Roma (26 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

BOOK: Roma
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Al día siguiente, Icilia y Verginia fueron a comprar juntas al mercado, escoltadas por sus respectivas madres.

Las dos chicas se habían criado en círculos distintos y tenían pocas amistades en común; aun así, y ya que pronto se convertirían en cuñadas, todo el mundo esperaba de ellas que empezaran a actuar como si fuesen viejas amigas. Sus recientes salidas juntas, desde el anuncio del compromiso de Verginia con Lucio, les parecían a ambas forzadas y artificiales; sus madres, eternamente preocupadas por los detalles de la boda, tenían más de qué hablar que ellas. Para complicar la cuestión, cada una de las chicas tenía un problema que la acuciaba, aunque ninguna de las dos se sentía preparada aún para compartir su secreto con la otra. Paseaban por el mercado la una junto a la otra, conversando a ratos, inmersas las dos en sus propios pensamientos. – ¿Qué te parece esto, Verginia? – Icilia acariciaba una madeja de tejido amarillo de lana fina.

El comerciante sonrió.

–De Siracusa, en la isla de Sicilia. ¡Los mejores productos vienen de Siracusa, y los ofrezco también a los mejores precios!

Siracusa había sido fundada por colonos procedentes de Corinto y era casi tan antigua como Roma. Era una de las principales colonias griegas, no sólo de Sicilia, sino también de la parte sur de Italia, una región colonizada por los griegos hasta tal punto que los romanos la conocían como la Magna Grecia, la «Gran Grecia». Los romanos llevaban generaciones comerciando con esas ciudades y hasta el momento habían evitado enredarse en las interminables guerras que mantenían los unos contra los otros. En los últimos años, Siracusa sobresalía como la ciudad más brillante, más próspera y más libre del Mediterráneo occidental. La flota siracusana dominaba el mar Tirreno. Los mercaderes siracusanos habían construido almacenes en Ostia, en la desembocadura del Tíber, para albergar los productos que mercadeaban con Roma y sus vecinos. En más de una ocasión, los cereales de Siracusa habían salvado a Roma de la hambruna. Eruditos siracusanos impartían sus enseñanzas en las mejores familias romanas; el tutor de Icilio, Xenón, era originario de Siracusa.

–Me parece bien, supongo -dijo Verginia, sin apenas mirar la tela. Era evidente que tenía la cabeza en otra parte.

–A lo mejor, a las jóvenes señoras les interesan más la cerámica y los objetos de loza -sugirió el comerciante-. Las jóvenes señoras tal vez no tengan aún su propia casa, pero pronto dos jóvenes tan bellas estarán casadas y necesitarán copas y jarras para sus invitados. – El comerciante sabía, por las túnicas sencillas y de manga larga que ellas vestían, que las chicas estaban aún solteras; no llevaban las estolas más sofisticadas que vestían sus madres. Les mostró una jarra de color negro-.

Este modelo es especialmente bello. El remate en rojo es una variación poco común de un tradicional diseño griego…

Icilia, que había puesto mala cara y mirado hacia otro lado tan pronto el hombre mencionó el matrimonio, vio de pronto un rostro familiar entre el gentío del mercado. El corazón le pegó un brinco. Mirando por encima del hombro, vio que las madres, enfrascadas en su propia conversación, seguían caminando por delante de ellas. Con un impulso, Icilia agarró a Verginia por el brazo, la apartó del charlatán y le susurro al oído: -¡Verginia, tienes que hacerme un favor! – ¿Qué quieres, Icilia?

–Por favor, te lo suplico… -¿Qué sucede, Icilia?

–No sucede nada. Pero debo dejarte por un momento… ¡sólo un momento, te lo prometo! Si nuestras madres regresan y no me ven, diles… diles que he tenido que ir a las termas de mujeres que hay sobre la Cloaca Máxima. – ¿Y si preguntan por qué no te he acompañado o si deciden ir a buscarte?

–Entonces diles… ¡yo qué sé!

Verginia sonrió. No estaba segura de lo que se traía entre manos Icilia, pero por diversos detalles, había empezado a sospechar que la hermana de Lucio debía de tener un pretendiente secreto; a lo mejor todo esto tenía que ver con él. Si Icilia no estaba aún preparada para compartir con ella los detalles, tenía por delante una oportunidad para ganarse su confianza y para que ambas iniciaran una amistad más íntima. ¿No era exactamente eso lo que deseaban sus madres?

–Naturalmente que te ayudaré, Icilia. Haz lo que debas… ¡pero no tardes mucho! No tengo mucha experiencia en contarle mentiras a mi madre. – ¡Que Fortuna te bendiga, Verginia! Iré muy rápido, te lo prometo. – Después de lanzar una última mirada a las madres, que se habían adelantado bastante, desapareció entre el gentío.

Él la había visto en el mismo instante en que ella lo vio. La esperaba justo en la esquina donde ella lo había visto, con una sonrisa ansiosa dibujada en su rostro. – ¡Icilia! – ¡Tito! ¡Oh, Tito!

