Read Roma Online

Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Roma (51 page)

BOOK: Roma
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–Esta mañana han conseguido llegar al Foro algunos supervivientes. Todos cuentan la misma historia. ¡Una masacre total! El mayor ejército jamás reunido… ¡aniquilado! El peor día de la historia de Roma, ni siquiera la caída de la ciudad en manos de los galos puede compararse a esto.

Y no hay nada que impida a Aníbal hacer lo que hicieron los galos, entrar en la ciudad y dejarla en nada. Nadie se interpone en su camino. ¡Ya no queda ejército romano!

–No puede ser tan terrible -dijo Kaeso, sacudiendo la cabeza.

Pero lo fue.

La victoria de Aníbal en Cannas fue abrumadora. El segundo día del mes de sextilis fallecieron más de setenta mil romanos y diez mil fueron hechos prisioneros. Escaparon sólo tres mil quinientos hombres, y muchos de ellos heridos. La magnitud de la pérdida era muy superior a cualquier otra desgracia que hubieran sufrido los romanos.

Máximo se hizo cargo de la situación cuando el pánico amenazaba con aplastar la ciudad. La sabiduría de su tan desdeñada política había quedado clara a todo el mundo y la mano firme con la que asumió el control de la ciudad impresionó a los romanos. Los miembros del Senado que quedaban, una asamblea de hombres canosos y desdentados, le otorgaron poderes extraordinarios.

Nadie se opuso al nombramiento, aunque sólo fuera porque no quedaba nadie que pudiera hacerlo.

Prácticamente todo miembro sano del Senado había muerto en Cannas o estaba en el extranjero luchando contra los cartagineses. En la ciudad no quedaba ningún hombre con la experiencia y la categoría de Máximo.

Básicamente por la misma razón, porque era uno de los pocos magistrados que quedaban, el edil curul Tiberio Graco fue nombrado jefe de caballería, la mano derecha del dictador.

En primer lugar, Máximo envió jinetes en busca de los supervivientes que pudieran haberse dispersado, esperando que hubiesen escapado vivos de la batalla más de los que se había creído en un principio. Cuando los jinetes regresaron a casa con un puñado de hombres, no hicieron más que confirmar la triste noticia.

Para crear un nuevo ejército, Máximo decretó el reclutamiento de jóvenes menores de edad.

Viendo que la cifra seguía siendo insuficiente, declaró hábiles para el servicio militar a los esclavos.

Se alistaron y armaron ocho mil esclavos. Era una decisión sin precedentes, pero nadie pudo sugerir una solución mejor.

Kaeso respondió ansioso a la llamada a las armas, pero sufrió un ataque de epilepsia ante el oficial de reclutamiento, en pleno Campo de Marte. Fue llevado a casa inconsciente y Máximo en persona, que no quería volver a sufrir situaciones incómodas por culpa de un miembro de la familia, le prohibió presentarse de nuevo.

Entre la histeria general, dos vestales, Opimia y Floronia, fueron acusadas de romper sus votos.

La noticia provocó disturbios. Una muchedumbre congregada en el exterior de la casa de las vestales acusó a las transgresoras de llevar la ruina a la ciudad. Ambas vestales fueron rápidamente juzgadas y halladas culpables. Opimia se suicidó. Floronia fue enterrada viva cerca de la puerta Colina, ante los ojos de la multitud. Los hombres juzgados culpables de profanarlas fueron apaleados hasta la muerte por el pontífice máximo.

Cada día se confirmaba la muerte de más de mil hombres. Un gran número de mujeres, congregadas en el Foro para recibir la noticia, reaccionaban con un dolor incontrolable. Se rasgaban la ropa, se arrancaban el pelo y se derrumbaban en el suelo llorando. Su frenesí se extendió por toda la ciudad. Los lamentos se oían en las calles durante toda la noche. Roma era una ciudad al borde de la locura.

Finalmente, Máximo declaró que aquellas exhibiciones extremas de emoción ofendían la decencia religiosa; los alaridos de llanto alejarían a los dioses de la ciudad. Ordenó que todas las mujeres fueran encerradas en sus casas e impuso la regla del silencio. Se decretó que el periodo de duelo por los fallecidos en Cannas quedaba limitado a treinta días. Después de eso, la ciudad continuaría su ritmo de vida normal. – ¡El espectáculo debe continuar! – declaró Plauto, alzando la voz por encima del ruido de los golpes de martillo.

–Como tú digas -murmuró Kaeso.

–Es lo que dice tu primo, el dictador Máximo. Y lo que cree conveniente nuestro amigo Tiberio Graco, quien me garantiza que los Juegos Romanos se llevarán a cabo según lo planeado. Yo, como todo el mundo, a la vista de la crisis, había asumido que se cancelarían las representaciones. ¿Crees que hay alguien con humor para asistir a un día entero de comedias? Pero el dictador cree que seguir con el calendario establecido tranquilizará al público. Estoy esperando que Aníbal no aparezca justo cuando representemos la primera escena de El soldado fanfarrón.

