Retrato en sangre (49 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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Y entonces le vino a la mente otro pensamiento que comprendió que era aún peor. «Y ahora depende de mí», pensó.

X
Muchas atracciones junto a la carretera
15

Anne Hampton estaba sentada en el coche, sola, observando cómo Douglas Jeffers trajinaba en el capó comprobando el aceite y el agua. Era por la mañana, temprano, y se encontraban frente al motel Sweet Dreams de Youngstown, Ohio, muy cerca de la carretera interestatal. Desvió la mirada y la posó en la pila de cuadernos que tenía junto al asiento. Cogió la pila y contó: once. Tomó uno del centro del montón y lo abrió por el medio. Vio los apuntes de una de las frecuentes lecciones de historia de Jeffers: enero de 1958. Charles Starkweather y Caril Ann Fúgate. Lincoln, Nebraska, y alrededores: «Asesina sin ningún plan establecido, sin mucho orden, sin pensar y sin prestar atención, de forma bastante aleatoria, a excepción de la familia de la joven. Una verdadera pesadilla americana, cuando nuestros hijos se vuelven contra nosotros. Charlie se consideraba un rebelde como James Dean y mató a diez personas, entre ellas a su hermana, que era muy pequeña. Fue a la silla eléctrica en el 59.» Debajo de aquel apunte había escrito la sinopsis del escueto comentario de Jeffers: «Estaban enamorados, pero al final ella se volvió contra él. Tenía catorce años.»

Cuando tenía que darse prisa, escribía con letra más grande y más infantil, observó Anne Hampton, no con aquel trazo más cuidadoso y preciso para tomar apuntes que recordaba de las clases en la facultad. Aquél era un recuerdo vago y lejano, como si su época universitaria hubiera sido años atrás, no meramente semanas.

Anne Hampton reflexionó: «… Pero al final ella se volvió contra él.»Jeffers había dicho aquello amargamente, como si fuera aquel detalle lo chocante, y no los acontecimientos que lo precedieron. Pronunció la frase en voz alta, sin alzar el tono para que él no pudiera oírla:

—Al final ella se volvió contra él.

«Debió de desear vivir», pensó Anne Hampton.

«Debió de creer que la vida era algo caro y preciado y que a lo mejor podía llegar a ser una persona especial, o incluso una persona ordinaria, a pesar de la negrura, la sangre y la muerte, y que el hecho de vivir no se veía destruido por lo que le había sucedido. Sólo tenía catorce años, y sabía que podía haber algo más. Debió de experimentar algo mágico, maravilloso, intenso, y decidió vivir.»

«A toda costa.» Anne Hampton se preguntó dónde podría encontrar ella esa misma energía.

Contempló nuevamente aquellas frases escritas sobre el papel blanco rayado de azul. Hubo una ocasión en que Jeffers la observó escribiendo furiosamente, y comentó que le recordaba a muchos reporteros con los que había trabajado, hombres que tenían sus propios métodos de taquigrafía, que daban como resultado unos jeroglíficos ilegibles hasta para un criptógrafo experto pero que para su autor estaban tan claros como una hoja impresa.

La recorrió un escalofrío y recordó la sensación de vértigo que había experimentado dos noches antes, cuando él le anunció que necesitaba examinar los apuntes.

Fue un momento terrorífico.

Le hizo aquella exigencia tarde, después de registrarse ambos en otro motel olvidable, después de haber pasado demasiadas horas en la carretera, agotada por el ruido, la velocidad y los faros que horadaban la oscuridad y les herían los ojos. Jeffers agarró las bolsas y gruñó:

—Tráete los apuntes.

Ella los cogió con precaución, dolorida, como si no fuera lo bastante fuerte para sostener nada más.

—Aquí están.

Él abrió la puerta y dejó las bolsas encima de una de las camas gemelas.

—A ver —dijo.

Tomó asiento frente al pequeño tocador y fue pasando las hojas. Ella se quedó encogida en una silla del rincón, procurando dejar la mente en blanco. Pero los pensamientos fueron acudiendo uno tras otro a su imaginación. «No va a ser capaz de entender lo que pone —se dijo—, y se dará cuenta de que le he resultado inútil, y entonces, oh, Dios, estoy perdida», concluyó, aterrorizada. Cerró los ojos en un intento de protegerse del miedo, pero el crujido de las páginas al pasar se le hizo ensordecedor. Al cabo de unos minutos, Jeffers, después de hojear rápidamente los párrafos del final, lanzó los cuadernos a un lado y se estiró.

—Dios, estoy hecho polvo —dijo—. Bueno, no están mal. De hecho están bastante bien. Puedo leerlos sin problemas. Vale, hay algún que otro punto oscuro, como cuando intentaste escribir yendo por aquella carretera de Michigan llena de hojarasca helada del invierno pasado. Aquello era como una montaña rusa, de modo que la letra está llena de altibajos, de acá para allá. —Sonrió—. Pero en general yo diría que lo estás haciendo bien. Muy bien. Como ya me imaginaba.

Anne Hampton deseó sentirse menos complacida por aquellos elogios.

