Read Roma Online

Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Roma (37 page)

BOOK: Roma
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Penato se apartó de ella y quedó tendido boca arriba. Ella notó en la mano que su miembro estaba más flácido.

–Y entonces ¿qué? Volverás a ser vestal y yo volveré a ser esclavo.

El sudor que bañaba el cuerpo de Pinaria se enfrió de repente. Soltó su sexo y se tapó con la colcha hasta el pecho. El futuro que Penato sugería, una vuelta al estado de cosas anterior a la llegada de los galos, era mucho menos horrible que el que ella se imaginaba. Pinaria sabía perfectamente bien lo que se le hacía a la vestal encontrada culpable de haber roto sus votos, y lo que se le hacía al amante de la vestal. – ¿Quién puede decir lo que nos traerá el futuro? – susurró-. ¿Quién sabía que Camilo sería exiliado, o que llegarían Breno y los galos y lo cambiarían todo? ¿Quién sabía que te convertirías en mi amante… quién podía imaginarse eso? ¿Quién sabía que yo…?

El repentino silencio provocó una mueca en Penato.

–Continúa, Pinaria. ¿Qué ibas a decir?

Ella cogió aire.

–Quizá esté equivocada. Podría ser la tensión del sitio lo que hubiera provocado la interrupción.

Pienso que es lo que les sucede a las mujeres a veces… cuando hay una crisis terrible, o si pasan hambre. – ¿Qué estás diciendo, Pinaria?

–La luna llena ha llegado y se ha ido, y ha vuelto a venir, y aún… la sangre no ha fluido de mi cuerpo. No entiendo mucho de estas cosas… ¡pero incluso yo sé lo que significa cuando a una mujer se le interrumpe la menstruación!

Él se incorporó, apoyándose en los codos, y se quedó mirándola. Las sombras escondían su rostro. – ¿Estás esperando un niño?

–No lo sé, no lo sé seguro. Como te he dicho, a lo mejor hay otra explicación…

Él se aproximó a ella. La luz de la luna mostró su expresión sobrecogida. – ¡Pero si esto es maravilloso! ¡Terrible y maravilloso al mismo tiempo!

Pinaria temblaba y se abrazó su propio cuerpo.

–Tarde o temprano empezará a notarse. ¿Qué haré entonces?

–A lo mejor nadie se da cuenta. – ¿Que no se darán cuenta? ¡Yo engordaré mientras todos los demás adelgazan!

–Puedes llevar la ropa suelta. Decir que necesitas permanecer recluida. Yo te vigilaré y no permitiré que nadie se acerque. Y a lo mejor Camilo llega pronto y nos libera, y podemos abandonar el Capitolio… -¿Para ir adónde? Nunca podría ocultar mi condición en la casa de las vestales.

–Entonces nos esconderemos. O huiremos. ¡Huiremos a la Galia y viviremos entre salvajes ateos! No sé lo que haremos, Pinaria, pero ya pensaremos alguna cosa. Es justo lo que acabas de decir, nadie sabe lo que el futuro nos deparará.

Él se deslizó debajo de la colcha y se acostó a su lado. Sus manos buscaron las suyas y las apretaron con fuerza. Juntos, miraron los rincones oscuros de aquella estancia.

–Sé que tienes miedo -dijo-. Miedo de lo que nos harán los demás si lo descubren. Pero… ¿es algo más que eso? – ¿A qué te refieres? – ¿Te sientes infeliz porque… porque el niño que llevas dentro es hijo de un esclavo? – ¡Penato! Jamás esperé llevar el hijo de un hombre dentro de mí. No sé lo que siento. En ningún momento he dicho que me sintiera infeliz.

–Porque… porque hay algo de mí que tú no sabes. Podría marcar la diferencia.

Ella se volvió hacia él. Le acarició la mejilla y lo miró a los ojos, que brillaban a la pálida luz de la luna.

–Sé que eres muy valiente, Penato. Y muy divertido. Y malvado a veces… ¡con esas cosas que dices! Sé que no te pareces a nadie que haya conocido nunca, y que te quiero. Y sé que me quieres. ¡El amor entre nosotros es algo precioso! A veces pienso que debe de ser un regalo de la diosa, aunque sé que eso es imposible. Nunca podría arrepentirme de que me hayas dado un hijo, Penato.

Sólo que desearía…

–Yo también desearía que las cosas fuesen distintas. Desearía que no fueses una vestal. ¡Desearía no haber nacido esclavo! Si no fuera por la amargura del destino, podría haber sido de alta cuna corno tú, Pinaria. Tengo en mí sangre de patricio. – ¿A qué te refieres?

–El talismán que llevo… es más de lo que parece. ¡Igual que yo! – Cogió la imagen de Fascinus. El amuleto negro brillaba apagado a la luz de la luna-. No está hecho de plomo, Pinaria.

Simplemente ha sido sumergido en plomo para esconder lo que hay debajo y que el amo no se moleste en cogerlo. Si rascas el plomo, verás el brillo amarillo puro que hay debajo. Está hecho de oro, Pinaria. Es una joya de familia. Es muy antiguo, incluso más que Roma… ¡más antiguo que todos los dioses y diosas de Roma! Fascinus fue el primero, antes incluso que Júpiter.

