Roma (34 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

BOOK: Roma
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Le agarró por su larga barba blanca, sonrió y le dio un fuerte tirón.

La reacción del pontífice máximo fue instantánea. Le cruzó la cara al galo con un bofetón. El crujido del golpe resonó por toda la calle. Pinaria sofocó un grito.

El galo retrocedió de un salto y rugió. Extrajo una larga espada y la hizo circular en el aire. El pontífice máximo no se movió, pero su rostro se quedó blanco como la sal. Con todas sus fuerzas, el galo hizo oscilar su espada junto al cuello del pontífice máximo. Se produjo un sonido repugnante y la cabeza del sacerdote salió volando por los aires, la barba blanca siguiéndola como la cola de un cometa. Aterrizó en la calle, rebotó una vez y siguió rodando hasta detenerse a escasos pasos de donde estaba escondida Pinaria.

Aun sin quererlo, ella abrió la boca para gritar, pero una mano apareció por detrás y se la tapó, y un brazo la sujetó con tanta fuerza que no le quedó aire ni para gritar.

El cuerpo decapitado del pontífice máximo se convirtió en un surtidor de sangre. Sus miembros se sacudieron de forma espasmódica y los dedos se retorcieron salvajemente. Los galos se echaron a reír, refrescándose con la lluvia de sangre que caía sobre ellos. La visión era tan horripilante que Pinaria luchó con todas sus fuerzas contra los brazos que la sujetaban, desesperada por poder huir de ellos, pero el hombre no la soltaba. Notaba en la espalda el corazón de aquel hombre latiendo a tanta velocidad como el suyo. El cuerpo de la vestal era intocable; Pinaria no estaba acostumbrada a que la tocaran. La sensación de ser agarrada con tanta fuerza resultaba aterradora y, a la vez, extrañamente reconfortante.

Los galos hicieron caer de la silla el cuerpo del pontífice máximo, le dieron algunas patadas y continuaron su camino. El líder ladró una orden a uno de sus hombres, que corrió a recoger la cabeza cortada. El hombre se acercó tanto a Pinaria que podría haberla visto perfectamente de haber mirado entre el follaje del tejo, pero mantuvo la mirada clavada en la cabeza mientras la cogía por la barba y salía corriendo, haciéndola rodar por encima de su propia cabeza.

Los galos desaparecieron.

Poco a poco, el hombre fue soltando a Pinaria. Cuando se liberó y se volvió vio que se trataba de un hombre joven como ella. Iba vestido con una túnica harapienta. Sus zapatos eran simples retales de cuero, tan gastados que ni siquiera merecía la pena llevarlos. Pinaria miró la mano que le tapaba la boca, luego a la que le había rozado el pecho. – ¿Dónde está tu anillo? – dijo.

El joven se limitó a levantar una ceja. Tenía los ojos azules y era muy guapo, pese a que lucía un corte de pelo tan zarrapastroso que su claro cabello caía de uno y otro lado como penachos de paja. – ¿Tu anillo de ciudadano? – preguntó Pinaria-. ¿Dónde está? – Siguiendo una costumbre de los griegos, todo ciudadano romano llevaba un anillo, normalmente un sencillo aro de hierro. A veces, éstos estaban grabados con iniciales o símbolos; los que tenían motivos para enviar cartas o documentos, utilizaban el anillo para grabar su insignia en el lacre de cera.

–No tengo anillo -afirmó el joven-. Pero tengo esto. – Le señaló un amuleto que llevaba colgado al cuello con una tira de cuero. Parecía estar hecho de plomo, esculpido muy toscamente en forma de miembro viril con alas.

Pinaria se quedó lívida.

–Eres un esclavo, ¿verdad?

–Sí. – ¡Un esclavo ha osado tocarme!

El joven rió. – ¿Preferirías que te hubiese dejado gritar? Esos galos te habrían encontrado, seguro, y luego también me habrían encontrado a mí. Y como yo soy más guapo que tú, ¿quién sabe a quién de los dos habrían violado? Yo no sé qué opinas tú, pero no me apetece convertirme en el juguete de uno de esos gigantes sedientos de sangre.

Pinaria se quedó mirándolo, boquiabierta. Jamás un hombre le había hablado de una manera tan cruda. De hecho, pocos esclavos le habían dirigido la palabra, salvo para responder a sus órdenes.

Nadie nunca la había mirado a los ojos y le había sonreído de una forma tan descarada.

El esclavo la miró de arriba abajo.

–Debes de ser una vestal. – ¡Lo soy! – ¿Qué haces todavía aquí? Creía que os habíais marchado ayer. De pronto, Pinaria notó que estaba a punto de estallar en lágrimas. Respiró hondo para tranquilizarse.

–Eres muy impertinente. – ¿Es eso lo que le dirás a Breno cuando te ate a una estaca, despatarrada, en el centro del Foro y una hilera de galos haga cola para que te conozcan hasta el Aventino?