Jeffers le devolvió los cuadernos y a continuación le dio un toquecito en la coronilla de la cabeza, casi como si estuviera acarician do a un animal o concediendo una bendición. Al principio fue una sensación relajante y permaneció sentada, observando cómo Jeffers se ausentaba para entrar en el cuarto de baño.

Pero luego regresó otro miedo.

«Estás sola. No lo olvides.»

«No confundas el placer del elogio con el dolor de un golpe.» Intentó endurecer el corazón, acostada despierta en la oscuridad hasta que el sueño se apoderó de ella y ahogó tanto su confusión como su decisión.

Al día siguiente Jeffers le dijo cómo servirse de la memoria además de los apuntes; cómo anotar una palabra o una frase y después, mediante la concentración, recordar palabra por palabra lo que se ha dicho. Para su sorpresa, descubrió que aplicando aquellas técnicas su memoria pareció adquirir la precisión de una novela, lo cual la complació, fue como recibir un regalo. Jeffers le dijo también que anotara situaciones y horas concretas, que aquello la ayudaría a reconstruir lo escrito cuando fuera necesario. Sin embargo, ella dudaba que tal cosa fuera posible; le daba la sensación de que todo estaba inconexo, que cada lugar que visitaban era aislado y singular, que el único vínculo de unión entre unos y otros era la memoria de Jeffers.

Cada parada que hacían, como sus cambios de humor, era inesperada e igual de aterradora, y dependía sola y exclusivamente de sus razones particulares y su plan de actuación.

Lo más al norte que habían viajado era Hibbing, Minnesota, y lo más al oeste que habían llegado era Omaha, Nebraska, casi lo bastante cerca como para imaginar las Rocosas elevándose por encima de las llanuras, lo cual agitó recuerdos de su hogar y de su familia que le parecieron tan esquivos como la visión de las montañas. Kansas City, Iowa City, Chicago, Fort Wayne, Ann Arbor, Cleveland y Akron. Aquellas poblaciones se mezclaban en su cerebro formando un revoltijo de áreas rurales y trazados urbanos. Lo curioso era que tenía la suerte de que Jeffers insistiera en que tomara apuntes con tanto esmero, porque incluso con aquella nueva precisión, su memoria seguía haciendo una mezcolanza de los detalles del viaje.

Oyó a Jeffers canturrear fuera. A aquellas alturas ya sabía que él hacía eso siempre que se sentía feliz llevando a cabo tareas sencillas.

Cerró el cuaderno y los ojos e intentó hacer memoria. Sabía que en Chicago había sido la lección sobre Richard Speck y las enfermeras, y la teoría del gen defectuoso de los asesinos. Hombres delgados, huesudos, con acné y un desarrollo sexual incompleto, dijo Jeffers. Aquello le hizo gracia, y soltó una risita burlona. Después fueron a las zonas residenciales y echaron un vistazo a la casa de Wayne Gacy, en cuyo sótano el que en otro tiempo fue payaso infantil había enterrado a los treinta y tres niños. Jeffers la hizo salir del coche y pararse delante de aquella vivienda de listones de madera blancos, sin ínfulas. Luego se apresuró a tomarle una foto. Había llovido, y Jeffers le dijo «sonríe» mientras ella se acurrucaba nerviosa, temerosa, contra un árbol.

En cambio en el norte de Minnesota el aire era seco y hacía calor, y recordó el color tostado de los trigales, que parecían mecerse como el mar, invitándolos, mientras ellos pasaban por su lado. Aquello fue cuando iban de viaje a…, no consiguió acordarse del sitio. Pero Jeffers le había contado que el campesino loco que había destripado y disecado a sus víctimas había servido de base espiritual para la película
La matanza de Texas
, la cual él aborrecía, aunque reconoció admirar la capacidad del director de la misma para expresar el miedo mediante la imaginería visual. Ella no fue capaz de entender aquello, pero no le pidió que se lo explicara. Cuando Jeffers pontificaba, lo cual hacía con frecuencia, sabía que lo más sensato era dejarlo explayarse. Cosa contradictoria, cuando se metía en áreas más personales era cuando permitía que ella le formulara preguntas.

Le dijo que quería pasar por la granja Cluitter de Kansas, pero que se encontraba demasiado alejada del rumbo, aunque eso a ella le pareció insólito, dado que el viaje a Minnesota estaba más lejos todavía. Pero cuando se acercaban a Madison, Wisconsin, Jeffers le mostró el centro comercial en que él había recogido en el coche a una joven llamada Irene y dijo que su muerte había sido atribuida a un asesino-violador que al final de la década de los setenta asoló los centros comerciales y los campus de Minnesota y Wisconsin durante casi un año. En Ann Arbor le enseñó la carretera que discurría frente a la universidad y en la que media docena de jóvenes que hacían autoestop habían hecho el último viaje de sus vidas; esto último lo había dicho con un tono aterrador y apocalíptico. Él mismo se había encargado de una de ellas, y afirmó que le había resultado particularmente fácil. Hizo unos ocho kilómetros más por una carretera secundaria, atravesando zonas arboladas, y en determinado momento aminoró la velocidad y señaló el bosque para decirle a Anne Hampton que había depositado a la víctima doscientos metros hacia el interior del mismo.

