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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (52 page)

BOOK: Retrato en sangre
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Las dos chicas se apretujaron en el asiento de atrás. Estaban arreboladas y emocionadas, y no dejaban de hacer risitas, al límite del control.

Jeffers se sentó al volante.

—Conozco un parque pequeño, aunque en realidad es casi un bosque, que está no muy lejos de aquí. Vamos hasta allí, hacemos unas cuantas fotos en algún lugar agradable, idílico, y después Boswell y yo os volvemos a traer aquí, ¿de acuerdo?

—Suena genial —contestó Vicki.

—Por mí, vale, siempre que estemos de vuelta para las seis.

—No hay problema —dijo Jeffers.

Las chicas rieron de nuevo.

Jeffers sacó el coche del área del circuito de carreras.

El cerebro de Anne Hampton gritaba a las dos chicas: «¡Por qué no preguntáis! ¡Preguntad cómo es que conoce un parque desierto! ¡Cómo es que sabe exactamente adonde va! ¡Ya lo tenía preparado de antemano!» Pero no dijo nada.

Jeffers rompió el silencio.

—Ten el cuaderno a mano —le dijo en voz queda. Ella buscó instantáneamente papel y lápiz. Luego Jeffers alzó la voz para decir con un soniquete gregario—: Bueno, chicas, no quiero que os pongáis nerviosas, van a ser unas fotos de lo más inocente. Pero tengo que preguntaros una cosa: las dos tenéis más de dieciocho años, ¿verdad?

—Yo tengo diecinueve —respondió Sandi—, y Vicki veinte.

—¡No los cumplo hasta la semana que viene!

—Eh —dijo Jeffers—. Bueno, pues entonces feliz cumpleaños con una semana de adelanto. A ver si podemos hacer algo para que este cumpleaños sea algo especial que celebrar, ¿vale?

—¡Y tanto!

—Señor Corona —preguntó Sandi tímidamente—, no quisiera entrometerme ni, no sé…

—Adelante —la animó Jeffers en un tono de voz tan bondadoso como le fue posible—. ¿En qué estás pensando?

—¿
Playboy
paga las fotos que publica?

Jeffers rió.

—¡Naturalmente! No creerías que íbamos a hacerte pasar por toda esa pesadez que supone una sesión fotográfica sin pagarte, ¿no? Una sesión fotográfica es un trabajo duro. El maquillaje, el posado, la intensidad de los focos; y además siempre hay algo que sale mal. En ocasiones, conseguir una foto adecuada para la revista puede llevar horas. Creo que la tarifa habitual, por lo menos la última vez que yo hice algo así, era mil dólares por sesión…

—¡Vaya! ¡La de cosas que podría hacer yo con eso!

—Pero esto es más bien informal —continuó diciendo Jeffers—. No creo que la revista pague más de un par de cientos de pavos por lo que vais a hacer vosotras hoy.

—¡Nos van a pagar! ¡Fantástico!

Las dos jóvenes empezaron a hablar entre sí, emocionadas. Anne Hampton permaneció ciegamente en su sitio. Jeffers le dijo en voz baja:

—Boswell, te pido que hagas un esfuerzo para hacer esto. —Su voz fue como un manto negro que se abatió sobre ella. Después, con fingido entusiasmo, exclamó jovialmente—: ¡Ya casi hemos llegado! Conozco un sitio perfecto anunció.

Estaba internándose en un parque.

—¡Genial! —respondió Vicki o Sandi desde el asiento de atrás, Anne Hampton no estuvo muy segura de cuál de las dos había sido, pero lo oyó de todas formas—. No me puedo creer que esto me esté pasando a mí.

«No pienses en nada —se dijo a sí misma—. Haz exactamente lo que te ordenen. Conserva tu vida.»