Pinaria le dio un bofetón, y a continuación se echó a llorar sin poder remediarlo. El esclavo no hizo ningún ademán de tocarla, sino que dio un paso atrás y se cruzó de brazos. – ¿Te he asustado? – ¡ Sí! – ¡Bien!, porque en cualquier momento aparecerán por aquí más galos y éste no es muy buen lugar para esconderse.

Pinaria reprimió las lágrimas.

–Tengo que salir de la ciudad.

–Imposible.

–Y entonces ¿dónde voy?

–Dame la mano. – ¿Qué?

–Se acercan más galos. ¿Es que no los oyes?

Pinaria prestó atención. Oyó muy cerca la voz de hombres entonando una marcha en el horroroso idioma de los galos. Parecían borrachos.

–Me llamo Penato, por cierto. Ahora, dame la mano y larguémonos. Vamos a tener que correr, muy rápido. – ¿Hacia dónde? – ¿Y cómo quieres que lo sepa? Confiemos en que los dioses nos guíen.

–Los dioses han abandonado Roma -dijo Pinaria, pero igualmente le dio la mano.

Corrieron de un lado a otro, subiendo y bajando colinas, hacia ninguna parte, esforzándose por evitar a los galos. A medida que iban apareciendo más galos, invadiendo la ciudad igual que las ratas invaden un navío, eludirlos iba haciéndose más complicado. A veces los veían, y los galos gritaban y corrían tras ellos, pero siempre conseguían escapar. Penato parecía conocerse todos los callejones y todos los agujeros de todas las paredes de la ciudad.

Vieron muchas cosas terribles. Igual que el pontífice máximo, otros habían decidido también recibir a los galos sin miedo, sentados como estatuas delante de sus casas. Algunos, como el pontífice máximo, habían sido decapitados. Otros habían sido estrangulados o apuñalados hasta la muerte. A otros los habían ahorcado colgándolos de los árboles.

Había un número sorprendente de romanos en la ciudad que, al igual que Pinaria, habían intentado huir pero no habían podido hacerlo antes de la llegada de los galos. La ciudad se había convertido en un coto de caza: los galos eran los cazadores, los romanos la presa. Pinaria vio cómo asesinaban a hombres y violaban a mujeres y niños.

Las tiendas estaban siendo saqueadas. Los edificios incendiados. Los galos se quedaban boquiabiertos ante las opulentas casas del Palatino y más boquiabiertos aún ante la sencilla Cabaña de Rómulo, conservada como un monumento rústico en medio de las moradas más lujosas de la ciudad. ¿Podían unas criaturas sin sentimientos y medio humanas comprender lo que representaba la cabaña sagrada? Mientras Pinaria observaba entre las sombras, un grupo de galos borrachos formó un círculo en torno a la cabaña y orinó en ella, pasándoselo en grande y haciendo una fiesta de su profanación. Ninguna de las cosas que había visto a lo largo del día ofendió más profundamente a Pinaria, o la hizo sentir con más desesperación que la historia de Roma había terminado para siempre.

Aquel terrible día parecía interminable. Al fin, pasando por debajo de la roca Tarpeya, Pinaria y Penato oyeron unas voces que los llamaban desde arriba. – ¡Aquí! ¡Aquí arriba! ¡Estaréis a salvo si conseguís llegar a la cima del Capitolio!

Al levantar la vista vieron diminutas figuras oteando por encima de la roca. Las figuras les hacían señas y luego señalaron frenéticamente en una dirección. – ¡Galos! ¡Los tenéis muy cerca, justo detrás de ese edificio! ¡Corred! ¡Daos prisa! Si conseguís llegar al camino que serpentea hacia la cima del Capitolio…

Pinaria estaba demasiado asustada para pensar, demasiado agotada para moverse. Fue Penato quien la arrastró, llevándola de la mano. Al cruzar el Foro, fueron avistados por la misma tropa de galos que había decapitado al pontífice máximo; uno de los gigantes seguía cargando con la cabeza del sacerdote a modo de trofeo, arrastrándola por la barba. Pinaria gritó. Los galos rieron y corrieron tras ellos.

Llegaron al camino que los conduciría hasta la cima del Capitolio, la misma ruta que seguían las procesiones triunfales hasta llegar al templo de Júpiter. Agotada por el dolor, inmovilizada por el terror, Pinaria había llegado al límite de su resistencia pero, aun así, con Penato tirando todo el rato de ella, tuvo la sensación de que volaba ascendiendo el tortuoso camino. Pensó que aquel esclavo debía de tener alas de verdad, tal y como su nombre sugería, pues ¿cómo estaba siendo transportada si no, si sus miembros ya no podían más y su voluntad estaba totalmente agotada?

