Read Roma Online

Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Roma (20 page)

BOOK: Roma
8.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Exigía cartas donde quedaran expresadas todas las intenciones, con promesas explícitas de fidelidad y firmadas de puño y letra. Los dos hijos de Bruto, Tito y Tiberio, firmaron esa carta y la dejaron en manos de un esclavo propiedad de su tío Vitelio.

El esclavo había sido sobornado por Bruto para que lo mantuviera informado sobre la conjura.

Bruto sabía que su cuñado estaba implicado y, como no sentía ningún tipo de afecto hacia Vitelio, estaba decidido a desenmascararlo. Bruto no sabía que sus propios hijos se hallaban también implicados. – ¿Cuántas? – dijo Bruto.

–Veinte cartas -dijo el esclavo-, firmadas por veintiún hombres.

Bruto hizo una mueca. – ¿Hay una de las cartas con dos nombres?

–Sí, cónsul.

Una a una, Bruto cogió las cartas y las leyó, pasándoselas a continuación a Colatino. Algunos de los nombres no representaban ninguna sorpresa para Bruto; otros lo dejaban conmocionado.

Consciente de la gravedad del momento, se mantenía completamente inexpresivo.

El esclavo apartó la vista al entregarle la última carta a Bruto. El cónsul se la quedó mirando tanto rato, manteniendo una rigidez tan poco natural, que Colatino, a la espera de que le pasase la carta, se preguntó si Bruto habría sufrido algún tipo de parálisis. Impacientándose, le arrancó la carta de las manos. Y cuando vio los dos nombres que la firmaban, se quedó sin respiración.

Bruto seguía sin mostrar ningún tipo de reacción. Su voz salió carente de toda emoción.

–Tenemos sus nombres. Tenemos una prueba de su culpabilidad. Sabemos dónde viven todos esos hombres. Enviaremos a los lictores para apresarlos lo más rápidamente posible, para que ninguno pueda alertar a los demás. – ¿Y entonces? – musitó Colatino.

–No hay ninguna necesidad de juicio. El Senado nos ha conferido poderes de urgencia para solventar circunstancias como ésta. Actuaremos con rapidez y seguridad para salvar la República.

Al día siguiente, los ciudadanos fueron convocados en asamblea en el Campo de Marte, donde los cónsules ocuparon sus asientos sobre una tribuna elevada.

Los condenados fueron llevados ante su presencia. Iban completamente desnudos. Eran todos jóvenes y de familias respetables. De lejos, podrían parecer atletas desnudos desfilando ante la multitud congregada en el Circo Máximo, exceptuando el hecho de que los atletas habrían saludado al gentío y aquellos hombres llevaban las manos atadas a sus espaldas.

Todas las miradas estaban clavadas en los hijos de Bruto. Si como mínimo algo habían aprendido de su madre, era a mantener la compostura. Mientras que algunos de los conspiradores maldecían o suplicaban piedad, o lloraban, o se peleaban con los lictores, Tito y Tiberio permanecían erguidos, con la boca cerrada y la mirada fija en el horizonte.

Delante del tribunal se había colocado una hilera de gruesos troncos de árbol. Se ordenó a los prisioneros que se colocaran delante de los troncos, que se arrodillaran a continuación en la arena y que se inclinaran hacia delante hasta que su pecho quedara apoyado en la madera. Pasaron entonces una larga cuerda en torno al cuello de cada hombre, atándolos a todos juntos; los fragmentos de cuerda que quedaban entre cada hombre se anclaron mediante abrazaderas de hierro clavadas en el suelo. De este modo, quedaron los prisioneros controlados y preparados para recibir el castigo.

Primero fueron azotados. Los lictores se lo tornaron con calma. Los hijos de Bruto y su tío Vitelio fueron azotados exactamente igual que los demás. Los latigazos continuaron hasta que la sangre tiñó de rojo la arena. Algunos de los prisioneros se desmayaron. Los refrescaron con agua para reanimarlos.

De haberse tratado de guerreros de otra ciudad hechos prisioneros, de criminales comunes o de esclavos rebeldes, la multitud se habría burlado y reído de ellos; pero la situación hacía que no se oyera prácticamente nada excepto, de vez en cuando, el llanto amortiguado de hombres que escondían su rostro y no podían soportar el espectáculo. La gente, en su mayoría, hacía lo posible para emular a Bruto que, sentado en su trono tan rígido como una estatua, observaba sin encogerse el castigo a los traidores.

