Read Roma Online

Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Roma (60 page)

BOOK: Roma
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–Rezo a Júpiter para que nunca llegue a eso. Pero en el caso de que percibiera una amenaza inmediata y precisara un círculo de hombres valientes que me rodeara, no podría gritar pidiéndoos ayuda. Estoy afónico y seguramente la algarada sería muy fuerte. De modo que mi señal será ésta.

–Tiberio levantó los brazos en dirección al cielo y, a continuación, dobló los codos hasta que ambas manos quedaron señalando la cabeza. La señal era inequívoca: concentración de fuerzas en apoyo de su jefe.

La multitud aplaudió y coreó su nombre. Tiberio se agarró al brazo de Blosio con una mano y saludó con la otra. Echó a andar intentando que su rostro no mostrase ninguna mueca de dolor.

–A lo mejor lo del tropezón ha sido buena señal -le susurró a Blosio-. Los auspicios han indicado un mal comienzo. ¡Y ahora ya he dejado atrás ese mal comienzo!

Cojeando ligeramente, aun con el apoyo de Blosio, Tiberio partió hacia el Capitolio, donde tendrían lugar las votaciones. En el descenso del Palatino más seguidores fueron sumándose al séquito. Muchos más lo esperaban en el Foro. Le abrieron paso, lo vitoreaban y alargaban los brazos para tocarlo cuando pasaba por delante de ellos para después sumarse a la comitiva.

De camino al Capitolio, Tiberio pasó por delante del arco de Escipión el Africano. El monumento estaba decorado con imágenes de los triunfos conseguidos por su abuelo tanto en África como en Asia. Escipión había sobrevivido a la batalla de Cannas y avergonzado a sus compañeros con su fortaleza, había perdido al padre cuya vida había salvado anteriormente en el campo de batalla y había desarrollado su ingenio hasta equipararlo al de Aníbal y derrotarlo. Tiberio rió ante la absurdidad de que un golpe en un dedo del pie le diera un momento de pausa. Juró en silencio ascender hasta el lugar de las votaciones sin cojear ni apoyarse en Blosio, y sin mostrar ningún signo de dolor.

Había pasado ya por debajo del arco y avanzado un poco en su trayecto cuando escuchó un sonido por encima de su cabeza. Gritando y agitando las alas, dos cuervos se peleaban en el tejado de un edificio situado junto al camino, a su izquierda. El altercado desprendió una teja del tejado.

La teja cayó directamente delante de Tiberio y se partió con un fuerte ruido. Tiberio se estremeció.

–El augurio, el tropezón… ¡y ahora esto! – murmuró-. Un mal presagio tras otro… -¡Tonterías! – le dijo Blosio al oído-. Los pollos se comportan como pollos. La gente se lesiona a diario los dedos de los pies. Los cuervos se pelean. Tiberio, si empiezas a ver presagios en cualquier ocurrencia y suceso, acabarás dándote aires de rey; sólo un tirano se imagina que el universo gira a su alrededor. Un cuervo ha desprendido una teja que estaría ya suelta… ¡nada más!

Tiberio asintió, se colocó bien la toga y continuó su ascenso.

El gran espacio abierto que había delante del templo de Júpiter estaba ya lleno de gente cuando Tiberio llegó con su séquito. Sólo los plebeyos podían votar para elegir a sus tribunos y lo hacían reuniéndose en primer lugar en los bloques de votantes que denominaban tribus. Incluso en los días de elecciones más tranquilos, los funcionarios responsables de los comicios se veían obligados a mantener el orden; para su propia protección y para controlar a los desobedientes, tenían permiso para llevar palos de lanza sin sus puntas metálicas. La noticia de la llegada de Tiberio fue recibida con un tremendo griterío, una mezcla de aclamaciones y abucheos. Empujados por todos lados, algunos de los integrantes de la multitud respondieron empujando a su vez. Los funcionarios trataron de mantener el orden blandiendo sus lanzas.

Con el paso de los siglos, la zona de la asamblea se había llenado de altares y estatuas, y el número de votantes había aumentado de tal manera, que el simple proceso de conformación de las tribus se había convertido en un auténtico desafío logístico. Las elecciones podían ganarse o perderse dependiendo de si los seguidores de un candidato conseguían estar reunidos cuando se les llamaba. Los seguidores de Tiberio habían llegado temprano y en grandes cantidades para conseguir los mejores lugares desde donde dirigirse a la multitud y mantener vías de acceso abiertas. Si conseguían mantener a los seguidores de los candidatos de la oposición en la periferia de la zona de votación, o completamente alejados de allí, las probabilidades de triunfo de Tiberio aumentarían.

Con Blosio a su lado y rodeado por un plantel de sus seguidores más fanáticos, Tiberio fue empujado entre el gentío y escoltado hasta los peldaños del templo de Júpiter. Al verlo, se oyeron más vítores en la zona central de la muchedumbre y más pitidos en los extremos.

