Read Roma Online

Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Roma (30 page)

BOOK: Roma
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–No.

Icilia vio que no lo haría cambiar de idea.

–Haz una cosa por mí, hermano. ¡Sólo te pido una cosa! Dale esto, de mi parte. – Con manos temblorosas, se pasó el collar por la cabeza.

Lucio se lo arrancó de las manos y lo examinó, enojado. – ¿Qué es esto? ¿Algún tipo de talismán? No es de nuestra familia. Te lo dio Tito Poticio, ¿verdad?

–Sí.

Lucio lo miró fijamente durante un prolongado momento, y luego movió la cabeza lentamente. – ¿Por qué no? Parece ser de oro; podría fácilmente quedármelo para mí y fundirlo para que me den lo que vale, pero haré lo que me pides. Dejaré que lo lleve el esclavo, una baratija chillona que le adorne el cuello. Servirá para que yo recuerde su origen. ¡Que el antiguo linaje de los Poticio continúe en sus venas de esclavo, y que el esclavo luzca este talismán como señal de su vergüenza!

VI
LA VESTAL
393-373 a.C. n vísperas de la mayor catástrofe que acaecería sobre la ciudad, el confiado pueblo de Roma se encontraba celebrando su mayor triunfo. Acababa de rendirse uno de los más viejos rivales de la ciudad.

La ciudad de Veyes estaba apenas a veinte millas de Roma. Un hombre de piernas fuertes podía recorrer esa distancia a pie en un solo día. Un jinete a caballo podía ir y venir de ella en cuestión de horas. Pero generación tras generación, aun habiendo conquistado enemigos más lejanos, Veyes seguía manteniéndose orgullosamente independiente, a veces en paz con Roma, a veces en guerra con ella. En el transcurso de las últimas generaciones, Veyes se había hecho inmensamente rica. Sus alianzas»con otras ciudades de la región empezaban a amenazar el dominio de Roma sobre la ruta de la sal y el tráfico del Tíber.

Los ejércitos romanos habían sitiado Veyes durante diez veranos seguidos, pero cada año, con la llegada del invierno y el cese de la guerra, Veyes seguía sin ser conquistada. Para acabar con Veyes se necesitaba un gran general, decían los hombres. Y por fin ese general apareció. Se llamaba Marco Furio Camilo.

Nadie que lo presenciara podría olvidar jamás el desfile triunfal de Camilo. Todo el mundo estaba de acuerdo en que era el triunfo más grandioso que se recordaba; el número de prisioneros, la magnificencia del botín exhibido -gracias a la opulencia de Veyes- y la alegría que se vivía superaban con creces cualquier desfile triunfal anterior. Pero, por impresionantes que resultaran, no fueron estos detalles los que lo convirtieron en un evento inolvidable; fue el espectáculo de Camilo montado en un carruaje tirado por cuatro caballos.

En la tribuna reservada para los dignatarios religiosos, la vestal Pinaria dejó escapar un grito.

Susurró algo a la vestal que tenía a su lado: -¿Habías visto en tu vida una cosa así, Foslia?

–Diría que no. ¡Nadie ha visto nunca una cosa así! ¡Cuatro caballos blancos!

Pinaria sacudió la cabeza, maravillada.

–Igual que la cuadriga de Júpiter del frontón del templo del Capitolio.

–Esto no lo había hecho nunca ningún general -declaró Foslia. Con diecisiete años de edad, Pinaria era la más joven de las seis vestales. Foslia era sólo cinco años mayor, pero era muy estudiosa y un poco sabelotodo. Dominaba en especial la historia de los ritos religiosos y, como todo acto público que se celebraba en Roma, un desfile triunfal era un ritual religioso-. Rómulo caminaba a pie en sus procesiones triunfales. Tarquinio el Mayor fue el primero que utilizó una cuadriga. ¡Pero ningún general se había atrevido a emular a Júpiter enganchando cuatro caballos blancos a su carruaje! – ¿Piensas que es un acto profano? – preguntó Pinaria.

–No soy yo quien debería decirlo -dijo Foslia, modestamente.

