Retrato en sangre (48 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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Se preguntó qué les ocurrió a ésos.

Jeffers recordó el entusiasmo con que había acogido el grupo aquel tema. Se preguntó por qué no habría planteado antes aquella pregunta. Lo que le asombraba era la idea de que prácticamente el grupo entero había estudiado el problema que ellos mismos planteaban a sus familias. ¿Qué harían consigo mismos? No lo sabían.

Recordó el fuego cruzado de gritos que tuvo lugar en la sala iluminada por el sol. Se habían pasado veinte minutos del tiempo establecido para la sesión. Hasta que por fin él levantó una mano.

—Seguiremos con esto mañana. Que todo el mundo reflexione sobre su reacción, y lo debatiremos un poco más.

Los hombres se levantaron de sus asientos y comenzaron a salir formando los grupitos de costumbre, pero en eso Miller, el hombre que en opinión de Jeffers era quizás el menos perceptivo, se volvió y preguntó:

—¿Por qué nos ha preguntado esto? ¿Tiene algún motivo?

Todos se detuvieron y miraron a Jeffers.

El movió la cabeza en un gesto negativo y se apresuró a adoptar su habitual expresión de leve y divertida curiosidad intelectual, y los «niños perdidos» continuaron desfilando en silencio sin hacer más comentarios. Pensó en que nadie se ha creído esa negación. Ni por un instante.

Contempló la oscuridad que se veía al otro lado de la ventana.

«¡Y yo me niego a creer que mi hermano sea un asesino! ¡Ya detuvieron a un hombre por el crimen por el que me está acosando esa detective! ¿Por qué está aquí?», pensó, furioso.

«Es que no está.»

«Entonces, ¿dónde está?»

Cuando se hicieron las doce y la detective Barren no apareció, telefoneó a su hotel. En su habitación no contestó nadie. Entonces llamó de nuevo a la conserjería para asegurarse de que no había dejado el hotel.

Intentó hacer acopio de fuerzas en su interior. «Tú espera.»

«Espera el siguiente paso. Esa detective tiene mucho que explicar. Espera a ver qué dice.»

«No es la única persona que me debe una explicación.»

Arrugó un papel que tenía en la mesa y lo tiró al suelo. Cogió un lápiz y lo rompió por la mitad. Buscó a su alrededor algo que golpear, pero no halló nada adecuado. Entonces se volvió hacia la pared y descargó una y otra vez la mano abierta contra la superficie blanqueada hasta que notó que comenzaba a enrojecerse, y aceptó de buen grado el dolor, una sensación que por un instante sustituyó a su frustración. Pensó en la detective y sintió una rabia incontrolable. Le entraron ganas de chillarle: «¡Quiero saber!»

«¿Dónde diablos estará?»

Estaba furioso.

Y después aquella rabia lo abandonó y le vino a la cabeza un pensamiento horroroso: «¿Dónde diablos estará mi hermano?»

La detective Mercedes Barren se hallaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo, en el salón del apartamento de Douglas Jeffers, rodeada por la masa resultante de su búsqueda. Había encendido todas las luces de la casa, como si le diera miedo que la oscuridad de la noche se colara a hacerle compañía. Era tarde y estaba cansada. Había registrado sistemáticamente todo el piso, desde el inodoro del cuarto de baño hasta los archivos de negativos del cuarto de revelar. Había retirado el sofá y la cama, buscando armas, pero sin éxito. Había sacado todo lo que había en los armarios de la cocina, los había vaciado todos. Había revuelto la ropa, volcado los cajones, leído y desechado papeles. No había ni un recibo del billete a Miami. Ni una postal. Los restos de su búsqueda yacían en varios montones a su alrededor.

«Es inútil», pensó.

Sintió brotar lágrimas de rabia y desesperación en los ojos.

—Nada. Nada. Nada —se quejó en voz alta.

Sabía que el fotógrafo debía de tener una caja de seguridad, o una consigna, o una habitación en alguna otra parte, en algún lugar donde juntaba los restos de un crimen. Algo que lo relacionara con su sobrina.

Apenas lograba soportar la tensión que sentía en aquel lugar. Sabía que estaba muy cerca del asesino, lo presentía, lo olía, penetraba en su cuerpo por todos sus poros y orificios, la cubría, la absorbía por dentro. Reconocía la sensación, porque era la misma que había experimentado en el centenar de escenas del crimen que había visitado.

Que él era el asesino resultaba evidente. Lo supo al echar una mirada a la estantería de libros. Prácticamente todos los volúmenes trataban de un aspecto u otro de cómo matar. Novelas, manuales, ensayos de no ficción, todos alineados fila tras fila. Muchos de ellos los conocía ya, le sonaban los títulos. Aquello la impresionó profundamente.

—Es un hombre que conoce su oficio —dijo.

Pero tener un interés literario por el crimen no constituía una prueba.

