Roma (50 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

BOOK: Roma
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Quinto se encogió de hombros.

–Escipión dice que en la vida hay más cosas además de la guerra y la política. Él y Kaeso tienen intereses comunes. A los dos les encantan los libros y la poesía.

–Incluso así…

Una mano en el hombro reclamó entonces la atención de Kaeso.

–Me parece que esta noche has bebido demasiado vino -dijo Escipión-. Se te ve sofocado.

De pronto, Kaeso buscó en el interior de su túnica y extrajo un pedazo de pergamino fuertemente enrollado. Se lo entregó a Escipión. – ¿Qué es esto?

–Un regalo de despedida -dijo Kaeso-. No, no lo desenrolles ahora. Léelo después. – ¿Qué es?

–Le encargué un poema a Ennio. Sé que es tu favorito. – ¿Escrito especialmente para la ocasión? ¿Por qué no lo leíste en voz alta durante la cena?

Podría haberle añadido algo de brillo a la velada.

Kaeso se puso aún más colorado. El poema no era algo que quisiese compartir ante la mirada ceñuda de Máximo.

–Ennio es un hombre de batalla, como tú. El poema es una llamada a las armas. Impresionante, te lo aseguro. Nadie lo hace mejor que Ennio.

–Un día de éstos se hará tan famoso como Homero, recuerda lo que te digo -dijo Escipión.

Kaeso se encogió de hombros.

–Quizá demasiado grandilocuente para mi gusto, pero sé lo mucho que te gusta su poesía. Léelo antes de la batalla, para intensificar tu coraje. O después de la batalla, para festejar el resultado.

–Suponiendo que sobreviva a la batalla -dijo Escipión.

Kaeso sintió un escalofrío.

–No digas eso, Escipión.

–En los días venideros, sea cual sea el resultado de la batalla, morirán grandes hombres. Yo podría ser uno de ellos. – ¡No! Los dioses te protegerán.

Escipión sonrió.

–Gracias por tu bendición, Kaeso. Y gracias por el poema.

Después de salir de la casa de Máximo, Escipión y Quinto marcharon en una dirección y Kaeso en otra.

La noche de verano era cálida. Había luna llena. Kaeso observó abatido su sombra, una figura tullida caminando por las calles silenciosas y oscuras del Palatino. La animosidad de Máximo y la mención a la muerte de Escipión lo habían dejado en un estado melancólico y ansioso, pero conocía un lugar donde podría respirar libremente y relajarse, aun a esas horas de la noche.

Kaeso llegó a los pies del Palatino y atravesó el Foro. Dejando atrás el barrio de templos y espacios públicos, se adentró en una parte mucho más humilde de la ciudad. Las estrechas y serpenteantes calles del barrio de la Suburra ofrecían distracciones de todo tipo, sobre todo al caer la noche. Y en esta última, antes de su partida a la guerra, los soldados atiborraban las tabernas, los locales de juego y los burdeles. En las proximidades se oían los ecos de una reyerta y de otro lugar llegaban voces de borrachos entonando una vieja marcha militar. La zona apestaba a vino, orines y vómitos. Se abrieron entonces los postigos de una ventana de un piso alto. La luz de la luna reveló la figura de una prostituta sonriente vestida con una exigua túnica. Miró a Kaeso y lo llamó descaradamente con señas. Kaeso fijó la vista al frente y aceleró el paso.

Encontró el callejón que andaba buscando. El húmedo y malsano pasaje era tan estrecho que podía tocar ambas paredes extendiendo los brazos. En los muros no había antorchas y la luz de la luna no conseguía penetrar en aquel ambiente tan lóbrego; el camino estaba muy oscuro. Kaeso llegó a su destino. Llamó a la tosca puerta.

Se abrió una mirilla. Un ojo lo observó. Kaeso pronunció su nombre. La esclava abrió la puerta enseguida.

Kaeso entró en una concurrida estancia donde el ambiente era muy distinto al estilo formal y patricio que reinaba en la casa de Máximo. En una esquina, un músico tocaba la flauta, pero la animada melodía apenas se dejaba oír por encima del barullo de las conversaciones. Una gran variedad de gente de todas las edades, algunos ricamente vestidos, otros con andrajosas túnicas, estaban sentados en sillas o sobre las alfombras del suelo; había incluso algunas mujeres.

Todos tenían una copa en la mano. El anfitrión, un hombre corpulento y con barba que rondaría la treintena, estaba a punto de servir el vino de una jarra de barro con el asa rota. Tito Marcio Plauto levantó un momento la vista, vio a Kaeso, le regaló una amplia sonrisa y se acercó a él, derramando vino sobre uno de sus invitados, un joven de aspecto frágil que se retorció de la risa.

Plauto encontró una copa limpia, se la puso a Kaeso en la mano y le sirvió vino. – ¡Aquí tienes, jefe! Medicina para tu melancolía. – ¿Qué te hace pensar que estoy melancólico?

