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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

Retrato en sangre (22 page)

BOOK: Retrato en sangre
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La detective Barren miró al detective Perry. Por un instante vaciló, sopesando toda la tristeza y el desánimo que transmitía su voz. Se imaginó lo neurótica que debía de parecer; después pensó en su sobrina vagamente, de forma no definida, vaporosa, y se endureció enseguida.

—¿Vas a ayudarme?

—Merce…

—¿Vas a ayudarme, maldita sea?

—Dame un respiro…

—¡Vas a ayudarme!

—Merce. Busca ayuda. Acude al loquero del departamento. Habla con tu sacerdote. Tómate unas vacaciones. I.ec un libro. Diablos, no sé, pero no me pidas que te ayude.

—Entonces déjame el expediente.

—Por Dios, Merce, ya tienes todo lo que hemos descubierto nosotros. Te lo di todo antes de la declaración de culpabilidad.

—¿No te has guardado nada?

Un chispazo de cólera cruzó el semblante del detective Perry.

—¡No! ¡Maldita sea! ¿Qué coño de pregunta es ésa?

—Necesitaba saberlo.

—¡Pues ya lo sabes! —Ambos guardaron silencio, mirándose el uno al otro. Al cabo de un momento volvió a hablar el detective Perry. Su tono de voz era lento y triste—: Lamento mucho que te sientas así. Mira, el asesinato de tu sobrina ha quedado resuelto. Si por casualidad te encuentras con una prueba de importancia, en fin, siempre puedes volver aquí a que le echemos un vistazo. Pero esto se ha acabado, Merce. Al menos debería haberse acabado. Ojalá lo vieras tú de ese modo… —Dudó antes de continuar—: Porque te sentirías mucho más feliz.

Ella esperó para asegurarse de que el detective hubiera terminado.

—Gracias… —Él sacudió la cabeza en un gesto de estar negando y quiso decir algo, pero ella lo interrumpió—: No, en serio. Ya sé que estás convencido de lo que dices. Además, siempre has juga do limpio conmigo, y te lo agradezco. Ya sé lo que estás pensando, pero te equivocas. No estoy neurótica. Y un par de semanas sin pensar en ello no van a hacerme cambiar de opinión. El asesino sigue en libertad.

—No creo que estés neurótica, Merce, sino que…

No encontraba la palabra adecuada.

—No pasa nada —contestó ella—. Entiendo tu postura. —Se levantó—. No me importa, pero voy a seguir buscando al asesino de Susan. —Dejó pasar unos momentos—. Y cuando lo encuentre, ya te lo comunicaré.

No estaba del todo segura de lo que iba a decirle a su propio jefe. ¿Que no creía que aquel árabe hubiera matado a Susan, que el asesino seguía en la calle, que ella no descansaría hasta que lo descubrieran? Cada vez que formulaba frases para describir la situación en que se encontraba, le sonaba todo absurdo, melodramático y poco convincente. Pensó: «La venganza tiene algo de ordinario y trillado, es un impulso muy común que surge de circunstancias poco comunes. Lleva consigo un sentimiento de culpa, incorporado e inevitable.» Sabía que no estaba bien desearla tanto, pero no era capaz de decir con precisión por qué.

La puerta del despacho del teniente Burns estaba entreabierta. Llamó con los nudillos, insegura, y a continuación asomó la cabeza al interior.

Lo encontró sentado a su mesa. Enfrente tenía esparcidas dos docenas de fotografías en color de veinte por veinticinco. Cuando establecieron contacto visual, el teniente alzó la vista y le sonrió.

—Ah, Merce, justo la persona que necesitaba. Pasa a ver esto…

Ella entró en el despacho lentamente.

—Fotos de un muerto…

—Ven aquí. Fíjate en éstas.

