Retrato en sangre (23 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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—Ya voy —dijo en voz alta, pero no había nadie que pudiera oírla.

Y entonces se puso a tararear una canción y echó andar por la acera.

9

Lo primero que hizo fue comprar tres planchas baratas de corcho para anuncios y una pizarra verde para niños. Se las llevó a su apartamento y las colocó junto al escritorio. A continuación escribió «Susan» en un trozo de cinta adhesiva y pegó ésta en la cabecera del primer tablón de anuncios, «Rhotzbadegh» en el segundo y «otros» en el tercero. La pizarra la situó en el centro. Apartó una estantería de libros, gruñendo por el esfuerzo, y la desplazó unos metros para disponer de más espacio. Acto seguido cogió unas chinchetas y clavó un grupo de fotografías en color de veinte por veinticinco de la escena del crimen en el centro del tablón de Susan. Luego colgó también la lista de pruebas halladas y las declaraciones de los dos homosexuales que habían descubierto el cadáver. El tablón de Rhotzbadegh también se llenó rápidamente, con las listas de pruebas de su casa y las copias de los artículos de periódico que había recortado. Tomó una foto de él y la colocó en el tablón, donde pudiera verla.

Experimentó una extraña liberación realizando aquella actividad. «Sé una detective —pensó—. Monta un caso.»

«Pero antes, destruye el que tienen ellos.»

El interior de la asociación de alumnos de la universidad parecía oscuro y cavernoso. No había resultado difícil encontrar a las personas con las que estuvo Susan la noche en que murió. Era época de exámenes y estaban ansiosas de hablar. De charlar, más bien. Lo que fuera, pensó la detective Barren, con tal de romper la pesadez de tener que estudiar, aunque sus rostros bronceados indicaban que estaban pasando más tiempo tomando el sol que encerradas en la biblioteca.

—¿Cómo estás tan segura? —le preguntó la detective Barren a una chica, una joven de cabello oscuro que tenía la incómoda costumbre de mirar a los ojos a la persona mientras escuchaba la pregunta y después dejar vagar los suyos por toda la habitación al dar la respuesta. «Debe de desquiciar a sus profesores», pensó la detective Barren—. ¿Por qué estás tan segura de que Susan desapareció antes de las once de esa noche?

—Porque habíamos quedado en irnos a las once. Era importante, las dos teníamos clase a primera hora y prometimos que, por muy bien que lo estuviéramos pasando, íbamos a marcharnos. O la recogía yo a ella, o ella me recogía a mí. Estuvimos bailando y la perdí de vista. Pero a las diez y media empecé a buscarla en serio, y a las once menos cuarto les pedí a los chicos que me ayudaran a encontrarla. Teddy incluso salió al aparcamiento y echó un vistazo por los alrededores. Quiero decir que no pudimos dejar de verla, ni siquiera entre la gente. ¿Sabe?: Susan siempre destacaba, no podía esconderse, ni siquiera con este lugar abarrotado. Ella era así.

«Ya lo sé», pensó la detective Barren.

—¿No la viste con alguien especial, alguien a quien no conocías?

—Pues el problema es que fue a principios del semestre. Todo el mundo era nuevo, todos eran desconocidos. Había tantos chicos de primer curso como alumnos graduados. También había varios profesores nuevos, pero ésos se fueron temprano. Quiero decir que todo era nuevo, emocionante, buen ambiente. Pero yo no la vi hablando con nadie sospechoso, si se refiere a eso.

La detective Barren suspiró y pasó a otro alumno, un muchacho enorme y fornido que llevaba una camiseta. Le extrañó que no tuviera frío en aquella estancia con exceso de aire acondicionado.

—Explícame cómo es que sabes que Rhotzbadegh estuvo aquí hasta la medianoche.

—Ya se lo he contado a los otros detectives, pero voy a contarlo otra vez. En realidad es muy simple. Había quedado con una chica con la que tenía que verme a las doce…

—¿A las doce?