—El «asesino del campus», así lo llamaban. Fue en 1982. Los periódicos inventaron para él el mismo apodo que para el tipo aquel de Miami.

Cuando enfilaron hacia South Bend, Anne Hampton creyó que era para hablar de otro asesino del campus, pero en cambio Jeffers se detuvo junto a una serie de anodinas viviendas de clase media que bordeaban una calle silenciosa y con árboles. En todos los jardines de las entradas vio carteles de «se vende». No le hizo falta consultar los apuntes para recordar con exactitud la larga descripción que hizo Jeffers:

—Esto sí que fue interesante. Quería verlo con mis propios ojos. Ocurrió hace sólo seis meses. Al parecer, la familia de la derecha era de lo más normal: madre, padre, cinco hijos y un san Bernardo. Por lo visto, uno de los adolescentes andaba muy metido en el panorama local de las drogas, lo cual jodía bastante a la policía. Esa es la clase de información interesante que espero utilizar algún día. Sea como sea, a un lado estaba la típica familia estadounidense de concursos de tartas,
boy scouts
e izado de bandera el 4 de Julio. Al otro, en fin… En fin, digamos que no se parecían en nada. Hijo único, malos tratos por parte de los padres. Al llegar a la adolescencia, el chico alberga sentimientos persecutorios bastante legítimos. Siempre odió a sus vecinos; ya sabes, pensaba que ellos lo tenían todo y él no tenía nada. ¿Sabes algo de psicología? Bueno, pues mi hermano te diría que la situación tenía todos los ingredientes necesarios para dar como resultado una personalidad paranoica con una vena psicótica. Y lo que sucedió fue más o menos lo siguiente:

»Un día los miembros de la familia típica estadounidense se van al trabajo y al colegio con la fiambrera del almuerzo, un besito en la cara y un hasta luego. El retorcido vecino penetra en la casa empuñando el cuarenta y cinco de su viejo y un par de cartuchos de balas. Lo primero que hace es cargarse al san Bernardo y arrastrar el cadáver al sótano.
Buffy
, se llamaba el perro. A continuación va disparando a todos los componentes de la familia conforme van llegando a casa y se lleva todos los cadáveres al sótano. Después sale, se va a su casa, guarda el arma de su padre y actúa como si no hubiera pasado nada. ¿Sabes qué fue lo que indignó en realidad a la gente, quiero decir, aparte de la idea de que hubiera un asesino loco en el barrio? El perro. El periódico local publicó tres fotos en la portada, pero la más grande, ancha y alta fue la de una ambulancia llevándose a aquel perro. Los lectores pusieron el grito en el cielo. Quisieron linchar al individuo que mató al perro. ¿Qué clase de monstruo era capaz de pegarle un tiro a un animalito tan grande, tan adorable, tan indefenso? Ya sabes a qué me refiero, eso es lo que dijeron todas las cartas al director. Los polis tardaron semanas en adivinar que quien había cometido el crimen era el maniático de la casa de al lado. Por fin, cuando se lo llevaron detenido, él lo contó todo. Estaba muy orgulloso de sí mismo. Lo cual es más o menos lo que cabía esperar. Quiero decir que, después de todo, tenía aquel odio y aquel problema y los resolvió. ¿Cómo no iba a sentirse satisfecho? Además, no le gustaban mucho los perros.

Anne Hampton cogió el cuaderno número diez. Cerca del final encontró los apuntes que había tomado acerca de aquel crimen, incluido el largo soliloquio de Jeffers. Cotejó con su memoria las apresuradas anotaciones que abarcaban media docena de páginas y encontró que coincidían bastante con lo que ella recordaba. Sentada en el coche, se acordó de una frase o dos que no aparecían en los apuntes, y procedió a escribirlas en el margen. Vio que había anotado literalmente el chiste con el que Jeffers había finalizado su exposición: «El periódico debería haberlo denominado el "asesino canino".»

Levantó la vista bruscamente cuando Jeffers cerró el capó de golpe.

Todavía se estremecía el coche cuando se metió de un salto en el asiento del conductor y le dijo:

—Hora de irse. Tenemos muchos kilómetros por delante antes de poder descansar y demás.

—Sí.

Un momento después le preguntó:

—¿Te gustan las carreras?

—¿Qué tipo de carreras?

—Las de coches.

—No sé. Nunca he visto ninguna.

—Hacen mucho ruido. Rugido de motores, chirrido de neumáticos. En las gradas huele a muchas cosas, a gasolina, a aceite, a crema para el sol, a cerveza y a palomitas de maíz. Te gustará. —Ella asintió con un gesto. Jeffers consultó el reloj—. Tenemos que irnos ahora si queremos pillar los primeros calentamientos. ¿Recuerdas haber ido alguna vez en un coche descapotable en verano, con un chico, escuchando la radio, cuando de pronto irrumpe un anuncio estridente, frenético?

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