Un carpintero, arriba, dejó caer un martillo. Pasó rozando la cabeza de Plauto y no le dio de puro milagro. – ¡Idiota! – gritó Plauto-. Esto es lo que me pasa por contratar mano de obra libre en lugar de alquilar esclavos. La verdad es que quedarse debajo de este andamio quizá no sea muy buena idea.

Estaban en el Circo Máximo, donde, con motivo de los Juegos Romanos, se estaba construyendo un escenario temporal en la gran curva situada en un extremo de la pista de carreras. Las graderías harían las veces de asientos para el público y la gente más humilde se colocaría en el semicírculo abierto delante del escenario. El escenario en sí, una plataforma de madera elevada con una pared decorada a modo de telón de fondo, se construía rápidamente y con la misma rapidez desaparecería; después de un único día de representaciones, sería desmantelado durante la noche para dejar despejada la pista donde tendrían lugar las competiciones deportivas del día siguiente. En consecuencia, la calidad de los trabajos de artesanía no eran superiores a lo que tenían que ser. Las columnas decoradas y las esculturas en relieve del telón de fondo estaban hechas de madera, yeso, tela y pintura, chillonas y de mal gusto vistas de cerca, pero lo suficientemente convincentes de lejos. – ¿No tienen los griegos teatros permanentes construidos en piedra? – preguntó Kaeso.

–Sí, a veces los construyen en las laderas de las colinas, y tienen una acústica tan notable que los actores apenas necesitan alzar la voz para hacerse oír desde la última fila. Pero los griegos son un pueblo en decadencia y amante del placer, exageradamente sensual; los romanos, no. De modo que, aunque nos gustan las buenas comedias, una obra se disfruta sólo dentro del contexto de un festival religioso, y el escenario y toda la parafernalia que lo acompaña debe desaparecer una vez el festival haya terminado. Es una política estúpida, pero sirve para que estos carpinteros mediocres tengan trabajo. Te veo preocupado, jefe.

–Estoy preocupado por mis amigos. Aún no se sabe nada del primo Quinto… ni de Escipión…

–Kaeso frunció el ceño.

–La falta de noticias es una buena noticia.

–Me imagino.

–Y la mejor noticia es que no hay noticias de que Aníbal esté acercándose a Roma. Me pregunto qué será lo que se lo impide.

–Máximo dio un discurso el otro día. Dijo: «La mano de Júpiter ha frenado al monstruo cartaginés».

Plauto arrugó la nariz. – ¿Sabes si últimamente le escribe Ennio los discursos? Estas tonterías religiosas entusiasman a las masas. Las tranquilizan, igual que poner en marcha un festival cuando el final de la guerra podría estar cerca. – Sacudió la cabeza-. La verdad es que me pregunto si Aníbal no será un poco como uno de sus elefantes: enorme y destructivo, pero al final, un estúpido.

–Tiberio Graco cree que Aníbal, en lugar de dirigirse directamente a Roma, tal vez pretenda derrotar primero a nuestros enemigos y sitiar a nuestros aliados, para de este modo asegurarse toda Italia y dejarnos indefensos e incapaces de detenerlo. – ¿Y por qué tendría que perder tiempo conquistando cada miembro, uno a uno, cuando podría cortar ya la cabeza? Pero aun así, pasan los días y Aníbal no llega.

–Ni tampoco Escipión -murmuró Kaeso.

–Mira, ahí viene Tiberio Graco… y no se le ve muy feliz.

De hecho, Graco estaba muy serio. Sin el brillo malicioso de sus ojos, su rostro ofrecía el aspecto severo del jefe de caballería en las horas más oscuras de Roma. – ¿Malas noticias? – dijo Plauto.

–Malas noticias y peores noticias -dijo Graco.

Plauto suspiró.

–En este caso, prefiero oír primero las malas noticias.

–Después de una discusión muy larga y muy desagradable, el dictador y yo hemos decidido que El soldado fanfarrón no es una obra adecuada para ser representada en los Juegos Romanos. – ¿Qué? ¡No! – Plauto estaba indignado-. ¿Se han cancelado entonces las comedias?

–No, las representaciones siguen en pie, pero El soldado fanfarrón no estará entre ellas. – ¿La excluyes? Tenemos un contrato, Graco. Lo firmaste como edil curul. – ¡Piensa un poco, Plauto! La comedia se burla de un militar mujeriego y bravucón. ¿Quién se va a reír de eso después de lo sucedido en Cannas?