Uno a uno, los prisioneros fueron decapitados. Los lictores se repartieron ese deber, pasándose el hacha de hombre a hombre, limpiándola de sangre y de restos antes de volver a utilizarla. Los hijos de Bruto estaban situados en la parte central de la fila, el uno junto al otro. Cuando los lictores se acercaron a Tito, ya habían sido ejecutados diez hombres; sus cabezas permanecían allí donde habían caído, sobre los charcos de sangre que seguía rezumando de los cuellos cortados. Algunos de los hombres del extremo de la fila lloraban; otros, presas de ataques de pánico, luchaban frenéticamente para liberarse de la cuerda. Algunos habían perdido el control del intestino y la vejiga; el hedor a orina y heces se sumaba al de la sangre. Vitelio, que estaba en el último puesto de la fila, gritaba sin cesar. Uno de los lictores, incapaz de aguantar más aquel sonido, lo amordazó con un trapo ensangrentado.

Se pasó el hacha una vez más. El lictor limpió la hoja, la elevó en el aire y la hizo descender sobre el cuello de Tito. Tiberio, que mantenía los ojos fuertemente cerrados, fue decapitado a continuación. Quedaban nueve prisioneros más. Los lictores continuaron con su trabajo.

Observando la escena desde el tribunal, y después de la ejecución de sus hijos, el rostro de Bruto seguía tan imperturbable como antes. Los ciudadanos lo miraban sobrecogidos.

Cuando llegó su turno, Vitelio consiguió deshacerse de la mordaza y empezó a gritar de nuevo.

El hacha se izó y cayó. Los gritos terminaron de repente. El Campo de Marte quedó sumido en el silencio más absoluto.

Colatino se puso en pie. Su porte era rígido; sólo el movimiento repetido de abrir y cerrar los puños dejaba entrever su agitación. A su lado, Bruto se levantó también de la silla. Por un breve instante, se le vio tambalearse. La multitud contuvo la respiración, temerosa de que sus piernas cedieran bajo su peso. Colatino, instintivamente, alargó la mano para sujetar al cónsul del brazo, pero se detuvo justo antes de tocarlo y retiró la mano.

Colatino se dirigió a él en voz baja; estaba ofreciéndose para llevar a cabo la tarea que previamente habían acordado recaería sobre Bruto. Bruto negó con la cabeza, declinando el ofrecimiento. Extendió el brazo derecho. Uno de los lictores colocó un báculo en su mano abierta. – ¡Vindicio, acércate! – gritó Bruto.

El esclavo que había delatado a su amo Vitelio y a los demás conspiradores, se acercó al tribunal.

Bruto lo miró.

–Se te prometió una recompensa por tu papel en el salvamento de la República de sus enemigos, Vindicio. Durante la breve vida de la República, nunca antes un esclavo se había convertido en ciudadano. Tú serás el primero. Por el toque de este báculo, te otorgo los derechos, deberes y privilegios de un hombre libre de Roma.

Vindicio inclinó la cabeza. Bruto le tocó la coronilla con el báculo.

La voz de Bruto, elevada hasta alcanzar el tono de un orador, seguía siendo algo estridente, pero no se rompió.

–Que quede visto que un esclavo puede convertirse en ciudadano por servir a la República. Y que quede visto que no habrá piedad para ningún ciudadano que traicione a la República. Todos los hombres ejecutados aquí hoy eran culpables de traición. Traicionaron a nuestra ciudad y a sus conciudadanos. Algunos eran además culpables de otro crimen: traicionaron a su padre. Para la deslealtad hacia el padre, o hacia la patria, sólo puede haber un castigo, y lo habéis visto hoy aplicado. Lo hemos llevado a cabo en el Campo de Marte, sin que nada nos ocultara de los ojos del cielo. Dejemos que los dioses sean testigos. Que ellos ratifiquen, con la continuidad de sus favores, que lo que hemos hecho ha sido lo correcto.

Bruto descendió del tribunal con la cabeza erguida. Mantenía el paso firme, pero apoyándose sobre el báculo que sujetaba con la mano derecha. Nunca había necesitado apoyarse en una vara para caminar, y nunca más volvería a poder caminar sin ella.

