Read Roma Online

Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Roma (16 page)

BOOK: Roma
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IV
Coriolano 510-491 a.C. El chico, de doce años de edad, estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y recitando sus lecciones. Su abuelo estaba sentado delante de él en una sencilla silla plegable de madera con bisagras de bronce. Pese a que la silla no tenía respaldo, el anciano permanecía con la espalda recta, dando ejemplo al chico.

–Ahora cuéntame, Tito, qué pasó el día en que el rey Rómulo abandonó esta tierra.

–Fue en las nonas de quinctilis, hace 206 años. – ¿Cuántos años tenía?

–Cincuenta y cinco. – ¿Y dónde sucedió eso?

–En el altar de Vulcano que hay enfrente de la Ciénaga de la Cabra, en el extremo occidental del Campo de Marte.

–Muy bien, pero ¿lo llamaban ya Campo de Marte en aquella época?

El chico frunció el entrecejo. Entonces, al recordar lo que había aprendido, su rostro se iluminó.

–No, abuelo. En la época del rey Rómulo, la gente lo llamaba el Campo de Mavors, porque así es como llamaban antiguamente a Marte: Mavors. – ¿Y qué aprendemos de este ejemplo?

–Que las palabras y los nombres pueden variar con el tiempo, que normalmente se hacen más cortos y más sencillos, pero que los dioses son eternos.

El anciano sonrió. – ¡Muy bien! Y ahora descríbeme la ascensión del rey Rómulo.

–Hubo un eclipse de sol y una gran tormenta, y la gente salió huyendo de miedo. Por eso el festival que se celebra cada año ese día recibe el nombre de Populifugia, «el pueblo que salió huyendo». Hubo sólo un hombre, un antepasado de los Pinario, que se quedó allí. Se llamaba simplemente Pinario; por aquel entonces, la gente solía tener un único nombre, no dos, como ahora.

Pinario fue testigo del milagro que se produjo. El cielo se abrió y descendió un remolino en forma de embudo. Era la mano de Júpiter que levantó al rey Rómulo para llevárselo al cielo. Antes de partir, el rey se quitó su corona de hierro y la depositó sobre el altar de Vulcano para su sucesor. De este modo, el rey Rómulo se convirtió en el único hombre en toda la historia que nunca murió.

Simplemente abandonó la tierra, para ir a vivir como un dios entre los dioses. – ¡Muy bien, Tito! Veo que has estudiado mucho, ¿verdad?

–Sí, abuelo. – Satisfecho consigo mismo, el joven Tito Poticio acarició el amuleto de Fascinus que llevaba colgado al cuello con una cadena de oro. Su padre se lo había entregado con motivo del último Banquete de Hércules, cuando Tito lo ayudó por vez primera en el altar como sacerdote.

–Ahora dime, ¿quiénes fueron los reyes que siguieron a Rómulo y cuáles fueron sus mayores logros?

–El rey Rómulo no tenía hijos, así que después de su partida, los senadores se reunieron a debatir quién le sucedería. Esto sentó un precedente que continuaría después: la sucesión de los reyes no es hereditaria, sino que el Senado elige un rey que sirve a Roma durante toda su vida.

Eligieron a Numa Pompilio, un hombre de sangre sabina que nunca había puesto los pies en Roma.

Esto sentó otro sabio precedente, que el nuevo rey podía ser de fuera y no proceder de los escaños del Senado, lo que provocaría peleas entre los senadores por hacerse con la corona. El reinado de Numa fue largo y pacífico. Era muy piadoso e hizo mucho por la organización de los colegios de sacerdotes y la veneración de los dioses.

–Luego vino Tulo Hostilio, que era tan guerrero como pacífico había sido Numa. Destruyendo a sus rivales, convirtió a Roma en la principal ciudad de todos los pueblos de habla latina de Italia.

Tulo Hostilio construyó el gran salón de reuniones del Foro, donde se reúne hoy el Senado.

–Luego vino Anco Marcio, que era nieto de Numa. Construyó el primer puente sobre el Tíber.

Fundó también la ciudad de Ostia en la desembocadura del río, para que ejerciera las funciones de puerto marítimo de Roma.

–El quinto rey fue Tarquinio, el primer rey de esta procedencia. Era de sangre griega pero venía de la ciudad etrusca de Tarquinia, de la que tomó el nombre. Era tanto un gran guerrero como un gran constructor. Construyó la gran alcantarilla subterránea, la Cloaca Máxima, que sigue el antiguo curso del Spinon y desagua el Foro. Realizó el trazado del gran hipódromo en el extenso valle que se encuentra entre el Palatino y el Aventino, al que conocemos como Circo Máximo, y construyó las primeras tribunas. Y trazó los planos e inició los cimientos del edificio más grande concebido en la tierra, el nuevo templo de Júpiter en la colina Capitolina.