Era algo que podía enseñar al hermano, y éste simplemente negaría que fuera nada más que una afición ligeramente morbosa, y desde luego nada fuera de lo corriente para una persona que había fotografiado tanta desgracia y tanta muerte. Desde el suelo donde estaba sentada, levantó la vista a las fotografías que cubrían las paredes y se preguntó irritada cómo podía alguien soportar verse rodeado de tantas imágenes violentas y perturbadoras. No tenía nada. Golpeó el suelo con los puños. Luego recogió la carta dirigida de un hermano al otro y la leyó por enésima vez:

Querido Marty:

Si recibes esta nota, habrá ocurrido una de varias posibles situaciones. Supongo que estarás esperando algún tipo de explicación.

No necesitas ninguna.

Ya la tienes.

Aun así, lamento las molestias que te he causado.

Pero era inevitable.

O quizás inevitable.

Te veré en el infierno.

Con cariño, tu hermano,

Doug

P. D. ¿Qué te parecen las fotos? Intensas, ¿no?

La detective Barren dejó caer la nota en su regazo. No le decía nada. Se sintió devorada por un odio masivo, furibundo. El corazón pareció quemarle el pecho. Le subió a la garganta una bilis con sabor amargo. Sintió deseos de escupirle al asesino a la cara. Le entraron ganas de echarle las manos al cuello, igual que había hecho él con su sobrina.

Quiso decir algo en voz alta, pero lo único que le salió de la garganta fue un gruñido, animalesco y salvaje. Por fin pudo pronunciar:

—Esto no ha terminado. No he acabado contigo. Pienso atraparte. Te atraparé. —Se acordó de su sobrina—. Oh, Susan —gimió. Pero fue una exclamación menos de tristeza que de furia.

La rabia le dio fuerzas, y se levantó para quedar de rodillas en el centro de la habitación. De repente sus ojos se fijaron en el autorretrato que colgaba en el rincón. Lo único que llegaba a ver era la sonrisa burlona, como si se estuviera riendo de la futilidad de los esfuerzos que hacía ella. Entonces alargó la mano de pronto y cogió el estuche de plástico que guardaba la piedra de la garganta de Olduvai y, sin pensarlo, sin darse cuenta de nada salvo de la rabia que la envolvía, aún arrodillada en el suelo, le arrojó el estuche al fotógrafo.

El ruido de cristales rotos la tranquilizó al instante.

Cerró los ojos, hizo varias inspiraciones profundas y miró la pared. Vio que la antigua piedra no había acertado al retrato de Douglas Jeffers, el cual seguía sonriéndole con una actitud esquiva que resultaba exasperante, sino que se había estrellado contra una de las otras fotografías enmarcadas, había hecho añicos el cristal y había tirado la foto al suelo.

Lanzó un profundo suspiro y se puso de pie.

«¿Ya te sientes mejor?», se preguntó a sí misma con cierta sorna.

Fue hasta donde yacía el marco destrozado de la foto.

—Bueno, juntaremos esto con lo demás —dijo entre dientes.

No tenía la menor intención de limpiar nada. Removió los pedazos con el pie. Era una fotografía a todo color de un motín en la calle de una ciudad. Al fondo se veía una columna de humo y fuego, y en el primer plano un batiburrillo de policías, bomberos y sus respectivos vehículos, las luces parecían confundirse de forma hipnótica. Le dio una patada.

—Buena foto —dijo—. No es de las mejores que has hecho, pero es muy buena.

Cuando ya se disponía a girarse, se fijó en que una esquina de la foto había quedado despegada cuando el marco se combó y se soltó tras la caída.

Se detuvo y lo miró.

No supo exactamente qué fue lo que llamó su atención. Tal vez fuera el peculiar contraste entre los vividos colores de la foto y el gris apagado del papel que había detrás. Todavía no estaba segura de qué era lo que estaba buscando, pero le pareció que allí había algo fuera de lo habitual. Trató de recordar si alguna vez había oído comentar que alguien montara una foto encima de otra, igual que algunos artistas pintan de nuevo encima de otros lienzos que han pintado con anterioridad. Pero no recordaba nada así.

Sin permitirse abrigar esperanzas de ningún tipo, se agachó y recogió del suelo el marco roto y la foto. Fue hasta la mesa y los puso bajo la luz. Examinó la esquina que se había despegado. Tocó el papel y vio que parecía haber un doble grosor. Entonces asió la foto de encima y tiró suavemente de ella.

Esta se despegó otro par de centímetros, revelando un fondo de color gris oscuro.

Tocó el papel de abajo y palpó el exterior satinado de una fotografía.

Aspiró profundamente.

«Procede con cautela», se dijo a sí misma.

Tiró otra vez de la foto y ésta se despegó un poco más, igual que la piel de una manzana.

Un centímetro, después otro. Las dos láminas de papel fotográfico no habían sido encoladas sólidamente. Fue tirando con mucho cuidado, cerciorándose de no rasgar ninguna de las dos. Cuando se atascaba, mojaba un dedo con saliva y separaba suavemente el papel superior.