Ella movió la cabeza. – ¿Más blasfemias, Penato? Esto no tiene gracia.

–Esto no es ni una blasfemia ni un chiste. Es la verdad, Pinaria. Antes de morir, mi madre me explicó de dónde venía yo y quién soy en realidad. Nací esclavo, sí, igual que ella, pero su padre era el hijo de Tito Poticio, un romano de la sangre patricia más antigua, y de Icilia, la hermana de Lucio Icilio, que fue tribuno de la plebe. El hijo de Tito Poticio e Icilia era ilegítimo, y fue hecho esclavo al nacer por despecho de su tío. Pero incluso siendo esclavo, llevaba colgado al cuello el talismán de los Poticio, y el mismo Tito Poticio, en secreto, le explicó la historia de su nacimiento. Ese esclavo pasó el talismán a su hija, mi madre. Ella nació esclava en casa de los Icilio, pero más tarde fue vendida a mi amo, en cuya casa nací yo. Antes de morir, me entregó el talismán. Representa al dios Fascinus, la deidad más antigua venerada por los mortales en Roma. Fascinus era incluso conocido antes que Hércules y Júpiter, y mucho antes de los dioses que nos llegaron con los griegos.

Pinaria se quedó un largo rato en silencio.

–Nunca me lo habías contado.

–Es el más profundo de mis secretos, Pinaria.

–Te burlas de los dioses. – ¡Pero creo en Fascinus!

–Te burlas de los nacidos libres. Te burlas de la vanidad de los patricios.

–Yo soy un patricio… ¡por sangre, aunque no por nacimiento! Tito Poticio era mi bisabuelo. Lo ves, Pinaria, el niño que llevas dentro no es el descendiente de un don nadie, de un esclavo salido de la nada, que no tiene antepasados que merezca la pena recordar. El niño que llevas dentro lleva la sangre de los primeros pobladores de Roma, por parte de madre y por parte de padre. Por mucho que los demás digan, e independientemente de cómo me denomine la ley, no tienes que avergonzarte de tu hijo. ¡Puedes sentirte orgullosa, aunque sea en secreto! – ¡Penato! No me avergüenzo de lo que hemos hecho, o de lo que resulte de ello. A lo mejor ni siquiera es pecado. Si Vesta se ha ido de verdad, y todos los dioses han abandonado sus templos del Capitolio, podría ser que tu dios Fascinus prevalezca en Roma, solo, como hace tanto tiempo, y tú y yo estemos acatando sus órdenes, y todo sea correcto. ¿Quién puede decirlo, en un mundo donde todo puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos? No, Penato, no estoy avergonzada. Pero tengo miedo, por ti, y por mí, y por el niño. – Movió la cabeza-. No pretendía decírtelo. Pero ha sido un impulso lo que me ha llevado a hablar. Pensaba guardármelo para mí hasta estar segura, si no…

Se mordió la lengua y no dijo más. ¿Por qué decirle a Penato hacia dónde la habían llevado sus pensamientos siempre que se imaginaba el niño que podía estar llevando en su seno? Había maneras de expulsar del vientre de una mujer un bebé no deseado. Pinaria tenía una vaga idea de que existían venenos que se bebían, algunos terriblemente eficaces, o que una rama fina, tal vez de flexible madera de sauce, podía ser insertada en su cuerpo para provocar la expulsión. Pero Pinaria no entendía mucho de estos temas, y no había nadie a quien pedir consejo o ayuda, como tampoco había manera de conseguir la dichosa poción. ¡En el Capitolio no había ni un solo sauce! Y ahora que le había comentado a Penato lo del niño, que él había respondido compartiendo con ella su más profundo secreto y que había demostrado un desmesurado orgullo en el acto de darle un hijo…

Movió la cabeza. La voz de la vestal sagrada que seguía morando en su interior le susurró:

«¡Vaya cosa, que un esclavo se sienta orgulloso de su descendencia! ¡Y vaya mundo, donde una vestal puede embaucarse a sí misma pensando que su embarazo podría satisfacer a un dios!».

De pronto, en el silencio de la noche, una de las ocas sagradas de Juno dejó escapar un estruendoso graznido. El inesperado sonido rompió la tensión entre ellos. Penato se echó a reír, Pinaria consiguió esbozar una sonrisa torcida.

La oca graznó otra vez, y una más.

–Si esto sigue, me parece que cierta oca acabará desplumada, sea sagrada para Juno o no -murmuró Penato. Le acercó los labios. Se besaron. Se dispuso a abrazarla, pero se retiró. A la solitaria oca se le habían sumado las demás y ahora todas gritaban con el mismo graznido alborotador-. ¡Suerte que no estábamos intentando dormirnos!

–Es culpa del centinela, que las ha despertado gritando con lo de «¡Pasó el peligro!» -dijo Pinaria.

–Pero eso ha sido hace mucho rato. Lo bastante para que esas ocas se volvieran a dormir. – Penato puso mala cara-. A lo mejor lo bastante para que el centinela se durmiera…

Los graznidos de las ocas continuaban.