—Ya estamos —dijo Jeffers—. Conozco un punto concreto…

Anne Hampton vio que estaban internándose en una zona más frondosa, sin salirse de un pequeño camino que atravesaba las sombras que proyectaba el tupido follaje. Había un letrero marrón del Servicio de Parques Nacionales que decía que aquel parque en concreto estaba abierto desde el amanecer hasta la puesta del sol. Vio que cruzaban una amplia zona de grava que servía de aparcamiento y que después continuaban hacia el centro del bosque. Avanzaron lo que calculó que sería aproximadamente otro kilómetro más y luego torcieron para tomar un camino secundario de tierra por el que avanzaron varios minutos más sorteando baches, hasta que llegaron a un recodo en el que los árboles se abrían de pronto y dejaban al descubierto un pequeño claro bañado por el sol. Había una cadena floja que atravesaba el polvoriento sendero de lado a lado y otro pequeño cartel que rezaba: «Sólo personal autorizado.»

—Por suerte —dijo Jeffers en tono de triunfo—, yo tengo autorización del servicio del parque. Como la mayoría de los fotógrafos profesionales. Aguarden un momento, señoritas, mientras me encargo de la cadena.

Jeffers saltó del coche dejando a las dos chicas riendo en el asiento de atrás y a Anne Hampton con la mirada imperturbable y fija en los colores del bosque. Experimentó una punzada de preocupación; la muchacha parecía abstraída. Aunque estaba de espaldas al coche, mentalmente se la imaginó allí inmóvil, sujeta al asiento por los miedos superpuestos de saber lo que estaba sucediendo y de no poder decir ni hacer nada, atrapada en aquella situación e igual de inmovilizada que si la hubiera atado con una soga. Por un instante se preguntó si lograría dominarse. Quiero que consiga llegar hasta el final; no quiero tener que abandonarla aquí con las otras. Reflexionó si ella comprendería el peligro (]ue corría y pensó que sí, porque parecía haber entrado en un estado de distanciamiento, como un maniquí de un escaparate o una marioneta manejada por los hilos.

Se dio cuenta de que aquello era exactamente como tenía que ser.

«Los hilos los manejo yo. Baila, Boswell, baila. Y cuando yo tire de los hilos que te sostienen, tú salta.»

Sonrió.

«Que todo siga en orden —se dijo a sí mismo—. Boswell representa tiempo, esfuerzo e inversión.»

Oyó más risas procedentes del coche.

«Ellas, no.»

La cadena estaba exactamente igual que la había dejado él la última vez que estuvo en aquel parque, el mes anterior. Se agachó y la agarró un poco por encima del punto donde estaba sujeta a una pequeña estaca de color marrón. Acto seguido, con la mano libre, desprendió unas cuantas astillas de dicha estaca. Se había podrido con el paso del tiempo. Dio un pequeño tirón a la cadena, y ésta se soltó. Seguidamente la llevó hasta el otro lado del camino para dejar el paso libre.

Regresó al coche arrastrando los pies por la superficie polvorienta del sendero. No tenía sentido dejar huellas de sus zapatos.

—Todo listo —les dijo a las tres que aguardaban dentro—. Allá vamos.

Hizo avanzar el coche con prudencia y recorrieron otros doscientos metros más llenos de baches hasta que doblaron una curva y se detuvieron. Anne Hampton se dio cuenta entonces de que no podía verlos nadie desde el camino principal.

—Muy bien, todas fuera —exclamó Jeffers con entusiasmo—. No nos conviene entretenernos demasiado, y todos queremos regresar a tiempo para ver la última carrera, así que vamos a darnos prisa.

Anne Hampton vio que Jeffers se había echado al hombro la bolsa marrón del equipo fotográfico. Titubeó unos instantes y observó cómo las dos chicas seguían a Jeffers al interior del bosque.

«Están ciegas —pensó—. ¿Cómo pueden echar a correr detrás de él de esa manera?»

Luego sintió que sus propios pies la instaban a caminar, y corrió a ponerse a la altura de él.

—La verdad —dijo Vicki o Sandi, ya las confundía a ambas—, esto es de lo más emocionante.

—Siempre es así —replicó Douglas Jeffers . En más de un sentido.

Y las dos chicas rieron otra vez.