–De todos modos, vaya espectáculo.

–Pues sí que lo es. – Foslia sonrió-. Y el general es tan atractivo… ¡aun con la cara pintada de rojo!

Las dos jóvenes se miraron y se echaron a reír. La virgo máxima no aprobaba aquel tipo de conversaciones, pero todas las vestales se recreaban con ellas. Pinaria tenía la sensación de que, cuando no hablaban de temas religiosos, solían hacerlo de hombres, y en particular de Camilo. Con cincuenta años de edad, el general era mucho más robusto que la mayoría de los hombres de treinta, lucía una espléndida mata de pelo blanco, era ancho de espaldas y tenía los brazos fuertes. – ¿Piensas que sabe lo bien que sientan esos caballos blancos con su pelo blanco? – preguntó Foslia.

–Estoy segura de que al hombre que conquistó Veyes no le queda tiempo para las vanidades -E dijo Pinaria. – ¡Tonterías! ¿Quién puede haber más vanidoso que un general, sobre todo el día de su triunfo?

Pero mira allí, detrás de él… ¡es la estatua de Juno Regina!

De todos los objetos usurpados a los veyenses, éste era el más preciado: la gigantesca estatua de la divina patrona de la ciudad, la reina madre de los dioses, Juno, en cuyo honor se había construido el mayor templo de toda Veyes. Durante generaciones, Juno Regina había protegido a los veyenses.

En la víspera de la batalla final, Camilo había jurado que si Veyes caía, traería a Juno Regina a Roma y edificaría un templo aún más grande para ella. En aquellos momentos, estaba cumpliendo la primera parte de su juramento.

Los hombres que se habían quedado afónicos aclamando a Camilo alzaron más la voz si cabe al ver la estatua. Había sido transportada en un carretón enorme tirado por prisioneros veyenses, entre ellos los antiguos sacerdotes de Juno, que habían sido desposeídos de sus ropajes y encadenados.

Era una escultura de madera en la que no se veía ninguna junta; los mejores escultores etruscos la habían esculpido y pulido, y cubierto con pintura y un brillo dorado. Juno Regina estaba sentada en un trono, sujetando un cetro en una mano y un jarro de libaciones en la otra, con un pavo real a sus pies. – ¡Magnífica! – declaró Foslia-. No existe otra imagen de Juno que rivalice con ésta. Ni siquiera puede comparársele la escultura que realizó el gran Vulca para el templo de Júpiter. Ésta es mucho más grande… ¡tres veces el tamaño de cualquier mortal! ¡El aspecto y el rostro de la diosa son verdaderamente sublimes! Y ese pavo real gigante, con sus alas extendidas… ¿Habías visto alguna vez tal explosión de colores?

Mientras miraban, un chico, incitado por sus amigos, salió disparado de entre el gentío. Agarró el taparrabos de uno de los sacerdotes hechos prisioneros, se lo arrancó y se adentró corriendo en la multitud, dando gritos de alegría y agitando en el aire el taparrabos como si fuese un trofeo. El sacerdote, un hombre de mediana edad que caminaba ya a tropezones debido al agotamiento, se sonrojó y lloró de vergüenza, incapaz de cubrirse porque tenía las manos encadenadas a la cuerda que le pasaba por encima del hombro. Pinaria lanzó un grito y Foslia levantó una ceja, pero ninguna de las dos apartó la vista.