En primera fila del gentío, observando la marcha del cónsul, se encontraban Tito Poticio y Cneo Marcio.

Tito, debido al estatus de su familia, estaba acostumbrado a ocupar los primeros puestos de cualquier tipo de asamblea; aquel día, habría deseado estar en otra parte. Varias veces, especialmente durante las decapitaciones, había sentido debilidad y náuseas, pero, con su abuelo al lado, no se había atrevido a apartar la vista. Su amigo Cneo, que solía situarse en las últimas filas, le había suplicado a Tito que le dejase estar a su lado para tener la mejor visión posible de los acontecimientos. Cuando Tito se había sentido débil, había acariciado con una mano a Fascinus y con la otra, como un niño, había buscado la mano de Cneo. Cneo, aun sintiéndose un poco infantil, le había dado la mano a su amigo sin protestar; al fin y al cabo, le debía a Tito su puesto en primera fila.

Cneo no era aprensivo; la visión de tanta sangre no le mareaba. Tampoco sentía lástima por los prisioneros. Habían corrido un riesgo terrible, conociendo sus posibles consecuencias. De haber tenido éxito, no habrían mostrado más compasión hacia sus víctimas que la que se había mostrado hacia ellos.

Y en cuanto a Bruto, Cneo no sabía muy bien qué pensar. Aquel hombre tenía una voluntad de hierro; si había un mortal que mereciese ser rey, ése era Bruto, y, aun así, no tenía el menor interés en reclamar el trono; su odio hacia la monarquía parecía realmente genuino. Bruto había invertido todas sus esperanzas y sueños en el curioso concepto de la res publica, el estado del pueblo. La res publica se había llevado a sus propios hijos, y le había exigido llevar a cabo personalmente aquel castigo. Incluso un dios que requiriera un sacrificio tan cruel como aquél podría sentirse despreciable… ¡pero Bruto seguía venerando la res publica!

Cneo había sido testigo del nacimiento de un nuevo mundo, un mundo en el que dominaban los patriotas, no los reyes. El mundo había cambiado, pero Cneo no; seguía decidido a ser el primero de entre todos los hombres, a ser estimado por encima de los demás. No sabía cómo iba a conseguirlo en aquel nuevo mundo, pero tenía fe en su destino. El tiempo y los dioses le mostrarían el camino.

504 A. C.
La llegada de Atta Clauso a Roma fue motivo de gran pompa y celebración. Todos los implicados reconocieron que fue un evento trascendental, aunque nadie podía imaginarse el alcance que llegarían a tener sus efectos.

Los primeros cinco años de la nueva República habían estado marcados por muchos contratiempos y retos. Los enemigos internos habían conspirado para devolver el trono al rey. Los enemigos externos habían intentado conquistar la ciudad y someterla. Los ciudadanos estaban agitados y descontentos, y el poder iba cambiando de un bando a otro en una contienda implacable entre distintas voluntades.

Entre los enemigos externos de la ciudad se encontraban las tribus sabinas del sur y del este, que llevaban tiempo unidas contra Roma. Cuando uno de sus líderes, Atta Clauso, empezó a trabajar para lograr la paz entre los sabinos y Roma, los demás señores de la guerra se volvieron contra él y Clauso se encontró inmerso en un peligro inminente. Solicitó urgentemente al Senado permiso para emigrar a Roma, junto con un pequeño ejército de guerreros y sus familias. El Senado debatió el tema y autorizó a los cónsules a negociar con Clauso. Clauso fue bienvenido en Roma a cambio de una sustanciosa contribución al agotado tesoro del Estado y de la inclusión de sus guerreros en las filas romanas. Sus incondicionales recibieron la promesa de unas tierras a orillas del río Anio y Clauso fue admitido dentro de los patricios y recibió un escaño en el Senado.

El día de su llegada, una enorme multitud de simpatizantes se agolpó en el Foro y lo recibió con vítores cuando hizo su entrada en la Vía Sacra en compañía de su familia. A su paso se lanzaron pétalos de flores. Trompas y cuernos entonaron la melodía festiva de una vieja canción sobre Rómulo, su adquisición de las esposas sabinas y sus felices resultados. La procesión llegó al Senado. Mientras su esposa y sus hijos permanecían al pie de la escalinata, Clauso ascendió hasta el pórtico.