—Sí. Suena romántico, ¿a que sí? Es que, en fin, ella estaba haciendo un curso sobre la historia del cine y tuvieron que ir a ver una película de no sé qué tipo ruso. Era un rato de larga, de modo que no iba a poder salir hasta pasadas las once. Así que quedamos en vernos aquí. Yo me escondí en un rincón del bar, desde donde pudiera vigilar la puerta. Ella era muy guapa y yo no quería, no sé, no quería que tuviera que ponerse a buscarme, ya sabe. Seguro que habría un montón de tíos dispuestos a ayudarla, no sé si me entiende. En fin, me puse a hablar con el colega que tenía al lado. Era un tipo raro, uno de las ligas mayores. Pero también era un poco bobo, por cómo hablaba de las chicas y de lo malas que eran. Pero cuando decía esas cosas, yo lo miraba y se echaba a reír, yo me reía también y no me lo tomaba muy en serio. Pero de todos modos no es una conversación de la que uno se olvide…

La detective Barren levantó la vista de su bloc de notas.

—¿Qué estabas bebiendo?

—Dos cervezas. Ése es el límite. El equipo aún entrenaba dos veces al día, y la verdad, si bebes demasiado te da por vomitar hasta que se te salen las tripas.

Los demás alumnos lanzaron silbidos.

—Di más bien dos paquetes de seis —dijo uno.

La amiga de Susan agregó:

—Esa noche te vi yo, Tony. Ibas ciego.

—Bueno, puede que un poquito…

—Dos cervezas es lo que les dijiste a los entrenadores, ¿verdad? —dijo la detective Barren.

El joven afirmó con la cabeza.

—¿Qué ocurrió al día siguiente en el entrenamiento?

—Que vomité.

—Bien. Así que, ¿cuántas tomaste en realidad?

El chico intentó esbozar una sonrisa, pero ésta se esfumó rápidamente.

—Bastantes.

—¿Y cómo estás seguro de que eso sucedió la noche en que desapareció Susan?

—Por la película. Sólo la pasaron una vez.

—¿Cuál era el título?

El muchacho dudó, y al momento se le iluminó la cara.

—Trataba de un barco de guerra en el que hubo una revolución…

La detective Barren pensó de repente en un cochecito de niño cayendo a trompicones por un ancho tramo de escaleras.

—¿El acorazado Potemkin?

—¡Eso!

—Pero, Tony —interrumpió la chica morena—, me parece que ésa fue la que pasaron la noche siguiente. La noche en que desapareció Susan pusieron la de guerra, ya sabes, esa en la que salen caballeros y se parte el hielo. Creo.

—No me acuerdo de ésa —dijo Tony.


Alexandr Nevsky
—apuntó la detective Barren con un suspiro—. Aun así, estás seguro de que el sospechoso no se movió del sitio en ningún momento.

—Bastante seguro. Bueno, estuve bailando un poco, y también tuve que pasar un rato en el servicio. Además, ya sabe, era una fiesta. Cuando entraba alguno de los del equipo tenía que levantarme para ir a saludarlo…

—¿Así que no estuviste todo el tiempo sentado a su lado?

—Pues… todo el tiempo, no.

La detective Barren se fijó en la muñeca del joven. Un testigo estupendo. Borracho. Dispuesto a mentir a sus entrenadores y probablemente a quien hiciera falta. No se acuerda de los detalles. Probablemente ni siquiera recuerda qué día era. Volvió a mirarlo. «Espero que llegue a profesional. No me extraña que su relato no fuera tenido en cuenta por los detectives del condado; un gran jurado se hubiera reído de él.»

—¿Alguna vez llevas reloj?

—Qué va. Te lo roban de la taquilla del gimnasio.

—Así que no puedes estar seguro de la hora que era.

—Pues… exactamente, no.

—Bien. ¿Qué estuvo bebiendo el sospechoso?