Anne Hampton pensó que si se detenía se pondría a vomitar. Notaba la respiración entrecortada y sentía que la cabeza le daba vueltas. El calor se le pegaba al cuerpo igual que una manta de lana, áspera e incómoda, y se sentía mareada. Vicki oyó su respiración trabajosa y se giró hacia ella… ¿O era Sandi?

—¿Tú fumas? ¿No? Bien. Pero por lo que se ve estás en baja forma. Un paseo de nada por el bosque no debería…

—He estado un poco enferma —replicó Anne Hampton. Percibió que le temblaba débilmente la voz.

—Oh, lo siento. Deberías tomar vitaminas como yo. Todos los días. Y hacer ejercicio. ¿Has probado a hacer aerobic? Eso es lo que hago yo. O a lo mejor deberías correr un poco, para coger fondo. A mí me gustaría dejar el empleo del banco y trabajar dando clases de baile en el gimnasio. Eso estaría genial. ¿Te encuentras bien?

Anne Hampton afirmó con la cabeza. Ya no se fiaba de su propia voz.

—Prueba a correr un poco —continuó la joven—. Empieza suave, quizás un par de kilómetros al día o así. Y después vas aumentando gradualmente. Verás qué diferencia.

De pronto Douglas Jeffers dejó de andar.

—Bueno, ¿qué tal aquí? Es bonito, ¿a que sí?

Se puso debajo de un pino al borde de un pequeño calvero en el bosque. Hasta a la propia Anne Hampton, en medio de su creciente terror, le pareció un lugar hermoso. Y eso la hizo sentirse peor.

En medio del claro había una roca enorme y aislada. A su alrededor se derramaba la luz del sol, lo cual hacía resplandecer el pequeño parche de hierba. La zona entera estaba rodeada por imponentes pinos que daban la impresión de recortarse contra el cielo a modo de silenciosos centinelas. Cuando puso un pie en el claro, Anne Hampton tuvo la sensación de penetrar en una estancia reservada cuya puerta se hubiera cerrado tras ella.

—Muy bien, señoritas, colocaos junto a la roca, por favor. Boswell, tú a mi lado.

Se situó al lado de Jeffers y ambos observaron cómo las chicas tomaban posiciones sobre la piedra. Cada una de ellas adoptó una pose lo más lozana e insinuante posible. Jeffers salió al sol y echó una mirada al alto cielo.

—Luminoso —dijo—. Hace un día perfecto y soleado.

A continuación fue hasta las dos chicas y sacó un fotómetro. Anne Hampton lo vio efectuar unos ajustes en su cámara y después empezar a accionar el disparador. Durante todo el rato las animaba sin cesar, en una corriente continua que resultaba hipnótica:

—Eso es, ahora sonreíd, ahora fruncid un poco los labios, ahora echad la cabeza hacia atrás, bien, muy bien, genial. Ahora giraos un poco, no dejéis de moveros, así, muy bien…

Contempló la actuación que tenía lugar ante ella, preguntándose dónde tendría la pistola, o si se trataría de una navaja. «Debe de estar en la bolsa del equipo», pensó. ¿Cómo ocurriría? ¿Deprisa? ¿O lo haría lentamente?

«No va a darse ninguna prisa —se dijo—. Estamos solos y en silencio, tardará lo que haga falta.»

El calor del sol incrementó su sensación de vértigo, y temió que fuera a desmayarse. Cerró los ojos y los apretó con fuerza. Sigo siendo yo —se dijo a sí misma—. Estoy sola y aislada, y soy yo misma, y seré fuerte y voy a superar esto. Lo superaré. Lo superaré. Lo superaré. Se repitió aquella frase una y otra vez, como un mantra.

Levantó la vista y vio que Vicki y Sandi intentaban parecer seductoras.

—Eso está muy bien —oyó decir a Jeffers—. Pero me resulta un tanto, no sé, cohibido quizá…

Vio que las dos chicas se miraban la una a la otra y que sus risitas se mezclaban entre sí. Estaban divirtiéndose. Odió aquello, se sintió profundamente culpable. Así que cerró los ojos de nuevo.

—¡Ah, eso es mucho mejor! —oyó exclamar a Jeffers—. ¡Verás cuando los editores vean esto!