Sólo cuando la fotografía entera quedó despegada se atrevió a mirarla. Pensó en aquel instante en la sensación que experimenta un niño cuando se arranca la costra de una herida: que le va a doler, pero que sentirá un gran alivio cuando se la quite.

Bajó la vista y vio que había una foto debajo de la foto.

Dejó la escena del motín en el suelo y contempló la otra. Era en blanco y negro.

De pronto se quedó sin respiración cuando la imagen tomó forma en sus ojos.

Era un cuerpo casi desnudo.

Era una mujer joven.

A la detective Barren le temblaron las manos. Notó que al instante se le humedecía la frente de un sudor frío.

—Susan —dijo.

Pero entonces miró de nuevo.

La joven de la foto tenía las piernas más regordetas y el cabello más corto. Estaba acostada en una postura distinta que su sobrina. Y además, la vegetación, iluminada por el flash que perforó la oscuridad, era diferente, no mostraba las frondas y las palmas de Florida. La protagonista de esta foto parecía yacer en un bosque propio del Norte. La detective Barren sintió que la cabeza le daba vueltas, y se sintió invadida por una sensación de vértigo resultante de frenar de pronto su imaginación desbocada. Lo que alcanzaba a ver de los rasgos de aquella joven parecía completamente erróneo.

—No es Susan —dijo.

Durante una fracción de segundo se sintió derrotada. No era más que otra de las malditas fotos de Douglas Jeffers.

Pero entonces lo comprendió: era una instantánea improvisada. En ella no se veía la composición, el cuidado, la atención y la reflexión que se apreciaban en el resto de la obra de Jeffers. Aquélla era una foto tomada con prisas, bajo presión. Bajo el fuego.

La sostuvo en alto.

—Tú no eres Susan —le dijo a la foto—. ¿Quién eres?

Volvió a mirar y vio una gran mancha oscura en el pecho de la joven. «Sangre», pensó.

Escudriñó rápidamente la foto en busca de signos de que el cadáver hubiera sido examinado, de presencia policial, de investigación oficial.

No había ninguno.

Y entonces, de forma espontánea, le vino a la mente una idea que no quiso tomar en cuenta siquiera. Dejó la fotografía en la mesa y levantó la vista, sobresaltada. A su alrededor había docenas de fotos, la galería doméstica de Jeffers. Saltó de la silla y arrancó de la pared una foto grande que mostraba a dos agricultores del Lejano Oriente con un búfalo de agua, recortados contra el cambiante cielo del ocaso. Arrojó el marco violentamente contra el suelo.

Sacó la foto de entre los cristales rotos. Palpó el doble grosor del papel. Intentó despegar la foto, pero esta vez parecía estar bien adherida. La dobló y la plegó, se tomó muchas molestias con ella, hasta que por fin cogió una pequeña cuchilla que había en la mesa y raspó una parte.

Debajo había otra instantánea en blanco y negro.

Distinguió una pierna desnuda. Luego un brazo desnudo. Mostraba regueros de algo oscuro; había visto demasiada sangre en demasiadas escenas de crímenes para no saber de qué sustancia se trataba.

Hizo una pausa y miró las paredes con una expresión de pánico.

—Susan —dijo de nuevo, en un tono de voz que reflejaba un intenso dolor—. Susan, oh, Dios mío, Susan. Tienes que estar aquí, en alguna parte.

Una vez más su mirada se centró en la galería de fotos. De pronto se sintió tonta, y avergonzada de sentirse así.

«Oh, Dios mío, Susan, no estás sola.»

Aquello resultaba tan obvio, que la aterrorizó aún más.

—Oh, Dios, estáis todas aquí —les dijo a todos los ojos de todas las fotos que la miraban fijamente—. Todas.

Sintió náuseas. Se imaginó a Douglas Jeffers sentado con naturalidad en su cuarto de estar, contemplando la imagen que tenía ella en las manos, los dos agricultores y el búfalo de agua. Sólo que él no vería aquella imagen, sino la que se hallaba oculta detrás.

Se dejó caer en el suelo, abrumada por los rostros que la miraban desde las paredes. Pasó del reino de la desesperación a otro de agudo sufrimiento. «Soy una persona racional —pensó—. Utilizo la lógica, la precisión, la ciencia. Mi vida es ordenada, organizada. Trato con hechos que llevan a conclusiones lógicas. Desempeño mi trabajo con eficacia y devoción. Las cosas están en su sitio.» Pero sacudió la cabeza. «Se me da muy mal mentir —pensó—. Sobre todo a mí misma.»

Entonces habló en voz alta, con la esperanza de que el sonido de su propia voz ahuyentara el miedo y la consolara en cierta medida.

Pero no fue así.

—Oh, Dios mío, estáis todas aquí. No sé quiénes sois ni cuántas sois, pero sé que estáis todas. Todas vosotras. Oh, Dios mío, estáis todas. Dios mío, Dios mío, Dios mío. Estáis todas aquí. ¡Oh, no, oh, no!

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