Tito se levantó del suelo y se acercó a la ventana, donde los postigos estaban abiertos para que corriese el aire. La casa de los Poticio estaba situada en lo alto del Palatino, de modo que la ventana proporcionaba una vista espléndida sobre el gigantesco proyecto arquitectónico de la vecina colina Capitolina. Rodeado de andamios repletos de artesanos y trabajadores, el nuevo templo había empezado a tomar forma. Se trataba de un diseño etrusco conocido como areóstilo, con un gran frontispicio decorado colocado sobre columnas muy espaciadas y una única entrada grandiosa desde el pórtico adosado. Tito contempló la vista, fascinado.

Su abuelo, buen pedagogo siempre, inició entonces una divagación. – ¿Sabes si la colina se ha conocido siempre como la colina Capitolina?

–No, en la época del rey Rómulo se la conocía como la colina del Asylum, pero ahora la gente ha empezado a llamarla Capitolina, que significa colina de la cabeza. – ¿Y por qué?

–Porque cuando, durante el reinado del primer rey Tarquinio, los trabajadores empezaron a excavar los cimientos del nuevo templo, se encontraron con algo asombroso. Descubrieron la cabeza de un hombre, muy antigua pero tremendamente bien conservada. Los sacerdotes dijeron que era una señal de los dioses, una señal de excelencia que auguraba que Roma se convertiría en la cabeza del mundo. – Tito hizo una mueca-. ¿Cómo pudo suceder eso, abuelo? ¿A quién se le ocurriría enterrar en el Capitolio una cabeza sin cuerpo, y cómo es que se conservó tan bien?

El anciano tosió para aclararse la garganta.

–Hay misterios que ningún hombre puede explicar pero que, no obstante, son ciertos, pues así nos lo dice la tradición. Si dudas de la veracidad de la historia, te aseguro que yo mismo, siendo joven, tuve el privilegio de ver la cabeza poco después de que la encontraran. Las facciones del hombre se veían algo deterioradas, pero se observaba claramente que tenía el cabello rubio con algunas canas, igual que la barba.

–Se parecería a ti, abuelo.

El anciano enarcó una ceja. – ¡Yo aún no me he ido! Y ahora, volvamos a la lista de los reyes. Después del primer Tarquinio…

–Al primer Tarquinio le sucedió Servio Tulio. Había sido esclavo de la casa real, pero alcanzó tal prominencia que, cuando murió Tarquinio, su viuda lo propuso como su sucesor. Reforzó y extendió las fortificaciones hasta que la totalidad de las Siete Colinas quedó cercada por estacas, muros, terraplenes y trincheras. Excavó además la celda subterránea de la cárcel a los pies del Capitolio, lo que conocemos como el Tuliano, donde los enemigos del rey son ejecutados mediante estrangulación. Se dedicó a todos estos proyectos, de modo que las obras del nuevo templo quedaron paralizadas.

–Y después de Servio Tulio vino el actual rey, el hijo de Tarquinio, que se llama también Tarquinio. Nuestro rey es famoso por haber adquirido los Libros Sibilinos, que están llenos de profecías que guían al pueblo en tiempos de crisis. – ¿Y cómo fue eso?

Tito sonrió, pues se trataba de una de sus historias favoritas.

–La sibila vive en una cueva en Cumas, en la costa. El dios Apolo la forzó a escribir centenares de extraños versos en hojas de palma. Cosió luego las hojas de palma hasta obtener nueve rollos, que trajo a Roma y ofreció en venta al rey Tarquinio, diciendo que el hombre capaz de interpretar correctamente sus versos podría predecir el futuro. Tarquinio se sintió tentado, pero le dijo que el precio era demasiado elevado, a lo que ella respondió con un movimiento de mano y tres de los rollos se incendiaron. A continuación le ofreció en venta los seis rollos restantes… ¡por el mismo precio que antes le ofrecía los nueve! Tarquinio se enfadó y se negó de nuevo a la oferta, con lo que la sibila quemó tres rollos más, ofreciéndole de nuevo el mismo precio por los restantes. El rey Tarquinio, pensando en todos los conocimientos que ya había perdido, acabó cediendo. Pagó el precio que ella le había pedido por nueve libros y obtuvo sólo tres. Los Libros Sibilinos son muy sagrados. Deben consultarse sólo en caso de emergencia extrema. Para albergarlos, Tarquinio decidió finalizar el gran templo que su padre había empezado.

Tito miró de nuevo por la ventana. Los trabajos en el templo estaban en marcha desde que nació.

Con las enormes columnas y el gigantesco frontón colocado ya en su lugar, su forma final empezaba a hacerse más evidente a medida que pasaban los meses. Incluso hombres que habían viajado muy lejos de Roma, hasta las grandes ciudades de Grecia y Egipto, decían no haber visto nunca un edificio tan grandioso.

–No me extraña que le llamen Tarquinio el Soberbio -murmuró Tito.

El anciano se puso tenso. – ¿Qué has dicho?

–Tarquinio el Soberbio… he oído que los hombres llaman así al rey. – ¿Qué hombres? ¿Dónde?

Tito se encogió de hombros.

