Retrato en sangre (45 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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—Niños —comentó su compañero—. Por Dios.

Se apearon del coche y comenzaron a aproximarse hacia la pareja.

—¿Qué habrán robado? —dijo su compañero en tono ocioso.

Ella recordó aquellas palabras a menudo: tu vida.

No vio el arma hasta que ésta les apuntó directamente. Se hallaban tan sólo a unos metros de distancia. La detective recordó que se revolvió intentando echar mano de su arma reglamentaria, mientras su compañero levantaba las manos como si pudiera desviar el disparo. El cañón del arma lanzó un destello, y el brazo de su compañero la golpeó al caer hacia atrás. Recordó haber visto girarse la pistola, como si no estuviera sujeta a nada, y apuntarla a ella. En ocasiones le parecía poder ver la bala saliendo del cañón y atravesando el espacio que los separaba.

Luego se recordó a sí misma tumbada en el suelo, mirando hacia arriba, dándose cuenta de que pronto iba a hacerse de día y que con ello finalizaría su turno, y así podría irse a casa a leer el periódico mientras desayunaba tranquilamente. Aquel día tenía pensado hacer unas compras; tal vez se debiera a un cambio de temperatura, pero había decidido comprarse algo ajustado y sensual, aunque no llegara a ponérselo nunca. Le pasaron por la cabeza los nombres de las tiendas. Mientras pensaba en todas aquellas cosas, sus manos no dejaron de buscarse el estómago, y logró tocar la sangre caliente y pegajosa que manaba de ella.

Sus ojos se enfocaron en el cielo que lentamente iba clareando, y su respiración se volvió superficial. Recordó haber visto a los dos adolescentes erguidos sobre ella en medio del campo visual. La miraron fijamente, a los ojos. Vio a uno de ellos levantar el arma, y en aquel momento pensó en su familia y sus amigos. Pero en vez de disparar, el adolescente soltó la pistola, lanzó un taco y salió corriendo. Jamás olvidó el ruido de sus zapatillas al correr, perdiéndose poco a poco a lo lejos, al tiempo que la envolvía una cacofonía de sirenas que le prometían una oportunidad de vivir.

En el coche, dio la espalda a aquellos recuerdos y observó a un chico de los periódicos que iba haciendo su recorrido por la calle en su bicicleta, primero a la derecha, luego a la izquierda, arrojando los periódicos hacia los porches delanteros de las casas con la familiaridad y la seguridad que da la práctica. El chico descubrió a la detective Barren y, tras un primer instante de sorpresa, sonrió y la saludó con la mano. Ella bajó la ventanilla y le preguntó:

—¿Tienes alguno de más?

El chico detuvo la bicicleta.

—Pues sí, precisamente hoy tengo uno. Se me había olvidado que el señor Macy, en esta calle, está de vacaciones. ¿Quiere comprar su ejemplar?

Ella sacó un billete de un dólar del bolso.

—Ten —le dijo—. Guárdate el cambio.

—Gracias, señora. Aquí tiene.

Y se marchó pedaleando y saludando con la mano.

El titular principal se refería a más problemas en Oriente Próximo. Había una foto de unos bomberos sacando cuerpos de un edificio derrumbado, las víctimas de un coche bomba suicida. Debajo se encontraba el titular principal de noticias nacionales, sobre el tema de un proyecto de ley fiscal en el Congreso. En la primera plana había dos noticias de delitos, primer día del juicio de un famoso capo de la mafia, texto y foto del individuo en cuestión subiendo las escaleras del tribunal, y una nota sobre un delito local. Ésta fue la que leyó primero: El propietario de una vivienda había sorprendido a un ladrón allanando su casa, desarmado, y lo había matado de un tiro efectuado con una arma sin registrar y por lo tanto ilegal. El fiscal todavía no había decidido si llevarlo a juicio o concederle una medalla por su defensa de la propiedad.

Pasó a las páginas de deportes. La temporada de béisbol estaba empezando a calentar motores y los campos de entrenamiento de fútbol americano se acercaban a las últimas jornadas. Buscó una página interior para leer la letra pequeña de las estadísticas y ver si los Dolphins habían suprimido a alguno de sus jugadores favoritos, pero vio que no. Sin embargo, descubrió que los Patriots habían prescindido de uno de sus antiguos jugadores de línea. Se trataba de un individuo grande como un armario, procedente de algún estado potente del Medio Oeste, que siempre jugaba demasiado bien contra los Dolphins. Ella había llegado a admirarlo con el paso de los años por su constancia en el esfuerzo, que él llevaba adelante con anonimato y sufrimiento. Sabía que se haría el dolido, y lo respetaba, quizá más que los demás admiradores. De pronto se entristeció por aquella noticia, pues le recordó la mortalidad y la naturaleza cambiante de las cosas. Se dijo que iba a luchar con todas sus fuerzas para que su sustituto fracasara.

Con el tiempo todo termina cambiando. Todo el mundo pasa a otra cosa nueva, reflexionó.