–Me pregunto qué piensa la diosa de eso -dijo Pinaria. – Tú sigue mirando. ¡Hablará de un momento a otro! – ¿Lo dices en serio? – ¿Por qué no? Ya conoces la historia. Cuando Camilo envió a sus soldados a hacerse con la estatua del templo de Veyes, uno de ellos, simplemente por divertirse, hizo una reverencia y le preguntó a la diosa si le gustaría que la llevasen a su nuevo hogar. La sorpresa que se llevaron esos tipos cuando la estatua movió afirmativamente la cabeza… ¡y luego habló en voz alta! Pensaron que alguien estaba gastándoles una broma, así que volvieron a preguntárselo y, con la misma claridad con la que yo te hablo ahora, dijo la diosa: «¡Sí, llevadme enseguida a Roma!». Dicen que parecía enfadada; a Juno Regina no le gusta repetirse. Naturalmente que quería venir. De no haber perdido el cariño de los veyenses, nunca habrían sido conquistados. Camilo ha ordenado la construcción de un nuevo templo en el Aventino especialmente destinado a albergar la estatua. Las riquezas de los veyenses pagarán los materiales. Las obras correrán a cargo de esclavos veyenses. Ese sacerdote desnudo puede empezar a olvidarse de sus sonrojos. Un esclavo no necesita ropa para cavar una trinchera o transportar ladrillos de un lado a otro. – ¿Crees que los griegos trataron a los troyanos así, después de conquistarlos? – preguntó Pinaria. Entre las vestales había habido muchas discusiones últimamente comparando la caída de los veyenses con la caída de Troya, una historia que los romanos habían aprendido a partir de los colonos griegos del sur. El sitio de Troya había durado diez años, igual que el sitio de Veyes. Los griegos acabaron tomando la ciudad con engaños, utilizando el famoso caballo de Troya concebido por Odiseo, y los romanos habían triunfado por fin gracias a una inteligente estratagema, cavando túneles bajo las murallas de modo que los soldados romanos pudieran entrar sigilosamente en a ciudad durante la noche y abrir las puertas.

–Por supuesto que sí -dijo Foslia-. Las mujeres troyanas, incluyendo a la reina Hécuba y las princesas, fueron tomadas como esclavas. Lo mismo sucedió con los hombres, al menos con los que no murieron. Ninguna ciudad se conquista a menos que su pueblo haya ofendido a los dioses; que los conquistadores maten o esclavicen a sus habitantes equivale a complacer a los dioses. El pueblo de Roma siempre lo ha sabido. La humillación de nuestros enemigos es una de nuestras maneras de complacer a los dioses, y complaciendo a los dioses seguiremos prosperando.

Como era habitual, la lógica religiosa de Foslia era irrefutable, y Pinaria alegremente confió en su juicio, pese a que la visión del desgraciado sacerdote veyense la incomodara. Volvió la cabeza y contempló entonces el carruaje triunfal, alejándose ya de ellas en dirección al Capitolio. Camilo, volviéndose hacia un lado y otro para saludar a la muchedumbre, miró por encima del hombro. Su mirada cayó de repente sobre Pinaria. Dejó de saludar, ladeó la cabeza, como intrigado, y le lanzó una sonrisa enigmática.

Foslia la agarró del brazo y chilló, encantada. – ¡Pinaria, está mirándote a ti! ¿Y por qué no? Eres encantadora, incluso con el pelo corto. ¡Oh, si me mirara así, creo que me moriría!

Pinaria se puso colorada y bajó la vista. Cuando se atrevió a levantarla de nuevo, el carruaje había dado la vuelta a la esquina y ya no se veía.

Escuchó un estallido de risas y aplausos entre la multitud. Siguiendo la estatua de Juno Regina llegaba una bandada de ocas. Las aves blancas se contoneaban en el aire, extendiendo y agitando sus alas, estirando el cuello y graznando. Eran las ocas sagradas de Juno, capturadas en Veyes junto con la estatua, objetos de veneración religiosa pero también motivo de alegría. Las consentidas criaturas parecían comprender su augusta posición; observaban a la multitud con altanería y la cabeza bien alta. De pronto, una de las ocas se precipitó hacia delante, hacia el sacerdote que había quedado desnudo y le atizó un mordisco en el tobillo. El sacerdote soltó un grito lastimero.

–Se la está devolviendo a su antiguo cuidador por alguna infracción cometida, no me cabe la menor duda -susurró Foslia.

La multitud estalló en carcajadas.

Durante la última hora de luz de día, después del sacrificio de un buey blanco sobre un altar situado enfrente del templo de Júpiter y del estrangulamiento ritual de los prisioneros de más alto rango en el Tuliano, cuando los festejos y los bailes empezaban a decaer en las calles, las vestales se retiraron al templo de Vesta.