–Quédate aquí -susurró Penato-. Cierra la puerta con llave cuando me haya ido. Habrá más gente despierta por culpa de las ocas. Tal vez esta noche no pueda regresar sin que me vean. ¡Dame un beso, Pinaria!

Penato se separó de su abrazo, cogió su espada -Dorso había insistido en que fuera armado, a pesar de su clase- y salió por la puerta. Esperó hasta oír la llave y corrió entonces hacia el puesto de vigilancia situado junto al corral de las ocas.

La pendiente rocosa del Capitolio era muy empinada en aquel punto, de hecho, era el lugar por donde Poncio Comino había realizado su espectacular ascensión; si él lo había hecho, también podían hacerlo otros. ¿Podría una compañía de galos, en una noche de luna, haber hallado los puntos de apoyo de pies y manos con los que Poncio Comino había alcanzado la cima del Capitolio?

Parecía imposible. Y a buen seguro, con la quietud de la noche, un centinela habría oído a cualquiera que pretendiera realizar la ascensión y asomado la cabeza para cerciorarse mucho antes de que llegara arriba. A menos que…

Las ocas seguían graznando.

Penato vio al centinela, en su puesto al borde del acantilado… y entonces se dio cuenta de que la figura apenas iluminada por la luz de la luna no era la del centinela, sino la de un galo. Mientras Penato observaba, aparecieron dos galos más, encaramándose sobre el saliente e incorporándose al superarlo.

Se le heló la sangre. Apretó con fuerza la espada. De hecho, nunca había utilizado un arma como aquélla, excepto cuando practicaba con Dorso. Acarició la imagen de Fascinus e hizo algo que nunca antes había hecho: susurró una oración pidiendo fuerza y valentía. – ¡Apártate de mi camino, esclavo! – Una figura vestida con armadura lo apartó y pasó corriendo por su lado. Penato reconoció a Marco Manlio, amigo de Dorso y antiguo cónsul. El entrecano veterano corría en dirección a los galos. Lanzando un alarido, golpeó al primero con su escudo. El hombre se tambaleó y cayó gritando por el acantilado, arrastrando a los otros dos con él.

Se encaramaban más galos por el saliente. Manlio iba golpeándolos con el escudo y clavándoles la espada. Penato dio un grito y corrió en su ayuda.

Su espada golpeó el metal con un ruido ensordecedor. Embistió de nuevo y se hundió en la carne. El terrible impacto pareció retroceder hacia su brazo y todo su cuerpo. Penato no había derramado sangre humana prácticamente nunca, y mucho menos había matado a nadie. Bajo la luz de la luna, la sangre en el pavimento brillaba y parecía negra.

Oyó un grito, se volvió y vio a Dorso. El guerrero clavaba la espada con tanta fuerza en el cuello de un galo que casi lo decapita. De la herida surgió un surtidor de sangre. La mirada reflejada en el rostro de Dorso era feroz y amedrentadora, llena de amargo odio. Los galos habían destruido su ciudad, alejado a sus dioses, arruinado su mundo. Ahora, por fin, Dorso tenía una oportunidad de vengarse dando muerte o hiriendo al menos a unos cuantos galos. ¿Qué le habían hecho los galos a Penato? Su invasión le había aportado una libertad inesperada, una amistad que nunca había conocido antes y un amor que nunca se habría atrevido a imaginar.

Temía a los galos, pero nunca podría odiarlos como Dorso. Entonces pensó en Pinaria. Si tomaban el Capitolio, todo estaría perdido. Pinaria, el ser más exquisito y perfecto del mundo… ¿Qué le harían a Pinaria?

Milagrosamente, el galo atacado por Dorso seguía vivo y daba bandazos de un lado a otro. Con un grito terrible, Penato corrió hacia él, levantó la espada y acabó lo que Dorso había iniciado. La cabeza del galo salió volando por los aires. Desapareció en el precipicio, donde aún había más galos escalando.

Las ocas graznaban como locas. Los hombres gritaban y chillaban. De pronto había muchos más galos y un número equivalente de romanos. Lo que había empezado como una escaramuza se convirtió de repente en una batalla, con estruendo de espadas y sangre por todas partes. La batalla a la luz de la luna fue increíblemente intensa y a la vez tremendamente irreal para Penato, como un sueño extraño; aunque no más extraño, y no menos peligroso, que el sueño despierto en el que Penato se había convertido en el amante secreto de una vestal caída.

Los galos fueron repelidos. Por ser el primero en correr en defensa de los romanos, Marco Manlio fue declarado héroe y recompensado con raciones adicionales de pan y vino. A la oca sagrada que había alertado a los defensores con sus graznidos se la premió también con una ración completa de grano.

En cuanto a los centinelas que estaban de servicio aquella noche, los mandos militares declararon que serían condenados a muerte por negligencia. Igual que los perros que vigilaban con ellos. Se suponía que se habían quedado dormidos en el puesto, y también los perros, pues no había ladrado ni uno solo de todos ellos. ¡Las ocas habían dejado claro que eran mejores vigilantes!

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