Como era habitual, Tito Poticio se encontraba entre las primeras filas del gentío, desde donde podía ver bien al famoso señor de la guerra sabino. Quedó impresionado por su porte distinguido y su majestuosa mata de cabello oscuro con destellos de plata. El abuelo de Tito se encontraba entre los magistrados y senadores que dieron la bienvenida a Clauso en el pórtico y le obsequiaron con una toga senatorial. La túnica sabina que lucía Clauso era una espléndida prenda de color verde con lujosos bordados en oro, pero hizo toda una exhibición de buenas maneras al levantar los brazos y permitir que le envolvieran con la toga y se la sujetaran debidamente. Le sentaba bien y tenía todo el aspecto de haber nacido como un auténtico senador romano.

Siguieron entonces los discursos. La atención de Tito empezó a dispersarse y se se puso a estudiar a los miembros de la familia de Clauso que tan cerca de él tenía. La esposa del nuevo senador era una mujer impactante y los hijos eran los vástagos de un padre y una madre muy guapos. Una de las hijas llamó especialmente la atención de Tito. Era una belleza morena de nariz larga, labios sensuales y brillantes ojos verdes. Tito no podía apartar la vista de ella. La chica se dio cuenta y le devolvió la mirada, contemplándolo durante un largo momento antes de sonreírle y apartar la vista; en el pórtico, el padre de ella había empezado a hablar. El corazón de Tito dio un vuelco como no lo había dado desde que vio por vez primera a la desgraciada Lucrecia.

Clauso hablaba en latín con un agradable acento sabino. Expresó su agradecimiento al Senado de Roma sin hacer mención alguna al pueblo, se percató Tito y prometió continuar con sus esfuerzos para convencer a los demás líderes sabinos de que era necesario llegar a un acuerdo de paz con Roma.

–Pero si no es posible pacificarlos en la cámara del consejo, tendrán que ser aplastados en el campo de batalla, y yo tomaré parte de esa empresa. Los guerreros sabinos que he traído conmigo son ahora orgullosos guerreros romanos, igual que yo soy ahora un orgulloso senador romano. De hecho, vistiéndome con esta toga dejo de lado mi nombre sabino. Esta mañana me desperté como Atta Clauso, pero a partir de este momento me declaro Apio Claudio. ¡Creo que este nombre me sienta bien, del mismo modo que la toga me sienta bien! – Sonrió y se volvió lentamente para exhibir su nuevo atuendo, despertando los aplausos y las risas amistosas. La multitud le amaba.

Tito sintió igualmente una oleada de amor y también de esperanza, pues acababa de conocer el nombre del objeto de su deseo. La hija de cualquier hombre que se llamara Claudio llevaría el nombre de Claudia.

«Claudia!», pensó. «¡Estoy enamorado de la chica más bonita del mundo y se llama Claudia!».

–Según Apio Claudio, dejará que sea la chica quien tome la decisión. ¡Ese hombre es un personaje extraño!

–Sí, abuelo -dijo Tito, asintiendo nervioso-. ¿Y? – ¿Y qué? – ¿Cuál ha sido su decisión?

–Por Hércules, jovencito, no tengo ni idea. He pasado toda la visita hablando con su padre. Ni siquiera he visto a la chica. Si se parece en algo a tu abuela, no tomará ninguna decisión en el acto. ¡Dale tiempo para que lo reflexione!

En los días siguientes a su llegada a Roma, Apio Claudio y su familia habían sido invitados a las casas de todas las familias más importantes. Entre los primeros anfitriones estuvieron los Poticio, pues Tito había animado a su abuelo a invitarlos a cenar lo antes posible. Tito había aprovechado la oportunidad para conocer a Claudia y había conseguido hablar con ella en privado durante unos instantes. Había resultado ser más fascinante aún de lo que él se imaginaba; su voz sonaba a música, y las palabras que murmuró lo arrastraron hacia un reino mágico. Claudio, a quien los romanos empezaban a considerar un poco excéntrico a medida que lo conocían, se había ocupado tanto de la educación de sus hijas como de la de sus hijos. Claudia sabía leer y escribir, y cuando Tito le mencionó su interés por la arquitectura, ella le habló de lo mucho que le había impresionado el gran Templo de Júpiter en la cumbre del Capitolio.