Miró de nuevo hacia el apartamento de Jeffers, y se puso en tensión al ver que había vuelto a encenderse la luz. Vio moverse una sombra delante de la ventana, y se encogió involuntariamente en el asiento del coche, en realidad no preocupada por que la descubriera sino más bien debido a que sintió la urgente necesidad de ocultarse.

«Vamos. Vamos, doctor. Arranca de una vez.»

Con un arrebato de emoción, bajó la ventanilla y aspiró el aire húmedo de la mañana como si temiera que sus pensamientos fueran a asfixiarla.

Martin Jeffers deambulaba por su apartamento, iluminado por la media luz matinal. Había dormido, de eso estaba seguro, pero no sabía cuánto tiempo. No tenía ninguna sensación de frescor, y seguía estando tan agotado por las emociones como al comienzo de aquella noche. Pasó al cuarto de baño y dejó caer la ropa al suelo. Se obligó a sí mismo a meterse bajo la ducha y se cercioró de que ésta fuera un poco más fría de lo que resultaba agradable. Deseaba desentumecer su organismo y ponerlo en marcha. Deseaba estar alerta y tener la mente despejada. Mantuvo la cara bajo el chorro de agua fría, temblando pero sintiendo cómo iban cobrando vitalidad sus huesos y sus venas.

Salió de la ducha y se secó vigorosamente con una toalla áspera hasta enrojecerse la piel. A continuación, todavía desnudo, se afeitó con agua fría.

Fue al dormitorio y puso sobre la cama una muda limpia, camisa, corbata y traje.

—Haz veinte —se dijo a sí mismo. De modo que se tiró al suelo y consiguió hacer diez flexiones rápidas. A continuación soltó una carcajada. Con eso bastaba. Se volvió y efectuó veinticinco abdominales con las rodillas flexionadas y sin soltar las manos de detrás de la cabeza. Recordó que su hermano le explicó que aquél era el único modo de que el ejercicio surtiera efecto. Doug nunca había tenido que preocuparse por hacer ejercicio, él siempre estaba fuerte, siempre en forma. Era capaz de comerse cuanto hubiera en casa y aun así no engordar ni un gramo.

Martin Jeffers se puso de pie y se contempló en el espejo de la cómoda. No estaba mal. Sobre todo si se consideraba que tenía un trabajo sedentario. «Puedes volver a correr o buscarte un amigo que juegue al tenis —se dijo—. Hazlo y recuperarás rápidamente la forma.»

Se vistió deprisa, mirando el reloj.

Pensó en la detective Barren. No le había dicho cuándo debía acudir al hospital, pero sabía que acudiría temprano. Movió la cabeza negando.

—No —dijo—, no existen pruebas de nada. De nada en absoluto.

«Forma parte de la naturaleza de los hermanos exagerar siempre, tanto las cosas buenas como las malas. Es algo que viene de la infancia, de la constancia del amor, de los celos y de las emociones incontroladas inherentes a la relación.» Así que Doug mató a un halcón cuando él siempre creyó —no, supuso— que había sido su padre. Se equivocó. Aun así, eso no convertía a su hermano en un asesino. En absoluto.

Las manos de Martin Jeffers quedaron suspendidas en el aire, sin terminar de hacer el nudo de la corbata. De repente se sintió casi abrumado por la fuerza del hecho de haberse mentido a sí mismo. Cerró los ojos, luego volvió a abrirlos, como si pudiera barrer de su mente el dolor que le causaba aquella idea. Entonces exclamó en voz alta, dirigiéndose firmemente a sí mismo en tercera persona: —Bueno, sea lo que sea Doug, y demasiado bien sabes que no tienes ninguna prueba, ninguna prueba auténtica de nada a pesar de lo que diga esa maldita detective, sigue siendo tu hermano, y eso debería contar algo.

Sus palabras resonaron con fuerza en el vacío de la habitación, y aquello lo reconfortó momentáneamente. Pero también pensó irritado que llevaba suficiente tiempo siendo médico para saber reconocer una negación clínica. Incluso en sí mismo.

Aún debatiéndose entre los extremos de la incredulidad y la revelación, y sin fiarse de su memoria, de sus sentimientos ni de la verdad que había ido asentándose en su interior con los años, Martin Jeffers se puso en camino hacia el hospital. No vio a la detective aguardándolo y vigilándolo desde el otro lado de la calle.

Barren aguardó otros diez minutos, sólo para estar segura.

Pero, por el paso rápido que llevaba el médico y la expresión grave de su semblante, supo que se dirigía directamente al hospital y a la reunión que tenía con ella, la cual supuso que lo había tenido preocupado durante toda la noche.

Pues iba a tener esa reunión, pero no tan temprano como probablemente esperaba él.

Una vez más, la detective Barren experimentó una leve preocupación por lo que se disponía a hacer. Una parte de ella argumentó: «Ya sabes lo suficiente; él cederá y se ofrecerá a ayudarte.» Pero su lado pesimista dudaba que el médico la ayudara a buscar a su hermano hasta que ella pudiera abrumarlo con la necesidad de hacerlo. «Aún necesitas ejercer un poco de presión, y ese apartamento constituye un sitio tan bueno como cualquier otro para empezar a buscar algo.» Además, no las tenía todas consigo en cuanto a Martin Jeffers. «Si lo sabe, puede que lo haya ocultado durante años.» Recordó la expresión de sorpresa que Martin Jeffers se apresuró a disimular cuando ella le expuso por primera vez y sin ambages lo que necesitaba. «A lo mejor él también es un asesino. Puede ser, puede ser.» Se sintió reforzada por lo que sabía y debilitada por lo que suponía, y comprendió que todavía necesitaba saber más. Hechos. Verdades. Pruebas.