Ella observó el despliegue de instantáneas. Vio un cadáver en posición fetal dentro del maletero de un coche. Se trataba de un hombre joven, que hubiera parecido dormido a no ser por un enorme manchón de sangre que le cubría el pecho. La detective Barren miró atentamente las fotos, asombrada de la extraña calma que desprendía la expresión del muerto. Observó imágenes tomadas desde diferentes ángulos del maletero, y en todas vio la misma tranquilidad, la misma sangre. Se preguntó distraídamente qué habría hecho aquel joven para merecer morir así, y supo la respuesta de manera intuitiva: nueve veces de cada diez, por lo menos en Miami, juventud y muerte se traducen en drogas.

—¿Sabes, Peter?, lo que me sorprende es que no estuviera asustado.

El teniente Burns la miró con curiosidad.

—¿Por qué lo dices?

—Quiero decir que sabemos lo bastante acerca de la fisiología de la muerte como para especular un poco. Y este individuo parece, en fin, demasiado cómodo. Si a ti o a mí nos secuestraran, nos metieran en el maletero de un coche y nos llevaran a… ¿adónde?

—A una cantera de piedra del sur de Dade…

—Vale, a una cantera. Y luego nos dispararan con una escopeta…, porque ha sido con una escopeta, ¿no? Lo digo porque este tipo tiene el pecho destrozado…

—Del calibre doce. Un solo disparo.

—En fin, a donde quiero llegar es que veríamos por todas partes indicios de miedo. Los ojos estarían abiertos, probablemente. La boca rígida. Los dedos en tensión. Mira. Este tipo ni siquiera tiene las manos atadas ni esposadas. Cuando lo sacasteis de ahí, ¿cuánto de él se os quedó dentro?

—Un poco de sangre y otro poco de tejido.

—¿No mucho?

—Una cantidad mediana.

—Y luego está el coche. Parece un BMW apenas estrenado, ¿no?

—Tiene seis meses.

—Apuesto —dijo la detective Barren— a que el propietario es un traficante de drogas de nivel medio, uno de veinte o veinticinco kilos de droga al mes, no un auténtico peso pesado.

—Correcto otra vez.

—¿Dice el informe si es robado?

—Estoy averiguándolo.

—Bueno, esto no es de mi incumbencia, y naturalmente no es más que una suposición, pero si quieres mi opinión, yo diría que a este pobre chico le disparó alguien de quien no se esperaba una actitud hostil precisamente, no sé si me entiendes…

—¡Merce…!

El teniente Burns lanzó una risa irónica.

—Después esas personas lo metieron a toda prisa en el maletero de un coche convenientemente robado un poco antes, se lo llevaron hasta la cantera…, un sitio en el que sabían que lo iban a encontrar con facilidad, no como aquí, en el Everglades, y lo dejaron allí. A mí me da la impresión de que esto ha sido idea de algún traficante colombiano con escaso cerebro que quería quitarse de en medio a un competidor. Quizás alguien que se propone crear mala sangre entre organizaciones y éste es el primer triunfo que se ha apuntado. Claro que todo esto es especular. Pero tampoco sé si yo emitiría una orden de arresto para el propietario del coche.

—Merce, ¿sabes por qué me gusta trabajar contigo?

—No, Peter. ¿Por qué?

—Porque piensas igual que yo.

La detective Barren sonrió.

—Gracias, Peter.

—Bueno, estoy de acuerdo con lo que piensas sobre el crimen.

He pedido a los forenses que analicen las zapatillas de este tipo. No han encontrado restos de arena de la cantera. Pero sí que han visto manchas de hierba recientes. ¿Tú crees que hay hierba en esa cantera? A mí me parece que no. Merce, ¿nunca te ha dado por pensar que el mundo pertenece a los narcotraficantes? A mí a veces me hace reír el pensar que son los nuevos empresarios de nuestra sociedad. Hace un siglo o dos, la gente venía a este país, trabajaba de firme, echaba raíces y mejoraba su calidad de vida. El sueño americano. ¿Cuál es el sueño americano actualmente, Merce? Cien kilos de droga y un BMW grande y nuevecito. —Se puso en pie y juntó todas las fotos—. Me estoy volviendo demasiado pesimista. En fin, sea como sea, supongo que me daré un paseo hasta Homicidios a hablar con los detectives. Tengo que decirles a qué se enfrentan. Y supongo que también debería llamar a Narcóticos. —Miró a la detective Barren y volvió a sentarse—. Pero antes, ¿en qué puedo ayudarte?

