululando como ratas por el Quirinal. De todos modos, de mí depende llevar a cabo el ritual, y así lo haré. – ¡Pero, Dorso, eso no es posible!

–El ritual se ha llevado a cabo este día, cada año sin falta y durante muchas generaciones. Hace mucho tiempo, durante la primera guerra contra Veyes, un ejército integrado completamente por los Fabio, trescientos siete en total, fue a luchar por Roma. Hubo una-terrible emboscada, de la que sólo regresó un, único Fabio. Para evitar la repetición de un desastre como aquél, cada año realizamos una ofrenda al padre Rómulo en su representación divina como dios Quirino. Hoy es el día. – ¡Pero, Dorso, abandonar el Capitolio sería una locura!

–A lo mejor. Pero prescindir del sacrificio sería una locura mayor, a buen seguro. Querida vestal, creía que tú, de entre toda la gente, lo comprenderías. Cruzaré la ciudad e iré directamente al altar. Llevaré a cabo el ritual. Regresaré directamente. Si los galos me desafían, les diré que están interponiéndose en el camino de una procesión sagrada. Estos galos son una gente peculiar. Parecen tener pocos conocimientos sobre dioses, pero son muy supersticiosos y se les puede intimidar fácilmente. – ¡Pero si tú no hablas su idioma!

–Verán que llevo recipientes sagrados. Por mi cara sabrán que voy con un objetivo divino. El dios Quirino me protegerá.

Pinaria movió la cabeza. Miró de reojo a Penato y tragó para deshacer el nudo de la garganta. – ¿Tienes que llevarte a Penato contigo?

–La costumbre es que un esclavo acompañe al Fabio que lleva a cabo el ritual, para ayudarle a transportar los recipientes.

–Pero Penato no es tu esclavo.

–No, no lo es, y no le obligo a acompañarme. Le he pedido si quería ir y ha dicho que sí. – ¿Es esto cierto, Penato?

El esclavo se encogió de hombros y esbozó una sonrisa torcida.

–En aquel momento me pareció razonable. Me aburro aquí, atrapado un día tras otro. Pienso que puede ser una gran aventura. Pinaria negó con la cabeza.

–No, eso no está bien. Penato… ¡Penato no es creyente! No puede tomar parte en un ritual así.

No muestra más respeto por los dioses del que los galos puedan tener. – ¡Mejor! – declaró Dorso-. Si no los intimido, a lo mejor los galos ven en Penato un ser bondadoso y nos dejan tranquilos por él. – Sonrió a Penato, quien le devolvió la sonrisa.

La inverosímil amistad que había crecido entre aquellos dos jóvenes dejaba asombrada a Pinaria.

No había dos mortales que pudieran ser más distintos. Cayo Fabio Dorso era un guerrero piadoso y un patricio; curiosamente, resultaba agradable, pese a ser bastante vanidoso y engreído. Penato era un esclavo incrédulo que no parecía respetar a nada ni a nadie. Y aun así, juntos en la cumbre del Capitolio, en una situación en la que no existían las restricciones normales de la sociedad, aquellos dos hombres habían descubierto en su mutua compañía un gran placer que cada día se hacía más profundo. Ahora, para sorpresa y consternación de Pinaria, estaban a punto de emprender juntos una loca aventura que a buen seguro acabaría con ambos.

Pinaria dio un paso al frente y posó la mano en el brazo de Dorso. – ¡Por favor, te lo imploro, no lo hagas! Olvídate del ritual. Los dioses, si aún sienten algún tipo de amor hacia nosotros, lo entenderán y perdonarán.

El contacto intimidó a Dorso. Bajó la vista.

–Por favor, vestal, necesito tu bendición, no palabras de desánimo. La verdad es la siguiente: volvía a la ciudad después de la batalla del río Alia y me quedé aquí, pese a la llegada de los galos, con el objetivo expreso de llevar a cabo este ritual. Soy… -Respiró hondo y bajó la voz hasta convertirla en un susurro-. Soy plenamente consciente del papel desempeñado por mis familiares al levantar la ira de los galos sobre Roma, y a lo mejor la ira de los dioses. No puedo volver atrás en el tiempo y deshacer el daño cometido por mi impetuoso e incrédulo primo, Quinto. Por su crimen, Quinto debería haber sido castigado, así lo dijo el pontífice máximo, pero fue en cambio alabado por el pueblo de Roma y nombrado comandante de las legiones. Ahora nos ha superado el desastre y recae en mí la labor de honrar a los dioses y a mis antepasados llevando a cabo este antiguo ritual.

Si… -Cogió aire de nuevo-. Si muriera en el intento, a lo mejor mi sangre aplacaría a los dioses.

A lo mejor aceptarían mi sacrificio en lugar del de mi primo Quinto y devolverían sus favores a Roma.

Pinaria estaba tan conmovida que pasó un largo rato sin poder hablar. Reprimió las lágrimas y dijo por fin:

–Si la virgo máxima estuviera aquí, te bendeciría… pero la virgo máxima no está, y tampoco las demás vestales. Soy la única que queda en Roma, así que te bendigo, Cayo Fabio Dorso. Ve y haz el sacrificio… ¡y regresa sano y salvo!

Dorso la saludó inclinando la cabeza, luego se volvió y se encaminó hacia la barricada, portando los recipientes de vino y aceite.

Penato se quedó un momento atrás. Le lanzó a Pinaria una mirada extraña; sus ojos sonreían, pero sus labios no. Bajó la vista hacia los recipientes de mijo y sal, frunció el entrecejo, luego infló las mejillas y dio la impresión de que tomaba una decisión. – ¡Bien, entonces! Le dije que iría y así lo haré. – ¡Regresa sano y salvo, Penato! – musitó ella. A punto estuvo de tocarle el brazo, igual que había hecho con Dorso, pero retiró la mano en el último momento. A la diosa no le gustaría que una vestal tocase a un esclavo.

Penato se cuadró y respiró hondo.

–Por supuesto que regresaré. ¿Acaso no me protegerán tus dioses? ¡Si nos amenazan los galos, extenderé mis alas y volveré volando a ti!

Con Dorso en cabeza y Penato caminando tras él, los dos hombres cruzaron el Capitolio. Había corrido la voz de la noticia de las intenciones de Dorso y la multitud se había congregado para verlos marchar. Los soldados corrieron a ayudarlos a escalar la barricada, sujetándoles los recipientes rituales. No se derramó ni un solo grano de sal o de mijo, ni una sola gota de aceite o de vino, lo que fue considerado como un buen presagio. Los soldados se apiñaron junto a la barricada para ver cómo Dorso y Penato descendían por el sinuoso camino.

Cuando Pinaria escaló la barricada para unirse a los soldados, las cabezas se volvieron y los espectadores se sumieron en un silencio reverencial. Se apartaron para dejarle sitio a la vestal. Ella observó la pequeña procesión de dos personas y empezó a mover los labios sin emitir sonido alguno. Pensando que se unían a su oración, los hombres murmuraron súplicas al dios Quirino para que guardara a sus devotos, pero las palabras que articulaban los labios de Pinaria no iban dirigidas a ningún dios. – ¡Vuelve! – suplicaba en silencio-. ¡Vuelve a mí, Penato!

Las horas pasaron lentamente. El sol de la tarde tiñó el cielo humeante con un resplandor espeluznante y empezó a descender hacia las lejanas colinas, más allá del Tíber. En la barricada, los vigías con mejor vista observaban el Quirinal, pero no veían nada que indicara el destino de Dorso y Penato.

BOOK: Roma
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