–Imagínatelo, abuelo -había dicho Tito después-. ¡Una mujer que sabe leer y escribir! Una mujer así sería una compañera muy útil para su esposo. – ¡O una amenaza, a buen seguro! ¿Una esposa capaz de leer los documentos privados de su esposo? ¡Una idea terrible! ¿Pero qué dices, Tito? ¿Quieres a esta chica como esposa?

Y así había empezado el cortejo de Tito con Claudia. Le fue permitido visitarla unas cuantas ocasiones más, siempre con la doncella de Claudia a modo de carabina. Él salía cada vez más encantado de sus breves visitas. Las negociaciones de matrimonio fueron llevadas a cabo por los paterfamilias de ambas casas; el abuelo de Tito enviaba peticiones a Apio Claudio, quien respondía siempre de forma positiva. Un vínculo matrimonial sería ventajoso para ambas familias. Claudio era inmensamente rico; su hija aportaría una dote considerable, y los Poticio necesitaban una inyección de riqueza. Ellos, a su vez, eran una de las familias más antiguas y distinguidas de Roma; una unión matrimonial con un Poticio garantizaría a los Claudio legitimidad instantánea entre los patricios de la ciudad.

Las negociaciones matrimoniales marcharon muy bien hasta el día en que el abuelo de Tito volvió a casa con noticias inquietantes. Tito no era el único pretendiente interesado en la joven Claudia. – ¿Quién más? – quiso saber Tito-. Quienquiera que sea, le… le… -No estaba seguro de lo que le haría, pero sintió una oleada de agresividad como nunca había experimentado.

–Se trata de tu amigo Publio Pinario -dijo su abuelo-. ¡Te lo imaginas! Al parecer, Publio vio a la chica aquel primer día delante del Senado, igual que tú, y los Pinario invitaron a cenar a los Claudio justo el día después de que nosotros lo hiciéramos. Publio ha estado cortejando a la chica desde entonces, con la misma asiduidad que tú. Esto coloca a Apio Claudio en una situación un poco complicada. Dice, y yo no puedo negarlo, que hay muy poco que distinga a los Poticio de los Pinario en cuanto a ventajas para su familia. Nuestros linajes son igual de antiguos, se han visto igualmente distinguidos a lo largo de la historia de la ciudad. – ¡Exceptuando que los Pinario llegaron tarde al Banquete de Hércules!

Su abuelo se echó a reír.

–Sí, está eso, pero no creo que una metedura de pata cometida hace varios centenares de años sea suficiente para inclinar la balanza a nuestro favor. Con todo igual entre Publio y tú, Claudio dice que dejará que sea la chica quien tome personalmente la decisión. – ¿Cuándo decidirá?

–Mi querido chico, como ya te he dicho, no tengo ni idea. Tampoco le he dado una fecha límite a su padre.

–A lo mejor deberías haberlo hecho. ¡No creo que pueda soportar la espera! Esto es peor que la primera vez que entré en batalla. Al menos entonces tenía la sensación de que todo dependía de mí, tanto si lo hacía bien como si no. Pero esto es terrible; he hecho todo lo que he podido y ahora sólo me queda esperar. ¡Estoy totalmente a su merced!

Tito empezó a deambular de un lado a otro. En el patio central de la casa había un pequeño jardín. En cada esquina del mismo, rosales. Tito caminó a grandes zancadas de una esquina a otra, sin percatarse ni de las flores ni de su aroma. Su abuelo agitó la cabeza y sonrió, recordando, vagamente, la sensación de deseo apasionado de un joven aun soltero.

–Poniéndote nervioso no conseguirás nada -dijo-. A lo mejor deberías…

Llegó entonces un esclavo anunciando una visita.

El anciano levantó una ceja.

–Aquí podríamos tener nuestra respuesta. Claudio dijo que enviaría un mensajero tan pronto como la chica tomara su decisión.

–No se trata de un mensajero -dijo el esclavo-. Se trata de la joven señora que ya nos ha visitado otras veces. – ¿Claudia? – Tito, de pronto casi sin aliento, pasó corriendo junto al esclavo. Un corto pasillo conducía hasta el vestíbulo de la parte delantera de la casa. Desde la claraboya abierta en el techo, un rayo del brillante sol de mediodía iluminaba el impluvium, el pequeño estanque donde se recogía el agua de lluvia. Los destellos de luz reflejados danzaban sobre Claudia y su carabina. – ¡Has venido! – dijo Tito, pasando junto a la doncella y atreviéndose a coger la mano de la chica entre las suyas.