Tenía pensado dirigirse a la multitud, pero el ruido reinante lo hacía imposible. Nunca había visto una asamblea electoral tan escandalosa. Los participantes estaban en continuo movimiento, gritando y gesticulando. Habían empezado las trifulcas aquí y allá, sobre todo en la periferia o en los lugares más concurridos, donde una estatua o un altar dificultaban el movimiento. No era muy distinto a la visión que podía ofrecer un campo de batalla.

Los funcionarios electorales, cada vez más exasperados, aporreaban el suelo con los palos, llamando al orden y exigiendo el inicio de la reunión de las tribus. Los votantes no parecían dispuestos a cooperar, o no los oían. La escena era caótica.

De pronto, uno de los partidarios de Tiberio en el Senado, Fulvio Flaco, se abrió paso entre el gentío, corrió hacia él, alarmado y casi sin aliento.

–Tiberio, acabo de salir de una reunión de urgencia en el Senado. Tus enemigos llevan toda la mañana exigiendo que el cónsul Escévola declare que las elecciones de hoy son una asamblea ilegal… -¿Ilegal? El pueblo tiene derecho a elegir a sus tribunos…

–Dicen que el desorden es absoluto, una amenaza para la seguridad pública… o peor. – ¿Peor?

–Tu primo Escipión Nasica dice que estás congregando a la chusma para derrocar el Estado. Y que después de que aniquiles a tus oponentes en el Senado, te nombrarás rey… -¡Nasica! – Tiberio escupió casi la palabra. Los dos primos, herederos ambos del linaje del Africano, se odiaban. En el Senado no había reaccionario mayor que Nasica. Mientras que Tiberio se había convertido en el adalid del pueblo, Nasica no ocultaba a nadie el desprecio que sentía hacia el populacho. Aun haciendo campaña para conseguir sus votos, era incapaz de resistirse a la tentación de insultar a la gente. «Sé mejor que todos vosotros lo que es bueno para el Estado», había gritado en una ocasión frente a una muchedumbre exaltada; sus oponentes bromeaban diciendo que ésa era su idea de eslogan para una campaña electoral. Y, en otra ocasión, estrechando la mano callosa de un campesino, Nasica había comentado en tono burlón: «¿Cómo es posible tener unos callos así? ¿Caminas con las manos?».

Habló entonces Blosio.

–El cónsul Escévola es un buen hombre.

–Por supuesto que lo es -dijo Flaco-. Se ha negado a apoyar cualquier intento de cancelación de las elecciones. Pero eso no ha detenido a Nasica. «Si el cónsul no actúa para salvar el Estado, tendrán que hacerlo los ciudadanos», eso ha sido lo que ha dicho Nasica. Él y otros senadores se han congregado en el exterior y a ellos se ha sumado una banda de asesinos… los tipos más salvajes que puedes imaginarte, y van armados con palos.

–Lo tenían todo planeado -dijo Blosio. – ¡Evidentemente! – dijo Flaco-. Y ahora vienen hacia aquí, con Nasica encabezándolos. ¡Pretenden matarte, Tiberio! Creen que su misión es sagrada. ¡Los senadores se han atado a la frente el dobladillo rojo de sus togas, como si fueran sacerdotes a punto de llevar a cabo un sacrificio!

La sangre de Tiberio se quedó helada. Miró a la muchedumbre, que no sospechaba nada. – ¡La señal! – gritó Blosio-. ¡Da la señal!

Tiberio alzó los brazos. El movimiento llamó la atención de la multitud. Con todos los ojos fijos en él, Tiberio señaló su cabeza.

Sus seguidores lo comprendieron enseguida. Se hicieron con los palos que portaban los funcionarios electorales, los rompieron y se repartieron los fragmentos; las partes más largas podían servir como porras y los extremos astillados, como armas blancas. En la zona de la asamblea había diversos bancos. Los rompieron también en pedazos para utilizarlos a modo de armas.

Los oponentes de Tiberio, dispersados entre la multitud, entendieron que la señal significaba algo más.

–Señala su cabeza… ¡está exigiendo una corona! – gritaron los hombres-. Mirad a sus seguidores, están haciéndose con armas… quieren tomar el Capitolio a la fuerza. ¡Declararán rey a Tiberio!

El caos iba en aumento, pero la conmoción era mayor si cabe en el acceso a la zona de la asamblea. Acababan de llegar Nasica y los senadores que lo acompañaban, junto con su banda de asesinos.

Lo que siguió fue una violenta batalla campal. Desde el Palatino, desde abajo en el Foro, incluso desde la lejana orilla del Tíber, podían oírse los sonidos del combate que estaba librándose en la cima del Capitolio.

Varios de los seguidores de Tiberio corrieron a su lado para ofrecerle sus armas, pero él se negó a aceptarlas. Lo que hizo, en cambio, fue dar la espalda al barullo, ponerse de cara al templo de Júpiter y levantar los brazos para rezar.