–Tú la encontraste divertida. ¡Creías que se trataba de Varrón! – ¡Que casi sale de ésta sin vida! La gente se ha quedado pasmada ante la derrota de Varrón, sus errores de cálculo han dejado a todo el mundo asombrado, el pueblo está furioso… pero no quiere que nadie se burle de él, sobre todo después de la muerte de setenta mil hombres.

Plauto se rascó la nariz.

–Este martilleo incesante empieza a producirme dolor de cabeza. Sí, ya te entiendo. ¿Qué haremos entonces?

–La sustituirás por otra obra. – ¿En el último momento? ¡Imposible!

–Debes de tener alguna cosa. ¡Piensa!

–Bueno… hay un guión en el que estoy trabajando. No es ni mucho menos tan divertido como El soldado fanfarrón. Se titula El cofre, una farsa desenfadada sobre una doncella que había sido abandonada al nacer y que acaba encontrando a sus padres. Bajo las actuales circunstancias, me imagino que al menos tendrá la virtud de resultar inofensiva. Pero necesita trabajo. Hay varias escenas que tienen que reescribirse por completo.

–Simplemente tienes que hacerlas más atractivas -dijo Graco-. Puedes hacerlo, Plauto.

Cuando escribes bajo presión siempre eres muy gracioso.

–No, cuando escribo bajo presión padezco indigestiones. Pero, si tengo que hacerlo… Sí, imagino que podré… si Hilarión puede representar a la chica…

La expresión de Graco se tomó más sombría aún.

Plauto se quedó rígido.

–Has dicho que traías malas noticias… y peores noticias. ¿Qué sucede, Graco?

Graco bajó la vista. ¿Qué tipo de noticia podía llevar al jefe de caballería a apartar la vista?

Kaeso contuvo la respiración. – ¿Recordáis cuando las vestales fueron acusadas de haber roto sus votos? – ¿Cómo olvidarlo? – dijo Plauto-. La ciudad pasó unos días obsesionada con el escándalo. La gente dejó de pensar en Aníbal al tener a alguien a quien echarle la culpa de lo sucedido en Cannas. ¡Como si un par de vestales, por perder su virginidad, fueran las responsables de tantas muertes! Y eso si, en verdad, las vestales eran culpables. Si la gente quería venganza, es a Varrón a quien deberían haber enterrado vivo en lugar de a esa pobre mujer.

Graco cogió aire.

–Olvidas mi posición, Plauto. Como jefe de caballería represento la religión del Estado tanto como el pontífice máximo. Cuestionar el veredicto o el castigo de las vestales es equivalente a una blasfemia.

–Si tú lo dices. Soy un campesino de Umbría y la religión romana sigue resultándome un poco sorprendente…

–Hablo en serio, Plauto. La gente no está de humor para charlas poco patrióticas o irreverentes.

Tienes que vigilar lo que dices. El dramaturgo chasqueó la lengua. – ¡Tomo nota! Pero ¿qué estabas diciendo?

–La vestal Floronia fue debidamente castigada, pero Opimia escapó a su castigo con el suicidio.

Se tuvieron en cuenta los augurios. El avistamiento poco favorable de aves confirmó que los dioses no estaban plenamente satisfechos. Algo había de hacerse para solucionar el fracaso de haber podido enterrar con vida más que a una de las vestales. Se han consultado los Libros Sibilinos. Y se ha encontrado un pasaje.

Graco citó el párrafo elegido:

Un cordero destinado al sacrificio muere demasiado pronto.

Sacrifica dos pares de animales antes de la próxima luna, de los campos al norte y al este del mediodía.

Plauto arrugó la nariz. – ¡Ojalá mis patrocinadores fueran tan indulgentes con mis malos versos como lo fue Tarquinio con los de la sibila! ¿Y cuál ha sido la interpretación de estas encantadoras líneas?

–Los sacerdotes se reunieron para consultarlo. Se decidió que, para limpiar la ciudad de los pecados de las vestales, debíamos enterrar vivos a un par de griegos y a un par de galos.

Plauto negó con la cabeza. – ¡El sacrificio humano es una barbaridad de los cartagineses! Es uno de los motivos por los que los consideramos salvajes.

–Ni a ti ni a mí nos corresponde cuestionar los dictados de los Libros Sibilinos. – Graco suspiró-. Los sacerdotes han venido a verme con una lista de nombres. – ¿A ti?

–Los ediles curules llevan el registro de todos los extranjeros residentes en Roma. Igual que el registro de todos los esclavos, con su nacionalidad. Los sacerdotes me pidieron las listas. Se las di.

No sé cómo eligieron a los dos griegos y a los dos galos, pero esta mañana me han informado de su decisión.

Plauto bufó. – ¡Personalmente poseo un par de galos y más de un par de griegos! – Se quedó pálido-. ¡Por Hércules! Ésta es la razón por la que has venido, ¿verdad? La cancelación de El soldado fanfarrón era sólo la mala noticia. Había noticias peores, dijiste…

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