Era todo lo que podía hacer para no besarlo allá mismo; pero pese a que se habían apartado un poco del lugar más concurrido del mercado, aún podían verlos. Impaciente, él la cogió por el brazo y la condujo hacia otra esquina, hacia un espacio estrecho entre dos edificios que quedaba protegido de las miradas por el follaje de un ciprés.

La atrajo hacia él y le dio un largo beso. Icilia no era tímida; la imposibilidad de su relación la animaba a abandonar toda su moderación durante los excepcionales y fugaces momentos que pasaba junto a él. Le acarició sus anchos hombros, introdujo las manos por el cuello de su túnica hasta alcanzar su pecho, cubierto por un fino vello rubio. Sus dedos encontraron el talismán que llevaba al cuello. «Fascinus» era el nombre que él daba al curioso colgante, y decía que era un dios que había protegido a su familia durante muchos siglos.

Icilia no podía evitar pensar que Fascinus no había hecho bien su trabajo durante las últimas generaciones. Resultaba difícil creer que los Poticio habían sido ricos en su día; incluso las mejores túnicas de Tito estaban raídas. La primera vez que Icilia lo vio, iba vestido con la única prenda que tenía que no estaba hecha jirones, la túnica sacerdotal que utilizaba en el Ara Máxima. Al verlo oficiar en el altar junto a su padre, se había sentido atraída por su belleza. Después, había necesitado una cantidad considerable de ingenio por su parte para darse a conocer. La pasión que había surgido entre ellos había sido tan inmediata y tan abrumadora que creía que era la mano de Venus la que les condujo el uno hacia el otro. Pero cuando Icilia mencionó a Tito Poticio a su padre con una indirecta, el hombre reaccionó con una vehemencia que la dejó sorprendida.

Al principio, Icilia había imaginado que lo que ofendía a su padre era la pobreza de Tito, o simplemente su clase patricia, y esperaba que fueran barreras fáciles de superar. Fue su hermano Lucio quien le explicó el motivo de la caída en desgracia de los Poticio: el abuelo de Tito había luchado en el bando de Coriolano. ¡No era de extrañar que su padre hubiese reaccionado de un modo tan violento! El nombre de Coriolano estaba condenado en su casa, igual que el nombre de cualquier traidor que hubiera sido su aliado. Su padre nunca accedería a que se casara con un Poticio; ni tampoco el padre de Tito aprobaría ese enlace, pues había sido un Icilio quien organizó el exilio de Coriolano y, por tanto, la ruina del abuelo de Tito.

La relación era imposible. Aquellos breves momentos robados eran todo lo que conseguiría tener con Tito. Pero su ansia por vivir aquellos encuentros era casi más de lo que podía soportar y en los días que transcurrían entre ellos apenas podía pensar en otra cosa. Cuando Tito empezó a levantar el borde de su túnica, así como el de la de Icilia, y a presionar su dureza contra las piernas de Icilia, ella no le ofreció ninguna resistencia. Más bien al contrario, se aferró a él, con todas sus fuerzas, rezando a los dioses para que detuviesen el tiempo e hicieran que aquel momento se prolongara eternamente.

Tito la penetró. Se movió dentro de ella. Notaba ella su aliento caliente en el oído. Sentía una hoguera encendida en el fondo de su ser, irradiando hacia el exterior, aumentando hasta convertirse en una liberación de éxtasis. La pasión alcanzó su cenit; el placer era tan intenso, tan perfecto… ¿Cómo dudar de la autenticidad de su unión? Amar a Tito tenía que ser la voluntad de los dioses, y esto invalidaba las objeciones de los insignificantes mortales, incluyendo a su padre.

Después, recuperando el aliento, Tito le susurró al oído.

–Tenemos que volver a intentarlo. Debemos hablar con nuestros padres y suplicarles que nos permitan casarnos. Tiene que haber una forma de convencerlos. – ¡No! Mi padre nunca… -Icilia dejó la frase sin terminar y negó con la cabeza. La sensación de éxtasis desapareció rápidamente para ser sustituida por la desesperación-. Aunque lo aprobara, daría lo mismo. Las nuevas leyes… ese rumor tan terrible… -¿De qué hablas?

–Mi hermano lo ha oído en boca de su tutor. Las nuevas leyes de los decenviros… quieren prohibir por ley los matrimonios entre patricios y plebeyos. ¡Si eso sucede, no habrá ninguna esperanza!

Tito apretó la mandíbula.

–Yo también he oído el rumor. ¡Todo el mundo conspira contra nosotros! – Suspiró y la besó en la boca.

Icilia se puso rígida.

–Tengo que irme, Tito. – ¿Ahora? ¿Tienes miedo de que Verginia te delate?

–No, pero vamos con nuestras madres. Seguramente estarán ya echándome de menos. Si…

Tito la acalló presionando su boca contra la de ella y dejándola sin respiración. Pero cuando ella le respondió, él la soltó. Se separó de él. Su última caricia fue la de un dedo acariciando el talismán que él llevaba colgado al cuello, y luego desapareció. – ¡Vete, hombre horroroso!