–Esa mueca que llevas en la cara. Pero enseguida nos libraremos de ella, jefe. – Plauto dio golpecitos en la espalda de Kaeso con una familiaridad paternal.

–No me llames así, estúpido sibarita. – ¡Eres mi jefe! Yo soy dramaturgo y tú posees una parte sustancial de la compañía de teatro.

Eso te convierte en mi jefe, ¿no? Y en el jefe de todos los que están aquí. De los actores, claro está.

No de sus admiradores.

Kaeso observó la habitación. Pese a que la presentación de obras teatrales estaba patrocinada por el Estado, pues formaba parte de diversos festivales religiosos, la de actor no era una profesión para ciudadanos respetables. Los actores de Plauto eran en su mayoría esclavos o antiguos esclavos de diversas nacionalidades. Los que representaban los papeles de héroe, o las chicas, solían ser jóvenes y atractivos. Todos eran extravertidos; en aquella habitación no había tímidos.

Uno de los actores, un hispano de tez morena, se levantó del suelo de un brinco y empezó a hacer juegos malabares con una copa, un broche de cobre y una pequeña lámpara de arcilla. Los espectadores abandonaron por un momento sus copas y empezaron a aplaudir siguiendo el ritmo de la música de la flauta. Pero el malabarista no estaba lo bastante sobrio como para mantener los objetos en el aire. De modo que montó todo un espectáculo tambaleándose y poniendo en peligro a los que estaban más cerca de él. Sus compañeros reían a carcajadas cada vez que estaba a punto de perder alguno de los objetos voladores.

Contemplando esta escandalosa payasada, Kaeso respiró hondo y empezó poco a poco a relajarse. ¡Allí se sentía mucho más en casa que con Máximo! La mirada de Kaeso fue a parar sobre uno de los actores más jóvenes, un recién llegado de facciones definidas y cabello rubio y largo. El joven le recordaba un poco a Escipión.

–No te culpo por mirar al chico griego -le dijo Plauto al oído-, pero a quien tenemos que impresionar esta noche es al tipo que está sentado allí, con esa toga que tiene pinta de ser carísima. – ¿Quién es?

–Nada menos que Tiberio Graco, descendiente de una familia plebeya muy rica. Ha sido elegido edil curul, de modo que será el responsable de los Juegos Romanos anuales del próximo septiembre. Junto con la procesión religiosa, el Banquete de Júpiter, las carreras de caballos y las peleas de púgiles, habrá por supuesto un día de comedias para entretener a las masas. Como Graco paga la factura, y ya que es aficionado al teatro, ha puesto todo su interés en elegir personalmente el programa. – ¿Le has pasado algún guión para su aprobación?

–Por supuesto… una comedieta que he titulado El soldado fanfarrón. Una adaptación de un original de griego, siguiendo la moda, pero creo que he conseguido darle a la obra un giro decididamente romano. Graco ha venido a devolverme el guión y a ofrecerme sus comentarios. – ¿Y? – ¡Le encanta! Me ha dicho que se cayó del triclinio de tanto reír. Ve el bufonesco mujeriego que da título a la obra como una sátira de nuestro belicoso cónsul Varrón; dice que la comedia es a la vez oportuna y graciosísima. Lo cual es bueno, ya que para esta producción estoy pidiendo unos honorarios más elevados de lo que jamás me había atrevido a pedir.

–Tu trabajo lo vale, Plauto. Tienes mejores actores que cualquier compañía de la ciudad y escribes los diálogos más ingeniosos que cualquier dramaturgo vivo. Lo que Ennio es a la poesía, lo eres tú a la comedia.

Plauto levantó los ojos al cielo.

–Y pensar que me crié como un pobre campesino en Umbría. Cuando llegué a Roma tuve que ganarme la vida como panadero, creía que nunca me quitaría la harina del pelo. Pasé años sin ser más que otro aspirante a actor, soñador, y con un gracioso nombre escénico… sí, me llamaron Plauto por mis pies planos, un nombre que a cualquiera le costaría olvidar. Pero la rueda de la Fortuna da vueltas y más vueltas y Plauto el payaso se ha convertido en el mejor dramaturgo de la ciudad. Jefe, haces que me sonroje. – ¡No me llames así!

Los distrajo entonces un repentino ruido. Al malabarista se le habían caído todos los objetos a la vez. La lamparita se hizo añicos contra una pared. La copa rebotó en el suelo. El broche de cobre había ido a parar directamente contra la frente de un actor. El hombre se puso en pie y arremetió contra el malabarista, levantando los puños. El flautista empezó a tocar una melodía estridente, como si pretendiese animarlos. Plauto corrió enseguida a separarlos.

Kaeso oyó una risita a sus espaldas. – ¡Lo veía venir! Me he apartado justo a tiempo. Eres Kaeso Fabio Dorso, me parece.

Kaeso se volvió.

–Sí. Y tú eres Tiberio Graco.