La detective Barren pensó en el joven de las fotos y se preguntó por qué una persona tan joven podía ser tan tonta como para involucrarse en el tráfico de drogas. No más tonta que John Barren yendo a la guerra en virtud de un principio absurdo y muriendo y dejándola a ella para que siguiera adelante sola. La invadió súbitamente un sentimiento de tristeza por todos los jóvenes tontos que morían de una forma o de otra, seguido al momento por otro de rabia e impaciencia. «Qué inútil —pensó—. Qué terriblemente inútil y egoísta.» Alguien estaría llorando desconsoladamente sobre el cuerpo destrozado de aquel joven.

—¿Merce?

—Peter, necesito un poco de tiempo.

—Por lo de tu sobrina.

—Exacto.

—Tal vez fuera más fácil que hablaras con un psicólogo y continuaras trabajando. Ya sabes, por mantenerte ocupada. Dicen que unas manos vacías son lo que más le gusta al diablo. —Sonrió.

—No voy a estarme con las manos vacías.

—A lo que me refiero es que no quiero que te recluyas deprimida en tu apartamento. ¿Qué vas a hacer?

«¡Buscar al asesino de Susan!», gritó de pronto su mente. Pero no dijo nada y se obligó a ser diplomática.

—Verás, Peter, en ningún momento han podido reunir un caso por el cual juzgar a Rhotzbadegh por el asesinato de Susan. No quiero dar a entender que los del condado no hayan hecho lo que tenían que hacer. Simplemente es que, en fin, que esto me pone furiosa. Quisiera indagar un poco por ahí, a ver qué me encuentro. Y luego quizá pasar una temporada con mi hermana, ya sabes, para ayudarla a superar la situación. Lo está pasando muy mal.

El teniente Burns la miró fijamente a los ojos. Ella no se movió.

—No sé qué opino acerca de eso de que indagues por ahí respecto de ese caso. Para mí está cerrado. En cuanto a lo otro, bueno, naturalmente…

—¿Cuánto tiempo puedes concederme? —preguntó ella.

«Lo mismo da —pensó—, pienso tomarme todo el tiempo del mundo. Me haré vieja y me saldrán canas, y todavía seguiré buscando.» El teniente Burns abrió un cajón de la mesa y hurgó en una carpeta. Extrajo un folio con el nombre de ella escrito en la parte superior.

—Bueno, tienes tres semanas de vacaciones y por lo menos dos semanas de compensación por horas extra… Qué demonios, que sean otras tres semanas. Aparte, las normas del departamento permiten tomarse una baja por circunstancias especiales. Podría darte una baja, pero con ello perderás parte del sueldo. ¿Cuánto tiempo calculas que vas a necesitar?

No tenía ni idea.

—Es difícil de decir.

—Claro. Lo entiendo. —La miró fijamente, con cierta precaución—. ¿Por qué llevas encima el cañón?

—¿Qué?

Le señaló la chaqueta.

—La pistola para elefantes. ¿Qué es, una cuarenta y cinco o una nueve milímetros?

—Una nueve milímetros.

—¿Necesitas eso para examinar fotos?

—No.

—Entonces, ¿para qué?

La detective Barren no contestó. A ambos los envolvió el silencio. El teniente Burns miró el expediente y luego la miró a ella.

—Déjalo en paz, Merce. Se acabó. Ese tipo está en la cárcel, que es donde debe estar… —Se puso rígido y su voz adquirió un tono de autoridad—. Es una orden: no te metas en el caso. Está cerrado. Lo único que vas a conseguir es sufrir todavía más. Si quieres un permiso, de acuerdo, tómatelo. Pero no para trabajar, sino para recuperarte. ¿Entendido? —Ella no respondió. El teniente la miró y suavizó el tono—. Está bien. Al menos te he echado el sermón oficial…

Ella sonrió.

—Gracias.

—Pero, Merce, por favor, hazlo por mí: cúrate y vuelve al trabajo. ¿De acuerdo?