–Júpiter, el más grande de los dioses, protector de mi abuelo en la batalla…

Blosio se recogió los pliegues de la toga y le gritó: -¡Entra en el templo! ¡Corre! Cuando vengan a por ti, pide protección a Júpiter…

Blosio recibió un golpe de garrote en el estómago. Falto de aire, cayó de rodillas en el suelo.

Un montón de manos se echaron sobre Tiberio. Lo agarraron por la toga y se la arrancaron.

Vestido únicamente con la túnica interior, Tiberio escapó escaleras arriba en dirección al templo, cojeando debido a la herida en el pie; tropezó en un escalón y cayó. Antes de que pudiera incorporarse, un palo lo golpeó en la cabeza y lo derribó. Se incorporó sin ver nada y permaneció un momento tambaleándose. Otro palo, blandido con una fuerza tremenda, le dio en la cabeza y, con un horripilante crujido, le partió el cráneo.

Blosio había conseguido ponerse en pie. Su ropa quedó salpicada en aquel instante por manchas rojas y trozos de cerebro de color claro. Se quedó horrorizado y boquiabierto ante los restos ensangrentados que yacían en la escalera.

Uno de los asesinos lo reconoció.

–Es el filósofo griego… ¡el consejero del aspirante a rey! – ¡Arrojadlo desde la roca Tarpeya!

Lanzando gritos de alegría y riendo, cogieron a Blosio por los pies y las manos y lo condujeron escaleras abajo. Se encaminaron hacia la roca, esquivando golpes de palo y saltando sobre los cadáveres que sembraban el camino.

Llegaron al precipicio, pero en lugar de arrojarlo por él, jugaron a balancearlo de un lado a otro, de un lado a otro, para coger impulso. – Contaremos hasta tres: uno… dos… ¡tres!

Lo soltaron y lo enviaron volando precipicio abajo.

Por un breve instante, Blosio pareció desafiar el tirón de la fuerza de la gravedad. Se alzó en dirección al cielo. Entonces, con una sensación de náusea, empezó a caer.

Lo habían lanzado directamente al precipicio. En circunstancias normales, su caída habría terminado a los pies del Capitolio. Pero antes que él, habían caído por la roca Tarpeya muchos hombres más. Algunos habían logrado asirse a la cara de la roca y se mantenían agarrados a la abrupta pared del acantilado. Debatiéndose frenéticamente, Blosio se agarró a los ropajes de uno de aquellos hombres y detuvo su caída. Casi al momento, se soltó y fue a caer sobre el hombre que había debajo. De esta manera, amarrándose a un hombre desesperado tras otro, interrumpiendo repetidamente su caída e iniciándola de nuevo, fue descendiendo acantilado abajo. En más de una ocasión, uno de los hombres que estaba por encima de él acababa soltándose y caía gritando.

Por fin, agotado su último vestigio de voluntad, superado por el terror, sin nada más a lo que sujetarse, Blosio cayó de veras.

Pero no aterrizó sobre la tierra dura, sino sobre un montón de cuerpos. A su alrededor siguieron cayendo más cuerpos, como granizo caído del cielo.

Cuando cayó la noche, los asesinos reunieron los cadáveres de los muertos, los cargaron en carros y cruzaron con ellos el Foro Boario para arrojarlos al Tíber.

Blosio fue despertando poco a poco de su inconsciencia. Al principio se imaginó que lo habían enterrado vivo, pero la masa que lo aprisionaba no era de tierra, sino de carne muerta. El carro crujía y saltaba, provocando un terrible dolor en todo su cuerpo. Habría gritado de quedarle algo de aire en los pulmones. La presión que sentía sobre el pecho no le permitía ni respirar.

Oía sonidos amortiguados… mujeres llorando y gritando. Una mujer decía: -¡Dejadme tener el cuerpo de mi marido! ¡Entregadme al menos su cuerpo!

Una ronca voz masculina le ordenó callarse.

El carro se detuvo. El mundo empezó a bascular. La masa de carne que lo rodeaba empezó a desplazarse y a ceder, como un barranco que se desintegra debido a un corrimiento de tierras. Fue cayendo sin poder evitarlo.

De pronto se encontró sumergido en el agua. El impacto le hizo recuperar de golpe la conciencia.

Resoplando, agitando los brazos, encontró la superficie y engulló una bocanada de aire.

El cielo estaba oscuro y estrellado. La rápida corriente arrastraba los cuerpos. En su estado de aturdimiento, consiguió ver la orilla más alejada y nadó hacia ella. Chocó una y otra vez con cadáveres flotantes. Tuvo la sensación de que uno de ellos pretendía abrazarlo. Presa del pánico, luchó para liberarse de su abrazo. No podía estar vivo; su cráneo partido no dejaba lugar a dudas.

Cuando Blosio consiguió liberarse, vio la cara del muerto. Era Tiberio.

Impulsivamente, quiso atrapar el cuerpo, pero la corriente lo arrastró, hizo rodar su cuerpo, sus extremidades se sacudían, tan carentes de vida como una rama flotando en el río.

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