–Efectivamente. – Resultaba difícil calcular la edad de aquel hombre. Su cabello empezaba a cubrirse de canas por las sienes pero su rostro, bronceado por el sol, no mostraba apenas arrugas.

Tenía la mandíbula fuerte y los pómulos muy marcados, pero la dureza de sus facciones quedaba atenuada por la maliciosa chispa de diversión de sus ojos grises. Si estaba bebido, no lo demostraba.

Se comportaba con una elegancia y dignidad que parecían completamente naturales.

Kaeso y Graco conversaron. Graco fue quien más habló, básicamente sobre los retos que suponía montar los Juegos Romanos y el estupendo trabajo que Plauto había hecho con El soldado fanfarrón. Graco tenía una memoria notable. Repitió de carrerilla largos fragmentos del diálogo y su cara impasible hizo morirse de risa a Kaeso. No hubo ningún comentario sobre Aníbal, ni sobre obligaciones ni muertes. Temas tan serios como aquéllos quedaban fuera de lugar en casa de Plauto.

Pasado un rato, la mirada de Kaeso fue a parar al joven recién llegado de cuya presencia se había percatado antes. El griego le devolvió la sonrisa.

–Me parece que se llama Hilarión -dijo Graco, siguiendo la mirada de Kaeso. – ¿Sí?

–Sí. Hilarión significa «alegre» en griego. El nombre le encaja. ¿Por qué no pruebas suerte esta noche con el chico, antes de que se lo quede otro?

–No sé muy bien a qué te refieres -dijo Kaeso.

Graco sonrió astutamente.

–Divertirse con jóvenes rubitos no era el tipo de cosas que aprobaban nuestros serios antepasados, aunque sospecho que también harían de las suyas en este sentido, se hablara de ello o no. Aunque me atrevería a decir que tu adusto primo Máximo ni siquiera lo aprueba hoy en día.

Pero vivimos en una nueva época, Kaeso. Vivimos en un mundo mucho más grande que el de nuestros antepasados… un mundo más grande que el que pueden ver los ojos de hombres como Máximo. Los espartanos, famosos por ser grandes guerreros, creen que no hay nada más varonil que el amor entre dos soldados; en su noche de bodas, una mujer espartana tiene que cortarse el pelo y vestirse con una túnica de mancebo para incitar el deseo del novio. Los atenienses sitúen el amor entre un anciano y un joven en el centro de su filosofía. Los generales cartagineses hacen el amor con sus jóvenes oficiales antes de permitirles casarse con sus hijas. Júpiter tuvo a su Ganímedes, Hércules a su Hylas, Aquiles a su Patroclo, Alejandro a su Hefestión… o a lo mejor era al revés, pues Alejandro era el más joven. La naturaleza nos da apetitos; los apetitos tienen que saciarse. Si tu mirada se posa en un esclavo griego atractivo y disponible, ¿por qué no hacer nada al respecto?

Siempre y cuando mantengas tu rol dominante, por supuesto. El hombre romano siempre debe dominar.

Kaeso movió afirmativamente la cabeza. Notaba que el vino calentaba sus venas. Contempló al joven griego de largo cabello y se permitió sentir deseo, pero en su corazón a quien anhelaba era a Escipión.

El mes de sextilis trajo el bochorno a Roma. Todo el mundo se quejaba del calor; la gente estaba apática e irascible. Sobre la ciudad se había cernido una calima pegajosa y, junto con ella, una atmósfera de tensión y malos augurios.

El Foro se llenaba a diario de gente en busca de noticias de la guerra, y las noticias siempre eran las mismas: los cónsules romanos y Aníbal avanzaban en paralelo por toda Italia y cada uno de ellos maniobraba para iniciar la batalla en el lugar más oportuno. Era sólo cuestión de tiempo; la ansiada confrontación tendría lugar en cualquier momento.

El día en que llegó la terrible noticia, Kaeso caminaba con su característica cojera por el Foro, silbando felizmente una canción después de una placentera velada en casa de Plauto.

Cerca del templo de Vesta, se cruzó en su camino una mujer que lloraba. Después tropezó con dos ancianos senadores con su toga característica. Al principio pensó que discutían, pues uno de ellos le gritaba al otro: -¿Todos? – decía el hombre-. ¿Cómo es posible? ¡No te creo!

–Pues no lo hagas -decía el otro-. La noticia no es oficial. ¡No hay noticia oficial, pues no han sobrevivido soldados que puedan comunicarla a Roma! – ¡No puede ser verdad! ¡No puede serlo, así de simple! Kaeso sintió un cosquilleo en la nuca. – ¿Qué noticia?

Los senadores lo miraron con rostros desvaídos. – ¡Un amargo desastre! – dijo el más callado-. Varrón y Paulo se encontraron con Aníbal en un lugar llamado Cannas, cerca de la costa del Adriático. Los romanos se vieron rodeados. Todo el ejército fue aniquilado. Se desconoce el destino que ha corrido Varrón, pero Paulo ha muerto, junto con la mayoría de los integrantes del Senado. – ¿Cómo lo sabes?

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