Con sus empinadas cuestas, el Capitolio siempre había sido una de los enclaves naturales más defendibles de las Siete Colinas. Con el paso de las generaciones, la acumulación de monumentos y edificios unidos entre sí por muros y terraplenes había convertido el lugar en una fortaleza. Los defensores que se encontraran en la cima sólo tenían que rellenar con cascotes unas cuantas aberturas y pasajes para asegurar su perímetro. Y eso es lo que estaban haciendo cuando Penato y Pinaria llegaron al final del serpenteante camino.

Quedaba aún un estrecho hueco entre las piedras y los restos de madera que estaban apilando a toda prisa para bloquear el paso. En la abertura había un hombre que les hacía gestos como un loco. – ¡Tenéis los galos pisándoos los talones! – gritaba.

Apareció otro romano en lo alto de la barrera, levantó un arco y lanzó una flecha que casi le parte la cabeza a Pinaria. El zumbido de la flecha fue seguido por un grito, tan cercano que Pinaria se estremeció. Los perseguidores estaban muy cerca, su aliento prácticamente lo tenían pegado al cuello.

Penato se precipitó en el interior de la brecha, tirando de ella. Pinaria tropezó con los cascotes y se arañó el hombro al rozar con un trozo de madera antes de entrar en la zona de seguridad.

En el aire silbaban más flechas mientras los hombres acababan de rellenar la brecha. El arquero lanzó un alarido de triunfo. – ¡Se están retirando! Le he dado a uno en el ojo y a otro en el hombro. Incluso los gigantes dan media vuelta y salen corriendo si les demuestras quién está al mando de la situación.

El arquero saltó de la barricada, y su armadura emitió un ruido metálico. Cuando se quitó el casco, apareció un rostro perfectamente afeitado, unos ojos verdes y una mata de pelo negro. Se cuadró y se puso firmes.

–Cayo Fabio Dorso -anunció con voz profunda, disfrutando hasta tal punto al pronunciar su nombre que el efecto fue casi cómico. Observó los ropajes de ella-. ¿Es posible que seas una de las vestales?

–Me llamo Pinaria -dijo ella, intentando que su voz sonara firme. – ¿Qué es esto? – Dorso le miró el hombro. El tejido del vestido estaba roto, la pálida piel mancillada por una herida y gotas rojas de sangre. Apartó la vista, consciente de la santidad del cuerpo de la mujer-. ¿Cómo ha sucedido? ¡El esclavo debe haberte tratado sin ningún cuidado! Si necesita ser castigado…

–No seas ridículo -dijo Pinaria-. La herida no es nada, y el esclavo me ha salvado la vida.

Se tapó la herida con la mano e hizo una mueca, consciente de repente del dolor. Miró a Penato.

Quizá no era tan guapo como le había parecido; viéndolo al lado de Cayo Fabio Dorso y con su pelo tan mal cortado y sus harapientos ropajes, tenía un aspecto un poco ridículo. Pero de todos modos, cuando él le sonrío (¡vaya desfachatez por parte de un esclavo!), ella no pudo evitar devolverle la sonrisa. Se sonrojó y bajó la vista.

–Si de verdad tuvieras alas, podrías salir volando de aquí -dijo Pinaria-. Si…

Estaba situada detrás de un terraplén del Capitolio desde donde se dominaba el Foro y las colinas que lo rodeaban. Habían transcurrido muchos días desde la llegada de los galos. La visión de Roma ocupada por salvajes, terrible y extraña al principio, casi imposible de comprender, se había convertido en algo normal. Rara vez oían los romanos asediados en la cumbre del Capitolio los gritos de algún desventurado ciudadano descubierto por los galos en su escondite cuando era torturado y violado. Los que habían permanecido escondidos habían sido en su mayoría descubiertos durante los primeros días de la ocupación; unos pocos afortunados habían conseguido instalarse en el Capitolio. De todas maneras, los ataques de los galos sobre la ciudad continuaban, día tras día. Después de saquear una casa, los galos solían incendiarla, aparentemente sin más motivo que disfrutar con su destrucción o enojar a los romanos que lo observaban desde el Capitolio. Aquel día, grandes columnas de humo se alzaban en el aire desde distintos puntos de la ciudad. En lo alto de las colinas, el humo se fundía en una nube grisácea que oscurecía el sol de pleno verano y convertía la luz del mediodía en penumbra.

El puñado de defensores instalado en la cumbre del Capitolio (Cayo Fabio Dorso insistía en considerarse así, y no como cautivos, pues eran romanos y permanecían en suelo romano) tenían, de momento, suficiente para comer y beber. Durante los primeros días de la ocupación, habían estado muy ocupados reforzando sus defensas. Clavaron estacas, cavaron trincheras e incluso picaron la tierra para que las laderas de la colina fueran aún más abruptas. Mientras mantuvieran la guardia día y noche, su posición era virtualmente inexpugnable. Pero la desesperación les rondaba. La visión de su amada ciudad demolida casa por casa, la pérdida de todo contacto con los que habían huido, el temor de que los dioses los hubieran abandonado… todas esas ansiedades hacían mella en sus pensamientos mientras permanecían despiertos y teñían luego sus pesadillas.

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