—Lo invité a tomar algo. Una tónica. Ya le digo que era un tipo raro.

—¿Algo más?

—Solamente tónica. Con un chorrito de lima.

—Sigue.

—Bueno, no hay mucho más. Los dos estuvimos allí sentados todo el tiempo, hasta que dieron las doce, y entonces apareció Cenicienta por la puerta. Y yo la agarré antes de que se le echaran encima los lobos, no sé si me entiende. Quiero decir que algunas noches este lugar se alborota un poco. De lo que ese tipo hiciera después, no tengo ni idea. El ambiente estaba decayendo…

La amiga de Susan sonrió.

—Susan sabía eso, ¿sabe? Por eso las dos hicimos el pacto de largarnos. No nos hubiéramos quedado hasta las doce, pues, permita que se lo diga, este sitio se convierte en un zoo. Jamás hubiéramos salido vivas…

Aquello fue una broma que todos conocían, y los demás alumnos la rieron juntos.

—En el caso de Susan, así ocurrió —replicó la detective Barren.

Aproximadamente dos semanas después de tomarse la baja del departamento, en una tarde de un calor achicharrante, la detective Mercedes Barren fue en coche hasta el parque en el que se había descubierto el cadáver de Susan. Era verano y el calor se elevaba del asfalto delante del vehículo formando una cortina de vapor. Pensó para sus adentros que había llegado a un punto decisivo en su investigación. Los días que había pasado moviéndose por la Universidad de Miami y repasando los documentos forenses la habían convencido de dos cosas: en primer lugar que Sadegh Rhotzbadegh era el sospechoso lógico y evidente del asesinato. Se encontraba en la es cena de la desaparición de la víctima, había recortado el artículo de prensa que hablaba del asesinato, igual que hizo con los demás, y el crimen en sí había sido ejecutado siguiendo su estilo personal. Todas las otras víctimas habían sido apaleadas y estranguladas. Reflexionó para sí que si aquel caso fuera de ella, hubiera empleado todos sus esfuerzos en buscar algún vínculo no circunstancial entre Susan y Rhotzbadegh. La más mínima de las conexiones hubiera dado como resultado una condena por asesinato en primer grado, sin duda. Y en segundo lugar: la detective Barren estaba segura igualmente de que él no había perpetrado el crimen, principalmente porque no existía ninguna relación que constituyera una prueba.

«Es demasiado simple», pensó.

Se acordó del leve gesto de cabeza.

«No ha sido él —pensó—. Es demasiado obvio. Y hallaron trazas de alcohol.»

Frunció el ceño y se castigó mentalmente: ¡Busca algo!

Avanzó por la calle hasta el parque, el cual, a la claridad del día, no daba la impresión de ser tan siniestro como lo recordaba ella en la noche del asesinato de Susan. Dobló la esquina para penetrar en el área principal del aparcamiento y contempló las aguas opacas y de color claro de la bahía, que parecían fundirse con el cielo formando un todo azul porcelana. No hacía viento, y las pequeñas olas iban a morir a la orilla besando los nudosos manglares y haciendo un ligero ruido no muy diferente del de un grifo que gotea. La detective Barren percibió olor a comida; había familias haciendo barbacoas para almorzar al aire libre. El inevitable ruido de niños pequeños jugando parecía lejano, como una música de fondo.

Aparcó y dudó, mirando, más allá del aparcamiento prácticamente vacío, la zona de árboles y vegetación en donde había aparecido oculto el cadáver. Después, con un suspiro, se bajó del coche, lo cerró con llave y echó a andar en dirección al lugar en cuestión. Empezó a contar a partir del borde del asfalto. Susan pesaba cincuenta y cuatro kilos; se imaginó a su sobrina cargada al hombro, como hacen los bomberos. Un peso muerto cuesta más trabajo, es menos flexible. Recordó lo menudo que era el árabe, pero sabía que aquello no significaba nada, porque tenía unos brazos muy fuertes. Podría haber cargado con Susan sin grandes dificultades. Pero aquello no quería decir nada. Contó la distancia mentalmente, un metro, dos, hasta veintidós, antes de detenerse y observar el suelo arenoso. «El asesino ya la había matado —pensó—, no notó dificultad en la descarga de aquel peso.»