Claudia bajó la vista.

–Sí. Tenía que comunicar mi pesar a…

El corazón de Tito le dio un vuelco. – … a Publio Pinario. El mensajero de mi padre debe de estar llamando a su puerta en estos momentos. Pero he querido venir personalmente aquí, para poder decírtelo: ¡Sí! Seré tu esposa, Tito Poticio.

Tito echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír, la cogió entonces entre sus brazos. La doncella volvió discretamente la cabeza, pero el abuelo de Tito, entre las sombras, observó el primer beso de la joven pareja con la sonrisa de satisfacción que le producía que sus negociaciones hubieran llegado a buen término. Lo único que esperaba era que el joven Publio Pinario no se tomase muy mal su rechazo.

Las ceremonias de matrimonio de la mayoría de los romanos eran sencillos asuntos familiares, sin acompañamiento de ritos religiosos. Muchas parejas contraían matrimonio sin ningún tipo de ceremonia; para que su unión fuese reconocida, solamente era necesario que un hombre y una mujer declararan que estaban casados y viviendo juntos.

El matrimonio de dos patricios era otro cantar.

En primer lugar, el padre de Tito buscó los auspicios que determinaran un día favorable para la ceremonia. Se excluyeron de inmediato diversos días del calendario con ritos religiosos que entraban en conflicto con los rituales señalados que la novia debía llevar a cabo en su nueva casa.

Del mismo modo, y por una larga tradición, se creía que los meses de februarius y maius no eran propicios. El abuelo de Tito colocó sobre el Ara Máxima un pergamino donde había escrito cinco posibles fechas. Fue colocando una piedra sobre cada una de ellas, observó el vuelo de las aves en el cielo en busca de señales que indicaran el favor del cielo y determinó el día más propicio para la ceremonia.

Era la primera boda romana en la familia de Apio Claudio y el hombre estaba decidido a observar todas las tradiciones locales. Cuando preguntó sobre los orígenes de cada costumbre, los romanos pudieron explicar algunos pero no otros, que venían llevándose a cabo desde tiempo inmemoriales.

El día señalado, a la puesta del sol, el cortejo nupcial salió de casa de Apio Claudio. La procesión estaba encabezada por el más joven de la casa, el hermano menor de Claudia, que portaba una antorcha de pino encendida en el hogar de la familia; cuando llegaran a la casa de Tito Poticio su llama se sumaría a la del hogar del novio.

Siguiendo al portador de la antorcha iba una virgen vestal, vestida con los ropajes de lino típicos de su orden, con una estrecha diadema de lana roja y blanca trenzada adornando su corto cabello.

Portaba un pastel hecho con cereales consagrados y rociado con sal sagrada; la pareja comería un poco de pastel durante la ceremonia y, después, el resto se repartiría entre los invitados.

A continuación iba la novia. El velo de Claudia era de color amarillo pálido, igual que su calzado. Su túnica larga y blanca iba ceñida a la cintura con un fajín morado atado a la espalda mediante una lazada especial conocida como el «nudo de Hércules»; más tarde, sería el privilegio, y el reto, del novio, deshacer aquel nudo. Llevaba en las manos utensilios de costura, una rueca y un huso con lana. Flanqueándola, haciendo alarde de sujetarla por los brazos, iban dos primos de la novia, chiquillos de una edad similar a la del portador de la antorcha. Al principio, los escoltas se tomaron muy en serio sus deberes y salieron de la casa con expresión grave, pero cuando el portador de la antorcha tropezó, estallaron en risitas tan contagiosas que incluso la virgen vestal se echó a reír.

Siguiendo a la novia iban el padre y la madre y el resto del cortejo nupcial, cantando una canción romana de boda muy antigua, titulada Talasio. Los Claudio, de origen extranjero, tuvieron que aprenderse la canción de arriba abajo, una letra perfectamente apropiada para las circunstancias.

BOOK: Roma
8.83Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Ruled by Caragh M. O'Brien
Ice Shear by M. P. Cooley
Pampered to Death by Laura Levine
The Lakeside Conspiracy by Gregg Stutts
Blaze of Silver by K. M. Grant
Mary Queen of Scots by Retha Warnicke
This is a Love Story by Thompson, Jessica