Mientras las demás presenciaban el desfile triunfal, una de ellas, como siempre, se había quedado en el templo de planta circular para atender el fuego sagrado. Sus cinco hermanas vírgenes se unieron a ella para la recitación de las oraciones de la noche, dirigidas por la mayor de ellas, Postumia, la virgo máxima. Mantener encendido el fuego sagrado era la principal obligación de la orden. En caso de que el fuego se apagara, las catástrofes y las desgracias caerían sobre Roma.

El mantenimiento de los votos de castidad era otra de sus obligaciones destacadas. En el caso de que una vestal rompiera su voto, tal vez podría esconder su crimen a los demás mortales, pero nunca a la diosa. Vesta se enteraría y, como consecuencia de ello, el fuego sagrado chisporrotearía y menguaría. Sólo una virgen pura podía mantener una llama estable en el hogar de Vesta.

Las vestales unieron sus manos y formaron un círculo en torno a la llama. Mientras las demás se balanceaban y cantaban en armonía, la virgo máxima entonó la oración de la noche:

–Diosa Vesta, escúchanos. Hemos mantenido tu llama encendida un día más, ahora cae de nuevo la noche, y su oscuridad está iluminada como siempre por tu luz imperecedera. Nos das calor. Iluminas nuestro camino. El mismo fuego inquebrantable que consoló al pequeño Rómulo en su nacimiento nos consuela aquí en tu templo.

Postumia era la mayor, pero su cabello gris y corto conservaba aun mechones negros, y su voz era fuerte, sin temblores. Tarareó y se cimbreó con las demás vírgenes durante un momento, contemplando la llama, y reinició entonces la oración.

–Te ofrecemos treinta años a tu servicio, diosa Vesta. Llegamos a ti antes de los diez años de edad; pasamos diez años aprendiendo; diez años realizando ritos públicos; diez años enseñando a las recién llegadas. Luego somos libres para irnos… o quedarnos. – ¡Bendíceme, diosa Vesta! Mis treinta años han pasado, pero elijo seguir a tu servicio.

Permíteme quedarme, diosa, mientras tenga ojos para contemplar la llama sagrada y fuerza para atenderla, mientras tenga las palabras y la sabiduría suficiente para enseñar a las vírgenes jóvenes.

–Bendícenos a todas, diosa Vesta, y abraza especialmente a la más joven de nosotras, Pinaria.

Lleva siete años entre nosotras. Ahora que Foslia ha entrado en su décimo año, Pinaria es nuestra única novicia. Tiene aún mucho que aprender. Ofrécele especialmente tu guía, diosa Vesta.

Pinaria, que había entrado en una especie de trance mientras tarareaba y contemplaba la llama, dio un pequeño salto de sorpresa al oír mencionar su nombre. No era muy frecuente que la virgo máxima mencionara a las vestales por su nombre en las oraciones. ¿Por qué lo haría, y por qué mencionaría a Pinaria? Lo que dijo a continuación, inquietó a Pinaria más si cabe.

–Rezamos, diosa, para que recuerdes a todas las vestales que estuvieron antes que nosotras, remontándonos a los días del rey Rómulo, que nombró a las primeras cuatro vestales de Roma, y del rey Tarquinio el Mayor, que elevó nuestro número a seis y quien, con su sabiduría, impuso un castigo mucho más terrible que la simple muerte para cualquier vestal que rompiera sus votos, el castigo que sigue vigente en la actualidad.

Pinaria cogió aire, igual que las demás vestales, sus serenos pensamientos se vieron invadidos repentinamente por imágenes de la más terrible de las muertes. El canturreo y los movimientos se detuvieron. El pequeño templo quedó inmerso en un profundo silencio roto sólo por el crepitar del fuego. El corazón de Pinaria latía con tanta fuerza que pensó que incluso las demás podrían oírlo. ¿Por qué la habría mencionado en su oración la virgo máxima, y por qué acto seguido habría mencionado el terrible castigo para toda aquella que se descarriara?

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