El asesino. Quienquiera que fuera.

Pero ¿dónde? El coche del árabe estaba limpio, limpio del todo. Se habían analizado microscópicamente las alfombrillas del puesto del acompañante y la tapicería de los asientos delantero y trasero. También se examinaron bajo el espectrógrafo muestras del maletero. No había sangre, ni cabellos, ni piel; ningún residuo de muerte.

Añadió mentalmente aquello a su hoja de datos.

Se agachó y palpó el suelo en que había yacido el cadáver de Susan. «Vamos —pensó—. Algún mensaje cósmico. Alguna idea. Algo.»

Pero no notó nada.

Lo único que percibió fue que estaba caliente. Había niños jugando. Y el asesino de Susan andaba por ahí suelto.

Volvió a observar el suelo y tuvo una visión de Susan tendida ante ella. Recordaba con espantosa nitidez la media enrollada al cuello, la mancha de sangre en la nuca, la violación… Pensó en el modo descuidado en que la habían arrojado al suelo, con las piernas abiertas en jarras y el sexo a la vista.

Cuánta crueldad.

Y entonces negó con la cabeza.

—Ha de haber algo. Piensa.

Reflexionó sobre el golpe contundente que presentaba Susan en la nuca. «Si pudiera encontrar el arma —se dijo—. O el escenario concreto del asesinato; los lugares donde se comete el crimen casi siempre dan indicios de una personalidad.» Repasó mentalmente todas las pruebas forenses que se le habían hecho al cadáver de Susan. «Si tuviera un sujeto —pensó—, a lo mejor podría descubrir algo.» Pensó otra vez en la media y se le ocurrió una idea.

Se incorporó, dio media vuelta a toda prisa y regresó al coche.

Reparó en una niña que la estaba observando. Tenía el pelo rubio y un rostro abierto y travieso. Llevaba un traje de baño consistente en un bikini de niña, y aquello hizo sonreír a la detective Barren. La pequeña estaba comiéndose un cucurucho de helado de vainilla que se le estaba derritiendo alrededor de la boca y formando un cerco blanco en torno a su sonrisa tímida. La detective Barren la saludó con la mano, y la niña le devolvió el saludo a medias antes de volverse y echar a correr.

—No te fíes de nadie —susurró la detective Barren al ver desaparecer a la pequeña entre los árboles y las sombras, en dirección a la playa y a la zona de juegos.

»No te fíes de nadie ahora. Hazte mayor y no te fíes de nadie.

Siempre había odiado hacer visitas al depósito de cadáveres, y no debido a los cuerpos que se fileteaban allí, sino por las luces fuertes e hirientes que iluminaban todas las estancias con un brillo de otro mundo. Le daba la sensación de que aquella luz se mezclaba, de una forma inusual, con el olor del formaldehido y de los antisépticos que invadía todo el edificio. Ella prefería considerar la muerte como algo siniestro y privado, lo cual era lo contrario del ambiente que reinaba en el depósito, un lugar en el que entraba y salía gente en un continuo desfilar. Observó desde un extremo de la sala cómo el médico forense extraía varios órganos de un cadáver abierto mientras hablaba al micrófono de una grabadora que pendía de arriba. Su voz fue monótona hasta que encontró algo que captó su interés, momento en el cual el tono subió una octava y se convirtió en una voz infantil. Lo vio hurgar en el interior del cadáver y finalmente sacar de aquella masa sanguinolenta una pequeña forma que levantó y acercó a la luz, canturreando encantado y con cierto soniquete:

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