—Es lo que tengo intención de hacer —repuso ella.

—Bien, primero disfruta de las horas extra, y luego, si necesitas más, tómate vacaciones. Después de eso, llámame y ya pensaremos algo. Ordenaré que te envíen los cheques a casa. Con una condición.

—¿Cuál?

—Que antes vayas a ver al loquero del departamento. Mira, de todas formas, cuando vuelvas van a obligarte a ir a su consulta, así que fíate de mí. Lo único que te va a decir es que te tomes unos días y un par de aspirinas y que vayas a verlo cuando vuelvas. —Ella aceptó con la cabeza—. De acuerdo. Entonces ya está todo. —Se levantó y cogió el montón de fotos—. ¿Quieres acompañarme a Homicidios? Esos idiotas suelen necesitar que los convenzan, sobre todo cuando la cosa consiste en que al final van a tener que salir a buscar testigos y pruebas ellos solitos.

—No, gracias —contestó ella. Pensó que la próxima vez que fuera a Homicidios sería para llevarles un caso.

Se mordió el labio. O para entregarse ella misma.

La visita al psicólogo del departamento fue tan superficial como había sugerido el teniente Burns. Le describió un cierto grado de agitación, insomnio e incapacidad para concentrarse, así como ataques de depresión. Le dijo que se sentía culpable de la muerte de Susan. Afirmó que necesitaba un tiempo para asimilar dicha pérdida. Se escuchó a sí misma hablar, pensando lo fácil que resultaba inventar una mentira creíble mezclando en ella un poco de verdad. El psicólogo le preguntó si quería pastillas para dormir; ella declinó la oferta. Él le dijo que probablemente seguiría sintiéndose hundida por la depresión hasta que tratara el sentimiento de pérdida con terapia, pero que estaba de acuerdo en que unos días de baja le resultarían beneficiosos. Dijo que le rellenaría los apropiados impresos del departamento para que pudiera tomarse una baja por razones médicas, lo cual le permitiría continuar cobrando casi la totalidad del sueldo. A ella le sorprendió que todo el mundo estuviera tan preocupado por el dinero. Después, el psicólogo le dijo que quería verla con regularidad al cabo de un mes y le concertó una cita. Finalmente rellenó una tarjeta y se estrecharon la mano. La detective le dio las gracias y tiró la tarjeta nada más cerrar la puerta de su despacho.

Fue mucho más fácil de lo que esperaba.

No tardó mucho en llevarse de su mesa lo que iba a necesitar, pese a las interrupciones de los demás miembros de la sección de análisis de pruebas, que no dejaron de acercarse a presentarle sus condolencias, hacerle invitaciones y ofrecerle su amistad, lo cual la conmovió. Pero ella se sentía emocionada, complacida y deseosa de terminar de una vez y marcharse.

Cuando salió por las puertas del departamento de policía de la ciudad, hacía un calor intenso. Los macizos ladrillos rojos del edificio parecían resplandecer como carbones encendidos. Aspiró despacio, como si tuviera miedo de quemarse los pulmones, alzó la cabeza y contempló el cielo protegiéndose los ojos de la fuerte claridad. Por un instante se sintió como si la hubieran atrapado bajo un foco para observarla.

Pero esa sensación desapareció y la embargó otra de ilusión, casi de euforia. Por primera vez en varios meses sentía que la depresión se le iba del pecho. «Estoy haciendo algo», pensó. Un pie detrás del otro, paso a paso. De pronto se acordó de una ocasión en casa de su hermana en la que se levantó en mitad de la noche al oír los primeros gemidos de dolor y hambre de la pequeña. Lo recordaba como una especie de ritual: retirar la manta, sacar los pies y ponerse las zapatillas al mismo tiempo, coger la bata de donde la había dejado la vez anterior, a los pies de la cama. «Ya voy», decía, en tono lo bastante alto para que la pequeña la oyera y para que su hermana supiera que ella iba a hacerse cargo del problema y volviera a dormirse. «Voy enseguida, cálmate, mi niña», pronunciando las últimas palabras con la entonación propia de una nana para dormir.

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