Dio por terminado aquel debate mental y se apeó del coche. Tras mirar en derredor rápidamente, cruzó sin prisas la calle en dirección al apartamento. Pero en lugar de dirigirse a los escalones de la entrada, apretó el paso y dio la vuelta al edificio casi corriendo. Un minuto después descubrió la ventana, entreabierta para dejar pasar el aire fresco.

«No te pares. Hazlo sin más.»

Agarró un cubo de la basura metálico y lo apoyó contra el costado de la casa. A continuación se subió encima y al mismo tiempo abrió un poco más la ventana. Sin titubear, empujó hacia dentro la frágil persiana y se lanzó de cabeza al interior de la vivienda, yendo a aterrizar como una torpe ave acuática en el suelo del cuarto de estar.

Se puso de pie a duras penas y se apresuró a cerrar la ventana de nuevo.

Se le ocurrió la insólita y graciosa idea de que acababa de llevar a cabo un allanamiento de lo más eficiente, por primera vez en su vida. Se imaginó las varias decenas de ladrones y rateros de todo pelaje a los que había detenido a lo largo de su carrera, puestos en fila, aplaudiéndola. «Ahora soy uno de ellos», pensó.

Miró a su alrededor y experimentó un momentáneo desagrado al ver aquel confuso desorden de ropas y mobiliario. Pero la sensación pasó deprisa.

Aquello le trajo a la memoria una visita que había hecho a John Barren cuando éste se encontraba en su primer año de universidad. Sonrió al recordar los calcetines fermentando en el rincón, los calzoncillos archivados en un armario archivador metálico junto con listas de lecturas y resúmenes de asignaturas. La reprendió: «Como mínimo, podrías meterlos en el cajón que lleva la etiqueta de ropa interior.» John también vivía en medio de un completo desorden, como si para él fuera importante dejar la mente sin trabas y el entorno hecho una pocilga. Luego pensó que su memoria estaba siendo excesivamente benévola, que en realidad él era tan sólo un hombre como tantos, acostumbrado a tener una madre que fuera detrás de él recogiendo sus cosas; como si, aunque ya estuviera en la universidad y lejos de casa, su madre fuera a presentarse misteriosamente para recoger los calcetines del rincón y devolvérselos más tarde lavados y planchados. Y la verdad —sonrió de nuevo— es que tenía razón: casi fue lo primero que hizo ella, la maldita colada. Le dio un beso, después vino un rápido revolcón mientras sus compañeros de habitación estaban ausentes, y acto seguido le recogió la ropa sucia y se fue con ella a la lavandería.

«Las mujeres no aprendemos nunca.» Y le entraron ganas de reír en voz alta.

En eso, oyó un ruido en el pasillo y se quedó paralizada de miedo.

Su cerebro se puso a repasar rápidamente las posibilidades de lo que podía haber sido aquello. ¿Una voz? ¿El ruido de una puerta al abrirse? ¿Pisadas? Tragó saliva y aguzó el oído, intentando captar algo por encima de las palpitaciones de su propio corazón.

«¡No puede haber vuelto!» Extrajo la nueve milímetros del cinturón y aguardó tensa, pensando: «Estás loca. Baja el arma. Si es él, dale una explicación rápida. Se enfadará, pero sabrá qué estás haciendo aquí.»

Pero en vez de eso apuntó la pistola hacia la puerta y esperó.

De repente la invadió el pánico: «¡Es el hermano!»

Se sintió aplastada por un mal inmenso, incontrolable, como si su hedor hubiera inundado la habitación de pronto, igual que el humo de un incendio. «¡Oh, Dios! ¡Se oculta aquí! ¡Están juntos en esto! ¡Es él!»

Se agachó en cuclillas en un intento de aquietar los ruidosos latidos de su corazón y el temblor de su mano. Se exigió a sí misma dureza, la buscó dentro de sí. Las manos dejaron de temblar. La respiración se volvió uniforme y paciente. Miró hacia donde apuntaba el cañón de la pistola, tal como había hecho cientos de veces en la galería de prácticas de tiro.

«Aciértale al primer disparo», se ordenó con rabia.

«Apunta al pecho. Eso lo detendrá. Y luego lo rematas con un segundo disparo a la cabeza.»

Cerró un ojo y respiró hondo. Aguantó la respiración.

Luego esperó a percibir otro ruido.

Pero no hubo ninguno.

Siguió en la postura de disparar. Se sentía incapaz de moverse y creía que sus músculos no iban a relajarse nunca. Transcurrieron treinta segundos. Luego se prolongaron hasta un minuto. El tiempo parecía alargarse con la tensión.

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