En el mercado, Verginia se vio abordada, y no era la primera vez, por aquel hombrecillo lisonjero que se hacía llamar Marco Claudio. Era evidente que aquel hombre no podía haber nacido como un Claudio,pensó; debe de ser un esclavo que adoptó el nombre de la familia de su amo al ser liberado, según era costumbre. Marco Claudio tenía los modales serviles y aduladores de un esclavo, ladeaba constantemente la cabeza como si fuera a esquivar un golpe, se relamía los labios y la miraba de reojo. – ¿Pero por qué no vienes, querida niña? Lo único que él quiere es hablar contigo.

–No tengo nada de que hablar con Apio Claudio.

–Pero él quiere decirte muchas cosas. – ¡No quiero oírlas!

–Será sólo un momento. Está aquí mismo. – El hombre le indicó un edificio en el otro extremo del mercado. – ¿En la tienda de especias?

–Es el propietario. En el piso superior hay un pequeño y confortable apartamento. ¿Ves esa ventana con los postigos entreabiertos? Te está observando incluso ahora.

Verginia miró por encima de los toldos del mercado y vio el edificio en el extremo opuesto. La luz del sol la obligó a pestañear y a protegerse los ojos con la mano. Era imposible distinguir algo de aquel oscuro interior, pero creyó adivinar una figura en las sombras, junto a la ventana. – ¡Vete, por favor! – dijo-. Le diré a mi padre…

–Eso sería poco inteligente. Al decenviro no le gustaría -dijo Marco, subrayando el título de Apio Claudio-. Es un hombre poderoso.

De repente, Verginia se quedó sin aliento. – ¿Estás amenazando a mi padre? – ¡No, joven señora, no! ¿Quién es el despreciable Marco Claudio para pensar en hacer daño a un guerrero tan grande como Verginio? Oh, no, para llevar a tu padre a la ruina se necesitaría un hombre poderoso, un hombre muy poderoso, de hecho; un decenviro, tal vez.

Verginia miró hacia la ventana. Definitivamente, entre las sombras se dibujaba la silueta de un hombre barbudo.

–Mira, ¿lo ves? – dijo Marco-. ¡Tiene un regalo para ti!

La figura se acercó más a la ventana; su perfil se hizo más claro. El hombre sujetaba algo en la mano. Cuando la extendió, un rayo de sol iluminó el objeto.

Marco le susurró al oído. – ¿Lo ves? Un regalo bonito para una chica bonita… un collar de plata con cuentas de lapislázuli. ¡Estas joyas azules contrastarían con la hermosura de tu blanco cuello! – El hombre rió tontamente-. ¡Me parece que en la otra mano tiene otro regalo para ti!

Mientras la figura de la ventana levantaba el collar, su otra mano parecía estar presionando y sobando alguna cosa debajo de su túnica, cerca de la parte central de su cuerpo.

Verginia ahogó un grito y se alejó corriendo de Marco. Tropezó directamente con Icilia. – ¿Dónde has estado? – gritó-. Te he buscado y te he buscado, y entonces, ese hombre horrible… -¡Ah, allí están! – La madre de Icilia, de puntillas, las llamaba desde el otro lado de la calle. – ¿Qué hombre? – susurró Icilia.

Verginia miró a sus espaldas. Marco había desaparecido entre el gentío. Miró a la ventana situada en la planta superior de la tienda de especias. Los postigos estaban cerrados.

Sus madres acababan de llegar, y por mucho que las dos chicas quisieran hacerse confidencias, no pudieron.

Unos días después, los pergaminos que contenían la primera parte de las Doce Tablas fueron colgados en el tablón de anuncios del Foro.

Se había congregado allí una gran multitud, integrada tanto por patricios como por plebeyos. Un hombre con buena vista y voz clara se presentó como voluntario para leer en voz alta los pergaminos para que todo el mundo pudiera conocer su contenido, incluyendo la gran mayoría que no sabía leer. Las exclamaciones y las preguntas lo interrumpían con frecuencia y, cuando hubo acabado, la muchedumbre inició una acalorada discusión en la que se alzaron muchas voces:

–Es evidente que las nuevas leyes afirman los derechos tradicionales del paterfamilias. ¡Muy bien! Pues mientras quede algo de aliento en su cuerpo, todo hombre debería tener el control sobre su esposa y sus descendientes, y también sobre las esposas y los descendientes de éstos. – ¿Y qué hay de este derecho del cabeza de familia a poder vender a sus hijos y nietos como esclavos y luego comprarlos de nuevo?

–Esto ya se hace, a diario. Si un hombre contrae una deuda, canjea a su hijo para que cumpla un periodo de servidumbre. La nueva ley, simplemente, codifica una práctica que ya es común… y establece un límite en cuanto a las veces que esto puede hacerse, lo cual es bueno para los hijos y los nietos. – ¿Y qué me dices sobre la ley que otorga a los esclavos liberados los derechos completos de la ciudadanía? – ¿Por qué no? En la mayoría de los casos, los esclavos son hijos bastardos de su amo, hijos de alguna esclava de la casa; si al amo le parece bien liberar al bastardo, entonces éste debería convertirse en un ciudadano como los demás hijos del amo.

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