Abrió los ojos y descubrió que las chicas se habían quitado la ropa. Tenían unos cuerpos de líneas estilizadas, animalescas. Ambas estaban muy bronceadas, y ello hacía resaltar las zonas blancas de los senos y el pubis. Las contempló mientras ellas se estiraban y, en cuestión de segundos, perdían la última brizna de pudor que pudiera quedarles. Ofrecieron sus pechos a la cámara; se abrieron de piernas cuando el objetivo giró hacia ellas. Jeffers brincaba a su alrededor, girándose y contorsionándose, acariciándolas con la cámara. Anne Hampton oía el incesante zumbido del motor.

Todo aquello se le antojó una especie de ballet enfermizo.

Jeffers maniobró alrededor de las dos chicas, acercándolas entre sí, hasta que por fin quedaron abrazadas la una a la otra en la roca, todo brazos, piernas, nalgas y pechos. Anne Hampton contempló sus cuerpos, que a ella le parecían fuertes y terriblemente, horriblemente llenos de vida. No soportó seguir mirándolos, y desvió el rostro.

—¡Eh, Boswell, ven aquí! —Titubeó un instante y después se apresuró a obedecer. Advirtió que las chicas estaban sonrosadas y excitadas—. Ponte ahí para que pueda hacer una foto de las tres.

Se colocó entre las dos jóvenes desnudas.

—¡Tía, qué sensación de libertad! —exclamó Vicki o Sandi—. Me siento más guapa que nunca.

—A mí me pone cachonda —dijo la otra, un poco falta de resuello—. Ojalá estuviera aquí mi novio.

—Seguro —susurró su amiga— que el señor Corona se lleva un montón de sorpresas inesperadas cuando hace fotos.

Anne Hampton sintió un codo que la empujaba. De pronto comprendió que aquella última afirmación era una pregunta.

—Le va bien —contestó—. Le gusta hacer fotos.

—Vale, Boswell. Ya puedes apartarte. A ver, Vicki, pon una mano en el pecho de Sandi, bien, muy bien, sigue acariciándolo, así, y ahora baja la mano por el muslo, bien, eso es, pon ahí la mano, ¡perfecto! Genial. Es excitante, ¿eh?

Anne Hampton oyó a las dos jóvenes afirmar lanzando una exclamación. Se situó al lado de Jeffers y vio que ambas continuaban acariciándose la una a la otra a pesar de la pausa que hizo el motor de la cámara. Apreció un brillo de sudor en sus cuerpos y comprendió que estaban excitadas sexualmente.

—Bueno —dijo Jeffers—, dentro de un segundo va a ser más excitante todavía. Dejadme un momento que cambie el carrete…

Anne Hampton vio que Jeffers introducía una mano en la bolsa de equipo.

«Es ahora. Oh, Dios, es ahora.» Sintió deseos de huir, de dar un salto en el aire y salir volando como un pájaro asustado.

Pero se quedó petrificada en el sitio. Rígida bajo el sol.

«Oh, Dios. Lo siento, lo siento mucho. Ojalá estuviera en otro lugar, de repente, en cualquier sitio menos en éste, en este preciso instante. Oh, Dios, lo siento, lo siento muchísimo.»

Vio que Jeffers había guardado la cámara en la bolsa y que había cerrado la mano en torno a la culata de una pistola.

«Ojalá pudiera hacer algo —pensó—. Lo siento, Vicki y Sandi, seáis quienes seáis. Lo siento mucho.»

Cerró los ojos.

Oyó a las dos chicas reír y percibió el roce de sus cuerpos al tocarse. También oyó una pareja de pájaros que gorjeaban en la espesura del bosque, un chillido estridente y áspero. Oyó la respiración de Douglas Jeffers a su lado; era uniforme y rápida, pero a ella le pareció gélida, y detrás de sus párpados cerrados creyó incluso ver el vapor que despedía. A continuación, todos los sonidos parecieron esfumarse y se sintió engullida por el silencio. Aguardó el primer ruido de confusión y pánico por parte de las dos jóvenes. Se preguntó si exclamarían, gritarían, si llorarían.

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