–Desconocidos. Tenderos. Gente que pasa por el Foro o por la calle.

–No los escuches. ¡Y no repitas lo que dicen!

–Pero ¿por qué no? – ¡Tú limítate a hacer lo que yo te digo!

Tito bajó la cabeza. Su abuelo era el Poticio de más edad, el paterfamilias. Su voluntad dentro de la familia era ley, y Tito no podía jamás cuestionarlo.

El anciano suspiró.

–Te lo explicaré, pero sólo una vez. Cuando los hombres utilizan esta palabra para referirse al rey, no lo hacen como un cumplido. Más bien al contrario: se refieren a que es arrogante, terco y vanidoso. De modo que no digas esto en voz alta, ni siquiera a mí. Las palabras pueden ser peligrosas, sobre todo aquéllas pensadas para hacer daño a un rey.

Tito asintió, muy serio, y luego frunció el entrecejo.

–Hay una cosa que no entiendo, abuelo. Dices que la monarquía no es hereditaria, pero el padre del actual rey Tarquinio también fue rey.

–Sí, pero la corona no pasó directamente de padre a hijo.

–Lo sé; en medio estuvo Servio Tulio. Pero ¿no lo mató Tarquinio y así fue como se convirtió en rey?

El anciano soltó aire, pero no respondió. Tito era lo bastante mayor como para aprender la lista de los reyes y sus principales logros, pero no lo suficiente como para aprender sobre las maquinaciones políticas que habían llevado a cada rey al trono y los escándalos que habían salpicado cada reinado. Frente a un joven que todavía no podía comprender la importancia de la discreción, dudaba en hablar mal incluso de reyes que llevaban tiempo muertos y, mucho más, de hablar mal sobre un rey vivo. Sobre Tarquinio y los asesinatos que lo habían llevado hasta el trono, y sobre todos los asesinatos posteriores, había poco que decir que resultara adecuado para los oídos del joven. Ambicioso por convertirse en un rey como su padre, Tarquinio se había casado con una de las hijas del sucesor de su padre, Servio Tulio, pero cuando ella demostró ser más leal a su padre que a Tarquinio, éste decidió que prefería a la otra hermana, más cruel. Cuando falleció la esposa de Tarquinio, así como el esposo de su cuñada, y los dos afligidos viudos contrajeron matrimonio, la palabra «veneno» corrió por toda Roma. En poco tiempo, Tarquinio y su nueva esposa asesinaron al padre de ella, y Tarquinio se declaró rey, eximiéndose de las formalidades de la elección por parte del pueblo y de la confirmación por parte del Senado.

Habiendo llegado al trono por la fuerza, Tarquinio gobernaba con el miedo. Los reyes anteriores habían consultado al Senado en cuestiones importantes y habían requerido su opinión como jurado.

Pero lo único que el Senado le inspiraba a Tarquinio era desprecio. Había reclamado autoridad única para juzgar los casos más importantes, y utilizaba esa autoridad para castigar a inocentes con la muerte o el exilio; confiscaba las propiedades de sus víctimas para subvencionar sus grandiosos planes, incluyendo el nuevo templo. El Senado había crecido hasta contar con trescientos miembros, pero el número de senadores fue disminuyendo a medida que el rey destruía uno tras otro a sus hombres más ricos y destacados. Sus hijos se criaron tan arrogantes como su padre, y corrían rumores de que Tarquinio planeaba nombrar heredero a uno de ellos, aboliendo directamente las antiguas reglas de sucesión no hereditaria y de elección por parte del pueblo.

El anciano suspiró y cambió de tema.

–Ve a buscar tu estilete y tu tablilla de cera. Practicaremos la escritura.

Tito cogió obedientemente los instrumentos de la caja donde éstos se guardaban. La tablilla era un trozo de madera lisa enmarcada sobre el que se había extendido una gruesa capa de cera. El estilete, una varilla de hierro fuerte con una punta afilada, con el grosor adecuado para que la mano de un niño pudiera adaptarse a ella cómodamente. La cera se había utilizado escasas veces y se alisaba de nuevo después de cada lección.

–Escribe el nombre de los siete reyes, en orden -dijo el abuelo.

Los romanos habían aprendido de los etruscos la habilidad de la escritura; los etruscos la habían aprendido de los pueblos de la Magna Grecia (griegos que en generaciones recientes habían colonizado el sur de Italia, llevando con ellos las ventajas de una cultura más avanzada y refinada que la de los italianos nativos). La escritura, en concreto, era una habilidad muy valiosa. Servía para conservar registros y listas, para tener por escrito proclamas reales y leyes, para realizar correcciones y adiciones al calendario, y para enviar mensajes de un lugar a otro. El dominio de la escritura exigía mucha diligencia, y era mejor aprenderla desde pequeño. Como sacerdote heredero de Hércules, como miembro de la clase patricia (descendiente de una de las familias fundadoras de Roma) y con la perspectiva de convertirse algún día en senador como su abuelo, el joven Tito saldría muy beneficiado si aprendía a leer y escribir.

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